A la mañana siguiente, abrí una puerta pintada de rojo y vi una pequeña habitación con las paredes llenas de estanterías. En el centro de la sala había una mesa redonda con las patas talladas como pies de león y encima un viejo códice abierto. En la pared del fondo, en un hueco entre estanterías, un bajo relieve de la musa Clio a tamaño natural con pergaminos cruzados sobre el pecho y los ojos blancos de la sabiduría.
Era una biblioteca. Al principio pensé que era bastante pequeña, pero luego, al entrar, vi una puerta que conducía a otra sala con libros que a su vez llevaba a otras dos más. Era como un panal de habitaciones con paredes llenas de estanterías y musas adornando los ocasionales huecos entre ellas.
No pensaba estar mucho tiempo cuando entré —el suficiente para asegurarme de que ninguno de los corazones estuviese escondido allí dentro—, pero a medida que recorría las habitaciones, el familiar olor a cuero y papel relajaron la tensión en mi espalda. Cuando era pequeña, la biblioteca de Padre siempre era mi refugio. Tal vez aquella pudiera ser mi aliada. Seguro que en alguno de los libros del Bondadoso Señor habría alguna pista sobre la casa.
Saqué de la estantería el libro que tenía más cerca y lo abrí. Las palabras en cabecera decían «En la quinta» y busqué en el estante.
Parpadeé y giré la página. «De su reino» y miré mi mano.
Agité la cabeza. Aprendí a leer a los cinco años, unos días fuera de casa no podían haber hecho que lo olvidara. Me obligué a leer la página entera.
En la quinta torre de su reino En el más ancestral pero
Imperial para el Cuando Romana-Graecia y otros Niños
Si no por el Quizás.
Por más que lo intentara aquellas fueron las únicas palabras que pude leer y, cuando llegue al final de la página, el dolor palpitaba tras mis ojos. Me pasé una mano por la frente y dejé caer el libro en una mesa cercana —el dolor se fue instantáneamente.
El libro estaba hechizado. Saqué otro libro de la estantería, y otro, pero con todos pasaba lo mismo. No podía leer más de una frase sin que se me fuera la mirada. Si intentaba leer una página —apenas podía descifrar una de cada tres palabras— el dolor crecía en mis ojos hasta que lo soltaba.
Me tensé. Miré las estanterías que unos minutos antes me parecieron reconfortantes. Ahora las sentía como un enemigo más. Quería poner distancia, pero a la vez sentía un impulso irracional por mirar la habitación.
Y entonces oí la campana. No era ruidosa, pero tenía un tono limpio y dulce que penetró en mi cabeza. Me estremecí y decidí que como la biblioteca no iba a serme útil seguiría investigando.
La campana sonó de nuevo mientras seguía su sonido fuera de la biblioteca, a través de un pasillo con una alfombra de terciopelo rojo hasta una escalera de color marfil. Abrí la puerta y entré en una sala empapelada en tonos rojos y dorados. De las ventanas colgaban cortinas de terciopelo morado flanqueadas por dos grandes macetas con aspidistras. En un rincón de la habitación estaba sentada una estatua de Leda entrelazada con un cisne y en el otro una estatua dorada de un joven Hércules estrangulando las serpientes. A mi lado, Ignifex estaba despatarrado sobre una silla de terciopelo carmesí con patas de oro en forma de bulbos.
Al otro lado de la habitación había un hombre joven.
Me llevó un momento darme cuenta de que no era una estatua, ni una ilusión, sino un hombre mortal de carne y hueso. Joven, de nariz grande, con el pelo castaño y barba desaliñada. Llevaba un abrigo gris remendado y entre las manos un sombrero marrón. Cuando me miró, vi unos enormes ojos oscuros como los de un buey. Me era familiar, pero no podía recordar dónde lo había visto antes.
Al mirarme, se revolvió y tragó ruidosamente, como si me hubiera reconocido. ¿O simplemente tenía miedo de la casa?
Ignifex me miró vagamente.
—Hola, esposa. Estoy cerrando un trato. ¿Quieres verlo?
La pregunta —toda aquella situación—, era tan surrealista que me quedé sin palabras. Entonces me di cuenta, «Era donde padre me vendió».
Ignifex sonrió con malicia y «así fue cómo sonrió cuando exigió casarse conmigo».
Mi familia me había hecho un favor: me habían enseñado a sonreír y mantenerme callada cuando en realidad quería gritar. Caminé hacia delante femenina, como me había enseñado Tía Telomache —«No te caigas, niña»— y me detuve detrás de su silla, apoyando las manos en el respaldo.
—¿Quién es? —pregunté intentando sonar ofendida, no calculadora.
—Se llama Damocles y ha venido desde Corcya —dijo Ignifex, con la misma voz ligera que usaría para hablar del papel de la pared—, y…
—Eres Damocles —interrumpí al reconocerlo y, el conocerlo, fue como un diluvio de hielo—. Damocles Siculus.
Hacía unos años, Menalion Siculus fue nuestro cochero; Damocles era su hijo. Tenía recuerdos vagos pero felices de haber escapado con él para acariciar los caballos en el granero. Menalion murió cuando yo tenía once años y la familia se marchó del pueblo poco después.
Se encogió de hombros, pero asintió.
—Buenos días, señorita.
—En realidad —dijo Ignifex—, es una mujer casada, por lo que deberías dirigirte a ella como señora.
—¿Por qué estás aquí? —pregunté.
—Oh, ha venido con un encargo muy importante —dijo Ignifex—, la chica que ama…
—Philippa —murmuró él, retorciendo el sombrero.
—Está casada, por lo que necesita que el marido muera.
Damocles se sonrojó, pero no dijo nada.
Sabía que algunas de las personas que negociaban con el Bondadoso Señor no eran inocentes engañados, pues se acercaban a él con malas intenciones. Recordé que pensaba que se merecían todo lo que les pasara.
Me acordé del muchacho desgarbado y tranquilo que me había pasado un terrón de azúcar para mi yegua favorita. Sabía que los tratos del Bondadoso Señor nunca castigaban a una sola persona.
Me reí y me incliné sobre el hombro de Ignifex.
—¿El gran Señor de los Tratos pasa el tiempo organizando bodas? Es menos impresionante de lo que esperaba.
Puse una mano sobre su boca y la otra bajo el mentón impidiéndole abrirla. Levanté la cabeza y dije rápidamente.
—Corre. Te engañará; lo que sea que te haya prometido, el precio es mayor de lo que crees, te arrepentirás toda tu vida.
Ignifex resopló a través de mis dedos, pero no se movió.
—¿No has oído las historias sobre mi familia? Padre cerró un trato y sigo pagándolo. Corre mientras puedas.
Damocles negó.
—Siento que su padre fuera tan egoísta. Yo siempre lo he sido, lo he podido ver… —Tragó saliva de nuevo—. Pero las historias dicen que el Bondadoso Señor nunca miente, y me ha prometido que el precio lo pagaré yo solo. He amado a Philippa desde los doce años. Lo haré por ella si me cuesta el alma.
—No lo entiendes, Philippa pagará; Padre pidió tener hijos y Madre murió durante el parto…
—Debió pedir el deseo equivocado. —Damocles ya había convertido su sombrero en un nudo, pero sus ojos seguían mirándome con decisión—. Solo quiso hijos para él y por eso, quizás, el deseo lo traicionó. Pero yo solo quiero que Philippa sea feliz, no me importa lo que me pase a mí. Así que sé que puedo arreglarlo para ella.
Si pensaba que asesinando al marido de Philippa conseguiría hacerla feliz, es que estaba tan perdido en su propio egoísmo que no conseguiría persuadirlo.
Detrás de él, una puerta medio abierta revelaba la esquina de una habitación andrajosa. Si pudiese forzarlo a entrar y cerrar la puerta…
Solté a Ignifex y me lancé sobre él.
Logré dar dos pasos antes de que Ignifex chasqueara los dedos. Al momento, una sombra fluyó alrededor de mis muñecas y Sombra me arrastró hasta arrodillarme. Luché contra su agarre, pero fue implacable como nunca.
Damocles se estremeció al ver lo ocurrido, pero se quedó clavado en el suelo, con los ojos llenos de pánico al ver a Sombra.
Levanté la cabeza y le miré.
—Ya has visto su poder, es un demonio, corre…
—Suficiente, querida esposa —dijo Ignifex y Sombra me tapó la boca tan fuerte que apenas podía mover la mandíbula. Podía respirar por la nariz, pero respiraba con bufidos de pánico.
Detrás mío, escuché a Ignifex levantándose de su silla y noté su mano acariciándome la cabeza.
—No es bueno asustar a los invitados —dijo—. ¿Este pobre hombre ha sido valiente viniendo aquí por su querida Philippa y tú intentas ahuyentarlo?
Pasó junto a mí y se puso frente a Damocles.
—Ya ves, soy un demonio, por tanto, tengo el poder de cumplir tu deseo. —Su voz se había vuelto tranquila y remota—. ¿Estás dispuesto a pagar el precio?
Damocles paseaba la mirada entre nosotros.
—¿Le hará daño? —preguntó.
—Mi esposa no es asunto tuyo.
—Aun así me gustaría saberlo, señor.
—No me llaman el Bondadoso Señor por nada. Tan pronto te vayas, tendrá total libertad para seguir reprendiéndome. La pregunta es: ¿Quieres irte con tu deseo concedido?
Por un momento pensé que Damocles huiría, pero se enderezó.
—Pagaré lo que sea si no hace daño a Philippa.
—Entonces cerraré el trato —dijo Ignifex—. El marido de Philippa morirá hoy y la verás en tu casa mañana, pero tres días después, perderás la vista.
Damocles asintió bruscamente.
—No necesito ojos para ver su belleza.
—Además, vendrá con un regalo de su marido. Debes prometerme que lo aceptarás como tuyo. ¿Puedes hacerlo?
—¿Por quién me toma? Cualquier hijo suyo será como si fuera de mi propia sangre.
—Di que lo aceptarás.
—Lo prometo.
Ignifex se encogió de hombros y estiró la mano.
—Entonces besa mi anillo y el deseo te será concedido.
No podía hacer nada más que ver como Damocles se acercaba a su mano y besaba el anillo en un movimiento nervioso, para luego saltar de nuevo hacia atrás.
—¿Está…?
—Ya está muerto —dijo Ignifex—. Vete a casa.
Damocles me miró.
—Gracias por su preocupación, señora. Lo siento, pero realmente era lo mejor. —Paró un momento—. Buenos días.
Volvió a entrar en la sala y un momento después ya no había puerta, solo ladrillos.
Sombra me soltó y jadeé aliviada.
—Puedo ver que no me serás de mucha ayuda a la hora de cerrar tratos.
Levanté la vista y vi a Ignifex sonriéndome como si fuera un adorable gatito.
Quería gritar, escupirle en la cara, arañarle los ojos. Cualquier cosa que le arrancase aquella sonrisa, pero sabía que mi ira sólo le divertiría más. Apreté los labios y bajé la vista.
Ignifex asintió.
—Y parece que tampoco me divertirás mucho. Sombra, llévatela.
Al momento, Sombra me levantó y me arrastró fuera de la habitación. Tan pronto Ignifex dejó de vernos, me soltó.
Me apoyé en la pared y me dejé caer. Tenía la garganta llena de los recuerdos de Damocles. Había jugado con Astraia mucho más que conmigo; Tía Telomache les había soltado un sermón de casi una hora cuando los encontró cazando ranas.
«Eres la esperanza de nuestra gente».
No solo de mi familia o de los Resurgandi. Se suponía que debía ser la esperanza de todos los habitantes de Arcadia, incluyendo a Damocles.
Pero como mi misión era secreta, nadie fuera de la élite de los Resurgandi sabía que había esperanza. Así que la gente seguía destruyéndose a sí misma con tratos absurdos.
Tal vez, saberlo, no hubiera marcado ninguna diferencia. ¿Qué tipo de esperanza era si lo único que podía hacer era mirar?
Vi a Sombra flotando en el muro a mi izquierda. Incluso su mirada sin cuerpo parecía un reproche.
—Déjame sola —gruñí.
Entonces recordé que debía ser amable con él, pero ya se había ido.
Aquella noche, mientras esperaba en la mesa la cena, se me ocurrió que Ignifex aún podía castigarme por intentar detenerle. No me había hecho daño entonces, porque le había divertido. Seguramente en cualquier momento dejaría de serle divertida y…
Pero parecía ser una diversión infinita. Cuando Ignifex llegó sonrió ante mi silencio y dijo:
—¿No habrá reproches? Esperaba al menos la promesa de un juicio divino.
Levanté mi copa de vino intentando no apretar la mano.
—Sabes lo mucho que han hecho los dioses para castigarte.
—El porqué no me han destruido es un pequeño misterio. —Dio un sorbo de vino—. Aunque me desconcierta más no saber por qué no atacan a mis clientes. Aunque supongo que ya tienen suficiente tratando de no condenarse a sí mismos.
Recordé a Damocles, riendo, cuando su padre lo levantaba y lo arrojaba al heno. ¿Qué había cambiado para que se convirtiese en un asesino?
—No sé quién de los dos es más monstruoso —dije humildemente—: Tú por ofrecérselo o él por aceptarlo.
—Oh, no te preocupes. El marido de Philippa es un bruto que la maltrata. Lo monstruoso es que el regalo que le trae su querida amada es la sífilis. Aunque supongo que es romántico. ¿No querían los poetas morir con sus amadas?
Me quedé observándolo mientras se comía con calma una pasta rellena de pasas. ¿Fue ayer cuando pensé que era hermoso? ¿Cuando deseé tocar aquella cosa que se reía del sufrimiento?
—Dijiste que ella no pagaría por el trato —solté—. Lo prometiste.
Se lamió los dedos.
—Oh, hubiese tenido sífilis de todas formas, no tiene nada que ver conmigo. Y sin este trato, su marido se habría recuperado y hubiese podido maltratar a otra mujer, así que nuestro querido Damocles conseguirá algo con su muerte. Quizás no consigue lo que esperaba, pero ¿quién lo hace?
«Compraré tu muerte con la mía, lo juro».
Pero no lo dije en voz alta. En su lugar dije:
—Según tus normas, podría matarte y seguir siendo una esposa obediente.
Ignifex rio.
—No puedes preocuparte por mí, por lo que seguro le compadeces. Pensé que, de entre todas las mujeres, tú serías la menos comprensiva con los que piensan que pueden sacar provecho de mis tratos.
Recordé los cálculos de Padre, la dramática autosatisfacción de Tía Telomache. Damocles no era como ellos, pues al menos intentó pagar él mismo el precio. En todo caso, era como Astraia, pues ambos creían que su amor podía solucionarlo todo.
Ambos eran tontos, pero no era culpa suya.
—Quería salvar a la mujer que ama —dije—. Tú has usado ese amor para engañarlo.
Ignifex me miró, la alegría desapareció súbitamente de sus ojos rojos.
—Sabía muy bien quién era yo y cómo funcionan mis tratos. Y sin embargo, él vino a mí por voluntad propia para conseguir que matara a un hombre para no tener que arriesgar su vida o ensuciarse las manos. Dime, mi querida esposa, ¿en qué parte merece misericordia?
Le miré directamente a los ojos.
—Y si merece justicia, ¿crees que tú mereces dársela?
—Todos debemos cumplir nuestro deber.
Ignifex tomó mis manos cuando fui a marcharme. Sus cálidos y distantes dedos envolvieron los míos.
—Nyx Triskelion. ¿Te gustaría adivinar mi nombre?
Le devolví la mirada —sus hombros, sus labios, la piel pálida de su cuello que una vez había ansiado (brevemente) besar—. No sentí nada.
—¿Qué hay que adivinar? Ya sé que eres un monstruo.
Busqué por la casa durante horas hasta que los pies me dolieron y sentí los ojos cerrarse de agotamiento. Seguí moviéndome incluso después de reducir el paso y apenas reconocer las habitaciones a mi alrededor. Pero no soportaba la idea de parar, porque significaría admitir, otra noche más, la derrota; Astraia podría estar llorando en aquel instante y Damocles estar infectado al día siguiente. ¿Cómo podía descansar mientras ellos se hacían daño?
Finalmente abrí una puerta y me di de bruces con Sombra.
Trastabillé con el corazón saltando por la sorpresa.
—¡Sombra! —solté sin apenas aliento. Nuestros ojos se encontraron y apartamos la vista al instante.
—Lo siento… —dijimos a la vez y callamos.
—Lo siento —repitió en voz baja—. No podía parar. —Vi pura vergüenza en su rostro. Al igual que su sonrisa, la expresión era tan humana que me atravesó como un puñal.
—Lo sé. —Atrapé su mano—. No puedes desobedecerle. Siento haberme enfadado contigo. No estaba enfadada, estaba… —suspiré—. Sabía qué hacía, pero nunca lo había visto.
Cogió mi mano.
—Ven —dijo y me llevó de vuelta a la sala del Corazón de Agua. Las luces se arremolinaban sobre la superficie del agua tal y como recordaba.
—Necesitas descansar —dijo Sombra.
Negué.
—Damocles se está muriendo ahora mismo por culpa de… de mi marido. —Sentí las palabras como piedras en mi boca, pero eran verdaderas—. No puedo sentarme aquí y disfrutar de la casa hecha con su poder.
—Exhausta no puedes ayudar a la gente.
Luego se sentó sosteniendo mi mano por lo que no tuve más remedio que sentarme con él. Y una vez estiradas las piernas no estuve muy segura de poder levantarme de nuevo. Las luces subían alrededor nuestro y volvían a descender, sus reflejos danzaban en la superficie del agua haciendo el contrapunto. Era tan hermoso y tranquilo como recordaba, pero los recuerdos de Astraia y Damocles seguían clavados bajo mi piel, como astillas.
Le miré. Estaba sentado con rectitud; quieto; mirando las luces. Los reflejos brillaban en sus ojos y destellaban en su rostro incoloro, tranquilo como una estatua de mármol. Tenía aspecto de príncipe, no de esclavo.
—¿Cómo lo soportas? —pregunté—. Todos estos años… —Repentinamente, la pregunta me pareció infantil e insensible y cerré la boca.
Sombra no parecía ofendido.
—Porque no creo que pueda detenerlo.
«Pero yo debo», pensé. «Damocles morirá porque no detuve a Ignifex lo suficientemente rápido».
Como si supiera qué estaba pensando, dijo:
—Hagas lo que hagas, será demasiado tarde. Debería haber muerto hace ya novecientos años.
Reí casi sin aliento.
—Saberlo me reconforta.
—Nos salvarás. —Sus ojos azules se encontraron con los míos—. Eres nuestra única esperanza.
—Esperanza. —Aparté la vista al no poder mantener el resentimiento pueril alejado de mi voz—. Ni siquiera sé cómo es tenerla.
Acarició mi mejilla girándome para que pudiera mirarlo. Apartó la mano ahuecándola. Algunas luces descendieron hasta posarse en su palma, donde permanecieron quietas y satisfechas. Luego se giró hacia mí.
—Cógelas —dijo.
Conteniendo el aliento, ahuequé mis manos y él vertió las luces en ellas. Las sentí contra mi piel como un puñado de semillas cálidas —pero temblaban como agitadas por una brisa y burbujeaban contra mi palma como gotas de cerveza. Momentos después empezaron a elevarse. Sombra puso sus manos sobre las mías y las luces prisioneras danzaron entre nuestras palmas.
Sonrió de nuevo —su verdadera sonrisa; la que consiguió que le besara—, y no pude evitar devolvérsela.
Pude ver sus hombros moverse al respirar y un ligero cambio en los tendones de la garganta. Podía sentir cada milímetro de sus manos tocando las mías. Podía estar pálido como un fantasma, pero su cuerpo era real. Por un momento no quise nada más que enterrar mis dedos en su pálido pelo, besarle hasta que su aliento fuera el mío, hasta que su paz fuera la mía. Lo necesitaba como el respirar.
Pero no podía soportar romper la paz de sus ojos. Ni arriesgarme a que me rechazara.
—¿Has oído hablar de las estrellas? —dijo. Asentí sin estar muy segura de poder hablar—. Estas luces son lo más parecido que nos queda.
—Pero… son muy pequeñas —dije con voz temblorosa. Los poemas decían que las estrellas eran una belleza distante, no un destello luminoso que pudieras atrapar entre las manos.
—Lo más parecido que nos queda —repitió—. Y lo más parecido a la esperanza que tenía.
Se me cortó la respiración. Dijo las palabras con facilidad, como si estuviéramos hablando del tiempo —pero al pensar en él, solo en esta casa, sin más consuelo que aquellos puntos luminosos, siendo una sombra durante el día y por la noche una parodia del cuerpo de su captor…
—Entonces llegaste tú —dijo Sombra—. Y ahora tengo una esperanza real.
—Lo dices —murmuré—, como si fuera una heroína.
—Lo eres —dijo él.
—Una heroína podría haber salvado a Damocles. —Me dolía la garganta. Si hubiese dicho las palabras adecuadas…
A diario, la gente seguía muriendo como él. No estaba salvando a nadie.
—No puedes salvarlos a todos —dijo Sombra—. No más que yo.
Solté una carcajada que más bien pareció un sollozo.
—Me reconforta.
—Pero tú puedes pararle —dijo—. Nadie más puede. Eso te convierte en nuestra esperanza, incluso si nadie sabe de ti.
Suspiré.
—Repítelo cuando consiga hacerle daño a mi marido.
—Lo harás —dijo Sombra.
—No estoy tan segura —susurré.
Apoyó su frente contra la mía.
—Confía en mí —dijo.
Y lo hice.
Al día siguiente volví a oír la campana.
Me detuve en el pasillo con los puños apretados y conté las veces que sonó. Una, dos, tres. «Odio a mi marido». Cuatro, cinco, seis. «Voy a detenerle». Siete, ocho. «Voy a detenerle». Nueve, diez. «No importa cuánto cueste. Destruiré su poder».
La campana se detuvo. Esperé, tensa, durante unos segundos y luego seguí con mi exploración.
Sombra tenía razón. La única forma de sobrevivir era darse cuenta de que no podía detenerle.
No aquel día.