La luz entraba a través de las cortinas. Mi estómago se estremecía de hambre. Miré a mi alrededor con los ojos ásperos y cansados y me di la vuelta. El desayuno podía esperar. Con la boda tan cerca, nunca tuve suficiente tiempo para dormir. Me quedaba despierta hasta tarde estudiando o preocupándome y en cualquier momento Astraia entraba para despertarme con una sonrisa tan alegre que mis dientes rechinaban de ira.
No estaba en casa.
Y había destruido su sonrisa.
La vergüenza me despertó súbitamente, afilada y fría como el miedo. Me incorporé, tensa ante los recuerdos. Si no me hubiese mostrado aquella estúpida sonrisa. ¿Cómo era capaz? Justo cuando su propia hermana iba a morir. Si se hubiese callado en aquel instante…
«Nadie te perdonará».
Cogí aire y salí de la cama. La seda azul se apartaba al paso de mi piel mientras me dirigía al armario, recordándome que Sombra tenía razón. Ignifex debía tener miedo a la oscuridad, pues me mantenía intacta tras la noche. Mientras me ponía una simple blusa blanca y una falda gris, cómoda y modesta, recordé los ojos azules de Sombra y las luces sobre el Corazón de Agua.
Y el beso.
Hundí mi rostro entre los pliegues de un vestido, hasta la rodilla, de encaje blanco y gemí. ¿Cómo pude hacerlo? A pleno día, sin estar rodeada de hermosas e imposibles luces y sin ver aquellos increíbles y hermosos ojos azules, besarle parecía la cosa más estúpida e insensible del mundo.
No me preocupaba ser infiel a mi marido; no siendo él un demonio que me había tomado a la fuerza. Pero aun llevando tan poco tiempo aquí, me preocupaba lo que Sombra pudiera pensar de mí. ¿Y qué podría pensar de mí, cuando le había besado tan descaradamente? Como si tuviera derecho a tener todo lo que quisiera de él sin motivo, simplemente por gusto.
Me había devuelto el beso —fue como si compartiéramos un único aliento—, pero después no mostró deseo. Tal vez besarme, así como que lo besara, era lo que necesitaba para hablar.
Podía soportarlo. Fui suficientemente tonta como para desear que me besara de nuevo, que me tomara entre sus brazos y me hiciera sentir como si fuese una chica inocente, sin miedo, tan solo una vez más. No fui tan ilusa como para imaginarme enamorada de él.
Me enderecé, soltando el arrugado vestido al que me había agarrado y cerré la puerta del armario. Pensara lo que pensara sobre el beso, Sombra quería ayudarme. Tenía un aliado en aquella pesadilla de casa y, gracias a él, sabía cómo vencer a la pesadilla de mi marido. Puede que Ignifex me vigilara durante el día, pero no podía oponerse a que usara la llave que me había dado. Exploraría la casa de día y desentrañaría sus enigmas durante la noche, cuando él estuviera confinado en su habitación.
Aunque primero, necesitaba desayunar. Con cautela, abrí la puerta de mi habitación y me asomé. Observe el mismo pasillo que la pasada noche: paredes blancas con zócalos de madera de cerezo, suelos de parqué con estrellas y rombos entrelazados, ventanas estrechas con cortinas de encaje blanco y, a ambos lados, puertas de todos las formas y colores. El aire seguía siendo fresco y tranquilo, sin rastro de la escalofriante risa del día anterior.
No se veía a Sombra por ninguna parte, ni acechaban sombras que pudieran albergar demonios.
Salí en silencio, con la esperanza de encontrar el camino al comedor. Si la cena apareció por arte de magia, el desayuno seguramente también, y estaba en el mismo pasillo que mi habitación, cuatro —¿o eran tres?— puertas más allá.
La tercera puerta estaba cerrada y mi llave no la abría. La cuarta también. Cuando la quinta se resistió, le di una patada al suelo con frustración y grité:
—¡Sombra!
El aire tembló —¿o lo había imaginado?—. Me di la vuelta, pero no había sombra alguna en el pasillo.
Estaba sola.
De repente, el pasillo parecía una enorme gruta. ¿Cómo podía saber —me pregunté— si volvería a ver de nuevo a alguno de los dos? Ignifex no era humano y Sombra era su esclavo. Tal vez su fantasía era cenar conmigo y luego abandonarme hasta morir de hambre en las infinitas y retorcidas habitaciones de la casa. A lo mejor encontraba comida, pero no le veía de nuevo hasta que los años se llevaran mi fuerza y me dejaran débil y arrugada; entonces volvería para reírse, y yo nunca conseguiría derrotarlo, solo me quedaría maldecirlo con una boca desdentada y morir.
Con gran esfuerzo, suspiré lentamente. Golpeé la puerta con los puños, temblando de rabia.
«Pequeña idiota», me dije a mí misma. «Eres Nyx Triskelion. Vengadora de tu madre. La esperanza de los Resurgandi. La única oportunidad que tendrá tu hermana de ver el cielo verdadero. No puedes rendirte mientras te quede aliento».
Si Astraia hubiese estado allí, reiría e idearía un juego para encontrar el camino. Si la encerraran en una casa durante años, cogería una tablilla de hierro forjado de la cama y la puliría hasta tener un cuchillo. Cuando su pelo empezara a teñirse de gris, su piel se arrugarse e Ignifex volviera para mofarse de ella, lo apuñalaría y reiría mientras la sangre brotara de su pecho.
Mi hermana carecía de otras habilidades, pero no le faltaba voluntad. No se daría por vencida tras tres puertas.
Seguí. Diez puertas estaban cerradas y otras cinco se abrieron con mi llave, pero no me fueron de utilidad. Entonces abrí una puerta de madera de color marrón mate y un soplo de aire cálido y aromático llamó mi atención. Estaba en el umbral de una cocina con amapolas pintadas en las paredes y ventanales con cortinas blancas de encaje que dejaban entrar la brillante luz de la mañana. Era como si los cocineros hubiesen desaparecido, dejando copos de avena burbujeando en una cazuela al lado de una sartén llena de salchichas, champiñones y alcaparras, mientras que en la mesa había una rebanada de pan recién horneado junto a un plato de aceitunas y un montón de pastas.
Se me hizo la boca agua. Entré y en un instante estuve devorando la comida —y quizá fuera el hambre o quizá el miedo, pero era el mejor desayuno que había probado nunca. Lo que era seguro es que era el mejor en años, pues nuestro cocinero quemaba las salchichas y los champiñones le quedaban casi crudos. Pero no podíamos quejarnos porque lo había contratado Tía Telomache, por lo que, cada mañana, masticábamos en silencio mientras Astraia sonreía y le daba las gracias al cocinero comentándole con valentía lo mucho que le gustaban las salchichas bien hechas y los champiñones tan tiernos.
De repente se me hizo un nudo en el estómago. Las aceitunas que quedaban en el plato me parecieron repugnantes. Tragué, intentando no imaginarme a Astraia en la mesa. Tenía que dejar de pensar en ella. ¿Qué sentido tenía recordar su sonrisa, el tintineo de los platos del desayuno o cómo aplastaba las salchichas? Aparté la cortina buscando desesperada una distracción.
Un cielo claro me devolvía la mirada. No había nubes, ni sol ni tierra u horizonte. Nada excepto un cálido pergamino blanco, como la primera página de un libro por escribir.
No había escapatoria. Nunca la habría. Porque la Rima no era real. No había forma de matar al Bondadoso Señor y escapar; todo lo que podía hacer era destruir la casa con él dentro. Si los dioses me sonreían, si respondían a las plegarias que el pueblo había clamado durante novecientos años, yo liberaría Arcadia. Pero me quedaría encerrada en aquella casa, incapaz de correr, con el cielo apergaminado asfixiándome y mi monstruoso marido y sus demonios atormentándome.
Me llevé el puño a la boca y suspiré. Siempre supe cuál era mi destino. Siempre lo había sabido. No tenía sentido que me sorprendiera ahora.
No volvería a ver a mi hermana. No escaparía de mi destino. Tenía una misión que cumplir, y era hora de que empezara.
Antes de marcharme miré hacia atrás un instante y fue entonces cuando me di cuenta de la puerta al lado de la cocina. Apenas me llegaba a la cadera y, cuando me agaché para mirar vi un túnel de piedra. Se curvaba hacia la derecha, por lo que no pude ver dónde terminaba, pero sí una luz difusa que venía del otro lado.
Una brisa entraba a través de la pequeña puerta, acariciando mi rostro. Inspiré la cálida esencia de verano; polvo, hierbas y flores. El olor de un espacio al aire libre.
Podía ser una trampa, pero si aquella casa quería matarme, ya estaba atrapada. Me agaché y me metí en el túnel. Una vez dentro, supe que podría estar dirigiéndome a la muerte, pero no podía sentirme menos preocupada y, en el momento en que giré la curva, aparecí en una pequeña habitación redonda en la que pude ponerme de pie.
¿Podía llamarse habitación? Ni siquiera tenía techo, era más como el fondo de un enorme pozo seco. La curvada pared de piedra a mi alrededor subía, y subía, y subía hasta acabar en un círculo perfecto de cielo color crema. Aunque la luz de la cocina pareciese matinal, allí dentro el sol brillaba sobre mi cabeza, calentándome los hombros.
No había muebles ni decoración —excepto un pequeño hueco en la pared de enfrente en el que descansaba una estatua de un pájaro hecha de bronce envejecido. Pensé que podría ser un gorrión, pero estaba tan corroído que no podía asegurarlo.
Me pregunté si podría ser una estatua de un Lar.
En aquella habitación —al igual que en el primer pasillo—, el aire olía a verano. Pero no se escuchaban risas lejanas, no tenía la sensación, leve y constante, de que algo iba mal, ni de que hubiese unos ojos invisibles vigilando. Solo estaba la calidez, la paz y tranquilidad que hay entre un soplo de brisa y el siguiente. Un hilo de agua corría en el muro a mi izquierda y se encharcaba al lado del hueco de la pared. Inspiré y mis pulmones se llenaron del aroma mineral del agua sobre la piedra caliente.
Sin pensarlo, me senté y apoyé mi espalda en el muro. No fue fácil; las irregularidades de la piedra se me clavaban —y aun así liberé toda la tensión de mi cuerpo—. Me quedé mirando la estatua de bronce y no me dormí del todo, pero soñé; mi mente estaba llena de brisas veraniegas, de la calidez y olor húmedo de la tierra después de una lluvia de verano; del placer de correr descalza por la hierba mojada buscando la madeja oculta de fresas.
Me levanté. A pesar de haber estado apoyada contra la dura piedra, no me sentía rígida ni dolorida, al contrario, estaba descansada como si hubiera dormido una semana.
Volví a mirar el gorrión. Esta habitación no se parecía en nada a los santuarios hogareños que había visto anteriormente —ni tampoco había visto un dios en el hogar que no tuviera cara humana—, pero al mirar la pequeña figura corroída, sentí la misma profunda sensación de recuerdo que cuando un tono de voz, un cambio del viento o los rayos de sol en un ovillo de lana te devuelve a la mente un sueño olvidado. No era capaz de ponerle nombre al gorrión, pero estaba segura de que era un Lar y de que la habitación era sagrada.
Recordé el momento en el que me arrodillé, escondida tras un velo, recitando mis votos nupciales a una estatua. Apenas había pasado un día, sin embargo me sentía como si hubiera sido cien años atrás. Las palabras de los votos seguían claras en mi mente. Si aquello era un Lar, el dios de la casa y hogar de Ignifex, también era el mío.
Sombra vivía allí y también quería destruirlo. ¿Podría el Lar ayudarme en mi búsqueda también?
De cualquier modo, había sido bondadoso y no podía negarme a honrar a un dios que me había bendecido.
Volví a la cocina y rebusqué en los estantes. No tenía ni idea de dónde podría encontrar incienso y, de todos modos, no parecía que fuese a funcionar con aquel Lar. En su lugar, encontré una rebanada de pan fresco; su corteza dorada todavía estaba crujiente y brillante. Lo partí en dos pedazos, me los metí en el bolsillo y me adentré de nuevo en la habitación secreta. Deshice el pan en migas y lo dispersé ante el gorrión.
Cada Lar tenía su propia tradición oracional. No tenía ni idea de la suya, pero aquella ceremonia me pareció tan poco adecuada como la del incienso. Simplemente me incliné y susurré.
—Gracias.
Y salí de allí. Tenía una casa que explorar y un marido que derrotar. No podía perder el tiempo.
Pasé cinco puertas más, cerradas a mi llave. Subí por una estrecha escalera hecha de madera oscura con rosas talladas, que crujía a cada paso que daba. Al llegar arriba me encontré un pasillo con una gruesa alfombra verde. Tres de las puertas estaban abiertas y, aunque me mantuve al menos un minuto con los ojos cerrados en cada una, no pude sentir ni rastro del poder Hermético.
«Debería marcar el camino», pensé mientras giraba la llave en la cerradura de una de las últimas puertas previas a que el pasillo girara a la derecha.
Una ráfaga de aire otoñal sopló en el corredor, moviendo mi falda y levantándome el pelo. Me di la vuelta paladeando un sabor a humo de madera.
Detrás de mí había una pared con un espejo de cuerpo entero colgado en ella. El marco de bronce había sido moldeado y representaba un grupo de ninfas y sátiros retozando en las vides. Mi cara me devolvió la mirada con los ojos abiertos de par en par y rígida.
«La casa cambia», pensé aturdida. «Tiene voluntad propia y cambia cuando le place». Tal vez la próxima vez el suelo se desharía bajo mis pies o el techo se hundiría aplastándome o simplemente me encerraría en una habitación sin puertas y moriría gritando mientras los demonios se colaban a través de las grietas de los tablones en el suelo.
O tal vez la casa era una más, sujeta al poder de Ignifex y en aquel mismo instante él se reía mientras me veía entrar en pánico. Por lo que no podía mostrar miedo. Cogí aire lentamente y luego otra vez. Si Ignifex quisiera verme muerta, yo no estaría respirando. Era evidente que tenía intención de jugar conmigo y eso significaba que yo tenía una oportunidad de ganar.
Si pensaba en la casa como un laberinto, no había esperanza. Todavía me perdía en el laberinto de setos de Padre; nunca podría resolver aquel laberinto.
Pero si lo consideraba un enigma… La casa era un objeto de Hermética. Y me entrenaron para manejarlos durante toda mi vida.
Hay un antiguo refrán Hermético que dice: «El agua nace de la muerte del aire, la tierra nace de la muerte del agua, el fuego de la muerte de la tierra y el aire de la muerte del fuego». En su eterna danza, los elementos dominaban y surgían uno de otro en aquel orden, y cada trabajo Hermético debía seguirlo.
Tal vez tenía que desentrañar los misterios de aquella casa en el mismo orden.
No tenía nada para escribir, pero tracé el sello hermético que invocaba a la tierra en la pared tras de mí una y otra vez, hasta que pude sentir las líneas invisibles brillando llenas de posibilidades. Luego situé mi mano sobre el sello fantasma y pensé en tierra: gruesa arcilla, perfumada, en el jardín trasero de casa, donde Astraia y yo escavábamos con nuestras propias manos para plantar tallos de rosa robados. Fino polvo gris en el viento de verano, entrando en mi boca y rechinando contra mis dientes. La colección de piedras de Padre: malaquita, rodonita y la losa de piedra caliza con el esqueleto de una curiosa ave, con colmillos y garras en sus alas, incrustado.
A mi izquierda sentí un centelleo.
Giré en el primer pasillo que se desviaba a la izquierda, a pesar de ser estrecho y estar tallado en piedra húmeda. Había tres puertas y ninguna se abría. Y ahí terminaba el pasillo. Probé de nuevo con el sello.
Ahora el centelleo estaba tras de mí.
Así que di la vuelta. Y repetí en círculos. Intenté durante todo el día realizar el Corazón de Tierra, pero estuve lejos de conseguirlo. Los pasillos siempre se desviaban y me traicionaban, hasta que cuestioné si no sería mi imaginación la que me traicionaba y en realidad no había notado nada.
Al final me orienté y fui capaz de seguirlo a través de tres corredores y cinco puertas —hasta llegar a una puerta de madera rojo oscuro donde mi llave quedó atrapada en la cerradura. Con un leve grito, tiré de ella. Era como si, las pulidas y rojizas vetas de la madera, me estuvieran sonriendo.
La frustración se me atragantó como una piedra atrapada en mi garganta. Los huesos de mis manos revoloteaban ante la necesidad de encontrar algo, pero yo no supe qué odiaba más: la puerta sonriente o mi propia estupidez. Con un quejido apoyé la cabeza en ella.
Algo hizo un clic en lo más profundo de la madera y la puerta se abrió. Entré tropezando en una pequeña y oscura habitación cuadrada. Estaba vacía, excepto por una pequeña lámpara Hermética situada junto a la puerta y un espejo colgado en la pared de enfrente.
En el centro del espejo había una cerradura.
Al instante probé con mi llave, pero ni siquiera entró del todo y, mucho menos, abrió la cerradura. Tracé un esquema Hermético para debilitar lazos, pero tampoco funcionó —era una técnica que había aprendido por mi cuenta, a espaldas de las enseñanzas de Padre. Nunca se había interesado en enseñarme nada que no fueran sellos y esquemas útiles para nuestro plan. Quizá le preocupaba que usara mis conocimientos para escapar. Aunque era más probable que pensara que no era importante. Preparada para girarme y marcharme, hice una mueca.
Mi rostro desapareció del espejo.
Un momento después, el reflejo de la habitación a mi alrededor se había desvanecido. En su lugar —borrosa, como si alguien hubiera echado el aliento sobre el cristal, pero aún reconocible— vi a Astraia sentada en la mesa con Padre y Tía Telomache. Había una cinta negra atada al respaldo de la que solía ser mi silla —al parecer era la forma adecuada de mostrar que habías vendido a tu hija a un demonio—, pero Astraia estaba riéndose.
Riéndose.
Como si nunca la hubiese hecho llorar, como si no hubiera sido cruel con ella. Como si Padre y Tía Telomache no le hubiesen mentido y dado falsas esperanzas. Como si yo nunca hubiera existido.
Sentía como si alguien me hubiese vaciado el pecho y hubiera llenado el hueco con hielo. Ni siquiera me di cuenta de que me movía hasta que mis manos agarraron el marco del espejo y tuve la nariz a pocos centímetros del cristal.
Padre asintió y se inclinó para poner su mano sobre la de Astraia. Tía Telomache sonrió, su rostro tenía un aspecto casi amable. Astraia se arrellanó en su asiento; el centro del mundo.
—Tú. —Me atraganté—. ¿Por qué no podías ser tú?
Y entonces, salí de la habitación.