Capítulo V

Thor había emprendido la marcha por la garganta a la primera luz de la aurora. Al levantarse de su lecho de arcilla se sintió envarado, pero el fuego y el dolor de su herida se habían calmado extraordinariamente. Aún le dolía, pero no tan fuerte como la tarde anterior. La molestia experimentaba no procedía solamente de la pata, era general. Estaba enfermo, y andaba por el desfiladero despacio, lánguidamente. A pesar de ser un infatigable buscador de comida, no pensaba ahora en ella, pues no tenía hambre ni recordaba que hubiese nada que comer.

De vez en cuando daba algunos lengüetazos en el agua fría del arroyo y, con mayor frecuencia todavía, volvíase para olfatear el aire. Conocía ya el olor del hombre, el extraño trueno que producía y el inexplicable rayo con que le hería luego. Toda la noche había estado en guardia y ahora cuidaba mucho de su seguridad.

Thor no conocía un remedio determinado para todas las heridas. No tenía, como es natural, la menor noción de botánica, pero al crearlo, la Providencia lo hizo médico de sí mismo. Así como un gato come instintivamente valeriana para curarse, de la misma manera Thor buscaba ciertas hierbas cuando no se encontraba bien. Todo lo que es amargo no es quinina, pero sin duda, algunas hierbas muy amargas eran remedios convenientes para el animal, y a medida que marchaba a lo largo de la garganta, husmeaba el suelo con la mayor atención y cuantas matas y arbustos hallaba al paso.

Llegó a un lugar en donde halló una planta de cinco centímetros de altura que produce unas bayas rojas parecidas, por su tamaño, a guisantes. Pero a la sazón, estas bayas estaban verdes, amargas como agallas y contenían un fuerte astringente. Thor se las comió, porque el instinto se lo ordenaba.

Después de esto encontró otras semejantes a grosellas, que se estaban poniendo rojas. Los indios se las comen cuando tienen fiebre y Thor hizo lo mismo, encontrando que también eran amargas.

Olía los árboles que encontraba, hasta que al fin halló el que buscaba. Era un pino, por cuyo tronco corría la savia fresca, que les gustaba a los osos de un modo extraordinario, pues para ellos es un tónico de primer orden. Thor lamió la savia y de esta manera no solamente absorbió trementina, sino otras muchas substancias que la farmacopea aprovecha de ella.

Mientras tanto llegó al extremo opuesto de la garganta. El estómago de Thor estaba casi lleno de medicamentos. Entre otras cosas había comido gran cantidad de agujas de pino. Cuando un perro está enfermo come hierba, pero si un oso está indispuesto traga tantas agujas de pino como puede hallar. También se llena de ellas el estómago y los intestinos antes de aletargarse durante el invierno.

El sol no estaba muy alto aún en el cielo cuando Thor llegó al extremo del desfiladero. El oso se detuvo unos momentos en la boca de una cueva, abierta en la montaña. Imposible sería decir hasta dónde retrocedió su memoria, pero en todo el mundo conocido por él, no tenía más casa que aquella cueva. Tenía unos dos metros cuarenta centímetros de altura y el doble de ancho, pero su profundidad era mucho mayor. El suelo estaba cubierto de una gruesa capa de arena fina. En algún tiempo remoto debió de manar de aquella caverna una pequeña corriente de agua y el extremo interior de la cueva constituía un excelente dormitorio para un oso aletargado, cuando la temperatura exterior llegaba a cincuenta grados bajo cero.

Diez años atrás, la madre de Thor se metió allí para dormir su sueño invernal, y cuando asomó la cabeza al exterior para observar los primeros avances de la primavera, la acompañaban tres oseznos. Thor era uno de ellos. Estaba todavía casi ciego, porque los cachorros de oso gris no pueden ver durante las cinco primeras semanas de su vida, y no cubría su cuerpo aún abundante pelo, porque estos animales nacen tan desnudos como los seres humanos. El pelo les empieza a crecer precisamente cuando abren los ojos. Desde entonces, Thor había dormido ocho veces en aquella caverna.

Ahora necesitaba entrar en ella y descansar en el fondo, hasta que se encontrase mejor. Durante tres minutos vaciló, oliendo atentamente la entrada de su cueva y olfateando también el viento que llegaba por la garganta. Algo le advirtió que podía estar tranquilo y avanzar.

Hacia el Oeste había una pendiente que llegaba desde la garganta hasta la cima, y Thor subió por ella. El sol estaba ya alto cuando alcanzó la parte superior. Durante unos minutos descansó, mirando hacia abajo, hacia la otra mitad de su dominio.

Era mucho más hermoso aquel valle que el visitado por Langdon y Bruce algunas horas antes. Desde una a otra montaña habría unos tres kilómetros y en la dirección opuesta se desarrollaba un magnífico panorama de tonos oro, verde y negro. Desde donde Thor miraba, parecía un inmenso parque. Las pendientes cubiertas de verde llegaban casi a las cimas de las montañas y en estas pendientes estaban diseminados los pinos y abetos con tanta regularidad como si hubieran sido plantados por la mano del hombre. Algunos de los grupos de árboles no parecían mayores que los bosquecillos de un parque urbano, en tanto que otros cubrían varias hectáreas; además, al pie de ambas montañas, como franjas decorativas, había delgadas y continuas líneas de matorrales y entre estas dos fecundas laderas se extendía el valle, salpicado de florecillas rojas, rosadas, amarillas y blancas. También había algunos árboles y la pradera atravesaba un arroyo de frescas aguas.

Thor descendió cosa de cuatrocientos metros desde el lugar en que se hallaba y luego se volvió hacia el Norte, a lo largo de la vertiente, de manera que iba de uno a otro bosquecillo de árboles, paralelamente de la franja de matorrales. A semejante altura, situada entre la cima de la montaña, era donde, entre piedras y rocas sueltas, se dedicaba a la caza menor.

Las marmotas, gordas y perezosas, empezaban a salir de sus madrigueras para echarse sobre las piedras a tomar el sol. Sus largos y suaves silbidos eran agradables al confundirse con el zumbido producido por todos los ruidos lejanos y llenaban el aire de musical cadencia. A veces silbaba una con mayor fuerza, para avisar a sus compañeras, y luego se apresuraba a escapar cuando pasaba el oso gris, y por unos momentos cesaban todos los silbidos que antes animaran el valle.

Pero Thor no prestaba la menor atención a la caza aquella mañana. Dos veces encontró puercos espines, la mayor golosina para él, y pasó por su lado como si no los viera; el cálido y agradable olor de reno llegó a él desde un macizo de arbustos, pero no se acercó para investigar; de una fisura estrecha y obscura como un pozo, llegó a él el olor característico de un tejón, pero lo desdeñó. Durante dos horas siguió andando, sin detenerse, hacia el Norte, por la falda de la montaña, hasta llegar a un arroyo.

La arcilla adherida a su pata empezaba a secarse y nuevamente se metió en el agua y estuvo bañándose durante varios minutos. La corriente arrastró consigo la mayor parte de la arcilla. Luego, durante dos horas, Thor siguió el curso del agua, bebiendo con frecuencia. Seis horas después de haber salido de su baño de arcilla, obró el sapoos oowin. Todos los frutos, hierbas y substancias que ingiriera y el agua que bebió se mezclaron en su estómago formando una poción medicinal, y Thor sintiose extraordinariamente mejor, tanto que, por primera vez, se volvió para rugir en la dirección en que dejara a sus enemigos. La pata le dolía aún, pero la enfermedad había desaparecido.

Durante muchos minutos después de que el sapoos oowin produjera su efecto, permaneció inmóvil y gruñó algunas veces, pero aquel gruñido que surgía ronco de su pecho tenía ahora un nuevo significado. Hasta entonces Thor no había conocido el odio verdadero. Muchas veces había peleado contra otros osos, pero la rabia de la lucha no era odio. Tan aprisa como se apoderaba de él se desvanecía. A veces lamía las heridas de un vencido enemigo y sentíase satisfecho cuidándolo, pero el sentimiento que había nacido ahora en él era completamente distinto.

Con odio feroz e inexorable recordaba aquello que lo había herido. Odiaba el olor del hombre; odiaba la extraña cosa de cara blanca que viera encaramarse por la pared de la garganta, y su odio comprendía cuanto estaba asociado a ella. Era un odio instintivo, que existía ya latente en él, y que se manifestó despertando de su largo sueño, gracias a la experiencia.

Sin haber visto ni olido anteriormente a ningún hombre, sabía ya que éste era su mortal enemigo y más temible que todas las demás fieras o peligros de la montaña. Estaba dispuesto a pelear contra el oso gris más gigantesco que se pusiera ante él y a derrotar a la manada de lobos más furiosos que se le presentara. Atreveríase también a desafiar la inundación y el fuego, pero ante el hombre no tenía más remedio que ocultarse. ¡Tenía que ocultarse! Debía estar en guardia constantemente en las llanuras y en los más altos picos, vigilando sin descanso con todos sus sentidos.

Por qué lo comprendía así y por qué advertía que aquella criatura que había penetrado en sus dominios —un pigmeo por sus proporciones— era más temible, sin embargo, que el más terrible de cuantos enemigos conociera hasta entonces, es un milagro que solamente podría explicar la Naturaleza. La mente de Thor recordó atávicamente[3] las impresiones de su raza acerca del hombre. Éste se armó primero con una porra; luego con la lanza endurecida al fuego; más tarde con la flecha de punta de pedernal; valiose, después, de las trampas, y finalmente aparecía armado de rifle. A través de las edades el hombre había sido siempre el amo y señor, y tal impresión la sintieron todos los antepasados de Thor, llegando a éste el recuerdo subconsciente de ello.

Y Thor sintió cómo se despertaba en él el recuerdo y comprendió. Odiaba al hombre y en adelante odiaría cuanto oliera como él. Y con tal sentimiento se le había despertado también en él miedo. Si el hombre no hubiese perseguido a Thor y a su raza, el mundo no habría conocido al oso gris con el nombre de Ursus Horribilis.

El oso seguía su camino, sin dejar de husmear a un lado y a otro; su cabeza y cuello estaban inclinados hacia el suelo y sus enormes ancas se levantaban y caían con aquel movimiento peculiar de los osos, especialmente de los grises, que hace parecer que rueden. Sus largas garras producían ruido al golpear el suelo y su paso, que hacía rechinar la arena gruesa, dejaba profundas huellas en la fina tierra.

Aquella parte del valle tenía especial significado para Thor. Empezó a andar despacio y a olfatear el aire en todas direcciones. No era monógamo, pero durante muchas estaciones de celo había acudido siempre allí, en busca de su hembra, que también hacía su aparición en el mismo lugar. Solía esperarla siempre en julio y ella acudía sintiendo en su pecho salvaje deseo de maternidad.

Era una espléndida osa gris que venía de las montañas occidentales cuando llegaba la época del apareamiento. Era corpulenta y fuerte y tenía el pelaje pardo dorado, de manera que sus hijos, que lo eran también de Thor, podían considerarse como los más hermosos de la comarca. La madre se los llevaba nonatos y abrían los ojos, jugaban, vivían y se peleaban en las montañas del Oeste. Si más tarde el mismo Thor echó a sus hijos de sus cazaderos o combatió con ellos, la Naturaleza le ocultó piadosamente el hecho. Thor era como muchos viejos solterones; no gustaba de los pequeñuelos; toleraba un osezno, pero si se atrevían a acercarse mucho, los despedía con un suave manotazo suficiente para mandarlos rodando a gran distancia, como pelotas de trapo.

Ésta era su única expresión de disgusto cuando una hembra invadía sus posesiones acompañada de sus pequeñuelos. Por lo demás, no peleaba con la madre, por muy imprudentes que se mostrasen, y hasta si los encontraba comiéndose alguna pieza muerta por él, se contentaba con darles un sopapo.

Estas explicaciones son necesarias para comprender cuál sería el disgusto de Thor cuando percibió cierto olor, al dar la vuelta a unas rocas. Detúvose, dio un gruñido y entonces vio que a dos metros de distancia, aplastado contra el suelo, temblando de miedo, estaba un osezno abandonado. Seguramente no tenía más de tres meses, es decir, que debía de haber estado en compañía de su madre, y su cara de color pardo y una mancha blanca que tenía en el pecho lo señalaba como perteneciente a la familia de los osos negros y no grises.

El osezno parecía esforzarse por expresar algo semejante a: «Me he extraviado, me han abandonado o he sido robado; tengo hambre y me he clavado una espina de puerco espín en la pata»; mas, a pesar de esto, Thor dio un gruñido y buscó a la madre con la mirada. Pero no estaba a la vista y no pudo ni siquiera percibir su olor, lo cual le hizo volver la cabeza hacia el cachorro.

Muskwa —así lo habría llamado un indio— se arrastró sobre su vientre por espacio de medio metro. Gimió mientras sufría el examen de Thor y avanzó un poco más, pero entonces percibió un aviso que rugía en el pecho de Thor, como diciendo: «No te acerques más, porque te aplasto».

Muskwa lo entendió muy bien. Quedose quieto como un muerto, con la nariz y las patas pegadas al suelo, y Thor lo miró otra vez. El osezno estaba a un metro de distancia, gimiendo suavemente. Thor levantó su pata del suelo hasta unos diez centímetros, y gruñó: «Si te mueves, te destrozo».

Muskwa se echó a temblar; lamió sus labios con su roja lengüecilla, y tanto por miedo como en demanda de misericordia y a pesar de la amenaza de la levantada pata de Thor, se acercó unos centímetros.

Thor dio un bufido y su pata cayó al suelo. Luego olfateó el aire, y gruñó. Cualquier solterón habría entendido el significado de aquel gruñido: «¿Dónde diablos habrá ido la madre de este cachorro?».

Y entonces ocurrió algo raro. Muskwa, siempre arrastrándose, se acercó a la pata enferma de Thor. Se levantó y su olfato descubrió la herida. Entonces la tocó levemente con su lengua suave como terciopelo. Thor sintió gran placer y permaneció inmóvil, mientras el cachorro le lamía la herida. Luego inclinó su cabeza, olió amistosamente a la suave pelota que se había acercado a él y dio un leve gruñido. Aquello ya no era amenaza alguna y el calor de su enorme lengua cayó sobre la cara del pequeñuelo.

—¡Ven! —pareció decir con un gruñido suave.

Y continuó su viaje hacia el Norte, seguido por el huérfano osezno de parda cara.