De entre todos los seres de aquel tranquilo valle, Thor era el más ocupado. Era un oso del que podría decirse que estaba dotado de individualidad. Como mucha gente, se retiraba temprano a dormir. En octubre empezaba a estar soñoliento, y en noviembre se entregaba a su sueño invernal. Dormía hasta abril, y generalmente permanecía aletargado una semana o diez días más que otros osos. Era un buen dormilón, pero cuando despertaba no había otro menos soñoliento que él. Durante los meses de abril y mayo se permitía dormitar bastante al calor de una roca bañada por el sol, pero desde el principio de junio hasta mediados de septiembre solamente cerraba sus ojos durante un corto sueño de cuatro horas por cada doce.
Cuando Langdon empezó a subir para acercarse a él, estaba muy ocupado. Había logrado poner al descubierto el topo, que resultó ser un animal gordo, que engulló de un solo bocado, y ahora estaba terminando su festín diario con algún pulgón y unas ácidas hormigas que descubría haciendo rodar con su pata las piedras bajo las cuales se ocultaban.
En busca de estos manjares, Thor usaba su pata derecha para apartar las piedras. Hay que advertir que noventa y nueve osos de cada cien, o mejor, ciento noventa y nueve de cada doscientos, son zurdos, pero Thor era una excepción. Esto le daba enorme ventaja para cazar y pescar y hasta para partir la carne, porque la pata derecha de un oso es mucho más larga que la izquierda, hasta el punto de que si perdiera su sexto sentido, el de la orientación, no haría más que describir círculos constantemente.
Thor, en sus pesquisas, se dirigía lentamente hacia el desfiladero. Su enorme cabeza estaba muy cerca del suelo y a cortas distancias su vista era casi microscópica por lo aguda; en cuanto a su olfato, era tan sensible que podía cazar una hormiga con los ojos cerrados.
Prefería las rocas planas. Su pata derecha, provista de largas uñas, era casi tan hábil como la mano de un hombre. Una vez levantada la piedra, una o dos aspiraciones con la nariz y un lametón de su cálida y aplanada lengua le bastaban para apoderarse de las hormigas que hubiese, e inmediatamente se dirigía a la piedra contigua.
Llevaba a cabo esta tarea con la mayor seriedad del mundo, como pudiera haberlo hecho un elefante en busca de cacahuetes escondidos en una bala de heno. No la tomaba a pasatiempo ni a broma, y la misma Naturaleza no había pretendido nunca que semejante ocupación careciese de importancia. El tiempo de Thor era más o menos valioso, y durante el curso del verano absorbía muchos centenares de miles de hormigas ácidas, dulces pulgones y varios jugosos insectos de distintas clases, sin contar una cantidad numerosa de topos y de conejos de las rocas, especie ésta que era más pequeña que la del bosque. Todas estas diminutas presas contribuían, sin embargo, a formar las grandes cantidades de grasa que el oso necesitaba acumular para aquella «consunción absorbente» que lo mantenía vivo durante su largo letargo invernal. Por eso la Naturaleza había dado a sus ojuelos pardo-verdosos un gran poder microscópico, haciéndolos infalibles a la distancia de uno o dos metros y, en cambio, casi completamente inútiles a la de un kilómetro.
Cuando se disponía a volver del otro lado una piedra, Thor se detuvo en tan importante operación. Por espacio de un minuto permaneció quieto; luego balanceó lentamente la cabeza y acercó el hocico al suelo. Muy débilmente había sorprendido un agradable olor; era tan tenue que temió perderlo si se movía. Así, pues, permaneció inmóvil hasta que estuvo seguro de él; luego movió su enorme lomo y descendió dos metros por la pendiente, balanceando la cabeza a derecha e izquierda, olfateando al mismo tiempo. El olor se acentuaba por momentos, y dos metros más allá lo percibió muy fuerte debajo de una gran roca que pesaba tal vez doscientas libras; pero Thor la echó a un lado con la pata derecha como si fuera una piedrecilla.
Instantáneamente se oyó un extraño murmullo de protesta y un conejillo de piel listada salió disparado, precisamente en el mismo instante en que la mano izquierda de Thor se desplomaba con fuerza capaz de romper el cuello de un reno.
No era el olor del conejo, sino el de las buenas cosas que éste tenía almacenadas debajo de la roca lo que atrajo a Thor. Y este botín estaba aún en el mismo sitio: un par de kilos de frutos semejantes a nueces por el tamaño, cuidadosamente dispuestos en un hueco tapizado con musgo. Se parecían a diminutas patatas, del tamaño de cerezas, y eran hermosos y dulces. Thor se los comió regodeándose de lo lindo y profiriendo, al mismo tiempo, un ronquido de satisfacción tal como lo hacía siempre que estaba contento. Luego, terminado el festín, reanudó su búsqueda.
No oyó a Langdon cuando éste se acercaba por el desfiladero y tampoco lo olfateó, porque, por desgracia suya, el viento le era contrario. Había olvidado ya el desagradable olor de hombre que lo molestara e irritara una hora antes. Era completamente feliz y sentíase de excelente humor. Estaba gordo, lustroso, lo cual explicaba su contento, porque el oso quisquilloso y amigo de pendencias siempre está flaco. El verdadero cazador los distingue apenas les echa la vista encima.
Thor continuó buscando comida, acercándose cada vez más al desfiladero. Estaba a cosa de ciento cincuenta metros de él cuando un ruido extraño lo puso instantáneamente en guardia. Langdon, en su esfuerzo por encaramarse por el lado más abrupto del talud para disparar desde más cerca, hizo que se desprendiera una piedra, que cayó rodando, arrastrando en su caída a otras que ruidosamente fueron a parar al fondo. Bruce, al oír aquello, no pudo menos de lanzar una exclamación de cólera. Vio que Thor sentábase sobre sus ancas, levantando el cuarto anterior, y se preguntó cómo podría tirar contra el oso, en caso de que éste se dispusiera a bajar por la pendiente en dirección hacia él.
Durante treinta segundos el animal permaneció sentado. Luego empezó a andar hacia el desfiladero, pero sin prisa. Langdon, jadeante y maldiciendo interiormente su mala estrella, luchaba furiosamente para subir los tres metros que le faltaban hasta llegar al borde. Oyó gritar a Bruce, pero no pudo comprender qué quería avisarle. Con manos y pies se esforzaba por agarrarse a la pronunciada pendiente para subir lo más rápidamente posible el poco trecho que le quedaba.
Estaba casi en el límite de sus afanes, cuando se detuvo un momento y miró hacia arriba. El corazón le dio un salto y se quedó inmóvil por espacio de diez segundos, sin ánimo para mover pie ni mano. Exactamente encima de él, vio una monstruosa cabeza y unos gigantescos hombros. Thor miraba hacia abajo, hacia él, con las mandíbulas abiertas, mostrando sus terribles colmillos y los ojos encarnizados por la rabia que lo animaba.
En aquel momento la bestia vio al hombre por vez primera. Sus grandes pulmones quedaron saturados del cálido olor de su enemigo y súbitamente apartó la cabeza como si aquel olor le fuese insoportable. En cuanto a Langdon, la posición en que se hallaba y el hecho de tener el rifle casi debajo de su cuerpo no le permitían disparar. Recobró el ánimo y apresuradamente trató de subir el escaso trecho que le faltaba. Las piedras y la tierra resbalaron bajo su cuerpo y cayeron al fondo del desfiladero, dificultando su ascensión, a la que no puso fin hasta pasados sesenta segundos por lo menos.
Thor estaba ya a cosa de cien metros de distancia, alejándose con movimientos que se parecían mucho al rodar de una bola, hacia la entrada de la garganta. En aquel momento, desde el pie de la garganta, en el valle, se oyó el estampido causado por el disparo del rifle de Otto. Langdon se acurrucó en seguida, levantando su rodilla izquierda para apoyar bien el cuerpo, y, a la distancia de ciento cincuenta metros del oso, empezó a disparar.
Algunas veces ocurre que en una hora —o en un minuto— cambia el destino de un hombre; y los diez segundos que transcurrieron rápidamente desde el primer tiro disparado por Bruce transformaron a Thor. Habíase saturado del olor del hombre. Lo vio luego. Y ahora lo sintió.
Fue como si una de las chispas eléctricas que a veces había visto atravesar el negro cielo hubiese caído sobre él, penetrando en su carne como un cuchillo candente; y juntamente con aquella abrasadora sensación de dolor llegó el estampido de los rifles. El oso se alejaba, ascendiendo la pendiente, cuando la bala lo hirió en una pata delantera junto al hombro, atravesando su gruesa piel y abriendo un agujero en su carne, pero sin interesar el hueso. A doscientos metros de la garganta sintió la primera herida, pero a cien metros más allá fue nuevamente herido, y esta vez en el flanco.
Ninguno de los dos disparos conmovió su enorme masa, y veinte tiros seguidos no lo habrían derribado, pero el segundo disparo lo obligó a detenerse y se volvió dando un rugido de rabia, semejante al bramido de un toro furioso; un grito profundo, preñado de amenazas y de cólera que debió de oírse en el valle, trescientos metros más abajo.
Bruce lo oyó cuando disparaba por sexta vez a setecientos metros, a cuya distancia la bala carecía de fuerza. En cuanto a Langdon, cargaba nuevamente su arma. Durante quince segundos, Thor se ofreció abiertamente a sus enemigos, desafiándolos, aunque no podía verlos. Luego, al séptimo disparo de Langdon, un latigazo de fuego cruzó sus espaldas y, sintiendo un extraño temor hacia aquel relámpago que no podía combatir, Thor continuó la ascensión. Oyó otros disparos que le parecieron un nuevo género de truenos. Pero no fue herido más. Penosamente, empezó a descender al próximo valle.
El animal sabíase herido, pero no podía comprender cómo. En el descenso, se detuvo por unos momentos y se formó un pequeño charco de sangre en el suelo, bajo su pata anterior. La olió extrañado, receloso y admirado de ella.
Torció hacia el Este y poco después llegó nuevamente a su nariz el olor del hombre. Llevábaselo el viento y, a pesar de que necesitaba echarse y curar sus heridas, apresuró la marcha, porque había aprendido una cosa que jamás olvidaría: que el olor del hombre y sus heridas habían llegado al mismo tiempo.
Al llegar al valle se ocultó en el bosque. Lo cruzó y se dirigió a un arroyo que conocía muy bien, pues tal vez lo había cruzado un centenar de veces. Era el camino principal que iba de una a otra montaña.
Instintivamente tomaba aquel camino cuando estaba herido o sentíase enfermo y también cuando iba a entregarse al sueño invernal. Había para ello una razón muy poderosa: la de que nació en la casi impenetrable espesura que había al comienzo del arroyo y su niñez transcurrió entre sus groselleros silvestres. Aquello era su casa y allí estaba solo. Era una parte de sus dominios que mantenía libre de la presencia de todos los demás osos. Toleraba a alguno de éstos, ya fuese negro o gris, en las soleadas y dilatadas vertientes de la montaña, con tal de que se alejasen en cuanto él se acercaba. Podían buscar allí comida, dormitar en los puntos calentados por el sol y vivir tranquilos y en paz si no se atrevían a desafiar su soberanía.
Así, pues, Thor no echaba a nadie de sus montañas, excepto cuando se trataba de demostrar que él era en ellas dueño y señor. Esto ocurría a veces, y entonces la demostración de su señorío duplicaba la lucha con el invasor. Y después de la pelea, Thor se dirigía siempre a aquel mismo valle y subía por el mismo arroyo para ir a curar sus heridas.
Aquel día recorrió este camino más despacio que en otras ocasiones, porque le dolía horriblemente la pata. A veces sentía tales pinchazos que se le doblaba la pata y tropezaba. En varias ocasiones vadeó algunos remansos del arroyo, hundiendo el cuerpo en el agua cuanto le era posible con objeto de que el líquido corriese por encima de sus heridas. Gradualmente cesaba la hemorragia, pero el dolor era cada vez más fuerte.
El mejor remedio de Thor, en tal situación, era revolcarse sobre la arcilla húmeda. Ésta era la segunda razón de que tomase siempre el mismo camino cuando sentíase enfermo o herido. Iba a darse un revolcón sobre la húmeda arcilla, pues ésta, en realidad, era su medicina.
Antes de que llegase a la arcilla, el sol se ocultaba ya. Thor llevaba las mandíbulas ligeramente abiertas y la cabeza más inclinada que de costumbre. Había perdido gran cantidad de sangre, estaba cansado y la pata le dolía de tal manera que sentía tentaciones de arrancarse con los dientes el extraño fuego que lo torturaba.
Llegó, por último, al espacio cubierto de arcilla húmeda, que medía unos diez metros de diámetro y en el centro tenía una depresión en la que había un poco de agua. Era una arcilla suave, fría, dorada; Thor se echó sobre ella con el mayor afán. Luego se revolcó suavemente, para poner su herida en contacto con la fresca tierra, y, al hacerlo, sintió enorme alivio. La arcilla cubrió la herida y el animal dio un suspiro de satisfacción. Durante largo rato estuvo echado sobre el blando lecho arcilloso mientras el sol se ocultaba y llegaba la noche cuajada de estrellas. Y Thor permaneció en el mismo sitio, curándose aquella primera herida causada por el hombre.