Capítulo I

Parecido por su silencio e inmovilidad a una rojiza roca de gran tamaño, Thor permaneció varios minutos observando sus dominios. No alcanzaba a ver a grandes distancias, porque, como todos los osos grises, sus ojos eran muy pequeños y estaban considerablemente separados uno de otro, por cuya causa su visión era decididamente mala. A quinientos o setecientos metros, aún era capaz de distinguir una cabra o una oveja montesa, pero más allá su mundo era para él un vasto misterio lleno de sol o sumido en las sombras de la noche, hacia el cual se dirigía guiándose principalmente por el oído y el olfato.

Este último, entonces, era el causante de su inmovilidad y silencio. Desde el valle había llegado a su nariz un olor especial, un olor que hasta entonces nunca había percibido. Era algo que no pertenecía a aquellos lugares y que le irritaba de un modo extraño. En vano su mente lenta de bruto luchaba por comprender. No se trataba de ningún rengífero[2], pues los conocía muy bien por haberlos cazado muchas veces; tampoco de ninguna cabra ni oveja; ni menos era el olor de las gordas y perezosas marmotas tendidas al sol sobre los peñascos, porque Thor había comido centenares de ellas. El que percibía era un olor que no despertaba su cólera ni tampoco le infundía temor alguno. Sentía excitada su curiosidad, pero no se decidía a bajar al valle para satisfacerla. La prudencia lo retenía donde se hallaba.

Si Thor pudiera haber visto claramente a una o a dos millas de distancia, sus ojos no habrían descubierto el origen del olor que el viento llevaba a su olfato desde el hondo valle. Thor estaba en el borde de un escalón de la montaña, bajo el cual, a cosa de mil seiscientos metros, estaba el valle; a su espalda alzábase la cima, a la que aquella misma tarde había subido, también a unos mil quinientos metros de altura. La llanura en que se hallaba formaba una hondonada en la vertiente de la montaña y tendría una extensión de dos áreas. Estaba cubierta de verde y jugosa hierba y de las flores propias del mes de junio, violetas silvestres, miosotas y jacintos. En el centro había una extensión de diez metros de terreno fangoso y blando que Thor visitaba con frecuencia cuando sus patas estaban doloridas de andar sobre las rocas.

Al este y al oeste y también al norte se extendía el maravilloso panorama de las Montañas Rocosas del Canadá, suavizadas por el dorado sol de la tarde de un hermoso día estival.

Desde lo alto y desde el valle, de las quiebras de las rocas y de los cauces que llegaban hasta las regiones de la nieve eterna, surgía un suave murmullo. Era la música del agua. Tal armonía flotaba siempre en el aire, porque los ríos, los arroyos y los riachuelos que llevaban al valle las nieves licuadas procedentes de los altísimos picos perennemente cubiertos de blanco y muchas veces rodeados de nubes, no cesaban nunca en su corriente de clarísimas aguas.

En la atmósfera no solamente había suaves y musicales rumores, sino también perfumes. Al cálido influjo de los meses primaverales la tierra se cubría de verde por doquier; las flores tempranas convertían las laderas iluminadas por el sol en mantos salpicados de blanco, rojo y púrpura, y todo lo que representaba vida parecía entonar un canto gozoso. La gorda marmota estaba en su roca, la pequeña ardilla de las praderas en su trinchera, los enormes abejorros volaban zumbando de una a otra flor, los gavilanes planeaban sobre el valle y las águilas cerníanse por encima de los picos más elevados. Hasta el mismo Thor cantaba a su modo, porque mientras pasaba sobre el lodo, poco antes de sentirse inquieto por el extraño olor, había dado un extraño y profundo rugido que resonó en su vasto pecho. No era, en realidad, ni un gruñido ni un rugido, sino un ruido especial que hacía cuando estaba contento: su canción.

Por alguna razón misteriosa, en aquel día maravilloso se operó en él un cambio. Inmóvil, siguió aspirando el aire, pues sentía aumentar a cada momento su extrañeza. Lo que percibía su olfato lo intranquilizaba, sin llegar a producirle alarma. Era tan sensible a aquel nuevo y extraño olor que flotaba en el ambiente, como la delicada lengua de un niño al primero y desagradable contacto de una bebida alcohólica. Por último, surgió de su enorme pecho un gruñido apagado, que más parecía un lejano trueno. De todos aquellos dominios era él señor absoluto, y, aunque muy despacio, su cerebro llegó a la conclusión de que no debía tolerar olores que no comprendiese y de los cuales no sentíase el dueño.

Thor se enderezó lentamente sobre sus patas traseras, mostrándose en toda su enorme estatura, que pasaba de nueve pies. Sentábase como un perro amaestrado, con las patas anteriores, que tenía llenas de lodo, colgantes ante su pecho. Por espacio de diez años había vivido en aquellas montañas y nunca percibió el olor que ahora impresionaba su olfato. Instintivamente desconfiaba de él. Esperó la aparición del que lo producía, pues el olor se iba acentuando, pero no trató de ocultarse, sino que continuó inmóvil, sin sentir el menor miedo.

Thor, el oso gris, era un monstruo por lo que se refiere a su tamaño: tenía una corpulencia verdaderamente enorme, y su pelaje, renovado poco antes, brillaba al sol con tono dorado oscuro. Sus patas anteriores eran, por lo menos, tan gruesas como el cuerpo de un hombre; las tres mayores de sus cinco garras, semejantes a cuchillos, medían cerca de trece centímetros de largo, y en el lodo sus pies habían dejado huellas que medían treinta y ocho centímetros de uno a otro extremo. Estaba gordo, robusto, tenía el pelo brillante, y era esbelto y poderoso. Sus ojos, no mayores que pequeñas nueces, estaban a veinte centímetros uno de otro. Los dos colmillos superiores, tan agudos como puntas de estilete, eran tan largos como el dedo pulgar de un hombre, y con sus poderosas y grandes mandíbulas podía destrozar fácilmente el cuello de un reno.

La vida de Thor había estado siempre libre de la presencia del hombre, y no tenía nada de desagradable. Como muchos osos grises, no mataba por el placer de matar. De un rebaño de renos se apoderaba de una sola pieza y luego se la comía hasta el tuétano del último hueso. Era un soberano amante de la paz. Tenía una ley: «¡Dejadme solo!», y la expresión, aunque inconsciente, de esta ley se advertía en su actitud mientras, sentado sobre sus ancas, husmeaba el extraño olor.

En su fuerza maciza, en su soledad y en su supremacía, el gran oso era como las montañas, que no conocían rival ni en los valles ni en las alturas. Como las montañas, su raza dominaba allí desde infinitas generaciones; era parte de ellas mismas. La historia de su raza había comenzado y estaba muriendo entre ellas, y en muchas cosas eran semejantes los dos. Hasta aquel día no podía recordar que cosa alguna se hubiera opuesto a su poderío y a su derecho, a excepción de los individuos de su propia raza, y con semejantes rivales había combatido noblemente y a muerte muchas veces. Dispuesto estaba a pelear de nuevo para afirmar su soberanía, que consideraba como absoluta en todas aquellas montañas. Y hasta que fuera vencido por otro más fuerte, él era el dominador, el árbitro y el déspota si se le antojaba. Era el señor de los ricos valles y de las verdes pendientes y de todos los seres vivientes que lo rodeaban. Abiertamente había ganado y conservado tal dominio, sin valerse de añagazas ni traiciones. Era odiado y temido, pero él, en cambio, no sentía odio ni temor contra nada ni por nadie, y era bueno a su modo. Por consiguiente, esperaba tranquilo aquella extraña cosa que venía hacia él por el valle.

Mientras estaba sentado sobre sus ancas, interrogando al aire con su oscuro y agudo hocico, algo, en su interior, retrocedió hacia desvanecidos y extintos antepasados. Él mismo nunca había sentido aquel extraño olor y, sin embargo, no le parecía nuevo en absoluto. Mas, por mucho que se esforzaba, no lograba identificarlo y mucho menos imaginar la figura del ser que lo despedía. No obstante, se daba cuenta de que representaba una amenaza y un peligro.

Por espacio de diez minutos permaneció sentado sobre sus ancas, inmóvil como una estatua. Luego el viento cambió de dirección, el alarmante olor se debilito gradualmente y, por fin, desapareció por completo.

Thor enderezó algo sus planas orejas; volvió lentamente la cabeza, de manera que su mirada recorrió la meseta en que se hallaba y la suave vertiente que ante los ojos tenía. Fácilmente olvidó el olor que había alarmado su instinto, dejó caer sus patas delanteras al suelo y aspiró nuevamente el aire con atención, observando que de nuevo era suave y puro como de costumbre. Y ya tranquilo, reanudó sus pesquisas en busca de topos.

En tal caza encontraba un poco de diversión, y no le animaba a ella el deseo de satisfacer el apetito. Thor pesaba más de quinientos kilogramos y un topo sólo tiene quince centímetros de largo y pesa seis onzas. Sin embargo, Thor excavaba enérgicamente por espacio de una hora, y si después de tanto esfuerzo lograba tragarse un topo de regular tamaño, que comparado con el era una píldora, sentíase satisfecho; era un bombón, una golosina, en busca de la cual empleaba tal vez la tercera parte de sus excavaciones durante la primavera y el verano.

Encontró una topera situada a su gusto, y con sus patas delanteras empezó a excavar como lo hace un mastín en busca de una rata. Estaba en lo alto de la pendiente que conducía al valle. Una o dos veces, durante la media hora siguiente, levantó la cabeza, interrumpiendo su tarea, pero ya no fue nuevamente molestado por el extraño olor que le llevara el viento poco antes.