Capítulo 5

La cena fue en un gran salón tallado en piedra de color azul oscuro. Una columnata recorría ambos lados; a la izquierda, detrás de los pilares, la pared de piedra era áspera y sin refinar, pero a la derecha había una gran pared hecha de vidrios de colores. No había dibujos en el cristal, solo un intrincado remolino de rombos de colores proyectando un arco iris de luz tenue sobre el blanco mantel. En el otro extremo de la sala, un gran arco vacío daba al cielo del oeste, por donde el sol se estaba poniendo. A pesar de la lejanía del horizonte, le pareció extraño lo cerca que se veía: el veteado era más grande y su superficie más traslúcida, de un brillante color dorado con vetas rojas.

En medio del glorioso cielo una mancha oscura. Crecía rápidamente, hasta que vislumbré la forma de un gran pájaro negro, tan grande como un caballo. A medida que se acercaba al arco se ralentizó, su cuerpo se fundió transformándose en un hombre.

No, no en un hombre: en el Bondadoso Señor. Aterrizó con un silbido suave, con las botas taconeando en el suelo mientras las alas se plegaban convirtiéndose en su largo abrigo negro. Por un momento tuvo un aspecto humano, lo encontré hermoso. Luego se acercó tanto como para que pudiera observar sus ojos felinos color carmesí y la piel se me puso de gallina ante aquella monstruosidad.

—Buenas noches. —Se detuvo en el lado opuesto de la mesa, con una mano sobre el respaldo de su silla—. ¿Te gusta tu nueva casa?

Sonreí y me incliné hacia delante, con los codos sobre la mesa y juntando los brazos a mis costados para resaltar mis pechos.

—Me encanta.

Apenas sonrió, era como si se aguantara una risotada.

—¿Cuánto tiempo has estado practicando ese truco?

«No dejes de sonreír», pensé. Pero me ardía la cara sólo de darme cuenta de lo pueril de la situación.

—¿Fue tu tía quien te lo enseñó? Porque, entre tú y yo, estoy seguro de que hasta un gato abandonado podría resistirse a tus encantos.

Lo peor era que la idea me la dio ella —pero no necesitaba decirlo así. Como si yo me pareciese a Tía Telomache. Como si tuviera derecho a criticarla.

Dijo algo más, pero no me di cuenta; estaba contemplando el plato vacío que tenía delante, respirando lentamente y tratando de no sentir nada. No podía perder los estribos otra vez. Ni allí ni en aquel momento.

Notaba algo como un hormigueo bajo mi piel, como un zumbido en los oídos, o como una corriente helada tratando de alejarme. Hice una lista mental de los símiles en mi mente, pues en ocasiones, si analizaba las sensaciones a fondo, desaparecían.

Su aliento cosquilleó en mi cuello y me estremecí. Estaba a mi lado, inclinándose sobre mí mientras me decía:

—Siento curiosidad. ¿Qué consejos te dio tu tía?

La estrategia a seguir desapareció de mi mente. Cogí mi tenedor e intenté apuñalarlo.

Agarró mi muñeca justo a tiempo.

—Esto ya es otra cosa.

—Lo siento… —dije de forma automática, entonces miré sus ojos.

Él había matado a un sinfín de personas, incluyendo a mi madre. Había tiranizado mi país durante novecientos años, usando a sus demonios para mantener a la gente aterrorizada. Y había destruido mi vida. ¿Porque debería estar arrepentida?

Cogí el plato y lo estampé contra su cara, luego agarré el cuchillo e intenté apuñalarlo con la zurda. Casi lo consigo, pero entonces me retorció la mano derecha. El dolor recorrió mi brazo y ambos caímos al suelo. Por supuesto él cayó sobre mí.

—Definitivamente esto ya es otra cosa. —No parecía que le faltara el aliento, mientras que yo estaba prácticamente jadeando—. Puede que incluso merezcas ser mi esposa.

Se incorporó.

—Me doy cuenta de que… ni siquiera tú crees que sea un cumplido. —Me las arreglé para apartarme. El corazón aún me latía con fuerza, sin embargo no parecía que fuera a castigarme.

—Soy el malvado señor de los demonios. Sé que no es un cumplido, pero me gusta tener una esposa con un poco de malicia en su corazón. —Tocó mi frente—. Si no te levantas pronto, volveré a usarte de almohada.

Me dispuse a levantarme y él me sonrió.

—Excelente. Empecemos de nuevo. Soy tu marido, puedes dirigirte a mi como «mi amado señor»…

Le mostré los dientes.

—O Ignifex.

—¿Es tu verdadero nombre?

—Ni de cerca. Ahora escúchame con atención, porque voy a explicarte las normas. Uno. Todas las noches te daré la oportunidad de adivinar mi nombre.

Me cogió tan por sorpresa que tardé unos segundos en comprender las palabras y entonces me tensé, estaba segura de que sus reglas iban a convertirse en amenaza o burla. Pero Ignifex continuó tan calmado como si fuese algo común en todos los maridos.

—Si aciertas, quedarás libre. Si te equivocas, morirás.

A pesar de la amenaza de muerte, estaba lejos de parecer otra cosa que uno de sus trucos.

—¿Por qué me ofreces la oportunidad?

—Soy el Señor de los Tratos. Considéralo uno. Regla número dos. La mayoría de las puertas de la casa están cerradas. —Abrió su abrigo y en aquella ocasión pude ver los cinturones de cuero negro ajustados en forma de cruz sobre el pecho, cada enganche con una llave. Cogió una llave plateada situada cerca de su corazón y me la ofreció—. Esta llave abre todas las habitaciones a las que se te permite entrar. No intentes entrar en las otras o lo lamentarás profundamente… aunque no por mucho tiempo.

—¿Es eso lo que les ocurrió a tus ocho esposas?

—A algunas. Otras se equivocaron al intentar adivinar mi nombre. Y una de ellas se cayó por las escaleras de acero, pero esa era realmente torpe.

Cerré la mano alrededor de la llave. Sus bordes fríos se clavaron en mi palma con una pequeña y afilada promesa implícita; podría haber fallado al seducir a mi marido, pero fue suficientemente tonto como para darme un poco de libertad e iba a asegurarme de que realmente lo lamentara.

—Mientras tanto, ¿te importaría si cenamos? —Me tendió una mano.

Lo ignoré y me puse de pie yo sola. El cálido y delicioso aroma de carne cocinada me golpeó: en algún momento de nuestra pelea, un enorme cerdo asado apareció en la mesa, con las patas hacia el techo. A su lado una sopera llena de sopa de tortuga falsa y alrededor estaba lleno de platos de fruta, arroz, pastas y lirones asados.

—¿Cómo…? —suspiré.

Ignifex se sentó.

—Si empiezas a preguntarte cómo funciona la casa, acabarás volviéndote loca. Sería divertido, supongo. Especialmente si es del tipo de locura que te hace correr por los pasillos desnuda. Siéntete libre de hacerlo cuando quieras.

Apreté los dientes mientras me sentaba en la mesa. Indignante como era, su charla fue curiosamente reconfortante porque, mientras me contara tonterías, no estaría haciendo nada más.

Las manos invisibles que habían puesto la comida en la mesa, pusieron también un cuchillo, un tenedor, un plato y llenaron mi copa de vino. Cogí el vaso y lo hice girar, mirando el oscuro líquido que contenía. La idea de comer y beber me llenaba de pavor. Perséfone probó la comida del infierno una sola vez y nunca fue capaz de salir. En mi caso, no podía irme.

—No tiene sangre ni veneno. —Su sonrisa brilló. Aparentemente la diversión que le provocaban mis temores era inagotable—. Puede que sea un demonio, pero no soy Tántalo o Mitrídates.

—Es una lástima —murmuré y bebí de mi vino—. No me importaría que fueras Mitrídates. Me llevaría una muerte rápida o una inmunidad bastante útil. —La leyenda decía que el antiguo rey puso algo de veneno en su comida todos los días hasta que pudo resistir cualquier veneno conocido. Me pregunté si podría envenenar a Ignifex, pero claro, ¿qué veneno terrenal podría acabar con un demonio?

—Por lo menos agradece que no sea Tántalo. —Lamió su cuchillo y no pude evitar temblar. Solo los eruditos estudiaban a Mitrídates, pero todo el mundo conocía la historia de Tántalo, el rey que creyó honrar a los dioses ofreciéndoles a su hijo descuartizado. Su castigo fue una eternidad de hambre y sed, atormentado por la fruta que colgaba justo fuera de su alcance y el agua que se alejaba cada vez que intentaba beber.

—Abstenerse de abominaciones no es un favor especial por el que merezcas un premio, mi señor esposo. —Me crucé de brazos—. ¿O esperas que te quiera simplemente porque aún no me has torturado?

Una vez dicho, me di cuenta de que era cierto. Llevaba medio día siendo la esposa del Bondadoso Señor y no había sido ni remotamente tormentoso. No estaba agradecida, más bien molesta. ¿Qué estaría planeando?

—Bueno, yo espero poder tener una cena en la que no intentes apuñalarme con un tenedor —dijo.

—Puede que tengas que hacer las paces con la decepción.

Tal vez pensaba destruirme con suspense. Pero toda mi vida estuve esperando a que me destruyera: podía burlarse de mí todo lo que quisiera y aun así no conseguiría romperme. Cogí el plato de lirones rellenos pues, tras hablar de Tántalo no me apetecía comer carne, pero no pensaba dejar que lo notara.

Comimos en silencio. Apenas tenía hambre y no veía mucho sentido en aparentar lo contrario, así que tan pronto dejé el tenedor dije:

—¿Puedo irme?

—No necesitas mi permiso para dejar la mesa. No eres una niña.

—No, solo soy tu prisionera. —Me levanté—. Me voy a la cama. —Y mi corazón se aceleró de nuevo, pues por un momento lo había olvidado. Era su esposa y era nuestra noche de bodas. Incluso sin querer martirizarme seguro que querría reclamar lo que era suyo.

Era menos cruel de lo que esperaba, pero seguía siendo aquella cosa inhumana y sin corazón que me iba a mantener captiva, que mató a mi madre y mantenía oprimido mi mundo entero. La idea de dejarle poseer mi cuerpo era repugnante. No tenía opción.

Recordé a Padre acariciándome la cabeza mientras repetía: «El deber es de sabor amargo pero dulce al tragar» y deseé que estuviera allí para poder escupirle en la cara.

Observé a Ignifex mientras se levantaba y se acercaba a mi lado. Tal vez no esperaría a la cama, a lo mejor me tomaba allí y en aquel instante. Supuse que por lo menos pronto se habría acabado, pero mi mente traicionera añadió «Hasta la próxima noche y la otra, y otra…».

—Nyx Triskelion. —Tomó mi mano derecha—. ¿Deseas adivinar mi nombre?

Me llevó un momento recordar lo que me había explicado antes y otro encontrar mi voz.

—Por supuesto que no.

—Entonces te veré mañana. —Levantó mi mano y me besó en los nudillos. Luego la dejó caer y pasó junto a mí en dirección a la puerta—. Dulces sueños.

—Pero… —dije odiando la vacilación en mi voz. No debería sentir el alivio como si fuese miedo.

—¿Qué? —Estaba a solo un paso de la puerta, pero volvió a entrar. Unos mechones cayeron sobre sus ojos—. ¿Ya estás decepcionada con tu nuevo matrimonio?

Tragué saliva.

—Bueno. Esperaba algo más embelesador en mi noche de bodas.

—Soy tu marido. Puedo esperar tanto como me plazca y aun así tenerte.

Los camisones que había en mi armario estaban hechos de encaje y gasa, ideados para ajustarse al cuerpo y separarse en aberturas inesperadas. Busqué entre ellos hasta encontrar una suave bata de seda roja. Ni siquiera tenía botones, solo un cinturón, pero al menos no era transparente. Me la puse y quité varias veces. Ignifex dejó claro que no vendría a visitarme aquella noche, pero era nuestra noche de bodas. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

Entonces recordé que no era humano. ¿Quién sabía qué pensaba sobre el matrimonio?

Levanté la cabeza al sentir un leve movimiento: era Sombra deslizándose por la pared blanca y plateada de la habitación. Todo mi cuerpo se tensó al instante. Hasta aquel momento no me di cuenta de que me hubiese creído tan rápido que me salvaría.

—¿Mi señor esposo vuelve a necesitarme tan pronto? —pregunté.

Sombra vaciló un momento y se quedó quieto.

—¿O estás aquí para prepararme para él? —Me crucé de brazos para esconder el temblor de mis manos—. Porque lo que ves es todo lo que tu amo conseguirá. —Ignifex podría derribarme cuando quisiera pero, hasta entonces, me negaba a someterme.

Sombra se apartó de la pared.

En un primer momento no era más que una nube oscura que sugería una forma humana. Entonces, las manchas oscuras fueron formando dedos, deshilachando pelos y convirtiéndose en algo sólido. Cuando se situó a los pies de mi cama parecía un hombre de verdad, vivo, respirando y corpóreo. O casi, pues aún estaba formado por tonos grises. Su abrigo hecho jirones era de color pizarra, su piel de color blanco lechoso y su cabello de un pálido gris plateado. Solo sus ojos tenían color; un azul profundo como nunca antes había visto y las pupilas redondas y humanas.

Su rostro fue esculpido de la misma encantadora forma que el de Ignifex. Pero sin los ojos de gato carmesí, la arrogancia y la burla dibujada en la cara, o su forma erguida; me costó notar el parecido.

—Tú… —Me abracé con fuerza—. ¿Cómo has…?

Hizo un gesto en dirección al reloj colgado en mi pared.

—¿Porque es de noche?

Asintió señalando la puerta y tendiéndome la mano. La invitación era clara.

Una cosa era que un señor de los demonios tuviera una sombra viviente, incluso me parecía posible que esta tomara forma humana durante la noche, pero los ojos de Sombra eran humanos y azules, como el cielo verdadero sobre el que solamente había leído. Por un absurdo instante quise confiar en aquellos ojos y me acerqué a la mano.

Entonces recordé dónde estaba y el rostro que él tenía.

—Entonces, puedes adoptar su rostro —dije—. Eso significa que simplemente eres otra parte suya. —Dejé caer mis temblorosas manos a un lado y me erguí todo lo orgullosa que fui capaz—. Si has venido a embelesarme tendrá que hacerlo aquí, mi señor. No pienso seguirte a ninguna parte.

Apretó la mandíbula. Entonces se acercó más; mientras volvía a estremecerme, se puso de rodillas delante mío en una acentuada reverencia. Besó mis pies y puso sus manos sobre mis rodillas: era la postura antigua para suplicar.

Y entonces me miró con sus ojos azules abiertos de par en par y llenos de desesperación.

Una vez, cuando tan solo era una niña, me senté en la sala de estar frente al reloj del abuelo con la oreja pegada a él mientras este tañía su melodía. Los repiques no sonaban en mi cabeza, sino por todo mi cuerpo, desde los huesos de mis brazos al aire de mis pulmones, hasta que, indefensa, me convertía en una extensión vibrante del objeto.

En aquel momento me sentía de la misma manera. Por unos instantes no pude moverme ni respirar. Tan solo podía fijarme en su pálido rostro, sus labios entreabiertos y en el repetitivo eco de una idea: «Está suplicándome».

Recordé a Ignifex, su arrogancia y su asombroso poder. Él nunca me suplicaría nada. Ningún demonio lo haría a menos que se sintiera amenazado por el más terrible de los destinos, y yo no tenía poder como para dañar a Sombra.

Fuera lo que fuera aquella criatura, no formaba parte de Ignifex. No podía ser un demonio. Al igual que yo, era un prisionero.

Tenía la piel fría y seca, sorprendentemente sólida. Podía sentir la flexión de sus huesos y tendones bajo ella.

Rechazar a alguien que suplicaba era impío, el ritual era tan viejo como el de la hospitalidad e igual de sagrado. Pero no era ese el motivo de que lo levantara. Sabía qué debía hacer, por supuesto, pero ya estaba tan condenada que no temía la ira de los dioses. Al mirarle a los ojos, pensé: «Si es un prisionero, quizá pueda ser un aliado».

El Bondadoso Señor traicionado por su propia sombra. Me gustaba la idea.

No confiaba plenamente en él, pero seguirle no iba a ser un acto de fe. Sería una apuesta.

—Enséñame —dije—. De todas formas, estoy aquí para morir.

Una sonrisa fantasmagórica cruzó su pálido rostro y sus dedos se cerraron alrededor de los míos. Me sorprendió lo humana que parecía su piel. Luego me soltó y se alejó, con los pies descalzos rozando el suelo. Una tabla crujió bajo su peso, sorprendentemente corpóreo, y me estremecí. Le seguí.

Después de todo, le había dicho la verdad. No estaba allí para sobrevivir.

Me llevó por oscuros pasillos de la casa, algunos estaban ligeramente iluminados por la pálida luz de la luna que atravesaba ventanas, por una luna llena plateada —tan falsa como el sol— que brillaba en el cielo nocturno. Algunas habitaciones tenían lámparas Herméticas o antorchas encendidas. Otras no tenían luces, ni ventanas o —todavía más perturbador— tenían ventanas que daban a la oscuridad más absoluta. En esas habitaciones, chasqueaba los dedos y una suave luz aparecía rodeándolos.

Volvimos a la sala de baile que atravesamos anteriormente. La reconocí por las molduras doradas de las paredes, pues en la oscuridad no podía ver el techo —y el suelo estaba totalmente cambiado—. Suelo y mosaicos habían desaparecido. En su lugar había agua, llenando la habitación de punta a punta, de un azul profundo y con pequeñas chispas blanquecinas y doradas arremolinándose encima del agua como diminutos puntos de luz.

—Es precioso —susurré.

Sombra cogió de nuevo mi mano y me llevó hacia delante. Le seguí con dos pasos vacilantes; esperaba ver mis pies chapoteando, pero en su lugar mis suelas tocaron algo frío, firme y suave, como cristal. Miré hacia abajo. El agua se movía alrededor de nuestros pies, pero aguantaba nuestro peso. Nos dirigimos al centro del lago de medianoche y observamos las luces arremolinándose a nuestro alrededor como si de una bandada de pájaros se tratara.

Pero por más increíble que fuera, no podía perderme en el paraje.

—No te has arrodillado solo para enseñarme unas bonitas vistas. —Le eché un vistazo a Sombra. Se mantuvo lejos, fuera del agua—. Y seguro que trayéndome aquí te arriesgas a que te castigue. ¿Por qué?

Se volvió hacia mí con su pétreo rostro a cierta distancia. Rápidamente y con firmeza cogió una de mis manos y la apretó contra mi corazón.

Dejé de respirar. Hubo un silencio absoluto, no se oía nada más que mi corazón.

Tocó mi mano, sobre mi corazón, y luego señaló el agua que nos rodeaba. Era un enigma que quería que descifrara. Si pudiera pensar en algo más allá de aquellos ojos azules y de mi pulso acelerado…

Y entonces comprendí que no era mi pulso, era el pulso de un corazón funcionando con Hermética. Había pasado horas en el laboratorio de Padre, encontrando los cuatro corazones de innumerables objetos, hasta que pude hacerlo en instantes con los ojos cerrados. Pero aquel pulso era diferente. Los trabajos de Padre tenían hilados pulsos débiles que martilleaban con rapidez hasta castañetear como pequeños e inquietos mecanismos. Aquel era un ciclo más lento y poderoso, como la circulación de la sangre por mi cuerpo, o la savia en un árbol.

Y lo supe.

—Es el Corazón de Agua.

Asintió.

El Corazón de Agua. Era el primer paso para derrocar al Bondadoso Señor. Era la prueba de que estábamos en lo cierto, que podía derrotarlo.

Y desafiando a su maestro, Sombra me lo había mostrado.

—Gracias —susurré.

Estaba unido a Ignifex de una forma inimaginable y aun así estaba ayudándome a combatirle.

Estaba ayudándome. Ya no estaba sola en aquella terrible y extraña casa, a merced de mi monstruoso marido.

—Gracias —repetí y él me sonrió. Era una expresión delicada y suave, como si no creyera que se le dejase sonreír. Transformó su rostro de una belleza distante a algo real y humano, le devolví la sonrisa. Era la primera vez que sonreía a alguien sin fingir, sin el menor rastro de rencor en mi corazón.

Fuera de aquella estancia, cuando la luz del día volviese, sería la esposa cautiva de un monstruo. Me ahogaría en miedo, y odio y Sombra solo sería un trozo de oscuridad que no podría ayudarme, e Ignifex se burlaría de mi desdicha. Pero allí y en el presente, Sombra parecía el original, e Ignifex la copia. Me sentí como si fuera otra chica, alguien sin miedo que nunca había odiado ni se mereciera ser odiada. Alguien a quien podrían perdonar si elegía lo que quisiera.

Recordé la sonrisa de Ignifex y sus palabras: «Soy tu marido. Puedo esperar tanto como me plazca y aun así tenerte».

Y pensé: «Esto es algo que no tendrá».

Poniéndome de puntillas, besé a Sombra en los labios.

Fue un leve toque entre nuestras caras. A pesar de las lecciones de Tía Telomache, no sabía cómo alargar un beso y sus labios me sorprendieron extraños y fríos como el cristal. Pero entonces me levantó la barbilla y me besó suavemente con la boca abierta. Sus labios seguían fríos, pero su aliento era cálido y, mientras me besaba, suspiré hasta sentir que mi cuerpo no era más que un soplo de aire mezclándose con el suyo.

Cuando el beso terminó no me separé. Me quedé observando su cuello con el corazón desbocado y aguanté una repentina necesidad de reír. Nunca pensé que besaría a alguien que no fuese mi monstruoso marido, destinado a ser una tortura, y ahora…

—Debes tener cuidado —dijo Sombra.

Me separé de golpe.

—¿Cómo…?

Sonrió levemente.

—Porque me has besado.

Cuando dijo la palabra besado todo mi cuerpo se contrajo. De repente dejé de sentirme como una chica libre de tener lo que quisiera. Me sentí como Nyx Triskelion, la que se suponía debía proteger su virtud —cuando no sacrificarla— y pensar únicamente en salvar Arcadia. Y yo acababa de besar a un hombre sin motivo —bueno, probablemente no era un hombre, pero definitivamente no era mi marido.

Besé a alguien cuya sonrisa se había esfumado, alguien que me miraba con ojos tranquilos y sin hacer el menor esfuerzo por salvar el poco espacio entre nuestros cuerpos.

Al no poder hundirme en el suelo, di un paso atrás y traté de pensar en otra cosa.

—No formas parte de él —dije, observando su rostro. Él me devolvió la mirada sin mostrar reacción alguna—. No creo que seas simplemente una creación suya. —Una mera cosa no sería capaz de darme un beso en contra de la voluntad de su creador—. ¿Eres alguien que ha sufrido una maldición?

Asintió y mi corazón se desbocó. Alguien que había sido maldecido podía ser liberado y alguien liberado podría pensar en…

¿Qué? ¿Besarme de nuevo antes de quedar atrapada eternamente con el Bondadoso Señor en las ruinas de su casa? Llegado el momento no importaría si me habían dado un beso o cientos antes de que me llegara la hora.

Y Sombra no pensaba en aquello precisamente. Simplemente estaba agradecido de poder hablar, si agradecido era la palabra acertada para definir a alguien cuyo rostro había desaparecido como el agua bajo nuestros pies.

—Somos sus prisioneros —dije—. Le has traicionado, eso nos convierte en aliados, ¿no?

Ya podía estar contenta de tener un aliado. Nunca esperé tener tanto.

Abrió la boca con intención de decir algo, pero se contuvo.

—Mi deber es obedecerle —dijo tras unos segundos—. No deberías confiar mucho en mí.

Pero aquellas palabras solo afianzaron y aumentaron mi confianza. Un demonio o la sombra de un demonio me diría que confiara en él, no me advertiría.

—Entonces confiaré en ti tanto como pueda —dije—. ¿Qué puedes contarme de él? ¿Qué te ha hecho?

—No puedo…

Su boca se movió sin emitir sonido hasta que presionó una mano sobre ella, frunció el ceño.

—¿No puedes hablar de él? ¿O de ti?

—De ninguno de sus secretos —dijo en voz baja.

—¿Qué puedes contarme?

Sombra pareció pensarlo detenidamente antes de contestar.

—Deberás encontrar los otros corazones tú sola. Ten cuidado.

Intenté pensar en alguna pregunta que pudiera serme útil y él pudiera contestar.

—¿Hay algún momento en el que sea más seguro explorar la casa?

—Nunca. —Se detuvo un momento—. Pero por la noche no se dará cuenta de lo que haces. Se queda en su habitación.

—¿Por qué? ¿Le da miedo la oscuridad?

Bromeaba, pero él asintió serio.

—Como a todos los monstruos. Le recuerda lo que es.

—¿Es por eso que eres humano por la noche? —pregunté—. ¿Porque te convirtió en monstruo durante el día y la oscuridad te recuerda lo que eres?

Simplemente me miró. Por supuesto, no podía hablar de su origen.

—Me alegro —dije—, de haberte conocido. Siento que tengas que llevar su cara. —«Aunque la conviertes en algo realmente bello», pensé y quise que la tierra me tragara, pero continué—. Sabes qué hago. ¿Lo sabe él?

Intentó contestar, pero el poder del Bondadoso Señor lo mantuvo callado, le giraba y tensaba la boca, hasta que se dio por vencido. Cogiéndome la mano me miró directamente a los ojos.

—Eres nuestra única esperanza.

Escuché aquellas palabras cientos de veces en boca de mi familia, pero aquella vez me llenaron de una leve esperanza y no de rabia desesperada. Por primera vez, me necesitaba alguien a quien no odiaba: alguien que no había elegido mi sufrimiento, alguien que no había recibido todo lo que a mí me faltaba sino que había arriesgado su vida en mi lugar.

—Entonces os salvaré —dije sonriéndole de nuevo, sin siquiera intentarlo—. Si tengo que explorar la casa por mi cuenta, será mejor que me lleves de vuelta a la habitación para que pueda empezar desde allí.

Asintió y volvimos en silencio. Al llegar a mi puerta le pregunté aquello que rondaba mi cabeza desde el principio.

—¿Quién eres?

Sus dientes brillaron bajo una triste media sonrisa que desapareció al instante. Sus ojos decían «¿Crees que me dejaría decírtelo?».

—Una sombra —dijo y me besó en la mano.

Luego se desvaneció en la oscuridad.