El arroyo que seguía entonces Thor era un tributario del Babine, y corría casi directamente hacia el Skeena. A medida que andaba corriente arriba, el paisaje se hacía más agreste. El oso se hallaba a once o doce kilómetros de la cordillera del Divide, cuando encontró a Muskwa; desde allí, las pendientes de la montaña empezaban a cambiar de aspecto; estaban cortadas por oscuras y estrechas trincheras e interrumpidas por enormes masas de rocas desiguales, acantilados y escarpadas pendientes de peñascos. El arroyo era mucho más ruidoso y difícil de seguir.
Thor entraba entonces en uno de sus fuertes; una región que contenía tal vez un millar de escondrijos, que hubiera podido aprovechar de haber tenido necesidad de ocultarse; era un lugar salvaje, quebrado por mil sitios y donde no había dificultad alguna para él en encontrar caza mayor. Además, allí estaba seguro de no ser molestado por el olor del hombre.
Media hora después de haber dejado la masa de rocas en donde encontrara a Muskwa, Thor echó a andar, como si ignorase completamente que el osezno le seguía. Pero dábase perfecta cuenta de su presencia por el oído y por el olfato.
Muskwa estaba pasando un mal rato. Su grueso corpezuelo y sus cortas patitas no estaban acostumbrados a correr de tal manera, pero era un cachorro muy robusto y durante aquella media hora solamente gimió dos veces; una de ellas por haber tropezado con una roca en el borde del arroyo y la otra cuando se apoyó con demasiada fuerza sobre la pata en la que tenía clavada una de las púas del puerco espín.
Por fin Thor abandonó el arroyo y dirigiose a un profundo desfiladero que siguió hasta llegar a una especie de llanura o meseta situada en la mitad de una suave vertiente de la montaña. Allí encontró una roca en la parte soleada de un herboso otero y se detuvo. Tal vez se debiera ello a la infantil amistad de Muskwa, o a la caricia de su roja lengüecita en el momento psicológico en que podía producir mejor efecto y a su perseverancia en seguirle; quizás todo junto hizo vibrar una cuerda sensible del corazón de la enorme fiera, porque ésta, después de haber olfateado intranquila durante unos momentos, se tendió cómodamente al lado de la roca. Hasta entonces no se echó a su vez el derrengado osezno de parda cara, y tan fatigado estaba, que se quedó dormido en menos de tres minutos.
Por dos veces durante la primera parte de aquella tarde obró el sapoos oowin en Thor, y éste empezó a sentirse hambriento. No era el hambre que se calma y satisface completamente con hormigas y pulgones, ni con topos o marmotas. Tal vez, también, adivinase cuán hambriento y cansado estaba Muskwa. El osezno no había abierto los ojos una sola vez y aún estaba inmóvil, sumido en pétreo sueño, cuando Thor decidió continuar la marcha.
Eran, poco más o menos, las tres de una soñolienta y tranquila tarde de los últimos días de junio, en el valle de aquella montaña septentrional. Las marmotas silbaron hasta sentirse fatigadas y estaban tendidas cuan largas eran a la luz del sol, cerca de las rocas; las águilas planeaban a tal altura sobre los picos de las montañas, que apenas se divisaban como puntitos en el azul del cielo; los gavilanes, con los buches atiborrados de carne, habían desaparecido en el bosque; las cabras y ovejas estaban echadas en lo alto de la montaña, cerca de la línea en que ésta se confundía con el horizonte, y si por allí había otros animales estaban dormitando después de bien alimentados.
Un monteador no podría ignorar que aquélla era la hora en que podría recorrer las verdes vertientes y los claros del bosque en busca de osos, especialmente de osos carnívoros.
Era la hora en que Thor podía cazar más fácilmente. El instinto le decía que cuando los demás animales se sentían bien alimentados y estaban dormitando, se podía mover más descuidadamente y con menos peligro de ser descubierto. Podía encontrar y vigilar su caza. La mayor parte de las veces se contentaba con matar una cabra, una oveja o un reno a la luz del día, porque en distancias cortas podía correr más aprisa que una cabra u oveja, y, por lo menos, tanto como un reno. Pero, principalmente, cazaba a la puesta del sol o a la vaga claridad del crepúsculo vespertino.
Thor se levantó dando un sonoro mugido que despertó a Muskwa. El osezno se puso en pie, miró, guiñando los ojos a Thor y luego al sol, y se sacudió con tal fuerza, que se cayó.
El oso gris miró al negro y pardo cachorro con cierta expresión de apuro. Después del sapoos oowin sentía el ardiente deseo de carne roja y jugosa, así como el hombre hambriento apetece un buen bistec de buey, en vez de ensalada a la mayonesa o un plato de verdura. Thor necesitaba carne y en abundancia; y se preguntaba cómo podría cazar y matar un reno con aquel hambriento y observador osezno que iba pisándole los talones.
Muskwa pareció comprender y sus actos fueron casi una contestación, porque echó a correr una docena de metros ante Thor, se detuvo y miró con imprudencia a su enorme compañero; mientras tanto, sus orejas se inclinaban hacia adelante y su rostro tenía la expresión propia de un chiquillo que quiere convencer a su padre de que tiene ya edad suficiente para asistir a la primera caza de conejos.
Profiriendo un nuevo gruñido, Thor emprendió la marcha a lo largo de la vertiente, con lo cual se acercó a Muskwa; entonces, con repentino movimiento de su pata derecha, envió rodando al osezno a cuatro metros de distancia, lo que significaba claramente: «Esto es lo que mereces por haber pensado siquiera en venir a cazar conmigo».
Thor prosiguió andando pesadamente, con los ojos, oídos y olfato atentos a la caza. Descendió hasta que estuvo a no mayor altura de un centenar de metros sobre el arroyo y ya no se preocupó de seguir el camino más fácil, sino que se aventuró por los lugares más abruptos. Avanzaba despacio describiendo eses, rodeando con el mayor cuidado los peñascos, husmeando con atención todos los regatos que encontraba y haciendo investigaciones en los macizos de árboles y en los frutos derribados por el viento.
Varias veces habría querido ser tan alto que se hallara cercano a las elevadas y desnudas rocas, y otras tan bajo que pudiera andar sobre la arena y grava del arroyo. En el aire sorprendía olores varios, pero ninguno le interesaba mucho. Una vez olfateó perfectamente el rastro de una cabra que se dirigía monte arriba, pero él nunca subía tanto en busca de carne. Dos veces más olfateó ovejas y más tarde divisó un carnero que lo miraba desde cierta altura, situado en el borde de un acantilado, treinta metros más arriba.
Su olfato descubrió rastros de puercos espines y varias veces su cabeza se balanceó sobre las huellas que en el suelo habían dejado los renos.
En el valle había otros osos; muchos de ellos habían recorrido el cauce del mismo arroyo, y Thor pudo averiguar que eran negros o pardos. Luego descubrió el rastro de otro oso gris y, malhumorado, prosiguió el camino.
Ni una sola vez, durante las dos horas que transcurrieron desde que dejara la soleada roca, dedicó Thor la menor atención a Muskwa, que sentía aumentar su hambre y su fatiga a medida que avanzaba el día. Ningún cachorro estaba, seguramente, tan derrengado como el pobre osezno; en los pasos difíciles tropezaba y se caía con frecuencia; en otros sitios, que Thor atravesaba de un solo paso, tenía que luchar desesperadamente para avanzar; por tres veces el oso gris atravesó el arroyo y Muskwa tuvo que imitarlo, aunque a riesgo de ahogarse; estaba contusionado por todas partes, mojado de pies a cabeza, y por si esto fuera poco, una de sus patas le dolía mucho, pero seguía a su amigo, del cual, a veces, estaba muy cerca y otras tenía que correr para alcanzarlo. Poníase el sol cuando Thor, por fin, encontró caza; en cuanto al pobre Muskwa, ya sin fuerzas para continuar, estaba medio muerto de cansancio.
No comprendió por qué Thor se aplanó cuanto le fue posible a lo largo de una roca que había en un pradillo, desde donde podía mirar al fondo de un gran hoyo. Muskwa sentía la necesidad de gemir, pero estaba asustado y echaba de menos a su madre más que nunca. No podía comprender por qué lo dejó entre las peñas y no había regresado ya: Langdon y Bruce debían descubrirle más tarde la trágica razón. Y el pobre Muskwa no comprendía que su madre no pudiera volver hacia él. Aquélla era precisamente la hora en que solía amamantarlo antes de entregarse al descanso nocturno, porque él era un cachorro de marzo, y, de acuerdo con las costumbres de los de su raza, no debía de haberse destetado, por lo menos, hasta el mes siguiente.
Era lo que Metoosin, el indio, habría llamado munookow, es decir, muy tierno. Como oso que era, su pelaje no le había salido como a otros animales. Su madre, como todas las osas de los países fríos, lo parió mucho antes de terminar su letargo invernal en su guarida, de modo que el pequeño nació mientras la osa dormía. Durante un mes o seis semanas después, mientras el osezno estaba todavía ciego y desnudo, ella lo alimentó con su leche, aunque, por su parte, no comió ni bebió, ni vio siquiera la luz del día. Pasadas estas seis semanas, salió de su guarida con el cachorro, en busca del primer bocado para ella. Desde entonces habían transcurrido otras seis semanas, y Muskwa pesaba unos diez kilos, es decir, los había pesado, pues a la sazón estaba tan flaco, que seguramente no llegaba a ellos.
Trescientos metros más abajo de donde estaba Thor había un bosquecillo de bálsamos, en forma de espeso macizo que crecía junto a la orilla del pequeño lago, cuyas aguas lamían el extremo más lejano de la hondonada. Entre aquel grupo de árboles había un reno. Thor lo sabía tan bien como si lo estuviera viendo. Había dos maneras de reconocer la caza: una era el olor que se percibe pegado a la tierra, semejante al que dejaría un frasco de perfume roto en el suelo, y la otra flotaba en el aire, como las emanaciones que tras de sí deja una mujer perfumada. Thor las diferenciaba tan claramente una de otra como distinguía el día de la noche, y hasta el mismo Muskwa percibió claramente el olor de los renos mientras se encaramaba tras de su amigo y se pegaba después al suelo.
Durante diez minutos, por lo menos, Thor no se movió. Sus ojos estaban fijos en la pequeña hondonada, el borde del lago y las cercanías del bosque, y su olfato medía la intensidad de los olores en el aire con la misma precisión con que una brújula señala el Norte. La razón de que permaneciera quieto era la de hallarse casi en la línea de peligro, o, dicho en otras palabras, las montañas habían formado un «viento partido» en la hondonada, y si Thor hubiese aparecido cincuenta metros más arriba del lugar en que estaba situado, los renos, de fino olfato, habrían descubierto inmediatamente al terrible enemigo.
Con las orejas inclinadas hacia adelante y una mirada de comprensión en los ojos, Muskwa observaba atentamente y tomaba su primera lección de caza. Tendido en el suelo, tan pegado a él como le era posible, Thor avanzaba despacio sin hacer ruido hacia el arroyo. El pelaje de su espinazo estaba erizado como el de un perro, a causa de la excitación de que se hallaba poseído. Muskwa lo seguía. Por espacio de un centenar de metros, Thor continuó su marcha, y tres veces, en aquellos cien metros, se detuvo para husmear en la dirección del bosquecillo. Por fin se dio por satisfecho; el viento le daba de lleno en la cara y llegaba cargado de ricas promesas.
Empezó a adelantar con el movimiento característico de los osos, que más parecen rodar que andar, dando pasos cortos y con todos los músculos de su enorme cuerpo dispuestos para la acción. Dos minutos más tarde llegó junto a los árboles y allí se detuvo nuevamente. El ruido producido por los rumiantes al pisar la hojarasca era clarísimo. Los renos estaban en pie, pero en manera alguna alarmados, y se dirigían, para beber, hacia el borde del cercano arroyo.
Thor se movió nuevamente en dirección paralela al sonido. Este movimiento lo llevó en un instante al borde del bosquecillo y allí se quedó oculto por el follaje, pero de forma que el lago y una porción del pradillo se hallaban al alcance de sus ojos. Salió primero un enorme reno macho; sus cuernos estaban creciendo aún y cubiertos de una capa suave y aterciopelada. Siguió un ternero de dos años, aproximadamente, gordo, reluciente, como si fuera de terciopelo, a la luz del sol poniente. Durante dos minutos el macho estuvo alerta, buscando con ojos, olfato y oídos alguna señal de peligro, mientras su joven compañero, completamente tranquilo, mordisqueaba detrás de él la hierba. Luego, bajando la cabeza, el macho hundió el hocico en el agua para beber. El ternero lo imitó y Thor salió nuevamente de su escondrijo.
Durante un momento pareció recogerse sobre sí mismo y luego saltó. Quince metros lo separaban del reno y ya había recorrido la mitad de esta distancia como enorme bola que rodara por encima de la hierba, cuando los dos pobres animales se dieron cuenta de su presencia. Ambos salieron de estampía como flechas disparadas por el arco, pero demasiado tarde. Ni un caballo, por veloz que fuese, se habría librado de aquella embestida de Thor, que, además, tenía ya el impulso tomado cuando sus víctimas iniciaron el salto.
Con la rapidez del viento se arrojó hacia el flanco del reno de dos años, se inclinó un poco hacia un lado y luego, sin esfuerzo aparente, semejando una enorme bola, saltó sobre él, dando fin así a la breve caza.
Pasó su enorme pata derecha por el lomo del reno e, inclinándose con él, sujetó con su pata trasera el hocico del rumiante, como si fuera una enorme mano humana. Thor cayó entonces debajo, como se había propuesto. No estrechó el abrazo para matar así a su víctima, sino que encogió una de sus garras posteriores y, al distenderla, los cinco cuchillos de sus uñas abrieron el vientre del animal, poniendo al descubierto los intestinos y rompiéndole, de paso, algunas costillas como si hubieran sido de blanda madera. Hecho esto, Thor se levantó, miró a su alrededor y dio un rugido que lo mismo podía ser de triunfo que una invitación a Muskwa para que tomara parte en el festín.
Y, entendiéndolo así, el osezno no esperó más. Por vez primera olió y probó la cálida sangre de la carne. Y aquel olor y sabor llegaban en un momento crítico de su vida, como años atrás le ocurriera a Thor. Todos los osos grises no son cazadores de grandes piezas; es más, muy pocos de ellos merecen tal nombre. La mayor parte son, principalmente, vegetarianos, aunque también comen animales pequeños, como topos, marmotas y puercos espines. Ahora bien, los osos grises cazan de cuando en cuando un reno, una cabra, un venado y hasta ratas. Así era Thor. Y así, en días venideros, sería Muskwa, aunque pertenecía a la variedad de los osos negros y no a la terrible raza de los grises.
Durante una hora estuvieron comiendo los dos, no con la prisa repugnante de los perros hambrientos, sino despacio y eligiendo los bocados, como verdaderos gastrónomos. Muskwa, echado sobre su vientre y casi entre las enormes patas delanteras de Thor, lamía la sangre y masticaba la carne entre sus dientecillos como podría haberlo hecho un gatito. En cuanto a Thor, ante el cuerpo del reno, empezó a buscar los bocados delicados, aunque el sapoos oowin lo había dejado muy hambriento. Ante todo, arrancó las delgadas capas de grasa que tienen cerca de los riñones y de los intestinos, y con los ojos cerrados, a impulsos de la satisfacción que sentía, empezó a mascar largas tiras.
El sol desapareció detrás de las montañas y después del crepúsculo vino rápidamente la noche. Cuando acabaron de comer había obscurecido por completo, y el pequeño Muskwa era ya tan ancho como largo, pues se había hinchado como una pelota.
Thor era muy amigo del ahorro. Nunca desperdiciaba la menor cosa que sirviera para comer, y si en aquel momento el reno macho hubiese estado a su alcance, lo más probable es que no lo hubiera atacado. Tenía alimento, y lo que entonces deseaba era guardar lo sobrante convenientemente y en las debidas condiciones de seguridad.
Volvió al bosquecillo, mas el ahíto osezno no hizo el menor esfuerzo por seguirlo. Estaba satisfecho y algo le advertía que Thor no abandonaría la carne sobrante. Diez minutos más tarde Thor confirmó, regresando, esta creencia. Llevaba entre sus poderosas mandíbulas lo que quedaba del cuerpo del reno. Lo cogió por el cuello e, inclinándose ligeramente, empezó a arrastrarlo hacia el bosquecillo, con la misma facilidad con que un perro arrastra un trozo de tocino de cinco kilos de peso.
El ternero pesaría muy bien doscientos kilos; pero, aunque hubiese llegado a cuatrocientos o quinientos, Thor no solamente habría podido arrastrarlo, sino también cargárselo al hombro. El oso gris había encontrado un hoyo junto a los árboles; echó en él el cuerpo del ternero y mientras Muskwa observaba con el mayor interés, procedió a cubrir la carne con pinocha, ramas y el tronco de un árbol derribado. No dejó su «marca» en un árbol como aviso para otros osos, sino que, sencillamente, oliscó un poco por allí y luego salió de entre los árboles.
Muskwa lo siguió esta vez y experimentó ciertas dificultades para andar con el peso adicional que llevaba. El cielo se empezaba a llenar de estrellas, y a su luz Thor emprendió la ascensión por una vertiente muy empinada que conducía a lo alto de la montaña. Siguió subiendo a mayor altura de la que Muskwa había frecuentado en su corta vida y hasta cruzaron una faja de nieve. Llegaron luego a un lugar que parecía haber sido trastornado por la erupción de un volcán y por donde seguramente ningún hombre habría sido capaz de transitar.
Por fin Thor se detuvo. Hallábanse entonces en un estrecho paso limitado por una pared de roca perpendicular por un lado, y por el otro por un precipicio que terminaba en el valle, entonces por completo invisible, envuelto como estaba en las tinieblas.
Thor se dejó caer en el suelo, y por vez primera desde que fue herido en el otro valle, tendió su cabeza entre sus grandes patas y lanzó un profundo suspiro de tranquilidad. Muskwa se acercó a él, tanto, que sentíase deliciosamente calentado por el cuerpo de Thor; y los dos juntos durmieron profundamente, con los estómagos llenos, mientras en lo alto brillaban intensamente las estrellas y la luna inundaba los picos de la montaña y el valle de plateado esplendor.