Ofrezco al público este libro, el segundo de los que publico acerca de la Naturaleza. Hay en él una confesión y una esperanza: la confesión de quien durante muchos años se dedicó a la caza antes de aprender que la selva ofrece un aliciente más apasionante que el de la matanza de sus pobladores, y la esperanza de que lo que he escrito haga comprender a otros que el mayor placer que puede sentir el cazador no está en la matanza, sin duelo ni consideración. Es cierto que en los grandes espacios desiertos el hombre ha de matar para poder subsistir. Pero matar para lograr el sustento no es la fiebre de matar que siempre me recuerda un día en que, en menos de dos horas, maté cuatro osos grises en la ladera de una montaña de la Columbia Inglesa, destruyendo, probablemente, ciento veinte años de vida en ciento veinte minutos. Y eso es solamente un ejemplo de los muchos que recuerdo.
Mis libros acerca de los animales constituyen, en cierto modo, una reparación que me esfuerzo en llevar a cabo, y he procurado hacerlos no solamente interesantes en grado sumo, dotándolos de romántico interés, sino que sean también tan exactos, por lo que se refiere a sus hechos, como ha sido posible. Al igual que en la vida humana, hay en la vida selvática tragedias, comedias y sentimientos; hay en ella hechos que merecen ser descritos y que son tan verídicos que no es necesario recurrir a la fantasía.
En Kazán traté de dar una idea de lo que fueron mis años de convivencia entre los salvajes perros de los trineos en el Norte. En El rey de los osos me he atenido escrupulosamente a los hechos observados en las vidas de los animales salvajes. El pequeño Muskwa estuvo en mi compañía durante todo el verano y otoño, en las Montañas Rocosas del Canadá. Pipoonaskoos está enterrado en las montañas del Firepan con una losa sobre su tumba como si hubiera sido un ser humano. Los dos oseznos de oso gris que encontramos abandonados en Atabasca están muertos. Y Thor vive todavía, porque cuando por fin se presentó la oportunidad de disparar sobre él, no le dimos muerte. En el mes de julio de este año (1916) me propongo regresar a la región donde viven Thor y Muskwa. Creo que reconocería a Thor si le viese de nuevo, porque le conocí adulto y no habrá cambiado. En cuanto a Muskwa, en dos años habrá pasado desde la categoría de osezno a la de oso adulto y será otro. Me hago la ilusión de que no habrá olvidado el azúcar que le solía dar, ni las muchas veces que él se acurrucó a mi lado por la noche, ni tampoco las correrías que hacíamos los dos en busca de raíces y bayas, ni las peleas de mentirijillas con que tan frecuentemente nos divertíamos en el campamento; pero también es posible que no me haya perdonado la crueldad del día en que huimos de él abandonándolo en las montañas.
James Oliver Curwood.
Owosso, Michigan, 5 de mayo de 1916.