Me detuve al llegar al salón de baile, que por la noche se convertía en el Corazón de agua. Me dolía el costado por la carrera y el sudor hormigueaba por toda mi cara. Me senté de golpe y me recosté en la dorada pared para mirar el techo. Sobre mi cabeza, Apolo miraba de reojo a Dafne, mientras esta huía de él, aterrorizada. Los gritos mudos de Perséfone parecían mucho más auténticos a medida que Hades la arrastraba de vuelta al inframundo, pero al menos ella tuvo una madre que no descansó hasta salvarla.
Con un suspiro, presioné mis manos contra mi cara. Sentía un dolor leve y punzante en el interior de mis ojos; también me dolían las pantorrillas y los pies. Me di cuenta de que hacía mucho que no caminaba tanto. Quizá Padre debería haberme obligado a hacer marcha en las colinas y no solo a dibujar sellos Herméticos.
Tal vez debería haber pasado menos tiempo preocupándome por esconder mi odio hacia Astraia, pues obviamente apenas le había afectado.
No. No. Debería estar contenta de no haber conseguido romper el corazón de mi hermana. ¿Acaso no había deseado poder retirar mis palabras y devolverle la sonrisa a Astraia? Debería estar agradecida a los dioses por recibir tal piedad.
Pero tan solo podía sentir desolación.
Un inesperado toque en el hombro me sacó de mis pensamientos.
Fue muy suave; por un momento pensé que era un soplo de aire. Luego miré hacia arriba y vi a Sombra en la pared del salón del Corazón de Agua, una vez más, tan solo una sombra. El recuerdo de sus besos la noche anterior —o de mis besos— volvió súbitamente a mi mente y me puse de pie al instante.
—¿La hora de la cena? —dije. No sabía qué hacer con las manos: si las relajaba, parecía una muñeca débil, si las apretaba, parecía demasiado tensa.
Sombra me cogió por la muñeca y me llevó por el pasillo, resolviendo así parte del problema.
—Debo decir que la hospitalidad de tu maestro no impresiona —proseguí, incapaz de soportar el silencio ni un segundo más—. Podría haberme dado un mapa. O almuerzo.
Sombra no se detuvo, prosiguió su camino. Desde aquella posición no podía ver ni siquiera la silueta de su cara y mis palabras caían en saco roto como si estuviera sola.
—O podría haberme dado una casa que no cambiara como si fuera un laberinto borracho, pero supongo que sería pedir demasiado. ¿Crees que se ha molestado en poner un Minotauro o su plan es hacerme caminar hasta la muerte?
De repente me di cuenta de lo aguda y quejumbrosa que sonaba mi voz. Las palabras se marchitaron en mi garganta. Sombra era prisionero durante quién sabe cuánto tiempo, víctima de los caprichos de Ignifex y yo me quejaba, únicamente, porque estaba cansada de caminar. Como si eso importara.
No podía soportar ver su silueta. Sabía que debía disculparme y cogí aire temblando.
Pero entonces tiró de mí, arrastrándome al comedor y desvaneciéndose al instante. Estaba sola. Ignifex todavía no había llegado, la mesa estaba vestida con relucientes cubiertos y platos, pero no había comida.
Me dejé caer en mi silla. Tenía la garganta seca. Contra todo pronóstico, tenía un aliado; alguien que me había llamado «su esperanza» y había besado mi mano.
Sin embargo, en mi primer día, no había logrado nada excepto quejarme. Debía pensar que no era más que una niña egoísta.
Con un suspiro apoyé la frente sobre la mesa. «Buscaré durante toda la noche» me prometí. «Y todo el día de mañana». Sin embargo, las palabras sonaron vacías hasta en mi cabeza. Ahora que conocía la magnitud de la casa, dudaba mucho que encontrase pronto los otros corazones.
Unos labios cálidos se posaron en mi nuca.
Me puse de pie al instante, agitando los brazos. Ignifex estaba justo tras de mí, sonriéndome.
—¿Algún problema? —preguntó.
Lo fulminé con la mirada, intentando alejar la sensación que me había dejado el beso.
—Creo que ya sabéis cuál, mi señor.
—Supongo que sí. —Se encogió de hombros y se dirigió a su asiento.
Antes siquiera de poder contestar, el olor de la cena me embriagó. Aquella noche el plato principal era estofado de ternera con albaricoques. No me gustaban los albaricoques, pero no había comido nada desde el desayuno y, en aquel momento, la ambrosía no podría oler mejor. Cogí el tenedor y devoré la comida. Solo al sentir un peso reconfortante en el estómago hice una pausa y noté que Ignifex me miraba con una sonrisa ladeada. Sin duda le debía parecer gracioso ver a la hija de un Resurgandi engullir la comida como una mera plebeya.
Dejé el tenedor lentamente, deseando poder borrar la sonrisa de su cara.
—¿Dónde has estado todo el día? —pregunté.
—Vagando por la tierra y llevando a cabo mis negocios. —Cogió una copa de vino y la hizo girar—. ¿Quieres que te hable de ellos?
—Ya conozco el tipo de negocios que haces. Y tú no vagas por la tierra, solo por Arcadia.
Y de repente se me ocurrió que, por lo que yo sabía, él podría atravesar los mundos, llegar a la verdadera tierra y contemplar el cielo verdadero.
—Ah, claro, eres la hija de un Resurgandi. Sabes de qué te han privado. —Se acomodó en la silla.
—¿Qué estás tramando? —pregunté con cautela.
—El matrimonio. Obviamente. —Cogió un plato—. ¿Te cuento lo de la chica que ha hecho un trato para poder probar dátiles rellenos como estos y como pago ha dado la visión de su madre? No puedo decir que me diera pena que los perros rabiosos la atacaran.
—No te apena nada de lo que haces.
Esbozó una sonrisa.
—Aprendes rápido.
—Lo sé desde siempre.
—Entonces, ¿qué has aprendido desde que estás aquí?
«¿Qué se siente al besar a tu sombra?», pensé. Me mordí la lengua, pero el secreto me dio coraje.
—Que tienes la casa desordenada —dije—. Que eres menos impresionante y mucho más molesto de lo que pensaba. Y que, si los dioses son misericordiosos, encontraré un modo de destruirte.
Entonces me di cuenta de que había dicho la última parte en voz alta.
«Solía cuidar mucho mis palabras», pensé aturdida mientras me ponía de pie. ¿Qué tenía aquella casa, aquel demonio, que me hacía decir la verdad?
Al menos no le había dicho que pensaba utilizar la casa en su contra.
—No abandones la mesa todavía. —Ignifex se puso en pie—. La conversación se estaba poniendo interesante.
—Por supuesto —dije, retrocediendo lentamente. Mi cuerpo temblaba ante la necesidad de salir corriendo, pero sabía que sería inútil—. La muerte siempre te interesa.
Avanzó hacia mí como un gato acechando a un pájaro.
—¿Quieres que me preocupe más por mi propia muerte?
Di otro paso atrás y choqué contra uno de los pilares. Sin lugar al que correr —y sabiendo que correr no me salvaría—, todo cuanto podía hacer era bajar la vista.
—No, no. No puede haberte molestado. Sigue con tu vida y descansa en la comodidad de la ignorancia.
—¿Mejor matarme mientras duermo?
—Sería de mala educación por mi parte despertarte antes.
Era como bailar sobre hielo quebradizo. Me sentía mareada por el terror apenas desatado, pero podría haber reído, porque estaba a la par y aún seguía viva, lo que significaba que le ganaba.
Ignifex parecía estar a punto de echarse a reír.
—No sería divertido para ninguno de los dos. Al menos podrías traerme el desayuno a la cama junto con la muerte.
—¿Y qué te traigo? ¿Veneno? Para que puedas enseñarme que eres inmune al igual que Mitrídates.
—Me reconforta que pienses en él y no en Tántalo.
—Por mucho que signifiques para mí, esposo, hay cosas que no haré por ti.
Nuestros ojos se encontraron y, por un momento, no hubo nada más que una alegría compartida entre nosotros…
Entre mi enemigo y yo.
Sentí el miedo en el instante en que sus ojos se estrecharon. Luego se inclinó poniendo una de sus manos en la columna en la que me apoyaba.
—Nyx Triskelion —dijo humildemente.
Se me paró la respiración.
Era un monstruo. No se parecía a nada humano. Pero no estaba mirando sus ojos gatunos ni su burlona sonrisa. Miraba el contorno de sus hombros; líneas suaves pero fuertes incluso bajo las ropas; la pálida piel de su garganta, expuesta bajo algunos botones deshechos de su abrigo; la curva de su mandíbula, que imaginaba cálida bajo mis labios. Por un momento me sentí como un río fluyendo hacia el océano.
Y entonces se echó a reír. El sonido traspasó mi piel como garras de gato y recordé quién era y lo que había hecho, entonces supe que se estaba burlando de mí.
Se inclinó más cerca.
—¿Te gustaría adivinar mi nombre?
Recuperando el aliento apreté la mandíbula. Lo miré con toda la entereza que me quedaba.
—Preferiría morir —dije.
Otra carcajada.
—Buenas noches entonces.
Y una vez se hubo marchado me dirigí en solitario a mi habitación.
El reloj sonó. Me estremecí y miré de nuevo la puerta. Había esperado en mi habitación durante las dos últimas horas, asegurándome de que Ignifex no entraba por la puerta reclamando sus derechos matrimoniales.
Sombra dijo que estaría más segura de noche, pero en aquel momento no fui capaz de creerle. Ignifex era un demonio. Un monstruo. Y debió… debió ver el breve instante en el que me sedujo. Seguramente no esperaría otra noche más antes de aprovecharse.
Pero seguía sola.
Al fin acepté que, después de todo, Sombra tenía razón. Estaba a salvo. Aquel pensamiento me recordó mis quejas en el pasillo y clavé mis dedos en la colcha. Cuando me imaginaba enfrentándome a él de nuevo, me sentía como si estuviera ahogándome bajo una pila de mantas. E incluso, si seguía pensando que era una egoísta y estúpida, sabría lo arrepentida que estaba de haberme quejado como una niña mimada.
Nunca pude pedirle perdón a Astraia. Con Sombra, al menos, debía intentarlo.
Me dispuse a buscar el Corazón de Agua. Seguramente no iba a encontrar la habitación y, aunque lo hiciera, nada me aseguraba que Sombra estuviese allí. Apenas había empezado a deambular cuando al abrir una puerta me topé con cientos de luces bailando sobre el agua y, sentada en el centro, una pálida figura.
El miedo recorrió mi cuerpo. No quería enfrentarme a él. Tomando aire me dirigí hacia allí, preguntándome cuán estúpida debía parecer en aquel momento.
Mis pies no hacían ruido al pisar el agua, a pesar de llevar zapatos, pero de todos modos Sombra alzó la vista al acercarme. Tenía los ojos abiertos y la mirada solemne; su rostro se relajó, la falta de muestras de dolor o enfado me desconcertaron.
—Yo… —tartamudeé. Tragué, obligándome a seguir mirando—. Lo siento.
Levantó las cejas sorprendido.
—¿El qué?
—Antes. Lo que dije. Mis quejas. Has estado aquí mucho más tiempo que yo y… no merezco…
—Estás aquí para morir. Tienes derecho a lamentarte.
—No me lamentaba. Me quejaba por tener que andar tanto.
Mi voz era irregular y demasiado estridente para el silencio de la habitación, pero no podía aceptar la excusa que me ofrecía.
Se levantó de un salto.
—No has hecho más que lamentarte —dijo y, aunque su voz sonó suave, no consiguió calmarme sino tensar mi garganta—. Se te permite.
—No. —Mi voz quedó atrapada en un gemido, pero estaba lejos de importarme—. ¿Lamentarme de mí misma? No tengo derecho. Eres un esclavo, mi madre está muerta, los demonios vuelven locos a muchas personas cada día y lo único que he hecho yo ha sido quejarme y…
«Sentir lujuria por el que te hace daño».
Me tragué las palabras.
—Ni siquiera soy capaz de orientarme en esta casa, mucho menos encontrar los corazones. Mi hermana me ha olvidado y me lo merezco, porque yo… yo… —Me quedé sin voz—. No importa. Lo siento.
Sombra me cogió de la mano.
—Ven conmigo —me dijo.
No parecía enfadado, pero mientras le seguía por los pasillos, mi estómago se cerró por el miedo. En cualquier momento se daría la vuelta y me diría lo tonta y caprichosa que había sido y lo mucho que había decepcionado a mi familia…
Entonces me di cuenta de que nos dirigíamos a la habitación del espejo.
Paré, deshaciéndome de su agarre.
—Esto ya lo he visto. —Odié lo aguda que sonó mi voz, pero no pude evitarlo—. No necesito verlo de nuevo.
—No. —Sombra señaló el espejo—. Mira.
Astraia estaba sentada en la cama, agarrada a uno de mis viejos vestidos negros, con la cabeza agachada. Le temblaban los hombros y, al levantar la cara, vi que estaba llorando. Tenía los ojos rojos y un mechón húmedo pegado a la cara.
«Supongo que no soy la única que oculta algo» pensé, pero no sentí nada. Ni siquiera mis propios pasos al darme la vuelta y salir de la habitación.
Sentí el golpe en la espalda al sentarme contra la pared y empecé a llorar.
Tras unos minutos, me di cuenta de que Sombra estaba de rodillas a mi lado, con su mano flotando alrededor de mi hombro. Sentí ganas de avergonzarme, pero estaba demasiado cansada. Sin querer, gimoteé.
Posó su mano en mi hombro; fría y sólida, y yo me eché sobre su abrazo.
—El espejo —dije poco después—. ¿Lo que muestra es real? ¿O es una ilusión?
—No muestra nada más que la verdad —dijo.
Así que Astraia realmente lloraba por mí. Sabía que no debía, pero me alegré.
—Tiene una cerradura. Debe ser una puerta a algún lugar. —Le miré.
Me miró y luego apartó la vista, estaba tenso. Debía conducir a una parte lo suficientemente importante como para que Ignifex la hubiera escondido —quizás uno de los corazones—, pero sabía que no me serviría de nada sin una llave.
—Gracias —dije y nos quedamos en silencio durante un rato.
Miré de reojo a Sombra. Estaba apoyado en la pared, con un codo sobre la rodilla, tranquilo y relajado, como si estuviéramos tomando el té de la tarde y no perturbando el descanso de la casa de un monstruo.
Su rostro seguía tranquilo y blanco como la leche. De nuevo me vino a la mente cómo su rostro era igual al de Ignifex —los mismos pómulos, la misma línea perfecta en la mandíbula— y, sin embargo, tan diferentes. Sin los monstruosos y retorcidos ojos de gato; los suyos estaban vacíos de malicia y regocijo.
Quería tocar su cara. Quería que sonriera de nuevo solo para mí y luego besarle hasta olvidarme de mí misma, olvidar el remolino en mi estómago y llegar a la tranquilidad de sus ojos.
Pero no tenía derecho a tocarlo, no siendo él un inocente prisionero y habiendo yo mirado a su captor y deseado…
De cualquier forma, Sombra no podía quererme.
Me había besado dos veces, una en la mano y otra en los labios. ¿Alguna debió significar algo para él, no?
Abrí la boca en varias ocasiones, pero no pude. Cuando por fin solté:
—Sombra. —La palabra salió casi sin aliento. Se volvió hacia mí y, por un momento, dejé de respirar. Apreté las manos y me obligué a decir las palabras—. ¿Por qué… por qué besaste mi mano?
Era el único beso por el que era capaz de preguntarle.
Agachó la cabeza.
—Lo siento.
—No estoy enfadada —espeté—. No lo estoy. —No importaba cuáles fueran sus razones, no podía odiar aquellos ojos que no fingían que todo iba bien—, pero me preguntaba por qué.
—Eres mi heroína. —Lo dijo como si le hubiera preguntado por qué el agua moja—. Nuestra heroína. De toda Arcadia.
«Lo sabía», pensé y «de todos modos no tenía tiempo para él».
Todavía me sentía como si estuviese atada a unos fríos y dolorosos grilletes. Solo había una razón por la que alguien pudiera quererme.
—¿Y crees que puedo salvarte? —pregunté.
—He estado aquí durante… —Se detuvo. Negó y empezó de nuevo—. He visto morir a todas sus esposas. Había perdido la esperanza. Pero tú… trajiste un cuchillo. Tienes un plan. Creo que nos salvarás.
—No —susurré con la garganta seca—, y aunque pudiera derrotarlo… ¿No conoces mi plan, verdad? Es…
Sombra me tapó la boca con la mano.
—No me lo digas —dijo—, todavía tengo que obedecerle.
Bajé su mano, pero no la solté. Cerrando los dedos alrededor de los suyos volvió a sorprenderme lo fría que estaba su piel y lo sólidos que eran sus huesos, pero aguanté.
—Morirás con él —dije. «O serás su prisionero para siempre», estuve a punto de añadir, pero tenía razón: no podía contar nada del plan, por si Ignifex le obligaba a contárselo.
Buscó mis ojos.
—No quiero vivir. Solo necesito verlo derrotado. No importa el precio, estoy dispuesto a pagarlo.
—No deberías… —Mi voz se quebró y no pude continuar. Nadie se había ofrecido a pagar conmigo mi condena.
Me acarició la mejilla con la mano que tenía libre.
—Descansa.
Y eso hice.