Capítulo IV

Después de cenar, estaban Otto y Langdon sentados en su campamento del bosque, fumando tranquilamente en pipa, mientras una hoguera se consumía a sus pies. El aire nocturno en aquellas alturas es frío, y Bruce, sintiéndose penetrado por el fresco, se levantó para arrojar a la fogata una nueva brazada de combustible. Luego sentose de nuevo, apoyó la espalda en el tronco de un árbol y sonrió burlón mirando a su compañero.

—Ya te he explicado varias veces —exclamó Langdon— que yo estaba en una situación muy desventajosa.

—Especialmente cuando el oso te miró con alguna insistencia —observó Bruce con cierta ironía—. Ten presente, Jimmy, que a tan poca distancia podrías haberlo matado de una pedrada.

—Ya sabes que entonces tenía el rifle debajo —explicó Langdon por vigésima vez.

—Que es el sitio menos apropiado para un rifle cuando se va a cazar un oso —observó tranquilamente Bruce.

—La pendiente era muy pronunciada y me vi obligado a subir ayudándome con las manos. Y tentado estuve de ayudarme también con los dientes —añadió bromeando.

Langdon llenó de tabaco nuevamente su pipa y añadió:

—Te aseguro, Bruce, que es el oso más grande de cuantos vi en mi vida.

—Su piel sería una magnífica alfombra para tu casa, Jimmy, de no haberse dado la maldita circunstancia de que el rifle estuviera en aquel momento en un sitio en que no debió estar.

—Pues no me doy por vencido; te juro que me llevaré su piel a casa —declaró Langdon—. Estoy decidido a no cejar. Acamparemos aquí y me apoderaré de ese oso aunque tenga que pasarme todo el verano en el empeño. Prefiero éste solo que una docena de sus compañeros de esta región. Lo menos mide dos metros setenta de alto. Tiene una cabeza enorme y el pelo de su lomo tal vez llegue a diez centímetros. Lo seguro es que lo herimos, y si tenemos un poco de suerte lo cogeremos.

—Es posible —contestó Bruce—, pero habremos de tener cuidado si nos tropezamos con él antes de dos semanas, es decir, mientras no esté curado. Si así sucede, lo mejor será que tengas entonces el riñe dispuesto para disparar.

—¿Qué te parece mi intención de acampar aquí?

—Muy bien. Hay abundancia de carne, buen césped y excelente agua. —Hizo una pausa y añadió—: El oso debe de estar muy herido, porque sangraba mucho.

—¿Crees que se alejará de estos lugares? —preguntó Langdon mientras limpiaba su rifle.

—¿Marcharse? —exclamó—. Tal vez lo haría si fuese un oso negro, pero es uno gris y el amo de esta región. Quizá durante unas semanas, receloso, se oculte un poco, pero puedes tener la seguridad de que no emigrará. Cuanto más dolorosamente se hiere a un oso gris, más rencoroso se vuelve, y esto es precisamente lo que acaba por acarrearle la muerte. Por eso, si estás empeñado en ello, creo que podremos apoderarnos de él.

—¡Claro que estoy empeñado! —exclamó Langdon—. Por lo que he podido apreciar, es el oso más grande que he visto, y deseo ardientemente poseer su piel. ¿Crees que podremos seguir su pista mañana por la mañana?

—No se trata de seguir su pista —contestó Bruce—, sino sencillamente de cazarlo. Un oso gris, después de ser herido, continúa caminando. No se alejará de esta montaña, pero tampoco se mostrará al descubierto. Metoosin llegará aquí con los perros dentro de cuatro o cinco días, y en cuanto tengamos estos auxiliares, ya verás cómo nos divertimos.

Langdon miró la hoguera por el hueco del pulimentado cañón de su arma y dijo con expresión de desconfianza:

—Hace una semana que dudo de que Metoosin pueda alcanzarnos. Hemos pasado por sitios muy abruptos.

—Ese viejo indio —contestó Bruce— sería capaz de seguir nuestro rastro aunque anduviéramos sobre peladas rocas. Estará aquí dentro de tres o cuatro días, si los perros no han sido tan estúpidos que se hayan metido con los puercos espines. Y cuando lleguen —añadió levantándose para desperezarse—, pasaremos unos días muy animados. Precisamente me figuro que en estas montañas hay muchos osos, tantos que por lo menos van a morir diez perros en una semana. ¿Te apuestas algo?

—Pues a mí no me importa más que un oso —contestó Langdon cerrando su arma— y tengo el presentimiento de que lo cazaré mañana. Tú eres aquí el más entendido en estas cosas, pero creo que el animal iba demasiado malherido para alejarse mucho.

Cerca del fuego se habían hecho dos yacijas con ramas tiernas de bálsamo, y Langdon, siguiendo el ejemplo de su compañero, empezó a extender sus mantas. Había sido aquél un día muy fatigoso, de manera que apenas se hubo tendido quedose profundamente dormido.

Al amanecer, cuando Bruce se levantó y recogió sus mantas, dormía aún. Sin despertar a su compañero, se calzó sus altas botas, y, mojándose con el abundante rocío de la alta hierba, recorrió unos doscientos metros para echar un vistazo a los caballos. Al regresar llevaba consigo a Disphan y los caballos de silla, encontrando levantado ya a Langdon, que se ocupaba en encender fuego.

Langdon recordaba con frecuencia que su actual género de vida fue causa de que dejara perplejos a los médicos salvándose de la muerte. Precisamente ocho años atrás había ido al Norte por vez primera, y su estado y aspecto diferían considerablemente del actual. Su pecho era estrecho, y tenía un pulmón enfermo. «Puede usted marcharse si insiste en semejante disparate, joven —le dijo uno de los doctores—; pero va usted sencillamente en busca de la muerte». Y ahora tenía un perímetro torácico de ciento veinte centímetros y estaba tan duro y fuerte como el nudo de una rama de roble.

Los primeros tintes rosados del sol se encaramaban por las cimas de las montañas; el aire estaba saturado del suave aroma de las flores silvestres, del rocío y de todo lo que vivía, y los pulmones de Langdon aspiraron profundamente el oxígeno del tonificante perfume del bálsamo.

En sus manifestaciones de alegría por la vida libre que llevaba, era mucho más expresivo que su compañero. A veces sentía necesidad de gritar, de cantar o de silbar, pero aquella mañana, a pesar de que se habría entregado con gusto a tales expansiones, se contuvo, porque estaba poseído del ardor de la caza.

Mientras Otto ensillaba los caballos, Langdon hizo unas tortas de maíz. Había llegado a ser un experto en el arte de la panadería silvestre, como la llamaba, y su método tenía la ventaja de ahorrar tiempo y primeras materias.

Abrió uno de los pesados sacos de harina, hizo un hueco en ésta con sus dos puños cerrados, llenó en parte el hueco con agua y un poco de grasa de reno y añadió una cucharada de levadura y tres pulgaradas de sal, hecho lo cual empezó a amasar. A los cinco minutos tenía unas cuantas tortas en el hornillo de plancha de hierro, y media hora más tarde frió unas tajadas de carne de oveja y unas patatas, y las tortas quedaron perfectamente cocidas y doradas.

El sol mostraba ya su disco por oriente cuando dejaron el campamento. Atravesaron el valle y empezaron el ascenso por la vertiente de la montaña, dócilmente seguidos por los caballos de silla.

No era difícil encontrar la pista de Thor. Cuantas veces se había detenido para desafiar dirigiendo un rugido a sus enemigos, quedó una mancha roja en la tierra. Y a partir de entonces, hasta llegar a la cima, no tuvieron dificultad alguna en seguir el camino que les indicaban las gotas de sangre. Al descender por el lado opuesto hallaron señales evidentes de que Thor se había parado tres veces, y en cada una encontraron una mancha de sangre mayor.

Cruzaron el bosque y llegaron al arroyo, y allí, en una faja de arena negra, descubrieron las huellas de las patas del oso. Bruce las examinó, y Langdon profirió una exclamación de asombro. Luego, sin que cruzaran palabra alguna, este último sacó del bolsillo una cinta métrica y se arrodilló junto a una de las señales.

—¡Treinta y ocho centímetros y medio! —exclamó sin convicción.

—Mide otra —le aconsejó Bruce.

—¡Treinta y nueve! —exclamó Langdon.

—Las huellas del mayor que he visto en mi vida medían treinta y seis centímetros —observó Bruce con expresión admirativa—. Lo matamos en Atabasca, y pasaba por ser el oso gris más grande de todos los cazados en la Columbia Inglesa. Jimmy —añadió—, ¡éste le gana!

Siguieron adelante y midieron nuevamente las huellas para comprobar sus dimensiones, viendo que no había variación sensible. De vez en cuando encontraban alguna manchita de sangre y a las diez aproximadamente llegaron al terreno arcilloso, en donde se revolcara Thor.

—Está bastante malherido —observó Bruce en voz baja—; ha estado echado aquí toda la noche.

Movidos por el mismo impulso, los dos examinaron el camino que tenían delante. Medio kilómetro más lejos, las montañas se aproximaban y formaban una oscura y tenebrosa garganta.

—Estaba bastante mal —dijo Bruce—. Tal vez haríamos mejor dejando aquí los caballos y avanzando solos. Es posible… que esté ahí dentro.

Ataron los caballos a unos cedros enanos y libraron a Disphan de su carga. Luego, con los rifles preparados, y los ojos y los oídos alerta, avanzaron cautelosamente hacia la oscura garganta.