Capítulo 4

Nadie contestó.

Todo el cuerpo me temblaba de miedo. Estaba segura de que, en cualquier momento, las puertas se abrirían, el techo se partiría o él me hablaría justo detrás de mi cuello…

Me di la vuelta; seguía sola. No se escuchaba ruido alguno excepto mis jadeos. Intentaba respirar a través del apretado corpiño. Bajé la vista, mortificándome de nuevo ante la imagen de mis pechos expuestos como si fuera un plato para el deleite de mi marido.

Mis temores empezaron a desvanecerse, convirtiéndose en el familiar ardor del resentimiento. Hasta llevaba rosas pintadas en los botones de la blusa, el tributo al Bondadoso Señor debía ir bien envuelto, ¿no? Como si fuera un regalo de cumpleaños y, al igual que un niño mimado en su cumpleaños, al Bondadoso Señor no le importaba hacer esperar a la gente.

Con un suspiro, me apoyé con la espalda en la pared. Seguramente mi marido estaba fuera cerrando tratos malditos con otros idiotas que pensaban —al igual que Padre—, que podían soportar el precio a pagar. Al menos tendría algo más de tiempo antes de conocerlo.

Marido.

Apreté las manos. El miedo apareció de nuevo cuando recordé lo que Tía Telomache me contó la noche anterior. Sabía que el Bondadoso Señor era lo suficientemente diferente a los otros demonios como para que la gente pudiese mirarlo y no enloquecer. Sin embargo, muchos decían que tenía la boca de una serpiente, los ojos de una cabra y los colmillos de un jabalí, para que ni el más valiente pudiera rechazar sus ofertas. Otros decían que era inhumanamente hermoso, de tal forma que hasta a los sabios engañaba. Fuera como fuese, no era capaz de imaginarme dejándole tocarme.

Padre nunca me contó cómo fue negociar con el Bondadoso Señor. Una vez me atreví a preguntarle sobre el aspecto de mi enemigo. Me miró como si fuera un bicho fascinante y me preguntó qué iba a cambiar saberlo.

Golpeé la pared con el lateral de mi puño. Me dolió, pero me hizo sentir mejor. Si llegado el momento pudiese golpear a mi marido.

Si por lo menos la Rima fuese cierta.

Yo no me la creí, de verdad, pero aun así saqué el cuchillo de su funda y lo moví lentamente en el aire, sintiendo su peso balancearse sobre mi mano. Por supuesto, Padre nunca me enseñó a usar el cuchillo, de hecho, no perdió el tiempo en nada que no entrara en nuestro plan. Pero, de vez en cuando, Astraia robaba cuchillos de la cocina y me convencía para que «practicara» —lo que consistía en ondear los cuchillos por el aire y gritar. Nada útil.

Sabía que Padre tenía razón, que debía deshacerme del cuchillo, pero ahora que estaba encerrada en la habitación ya no había lugar donde esconderlo. Y también era verdad que aquel era el último regalo que me hizo mi hermana. Si no era capaz de amarla, al menos podía llevar su regalo como un símbolo en la batalla. Siempre le habían encantado las historias en las que los guerreros lo hacían.

Deslicé el cuchillo de vuelta a su funda y me arreglé la falda. Solo entonces me di cuenta de lo cansada que estaba. Intenté mantenerme despierta, pero el aire de la habitación se había convertido en caliente y pesado. Seguía todo en silencio, sin signos de haber ningún monstruo. Me dormí.

Alguien apiló mantas sobre mis hombros. Fue lo primero que pensé nada más despertarme. Mantas pesadas y calientes. Noté unas cosquillas en la nuca y me retorcí.

Las mantas se movieron de nuevo.

Mis ojos se abrieron de golpe. En aquel instante me di cuenta de que, el causante de las cosquillas era un mechón de pelo negro, que las mantas eran un cuerpo caliente y que era el Bondadoso Señor quien me envolvía como una gato perezoso con la cabeza apoyada sobre mi hombro.

Levantó la cara y sonrió. Las historias no mentían cuando hablaban de la «calamidad de rostro dulce», puesto que tenía uno de los rostros más bellos que jamás había visto: nariz afilada, altos pómulos, el rostro enmarcado en un pelo revuelto, negro como la tinta, y sellada por todas partes con la dulzura arrogante del hombre que acaba de salir de la adolescencia y al que nunca han desafiado. Llevaba un abrigo largo y oscuro con una corbata blanca inmaculada atada a su cuello y encaje blanco con acolchado en sus puños. Si hubiera sido humano, podría haberlo confundido con un caballero.

Sin embargo sus iris eran rojo carmesí y sus pupilas como las de un gato.

Mi corazón parecía querer salir del pecho. Pasé toda mi vida preparándome para aquel momento y ahora no podía hablar ni moverme.

—Buenas tardes —dijo. Su voz era cremosa, ligera pero rica.

Me separé del suelo y me incorporé. Él hizo lo mismo con más gracia.

—¿Qué…? —dije con voz estrangulada.

—Estabas dormida —dijo—. Y me aburrí tanto esperándote que también me quedé dormido. Y aquí estás. —Inclinó la cabeza—. Eras una buena almohada, pero creo que te prefiero despierta. ¿Cómo te llamas, mi querida esposa?

Esposa. Su esposa. Podía sentir el cuchillo contra mi muslo y sin embargo parecía que estaba a kilómetros de distancia. Tampoco importaría si lo tuviera en la mano. Se suponía que debía someterme.

—Nyx Triskelion —dije—. Hija de Leónidas Triskelion.

—Hmm. —Se inclinó más cerca—. Las he visto más guapas, pero supongo que me servirás.

—Ahora resultará que mi señor marido es un experto. —Las palabras salieron de mi boca antes de darme cuenta de qué estaba haciendo; algo horrible, pues se suponía que debía ser complaciente, seducirle.

«Le gustarás si cree que estás indefensa», me dijo una vez Tía Telomache.

—Tu señor esposo ya ha tenido ocho esposas. —Se inclinó sobre mí, pude sentir sus ojos sobre mi cuerpo—. Pero ninguna de ellas lo… —Su mano se deslizó en apenas un instante bajo mi falda—… Suficientemente… —Apreté los dientes dispuesta a soportarlo—… preparada.

Sacó el cuchillo de su funda. Lo hizo girar y lo arrojó contra la pared. Se hundió casi hasta la empuñadura, incrustándose en la pared a casi cuatro metros de altura.

Luego volvió a mirarme.

En aquel momento debería rogar clemencia.

—¿Un cuchillo? —dijo—. Un guerrero prudente llevaría dos. ¿O me he dejado alguno? —Se inclinó de nuevo sobre mí—. ¿Me dejaría mi señora esposa comprobarlo?

Le di un puñetazo.

El golpe fue tan fuerte que se cayó de espaldas. Me quedé sin aliento; incluso siendo el Bondadoso Señor, mi primer impulso fue disculparme. Me puse de pie con el corazón acelerado, solo para darme cuenta de que las puertas seguían cerradas, el cuchillo estaba fuera de mi alcance y probablemente había arruinado mi vida y la misión.

Cuando él se incorporó de nuevo, caí de rodillas. Solo podía hacer una cosa. Empecé a desabrochar el botón de la parte superior de mi vestido y lo dejé abierto.

—Lo siento —dije, mirando al suelo—. Es solo que, le prometí a mi padre que llevaría un cuchillo, y… y —tartamudeé, consciente de que estaba medio desnuda delante suyo—. ¡Soy tu esposa! ¡Ardo en deseo por tu piel! ¡Estoy sedienta de amor! —No supe de dónde salieron aquellas horribles palabras, pero no pude pararlas—. Haré lo que sea, yo…

Me di cuenta de que se estaba riendo.

—¿No dejas nada a medias, eh? —dijo.

—Ni siquiera he estado cerca de matarte, pero dame el cuchillo y lo arreglaré —me crucé de brazos y recordé que estaba medio desnuda, pero no iba a avergonzarme ante él.

—Tentador, pero no. Si lo hicieras, tendría que matarte y quiero una mujer que esté viva al menos hasta después de la cena. —Puso de nuevo mi ropa en su lugar, dejándome parcialmente cubierta, y agarrándome del brazo me puso de pie—. Es hora de enseñarte tu habitación.

Levantó una mano. El gesto parecía una forma de llamar a alguien, pero no había nadie para verlo.

Algo iba mal; sentí algo parecido al zumbido de una mosca en la habitación de al lado. ¿Estaba invocando a sus demonios? ¿O ya estaban aquí? Eché un vistazo por la habitación.

Y mi mirada se posó en su sombra. Había una silueta alta contra la pared y, a pesar de la tenue luz, era una sombra dura como la proyectada por una lámpara Hermética.

Él seguía con la mano alzada, pero la mano de su sombra permanecía quieta.

«Los demonios estaban hechos de sombras».

Mi garganta se cerró ante el horror mientras la sombra se alargaba y se alejaba a grandes zancadas —si es que aquella era la palabra para describir algo que sus pasos deslizan por la pared—, entonces sus largos dedos se deslizaron sobre mi muñeca. El contacto fue como un soplo de aire fresco, pero al tratar de liberarla, sujetó mi brazo de forma férrea.

No mires las sombras durante mucho tiempo o un demonio podrá verte.

—Sombra te llevará a tu habitación. —Metió la mano en su abrigo oscuro, sacó una llave de plata y se la arrojó a la sombra (Sombra), que la cogió en el aire—. Muéstrale la suite nupcial —dijo mientras Sombra abría la puerta con rosas y granadas talladas en ella—. Tráela de vuelta para la cena. —La puerta se abrió revelando un largo pasillo revestido con paneles de madera y puertas. Sombra me empujó dentro.

—¡Y asegúrate de que se pone otro vestido! —gritó tras nuestro.

La puerta se cerró de golpe.

En un primer momento, mientras Sombra me arrastraba por el pasillo, no notaba nada más que el martilleo de mi corazón. Cada paso me llevaba más lejos del mundo exterior, más adentro en los dominios del Bondadoso Señor; era como enterrarme en vida. No podía dejar de mirar la forma en que Sombra me agarraba la muñeca —era una especie de sombra, algo así como un soplo de aire que tiraba de mí como si no fuera más pesada que una hoja. Mi estómago se estremeció ante aquel horror sobrenatural de criatura.

«Líbranos de los ojos de los demonios». Aquella era la primera oración que todo el mundo aprendía, no importaba quién fueras o a qué dios rezaras. Porque cualquiera, duque o campesino, podía sufrir un ataque.

No sucedía a menudo. Ni siquiera uno de cada cien se encontraba con un demonio. Pero ya era bastante.

Recordé las personas que trajeron al estudio de Padre: la chica acurrucada sobre sus huesudas extremidades, el hombre que no paraba de retorcerse, mudo por haber hecho desaparecer su voz a gritos. A veces, Padre podía hacer que se sintieran un poco mejor y otras únicamente podía aconsejar a las familias que los drogaran con láudano. Ninguno se recuperó. Y aquellos eran los afortunados —o tal vez deberían considerarse desafortunados—, que habían sobrevivido a un encuentro con demonios.

La mayoría no sobrevivía.

Ahora estaba en manos de un demonio; a cada paso que daba mi corazón seguía latiendo. Mi mente seguía en su lugar. No quería ver mis ojos salirse de sus órbitas, ni morderme las uñas. El grito estremecedor que guardaba en mi interior fue fácil de contener. Solo podía pensar, «Ha dicho que me quiere viva hasta la cena» y las palabras cobraron sentido.

Observé el perfil de Sombra en la pared, ondulándose cada vez que pasaba por el marco de una puerta. Era como si la sombra fuera la de un hombre caminando un paso por delante, arrastrándome. Pero no había mano agarrándome, solo un conjunto de sombras y nadie andaba delante mío.

Excepto aquella sombra andante.

Nadie sabía qué aspecto tenían los demonios del Bondadoso Señor, porque nadie pudo sobrevivir a un encuentro suficientemente cuerdo como para contarlo. Pero Sombra no parecía algo que pudiera enloquecer con solo una mirada. Lentamente, empecé a relajarme.

Empecé a dar cuenta del pasillo. Primero el aire: tenía la clara y agradable calidez de la brisa de verano —nada parecido al calor del fuego—, aunque no se viera una ventana por ningún lado. Era bastante extraño. Luego estaban las puertas a ambos lados del pasillo. Al principio parecían normales, pero luego te dabas cuenta de que eran un poco más altas y estrechas de lo normal. ¿Era cosa de la perspectiva o los dinteles estaban realmente inclinados?

¿Cuánto tiempo llevábamos andando? Podía ver el final del pasillo, pero no parecía acercarse.

¿Oí en la distancia el débil eco de una risa?

De repente la sombra andante me pareció menos aterradora que el silencio cálido del pasillo.

—¿Eres realmente un demonio o solo una criatura creada por el Bondadoso Señor? —pregunté de sopetón. Tan pronto lancé la pregunta, me sentí estúpida: ¿Cómo esperaba que una sombra hablara?

—¿Formas parte de él? ¿Todos los señores demonio tienen sombras andantes cuando salen del seno del Tártaro? —proseguí con la intención de que la primera pregunta pareciera retórica—. Supongo que tiene sentido que las cosas generadas a partir de oscuridad…

Sombra se detuvo tan abruptamente que tropecé. La llave plateada brilló mientras abría una de las puertas y entramos en una escalera en espiral hecha de piedra. Un aire húmedo y frío se apoderó de mí, incluso algo amargo, como si hubieran utilizado el espacio para un acuario. Miré hacia arriba y más y más arriba. Encima nuestro, las escaleras se desvanecían en una oscuridad sin un final a la vista.

—¿Planea matarme con escaleras? —murmuré. Sombra tiró de mí y callé, pues sabía que iba a necesitar el aliento.

Subimos hasta que las piernas me ardían y el sudor descendía por mi cuello a pesar del aire frío. Dejó de importarme que mi cara se retorciera de esfuerzo o que respirara entre jadeos. El mundo se redujo al esfuerzo necesario para levantar un pie tras otro sin caerme hacia el vacío. Sombra subía sin problemas y sin descanso. Justo cuando pensé que ya no podría subir un escalón más, la escalera terminó en un arco estrecho que llevaba a una sala cuadrada de paredes blancas y desnudas, con un suelo liso de madera. Trastabillando caí de rodillas.

—Por favor —dije sin aliento, con la garganta tan seca que la palabra pareció un graznido.

Soltó mi muñeca. En un suspiro me desplomé. Durante unos minutos me quedé mirando el techo intentando recuperar el aliento. Por fin, mis palpitaciones descendieron y mi respiración se acompasó a medida que el sudor se enfriaba y la cara se me secaba.

Cuando empecé a sentirme mejor, me di cuenta de que Sombra se había arrodillado a mi lado, su forma oscura se aferraba a la pared.

Su frío tacto se deslizó por mi cara apartando un mechón de pelo de mis ojos. Golpeé el aire inútilmente con la mano y me incorporé rápidamente.

—No necesito peluquero —gruñí.

El corazón me latía de nuevo y la línea que trazó a través de mi piel se estremeció. El toque fue suave —pero seguía siendo una cosa, sino un demonio un sirviente del Bondadoso Señor. Y como su maestro, su bondad estaba destinada a convertir sus posteriores tormentos en algo aún peor.

Como la bondad de Padre y Tía Telomache al contarle a Astraia sobre la Rima. Solo hizo que yo pudiera hacerle más daño.

—Vamos, tienes que encarcelarme —dije poniéndome de pie y mirando a Sombra, que permanecía agachado, como una gota de sombra contra la pared.

Se levantó lentamente, estirándose hasta ser una cabeza más alto que yo, a la misma altura que el Bondadoso Señor. Luego tomó mi mano, pero se detuvo. Sentí que me miraba. Ahora veía un perfil claro; la silueta de su nariz, sus labios y unos hombros contra la pared. De repente me di cuenta de que, aun siendo un monstruo, era algo así como un hombre; noté mi cara caliente y liberé mi mano agarrándome los bordes rasgados del corpiño.

Estaba allí, mirando, cuando me desgarré el vestido. ¿Seguiría allí cuando el Bondadoso Señor finalmente…?

Sentí una leve presión, como si estuviera apretando mi mano en un intento de disculparse o de tranquilizarme. Pero un demonio —o la sombra de uno— seguramente no tenía bondad alguna. Luego tiró de mí con menos violencia que antes.

La habitación contigua era un gran salón de baile. Las molduras de las paredes estaban pintadas de dorado; el suelo era un mosaico azul y dorado; la cúpula estaba pintada con los amores de los dioses, un vasto entresijo de extremidades regordetas y tela retorciéndose. El aire era frío, tranquilo y tremendamente silencioso. Mis pasos eran apenas un ligero tap-tap-tap, pero se repetían en el eco de la habitación.

Después de aquello vinieron lo que parecían un centenar de habitaciones y pasillos. En cada una de ellas el ambiente era diferente: frío o caliente, fresco o pesado, con olor a romero, incienso, granadas, papel viejo, pescado en escabeche o madera de cedro. Ninguna me asustó como lo hizo el primer pasillo. Sin embargo, en alguna ocasión —especialmente cuando el sol brillaba a través de alguna ventana—, me parecía oír una leve risa.

Por último, al final de un largo pasillo revestido de madera de cerezo y ventanas entre las puertas, llegamos a mi habitación. Pude ver por qué la había llamado la habitación nupcial: las paredes estaban decoradas con un papel de pared en el que se repetía un patrón; corazones de plata y palomas. La mayor parte de la habitación estaba ocupada por una cama con dosel lo suficientemente grande para dos. Los cuatro postes tenían la forma de doncellas, peinadas y vestidas con túnicas de gasa aferrándose a sus cuerpos, de rostro sereno. Eran exactamente como las cariátides que sostienen los pórticos de un templo. Las cortinas de la cama eran grandes telas de encaje blanco unidas por cintas de color carmesí. Encima de la mesita de noche había un jarrón de rosas rojas. Sus pétalos florecientes mostraban el centro de oro y su aroma se entremezclaba con el aire.

Era una cama construida para el placer, al igual que mi vestido; mientras la miraba me sentí fría y cálida a la vez. Me di cuenta entonces de que, a la izquierda de la cama, había un gran ventanal que daba al pueblo. Apenas supe qué se podía ver a través y ya estaba con las manos pegadas al cristal. Podía ver todos los edificios, muy pequeños y claros, como una maqueta perfecta que podría alcanzar y tocar.

Debería haberme reconfortado tener vistas a mi casa, pero desde el exterior, el castillo del Bondadoso Señor era apenas unas ruinas. Estar de pie junto a la ventana, al lado de mi cama nupcial, sabiendo que era invisible para el mundo, me hizo sentir como un fantasma.

Apoyé la cabeza en el cristal, intentando no volver a llorar. Tal vez debía sentirme así. En aquel momento —más bien siempre— existía únicamente para destruir al Bondadoso Señor. Astraia era la única estúpida, que había pensado que yo estaba en el mundo para quererla.

Noté un cosquilleo en el codo. Me volví y vi a Sombra deslizándose por la pared —me di cuenta de que me había tocado. Se movía vacilante en la pared de la cómoda y, aunque era difícil de adivinar por su distorsionada figura, parecía retorcer las manos.

—Estoy bien —dije, separándome de la ventana.

Por supuesto que estaba bien. Me entrenaron para aquella misión. No podía estar de otra forma que no fuera bien.

Entonces me di cuenta de que le había estado hablando como si le importara. Me crucé de brazos.

—Ve y dile a tu señor que has cumplido sus órdenes. ¿O pensabas quedarte y verme mientras me cambio?

Sombra se balanceó —posiblemente asentía— y desapareció dejándome sola. Me senté de golpe en la cama. La habitación me daba vueltas, no podía creer que fuera real, que realmente me encontraba en el castillo del Bondadoso Señor y que tuviese una pequeña pastorcilla de porcelana con un vestido azul y mejillas sonrosadas en mi mesita de noche, al lado de las rosas.

Astraia tenía una figurita como aquella, pero la suya llevaba un vestido rosa.

Hundí las uñas en mis palmas. No hubo una pizca de dolor en su rostro cuando me fui, únicamente incomprensión. No podía creer que su querida hermana, que siempre le había sonreído, besado y consolado, estuviese intentando inflingirle dolor. Tampoco podía creerse que su querido Padre y su querida Tía Telomache le hubieran mentido.

«Ella te quería» pensé. «Tú la engañaste y ella te tenía en alta estima. Hasta el último minuto, cuando te llevaste todo su amor».

Aquella vez no lloré, pero la sensación helada que me atravesó fue mucho peor. Quería abrirme la piel, romper la pastorcilla en pedazos, golpear la pared y llorar. Pero significaría perder la paciencia y, ¿no acababa de ver a qué me llevaba? Me senté quieta y tensa, asfixiando la miseria, la furia y la vergüenza, hasta que al final me vino un sensación de adormecimiento.

Rechinando los dientes me dirigí al armario y encontré el vestido más escotado que había visto jamás, hecho de vaporosa seda azul oscuro. Había roto el corazón de mi hermana. Nunca la volvería a ver y no podría pedirle perdón. Había dejado que el odio me consumiera durante tanto tiempo que no creía poder aprender a amar de nuevo. Aunque sí podía asegurarme de que viviera libre del Bondadoso Señor, sin temer sus demonios, con el verdadero sol brillando sobre ella.