A un kilómetro y medio más abajo, en el valle, Jim Langdon detuvo su caballo en el sitio en que el bosque de pinos y bálsamos se aclaraba y frente al que empezaba una garganta. La belleza relativa del desfiladero le arrancó una ligera exclamación de contento; sin dejar de mirar, levantó su pierna derecha hasta que su rodilla descansó cómodamente sobre la perilla de la silla de montar, y esperó.
A doscientos o trescientos metros atrás, todavía en la espesura del bosque, Otto trataba de dominar a Disphan, una contumaz yegua de carga. Langdon sonrió complacido al oír las vociferaciones de su compañero, que amenazaba a la yegua con todas las formas de tortura conocidas, desde abrirle el vientre en canal hasta el medio más misericordioso de romperle la cabeza de un estacazo. Langdon sonrió divertido, porque el terrible vocabulario descriptivo de Otto al amenazar a las bestias de carga era una de las cosas que más gracia le hacían, pues le constaba que aun en el caso de que los caballos se pusieran a hacer el loco y a dar saltos de carnero, el bondadoso Bruce Otto, a pesar de su imponente estatura, no haría más que proferir amenazas terribles, capaces de erizar de terror el cabello del más valiente; pero toda su ira se quedaba en palabras, porque nadie trataba a los caballos con más cariño que él.
Uno tras otro, los seis potros que llevaban los efectos de los cazadores iban saliendo del bosque y avanzaron por el camino; tras ellos apareció el montañés. Éste parecía acurrucado sobre la silla, como un muelle espiral algo oprimido, actitud adoptada durante toda su vida de montaraz, a causa principalmente de la dificultad que tenía en acomodar convenientemente su enorme cuerpo, de un metro ochenta y cinco, sobre el lomo de un caballo.
Al verlo, Langdon desmontó y volvió los ojos hacia el valle. La espesa y rubia barba que le cubría el rostro no acababa de ocultar su tez, curtida a causa de la continua exposición a las variaciones atmosféricas de los países montañosos; llevaba la camisa abierta, dejando al descubierto parte del pecho y mostrando un cuello oscurecido por el sol y por el viento; sus ojos eran de un azul gris, agudos y penetrantes, y a la sazón examinaban la intensidad que tenían ante ellos con la alegre y penetrante atención de un cazador y aventurero.
Langdon tenía treinta y cinco años. Había pasado una parte de su vida en regiones desiertas y el resto de su existencia lo empleó en escribir acerca de las cosas observadas. Su compañero tenía cinco años menos, pero le aventajaba, en cambio, en estatura, pues medía quince centímetros más que él. El caso era que Bruce dudaba de que esos centímetros de mayor altura mereciesen el calificativo de ventaja. «Y lo peor de todo —solía decir— es que todavía no he terminado de crecer».
Descabalgó a su vez y Langdon señaló el panorama que había ante ellos, preguntando:
—¿Has visto algo más hermoso que esto?
—¡Magnífico país! —convino Bruce—. Y también un excelente lugar para acampar, Jim. En esas montañas hay, sin duda, renos y osos. Y necesitamos carne fresca. ¿Quieres darme un fósforo?
Habían adquirido la costumbre de encender ambos sus respectivas pipas con un solo fósforo si era posible. Llevaron a cabo esta ceremonia, en tanto que silenciosamente examinaban la situación. Mientras aspiraban la primera bocanada de humo de su pipa, Langdon señaló hacia el bosque del que acababan de salir.
—¡Magnífico lugar para nuestra tienda! —dijo—. Madera seca, agua corriente y los mejores bálsamos de ramas tiernas que hemos encontrado en dos semanas. Podemos alojar los caballos en el pequeño claro del bosque que encontramos a doscientos metros de aquí. Vi que había mucha hierba para pasto. Son las tres —añadió mirando su reloj—. Podríamos continuar, pero ¿qué te parece? ¿Quieres que nos quedemos aquí por uno o dos días hasta ver qué hay en este paraje?
—Me parece bien —contestó Bruce.
Se sentó mientras hablaba, adosando la espalda a una piedra. Luego apoyó sobre las rodillas, que había encogido, un anteojo de cobre, bastante largo. Langdon descolgó de la silla unos gemelos franceses. El anteojo de Bruce era una reliquia de la Guerra Civil. Los dos hombres, con las espaldas apoyadas en la roca, estuvieron examinando con la mayor atención las vertientes de las montañas y los verdes declives que se ofrecían a sus ojos.
Estaban en el país de la caza mayor y en lo que Langdon llamaba «lo desconocido», pues, a juzgar por los datos y observaciones que los dos hombres habían recogido, ningún blanco había pisado todavía aquellos lugares ni los había precedido en su visita a aquellos terrenos. Era una región cerrada por enormes cadenas de montañas, y para llegar allí habíales sido preciso emplear veinte días para recorrer cosa de ciento cincuenta kilómetros entre las mayores penalidades y trabajos.
Aquella misma tarde habían cruzado la cima del Great Divide, monte que corría en dirección este-oeste y en aquel momento los dos cazadores, gracias a sus anteojos podían contemplar las primeras vertientes verdosas y los maravillosos picos de las montañas Firepan. Hacia el Norte, dirección que hasta entonces habían venido siguiendo, estaba el río Skeena; al Oeste y al Sur se extendía la cordillera Babine y algunas corrientes de agua; hacia el Este, sobre el Divide, estaba Driftwood, y más al Este todavía estaba la cordillera Ominica y las corrientes tributarias del Finley.
Mientras Langdon miraba a través de los gemelos, díjose que había llegado al sitio tan deseado por los dos. Durante dos meses habíanse esforzado en alejarse de los caminos de los hombres y por último lo lograron. Allí no había cazadores ni buscadores de oro. El valle que se extendía ante ellos parecíales lleno de promesas halagüeñas, y en tanto Langdon examinaba el panorama que tenía delante, su misterio y la maravilla de su belleza llenaban su corazón de la profunda alegría que solamente pueden comprender hombres como él. Para su compañero y camarada, Bruce Otto, con el cual había hecho cinco viajes a las tierras del Norte, todas las montañas y valles se parecían; había nacido entre ellos y entre ellos vivió siempre, siendo muy probable que también muriera allí.
De pronto, Bruce dio un violento codazo a Langdon.
—Estoy viendo cruzar a tres renos un vado a cosa de dos kilómetros de aquí, hacia la parte superior del valle —dijo sin separar el anteojo de su vista.
—Pues yo veo una cabra montés y su cabritillo en esa fisura negra de la primera montaña hacia la derecha —replicó Langdon—. ¡Calla! Hay un macho cabrío que la está vigilando desde una escarpada roca que se halla a trescientos metros más arriba. Te aseguro, Bruce, que hemos dado con un verdadero Paraíso.
—Así parece —asintió Bruce encogiendo más las piernas para gozar de mejor apoyo para su anteojo—. Sí por ahí no hay abundancia de cabras y de osos, confieso que será la más grande equivocación de mi vida.
Durante cinco minutos estuvieron examinando la región sin cruzar palabra alguna. A su espalda, los caballos pacían hambrientos la abundante y rica hierba. En sus oídos resonaba el murmullo de las numerosas corrientes de agua que resbalaban por las montañas, y el valle entero parecía dormido en un mar de luz solar. A Langdon le encantaba la inmensa tranquilidad que se advertía en todas las cosas y el sopor en que parecía sumida la Naturaleza entera. El valle era como un gato satisfecho y feliz, y los suaves sonidos que llegaban a los oídos de los hombres formando un ligero zumbido, eran el ronquido de satisfacción de aquel imaginario felino. Langdon enfocaba mejor sus anteojos para observar al macho cabrío que vigilaba desde su roca, cuando Otto habló de nuevo:
—¡Estoy viendo un oso gris tan grande como una casa!
Bruce no perdía nunca la ecuanimidad, a no ser cuando peleaba con sus bestias de carga, de manera que, aunque tuviese que dar noticias tan interesantes como ésta, las expresaba con la misma tranquilidad que si se tratara de unas violetas.
—¿Dónde? —preguntó Langdon dando un salto.
Y con todos los nervios en tensión se inclinó para observar el campo que dominaba el anteojo de su compañero.
—Mira ese declive en la segunda protuberancia, precisamente detrás de esa cortadura —contestó Bruce con un ojo cerrado y el otro aplicado al ocular de su instrumento—. Está a la mitad aproximadamente, tal vez ocupado en hallar la madriguera de un topo.
Langdon enfocó sus gemelos y un momento después profirió una exclamación de entusiasmo.
—¿Lo ves? —le preguntó Bruce.
—Gracias a los gemelos, como si estuviera a tres metros de mis narices —contestó Langdon—. Te aseguro, Bruce, que éste es el oso más grande que existe en las Montañas Rocosas.
—Por lo menos su hermano gemelo —contestó el otro sin mover un solo músculo—. Sobrepasa por lo menos en treinta centímetros al mayor que cazamos, que medía dos metros cuarenta, Jimmy. Y —añadió echando mano al bolsillo y sacando un poco de tabaco negro que se metió en la boca para mascar, sin apartar la mirada del anteojo— el viento sopla a nuestro favor y el animal está tan ocupado que no puede de ningún modo descubrirnos.
Otto se enderezó y se puso en pie, siendo imitado por Langdon, que lo hizo de un salto. Estaban tan compenetrados que en semejantes situaciones no tenían necesidad de hablar para ponerse de acuerdo. Llevaron los ocho caballos al bosque y los ataron a los troncos de los árboles; sacaron sus rifles de las fundas de cuero y los dos metieron cuidadosamente algunos cartuchos más en la recámara de sus armas. Luego, por espacio de un par de minutos, los dos estudiaron, a simple vista, el declive ocupado por el oso.
—Podríamos acercarnos subiendo por ese desfiladero —sugirió Langdon.
—Desde el punto más inmediato al oso que podemos alcanzar —observó Bruce—, por lo menos habrá una distancia de trescientos metros. No podremos acercarnos más. Nos descubriría con el olfato si nos situásemos debajo de donde se halla. Si fuese un par de horas más temprano…
—Subiríamos a lo alto de la montaña y nos echaríamos sobre él desde arriba —exclamó Langdon riendo—. Te aseguro, Bruce, que eres el hombre más tonto que he visto en mi vida, cuando se trata de subir montañas. Serías capaz de hacer la ascensión del Hardesty o del Geikie, para disparar a una cabra desde arriba, aunque pudieras tirar cómodamente desde abajo, sin la más pequeña molestia. Por fortuna, es tarde para eso. Podremos alcanzar al oso desde esta garganta.
—Puede ser —contestó Bruce, echando a andar. Su compañero lo imitó.
Marcharon abiertamente por los verdes y floridos prados que tenían delante, pues, hasta que llegaran a medio kilómetro de distancia del oso, no había el menor peligro de que éste los viese. El viento había cambiado ligeramente y casi lo recibían de cara. Su paso rápido se convirtió en trote y se acercaron a la vertiente de la montaña, de tal manera que durante quince minutos una roca les ocultó al oso. Diez minutos más tarde llegaron al desfiladero, el cual era rocoso y mostraba claramente haber sido abierto por las aguas del deshielo de las nieves en las cumbres. Allí los dos hombres observaron con el mayor cuidado.
El enorme oso gris se hallaba quizá a seiscientos metros de altura sobre el lugar en que se encontraban los cazadores, y a cerca de trescientos del punto más cercano que podía alcanzarse desde el desfiladero.
Bruce habló en voz muy baja, diciendo:
—Ve tú a disparar contra él, Jimmy. Si no le das, o si lo hieres levemente, el oso hará una de estas tres cosas: tratar de averiguar quién eres, alejarse montaña arriba, o bajar al valle siguiendo este camino. No podemos impedir que huya hacia arriba; pero si quiere perseguirte, baja a mi encuentro, que yo espero aquí. ¡Buena suerte!
Dichas estas palabras, se acurrucó detrás de una roca, desde donde podía observar los movimientos del oso, y Langdon empezó a subir silenciosamente hacia el rocoso desfiladero.