Solo un tonto se sentiría a salvo en casa del Bondadoso Señor.
Pero a medida que los días se reducían a un simple patrón, empecé a perder el miedo. Cada noche cenaba con Ignifex. No importaba qué dijera, siempre reía y me respondía con burlas… sin embargo, nunca se enfadaba. Al final de cada cena me preguntaba si quería adivinar su nombre y yo contestaba que no. A veces besaba mi mano o mi mejilla, pero no volvió a besarme en la nuca ni me siguió a mi habitación. Y, aunque a veces era incómodamente consciente del espacio entre nosotros o su roce permanecía en mi piel después de irse, no volví a sentir aquella extraña corriente de deseo.
Tal vez lo había deseado por lo mucho que se parecía a Sombra. Me decía eso a mí misma, tanto, que al final empecé a creérmelo.
Día y noche, era libre de explorar la casa —fui a todos los sitios a los que pude, pues mi llave apenas abría la mitad de las puertas. Encontré un jardín de rosas bajo una cúpula de cristal. Las rosas formaban un laberinto en el que siempre me perdía y, sin embargo —de acuerdo con el reloj de cuco sobre la puerta—, siempre topaba con la salida exactamente veintitrés minutos después. Encontré un invernadero lleno de helechos en macetas y naranjos. El aire estaba cargado por el olor a tierra húmeda. Las abejas zumbaban en el aire y las paredes de cristal estaban empañadas por la condensación. También encontré una habitación redonda cuyas paredes estaban cubiertas de mosaicos de náyades y olas agitadas; el aire olía siempre a sal y sin importar en qué dirección mirara, la puerta siempre quedaba detrás de mí.
Todos los días iba a observar a Astraia a través del espejo y la mayoría de las noches visitaba el Corazón de Agua, al menos brevemente, para caminar sobre el agua y observar las luces. Por lo general, Sombra estaba allí; no había muchas cosas que pudiera contarme, pero se sentaba en silencio a mi lado. Habitualmente atraía las luces, a veces me las daba, en otras las movía en patrones a nuestro alrededor o sobre la superficie del agua. En aquellos momentos casi podía olvidar mi misión y dejar de sentir el odio anclado en mi corazón. Era la única paz que conocía y no quería perderla.
Estaba tan desesperada por no perderla que no volví a besarle. De vez en cuando me rozaba la muñeca o la mejilla y, en aquel instante, deseaba agarrarme a él, besarle y perdernos en el agua y ser felices en una perfecta calma azur. Pero no sabía si él lo querría. Cada vez que quería a alguien, acababa con el corazón roto. No podía arriesgarme de nuevo con él.
En su lugar, me quedaba quieta a su lado, con el corazón latiéndome acelerado, pero el rostro tan sereno como el suyo, observándolo de reojo. Cientos de veces deseé poder preguntarle: «¿Por qué me besaste en los labios? ¿Por qué no me besas de nuevo?», pero las palabras siempre se atascaban en mi garganta. Eran demasiado desesperadas, demasiado egoístas, demasiado tontas —¿y cómo podía pedirle más cuando me había dado tanto?
No estaba segura de amarlo. El amor —sagrado para Afrodita—, no era algo en lo que me hubiese permitido pensar demasiado. Si deseabas a alguien, si te confortaba, si pensabas que podría succionar el veneno fuera de tu corazón, ¿sería eso amor? ¿O tan solo desesperación?
Cada vez que el nudo de emociones en mi corazón se apretaba, me levantaba de un salto y, practicaba ir desde el Corazón de Agua hasta mi habitación a la carrera. Cuando llegara el momento, tendría que escribir los sellos lo más rápido posible; tan pronto fallara un corazón, Ignifex lo notaría e intentaría pararme.
Gané en velocidad. Aprendí a correr por los pasillos sin apenas mirar, escogiendo las puertas correctas que me llevaban de vuelta a mi habitación, y quedándome todavía aliento. Y una vez en mi habitación —si estaba lo suficientemente lejos de cualquier corazón no tendría que preocuparme por activarlos involuntariamente—, practicaba los sellos, entrenándome para hacerlos no solo con precisión sino rápidamente, hasta que los movimientos se convirtieron en un baile.
Pero no importaba lo mucho que buscara; no había rastro de los otros corazones.
Hasta que una mañana, cinco semanas después de mi llegada, abrí una nueva puerta y aparecí en el vestíbulo donde conocí a Ignifex; se me ocurrió que seguía siendo virgen y mi cuchillo virgen —nunca usado para cortar algo vivo—, estaba justo allí, incrustado a más de tres metros de altura en la pared.
Nunca creí en la Rima. Y cuando Ignifex me quitó el cuchillo, lo manejó como si de una broma se tratara y no como la única arma que podía destruirle.
Sin embargo, sospechaba que a mi marido le parecería una broma incluso estar ante las puertas del Tártaro. Y, aunque estaba dispuesto a dejar que le atacara con todos los cubiertos de la mesa, me quitó el cuchillo nada más llegar. No demostraba que la Rima fuera cierta… pero hasta ahora no me había castigado ni encerrado por intentar apuñalarlo; no perdía nada por intentarlo.
Me llevó toda la mañana conseguir el cuchillo. La casa no parecía tener ningún tipo de escalera, por lo que debía encontrar los muebles adecuados para apilar, pero aquel día no fui capaz de encontrar una habitación con mesas; solo había sillas y taburetes. Lo que monté fue una pirámide de aspecto endeble, pero aguantó al subirla y conseguí llegar al mango del cuchillo.
Sonreí. Tanto si Ignifex vivía o moría aquella noche, como poco se llevaría una desagradable sorpresa.
Tiré del cuchillo, pero no se movió. Tiré de nuevo más fuerte y cedió un poquito. Con un gruñido, di un fuerte tirón y salió como si nunca lo hubieran clavado. Me tambaleé un segundo antes de caer de espaldas…
… Sobre unos brazos. El golpe me dejó aturdida, y al instante Ignifex me puso sobre mis pies, cogió el cuchillo de entre mis manos, lo escondió en algún lugar de su cuerpo y levantó una ceja al observarme.
—Empiezo a preguntarme si debí dejarte sola —dijo suavemente, poniendo una mano sobre mi hombro.
Me tensé.
—No lo hagas, entonces —dije—. Quédate conmigo y no vuelvas a cerrar otro trato.
—Oh, ¿tan desesperada estás por estar conmigo? —Se inclinó hacia mí con la mano aún sobre mi hombro—. Si querías un beso, solo tenías que pedirlo.
Su roce era suave, pero tan preciso como las líneas de una litografía, con mi cuerpo como papel.
—Estoy desesperada por pararte —dije, pero el deseo volvió como si nunca hubiera visto de qué era capaz.
—¿Tan desesperada como para besarme? Estás en un estado terrible.
«Es porque se parece a Sombra», pensé, pero en aquel preciso instante supe que era mentira: aquella criatura burlona de ojos carmesí podía tener su cara, pero no era el motivo de mi deseo.
Y entonces me di cuenta de que su abrigo estaba abierto y podía ver, no solo el hueco en la base de la garganta sino también cinturones de cuero cruzándole el pecho, con todas las llaves colgando. Ignifex no era el único que podía volver palabras en contra.
—Presumes a diario de la gente a la que matas —dije, intentando encontrar llaves que me interesaran sin apartar la vista de él. Había dos en la parte superior, cerca de su cuello—. Por supuesto que estoy desesperada.
—Yo no mato a nadie —dijo tranquilamente—. Me piden favores y yo se los concedo. Si no comprenden el precio que conlleva mi poder, es cosa suya.
Tiempo atrás, Astraia me retó a subir a la azotea. En aquellos instantes me sentía de la misma forma que cuando até mi pañuelo a la veleta: chispeante y viva, con el mundo moviéndose bajo mis pies y mi cuerpo danzando al ritmo de mis latidos.
Quererle era monstruoso. Pero besarle en aras de salvar Arcadia —no sería maldad, ¿no?
—Entonces —dije—. ¿Supones que te lo he pedido?
—Entonces —dijo—. Esto.
Y puso sus labios sobre los míos.
Era mi enemigo. Era malvado. Ni siquiera era humano. Debería asquearme, pero al igual que la última vez, podía detenerme tanto como el agua podía dejar de correr cuesta abajo. Me las arreglé para deslizar la mano por su pecho, coger las dos llaves de su correa y apretarlas dentro de la mano. Luego me dejé llevar y le devolví el beso con ansias.
No se parecía en nada al beso de Sombra. Aquel fue como un sueño que me envolvía lentamente, este se parecía más a una batalla o a un baile. Se apoderó de mi boca y yo de la suya, abrazándonos en un peligroso y perfecto equilibrio, como la órbita de los planetas.
La campana repicó en la distancia. Apenas lo noté —entonces Ignifex me soltó. Me tambaleé hasta topar con la pared.
—Alguna alma desgraciada me llama. —Se inclinó—. Hasta luego, esposa mía.
Todavía apoyada contra la pared, le observé mientras se iba, frotándome los labios con el dorso de la mano. Era vergonzoso que su beso pudiera afectarme así. Y humillante que él lo supiera.
No pude reprimir un pensamiento: «Quizá no sería tan horrible que reclamara sus derechos».
Miré las dos llaves que le había robado. Una de ellas dorada, con la empuñadura en forma de cabeza de león rugiendo; la otra de acero pulido. Mis labios se curvaron en una sonrisa. Que saboreara su pequeña victoria, que yo iba a salir a explorar.