Por suerte Astraia no me siguió. Si hubiera visto de nuevo su rostro, me habría destrozado. Bajé las escaleras aturdida. Sabía que pronto sería consciente de lo que había hecho y el ácido del odio hacia mí misma me comería a través de mis paredes y me quemaría hasta los huesos. Pero por el momento estaba envuelta por el algodón y la lana y, al llegar a la parte inferior de la escalinata, hice una reverencia sin siquiera temblar.
—Buenos días, Padre. —Junto a mí escuché a Tía Telomache coger aire y me di cuenta que me había desviado de la ceremonia. Hice otra reverencia—. Padre, te doy las gracias por tu amabilidad y ruego me dejes dejar tu casa.
Como si al Bondadoso Señor le importara el decoro.
Padre extendió el brazo.
—Yo te lo concedo con el corazón alegre y la mano tendida, hija mía.
En realidad la parte alegre era cierta. Estaba vengando la muerte de su esposa, salvando a su hija predilecta y manteniendo a su cuñada como su concubina, y el único precio que debía pagar era la hija a la que nunca había querido.
—¿Dónde está tu hermana? —preguntó, entre dientes, Tía Telomache mientras me cubría con un velo. La gasa roja me llegaba hasta las rodillas.
—Está llorando —le dije con calma. Era mucho más fácil enfrentarme al mundo desde detrás de la neblina roja de la tela—. Pero puedes arrastrarla aquí y arruinar la ceremonia si quieres.
—No sería apropiado que se perdiera tu boda —murmuró Tía Telomache ajustando el velo.
—Déjala a solas, Telomache —dijo Padre en voz baja—. Ya carga suficiente pena.
Un odio helado se arremolinó de nuevo en mi interior, pero me lo tragué y puse mi mano sobre el brazo extendido de Padre. Salimos juntos de la casa, con ritmo lento pero majestuoso, y Tía Telomache detrás nuestro.
Los rayos solares traspasaban el velo; vi la mancha dorada que era el sol, muy por encima del horizonte, y el cálido y luminoso cielo sobre nosotros. La música me invadió junto con el ruido de las voces. Los habitantes de la ciudad se divertían; oía gritos y risas y vislumbré serpentinas rojas y niños jugando. Sabían que me casaba con el Bondadoso Señor como pago por un trato de Padre y, aunque desconocían cual era su verdadero plan, sabían que casarse con un monstruo podía significar la muerte o algo peor. Pero yo todavía pertenecía a una estirpe señorial y él había planeado darme una celebración tradicional.
Para ellos era fiesta.
Cruzamos el pueblo andando. Todavía faltaba para el mediodía, pero entre el sol y la carga del velo, cuando llegué a la roca del diezmo las gotas de sudor recorrían mi cuello. Cada pueblo tenía una: una roca ancha y plana a las afueras del pueblo para que la gente pueda dejar sus ofrendas al Bondadoso Señor.
Ahora había una estatua sobre ella: una cosa áspera a medio formar de piedra clara. La cabeza ovalada tenía dos hendiduras por ojos y una suave línea por boca. Dos aristas a los lados hacían de brazos. Por norma general, aquella estatua se situaba en lugar de un muerto, en un funeral o en los ritos relacionados con los antepasados. Hoy ocupaba el lugar del Bondadoso Señor. Mi desposado.
Ante los testigos, Padre proclamó no haber sido obligado a ofrecerme. Las doncellas del pueblo cantaron un himno a Artemisa y luego a Hera. En una boda normal, el novio y la novia intercambiarían regalos —un cinturón, un collar o un anillo— y luego beberían de la misma copa de vino. En lugar de eso, deposité un collar de oro alrededor del inclinado cuello de la estatua. Tía Telomache me ayudó a levantar la parte delantera del velo y poder así dar un sorbo del vino dulzón que contenía la copa de oro. Luego, sostuve la copa en la cara de la estatua y dejé que un poco de vino cayera por su frontal. Me sentía como una niña jugando con un juguete rudimentario. Pero este juego me iba a unir a un monstruo.
Entonces llegó el momento de los votos. En lugar de tomar las manos del novio, agarré los lados de la estatua y dije en voz alta:
—Heme aquí, vengo a ti carente del nombre de mi padre y exiliada del hogar de mi madre, por lo que tu nombre será el mío y seré hija de tu casa. Tus Lares serán los míos y los honraré; donde tú vayas yo iré; donde tú mueras, allí moriré y allí seré enterrada.
En respuesta no se escuchó más que el susurro del viento entre los árboles, pero la gente vitoreó igualmente. Al momento otro himno empezó a sonar, esta vez bailaban y lanzaban flores al aire. Me arrodillé ante la piedra frente a la estatua, sin ver nada y con el velo cubriendo mi cabeza. El sudor me recorría la cara y las rodillas me dolían.
La voz de una chica sonó por encima de las otras:
“Aunque las montañas se derritan y los océanos se quemen,
los obsequios del amor siempre vuelven”.
Supuse que sería cierto: Padre amó a Madre demasiado y diecisiete años después, los obsequios de su disparate seguían volviendo a nosotros. Sabía que el himno no se refería a aquellos obsequios, pero no conocía otros. En mi familia, el amor no nos había dado más que crueldad y dolor y ese amor nunca se había dejado de dar.
En casa, Astraia lloraba. Mi única hermana, la única persona que me había amado, que había intentado salvarme, lloraba porque le había roto el corazón. Toda mi vida me había guardado palabras crueles y tragado el odio. Había repetido aquella reconfortante mentira sobre la Rima e intentado no resentirme cuando ella la creía. Porque a pesar de todo el veneno en mi corazón, sabía que no era culpa de Astraia que Padre me hubiese elegido a mí, por lo que siempre me obligué a fingir ser la hermana que ella se merecía. Hasta hoy.
«Cinco minutos» pensé. «Solo tienes que aguantar cinco minutos más y el odio de tu corazón no podrá dañarla de nuevo».
Escondida tras el velo y el griterío de los festejos, lloré.
Cuando los sacrificios a los dioses terminaron, Tía Telomache me arrastró lejos de la roca y me metió en el carruaje con Padre. Normalmente el novio y la novia se quedaban para los festejos —así como el padre de la novia, que era el anfitrión—, pero llevarme junto al Bondadoso Señor era prioritario.
La puerta se cerró tras de mí. Mientras el carruaje se ponía en movimiento, me quité el velo, contenta de haberme librado del sofocante calor. Mi cara seguía pegajosa debido a las lágrimas. Me froté los ojos, esperaba no tenerlos muy rojos.
Padre me observó con mirada impasible; su rostro parecía una máscara elegantemente esculpida, como siempre.
—¿Recuerdas los sellos? —su voz sonó tranquila; podríamos estar hablando del tiempo. Me fijé en sus manos, entrelazadas sobre su rodilla. En una de ellas llevaba un sello de oro con forma de serpiente comiéndose su propia cola: el símbolo de los Resurgandi.
Sabía lo que estaba inscrito en el interior del anillo: Eadem Mutata Resurgo, «Aunque cambie, resurgiré de nuevo». Era un antiguo dicho Hermético, adoptado como lema de los Resurgandi, pues buscaban volver a ver el verdadero cielo.
No viajaba a mi destino con mi padre. Lo estaba haciendo con el Magistrado Maestro de los Resurgandi.
—Sí. —Apreté las manos sobre mi regazo—. Me has visto escribirlos con los ojos cerrados.
—Recuerda que los corazones pueden disfrazarse. Deberás escuchar…
—Lo sé. —Apreté los dientes intentando contener el veneno. Quise gruñirle. No podía herir a Padre, aún le debía mi respeto y labor.
Algunas personas desconfiaban del secretismo de los Resurgandi y la forma en que los duques y el parlamento les consultaban; corría el rumor de que los Resurgandi practicaban artes demoníacas. Tras muchos estudios y meticulosos cálculos empezaron a creer que los tratos con el Bondadoso Señor se cumplían gracias a poderes demoníacos insondables, pero el Cataclismo fue diferente. Este había sido obra de un vasto trabajo de Hermética, cuyo diagrama estaba dentro de la casa del Bondadoso Señor.
Esto significaba que, en algún lugar de la casa del Bondadoso Señor, había un corazón de agua, uno de tierra, uno de fuego y uno de aire. Si alguien conseguía inscribir los sellos precisos para anular cada corazón —en teoría—, desharía lo acaecido en Arcadia. La casa del Bondadoso Señor se vendría abajo mientras Arcadia volvería al mundo real.
Los Resurgandi supieron esto durante cien años, pero el conocimiento no les sirvió de nada. Hasta ahora.
—Sé que no le fallarás —dijo Padre.
—Sí, Padre.
Miré por la ventana incapaz de soportar su cara relajada ni un instante más. Había pasado toda mi vida fingiendo ser una hija orgullosa de morir por el bien de la familia. ¿No podía fingir por un segundo que era un padre triste por perder a su hija?
Atravesamos el bosque empezando un ascenso hacia la cima de la colina donde estaba el castillo del Bondadoso Señor. Entre las ramas de los árboles pude vislumbrar pedazos de cielo, como si se tratara de trozos de papel entre las hojas. De repente, pasamos a través de un claro y pude ver el cielo despejado.
Levanté la vista. Padre había instalado, debido a la claustrofobia de Tía Telomache, una pequeña ventana de cristal en el techo del carruaje. Pude ver el cielo sobre nuestras cabezas y un entrelazado negro con forma romboidal que acechaba desde lo alto cual araña. La gente lo llamaba «El ojo del demonio» y decían que el Bondadoso Señor podía ver todo lo que pasaba debajo. Los Resurgandi se burlaban pensando que no era más que una superstición —si el Bondadoso Señor tuviera tan perfecto conocimiento, los habría destruido hacía mucho tiempo—, sin embargo, siempre me pregunté cuántas veces en secreto había visto sus planes y los había llevado a una de sus irónicas condenas.
¿Estaría ahora vigilando desde el cielo? ¿Sabría que el miedo se arremolinaba en mi cuerpo como el agua en un desagüe y reía?
—Ojalá hubiese tenido más tiempo para entrenarte —dijo Padre de golpe.
Le miré sorprendida. Me había entrenado desde que tenía nueve años. ¿Significaba aquello que no quería dejarme marchar?
—Pero el trato decía que tenía que ser al cumplir los diecisiete —continuó, tan tranquilo que toda mi esperanza se marchitó—. Simplemente, esperemos que salga bien.
Crucé los brazos.
—Si intento destruir la casa y fracaso, estoy segura de que me matará. Tal vez a la próxima puedas casarle con Astraia y tener otra oportunidad.
Padre apretó los labios. Nunca le haría algo así a Astraia, ambos lo sabíamos.
—Telomache me ha dicho que Astraia te dio un cuchillo —dijo.
—Se le ocurrió a ella solita —dije—. ¿O formaba parte de tu plan contarle a Astraia la historia?
Todavía recuerdo el día en que Tía Telomache nos habló de la Rima de la Sibila —los sollozos amortiguados de Astraia, el fuerte dolor en mi garganta, la repentina punzada de esperanza cuando Tía Telomache dijo que existía la posibilidad de que no fuese necesario destruir a mi marido y quedar atrapada con él en las ruinas de su casa. Que existía la posibilidad de matarlo y volver a casa con mi hermana.
«No puede ser verdad», pensé. «Sé que no puede ser cierto» —y aun así aquella noche casi lloré al decirme Tía Telomache que la historia era mentira.
—Era una niña y necesitaba consuelo —dijo Padre—. Pero tú ahora ya eres una mujer y conoces tu deber. Confío en que te hayas deshecho del cuchillo.
Me senté derecha.
—Aún lo tengo.
Se enderezó.
—Nyx Triskelion. Deshazte de él ahora mismo.
Al momento, la frase «Sí, Padre» se formó en mi boca, pero me la tragué. Mi corazón martilleaba y mis dedos se movían tensos y fríos por estar desafiando a mi padre, algo bastante desagradable, impío, malo…
—No —dije.
Iba a morir llevando a cabo su plan. A este nivel de obediencia, este pequeño desafío apenas importaba.
—¿Te estás engañando?
—No —repetí rotundamente.
Esa fue otra parte de mi educación: el largo historial de idiotas que intentaron matar al Bondadoso Señor. Ninguno tuvo éxito y todos murieron. Aun apuñalando al Bondadoso Señor en el corazón, este se recuperaría en apenas un segundo y los destruiría en otro. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la esperanza de que un arma mortal pudiese matar a un demonio.
—No creo en la Rima y aunque lo hiciera, no apostaría nuestra libertad a mi habilidad con el cuchillo. He entrenado muy duro para esto, Padre. Este es el último regalo de mi única hermana y, si me da la gana, lo llevaré conmigo a mi perdición.
—Hm. —Se recostó en su asiento—. ¿Y has pensado en cómo, llegado el momento, se lo explicarás a tu marido?
Su voz era todavía más suave que cuando me leyó la historia de Lucrecia. El eufemismo era tan seco e inerte como el polvo de un libro viejo. «Llegado el momento», significaba: «cuando te desnude y te use a su antojo».
En aquel momento odié a mi padre como nunca antes en mi vida. Me quedé mirando la piel flácida de su cuello y pensé, «si yo fuese como Lucrecia, te mataría y luego me suicidaría».
Pensar en la profanidad que suponía me puso enferma. Únicamente intentaba salvar a mi madre. Sin duda, en su desesperación, se engañó a sí mismo pensando que el Bondadoso Señor sería fácil de burlar y una vez entendió cuán equivocado estaba, ¿qué podía hacer más que salvar todo cuanto pudiese?
Ifigenia dejó que su padre, Agamenón, la sacrificara a los dioses griegos para que su flota tuviera vientos favorables en su viaje a Troya. Mi padre me estaba pidiendo que muriese por algo mucho mayor: la oportunidad de salvar Arcadia.
Toda mi vida he visto gente enloquecer por culpa de los demonios; he visto como todos, fuertes o débiles, ricos o pobres, vivían aterrorizados. Si llevaba a cabo el plan de Padre —si atrapaba al Bondadoso Señor y liberaba Arcadia—, nunca más moriría nadie asesinado o enloquecido por los demonios. No habría idiotas haciendo tratos desastrosos con el Bondadoso Señor ni inocentes pagando las consecuencias. Nuestra gente viviría libre bajo el cielo verdadero.
Cualquiera de los Resurgandi estaría encantado de morir por la causa. Si quería a mi gente, o simplemente a mi familia, yo también debía estar encantada de morir por ellos.
—Le diré la verdad —dije—. Que no podía soportar la idea de separarme del regalo de mi hermana.
—Deberías hacerle creer que ni siquiera lo quieres. Dile que le has hecho una promesa a tu padre.
No pude resistirme.
—Negoció contigo en persona. ¿Crees que es tan tonto como para creer que intentarías salvarme?
Sus ojos se agrandaron y apretó la mandíbula. Con una pequeña chispa de placer, me di cuenta de que por fin le había hecho daño.
La primera vez que escuché la historia fue así: Padre me llevó a un lado y me dijo:
—Cuando era joven, prometí a los Resurgandi que una de mis hijas lucharía contra el Bondadoso Señor y nos liberaría. Tú eres esa hija.
Supongo que decírmelo de aquella manera fue un acto piadoso —el primero y el último que había tenido conmigo. Escuché el resto de la historia de boca de Tía Telomache no mucho después, se la oí una y otra vez, a ella, a él y a los miembros del Resurgandi cuando nos visitaron.
La historia estaba siempre ahí, entorno a mí —en los estrictos silencios de Tía Telomache, la mirada vacía de Padre, la forma en que se tocaban las manos cuando creían que nadie miraba; estaba en el desbordado baúl de juguetes de Astraia, en los retratos de mi madre de todas las habitaciones, en la pila de libros sobre héroes que habían muerto al servicio de su gente que Padre me dio. Respiré aquella historia, nadé en ella, sentí como si me ahogara en ella.
La historia se contaba así:
Érase una vez un hombre joven, guapo e inteligente llamado Leónidas Triskelion. Era el favorito de su familia y la esperanza de los Resurgandi. También el amado de una joven mujer llamada Thisbe de la que, con el tiempo, se convirtió en su marido. A medida que pasaron los años, su feliz matrimonio se fue llenando de tristeza al verse imposible que Thisbe concibiese un hijo. No importaba cuántas veces le asegurara Leónidas que la amaba; ella se despreciaba a sí misma como si fuera una esposa inútil y desafortunada, una que haría que el linaje de su marido muriera con él por ser incapaz de darle un hijo. Al final, cayó en tal desesperación que trató de suicidarse, pues ni las artes Herméticas de Leónidas pudieron ayudarla. ¿Qué esperanza le quedaba?
Solo una.
Así que al final, Leónidas, que había dedicado años a estudiar cómo derrotar al Bondadoso Señor, fue a negociar con él. Y aquel fue el trato que el Bondadoso Señor ofreció: tener un hijo varón no era una opción. Pero sí que Thisbe diese a luz a dos hijas antes de final de año y, como contraprestación, cuando una de ellas tuviera diecisiete años, debería casarse con él.
—Y no pienses que podrás engañarme —le dijo el Bondadoso Señor—. Si escondes a tus hijas, las encontraré, me casaré con una y mataré a la otra; si me entregas una, dejaré que la otra viva libre y feliz el resto de su vida.
Sin embargo, aunque el Bondadoso Señor cumpliera su palabra, siempre hacía trampas en sus tratos. Hizo que Thisbe concibiera y diera a luz dos gemelas en perfecto estado de salud, pero ella no fue capaz de soportarlo. La primera hija nació enseguida, pero la segunda salió torcida, cubierta por la sangre de su madre y, aunque sobrevivió, Thisbe no.
Leónidas no podía dejar de querer a Astraia, la hija por la que su esposa había pagado tan alto precio. Y no podía dejar de despreciarme; era la hija que había recibido la vida sin nada a cambio, ya que él no pagó con nada suyo para tenernos. Astraia creció rodeada de amor, la viva imagen de su madre. Y yo crecí sabiendo que mi único objetivo era ser la venganza de mi padre.
El carruaje se detuvo con una sacudida y un fuerte golpe.
Miré a Padre. Él me miró.
Mi garganta se cerró de nuevo y tragué. Estaba segura de que había algo que podía —que debía— decir si pudiera pensar con suficiente rapidez…
—Ve, con la bendición de los dioses y de tu padre —dijo con calma.
Aquellas palabras ensayadas dolieron más que el silencio. Mientras el conductor abría la puerta del carruaje me di cuenta de cuán desesperadamente esperé que me mostrara un indicio, por pequeño que fuera, de que le dolía usarme como arma.
¿De qué me quejaba? ¿No había herido yo a Astraia incluso más?
Sonreí alegremente.
—Seguramente los dioses bendecirán a un padre tan amable como se merece —dije y salí del carruaje sin mirar atrás. La puerta se cerró tras de mí. En apenas un instante el conductor cogió las riendas de nuevo y el carruaje empezó a alejarse.
Me quedé quieta, con los hombros tensos, mirando la que era la casa de mi desposado.
No me acercaron hasta la puerta —nadie se acerca tanto a la casa del Bondadoso Señor a menos que se haya vuelto suficientemente loco como para querer hacer tratos con él—, por suerte la torre de piedra estaba a poca distancia de la frondosa ladera. Era lo único que quedaba del antiguo castillo de los reyes de Arcadia. Detrás de ella, la colina estaba cubierta de paredes desmoronadas y portales sin pared.
El viento gemía suavemente, agitando la hierba. El difuso resplandor del sol calentaba mi cara y el aire fresco tenía la calidez y la humedad típica de finales de verano. Aspiré una bocanada de aire, sabiendo que sería la última vez que estaría en el exterior.
Tanto si fracasaba y el Bondadoso Señor me mataba… como si tenía éxito y moría en el derrumbe de la casa o quedaba atrapada con él para siempre. En el último caso, sería afortunada si me mataba.
Por un momento pensé en salir corriendo. Podría llegar al final de la colina por otro camino antes de que el Bondadoso Señor supiera que me había ido y entonces…
… Entonces me daría caza, me arrastraría a la fuerza y mataría a Astraia.
Solo me quedaba una opción.
Estaba temblando. Quería correr, pero en cualquiera de los casos estaba perdida, por lo que, al menos, moriría para salvar la hermana a la que había hecho tanto daño. Pensé en lo mucho que odiaba al Bondadoso Señor y en las ganas que tenía de enseñarle que, tener una esposa cautiva, podía ser el mayor error de su vida. Mientras el odio chispeaba en mi interior, me dirigí a la puerta de madera de la torre y llamé.
La puerta se abrió silenciosamente.
Entré antes de que pudiese cambiar de opinión y la puerta se cerró rápidamente tras de mí. Me estremecí con el golpe e intenté evitar lanzarme a abrirla de nuevo. No debía escapar.
En vez de eso, miré a mi alrededor. Me encontraba en un hall redondo, del tamaño de mi habitación, con paredes blancas, suelos de baldosas azules y un techo muy alto. Aunque desde el exterior pareciera que no había nada dentro excepto una torre solitaria, la habitación tenía cinco puertas de caoba, cada una de ellas con un patrón tallado formando figuras de frutas y flores. Traté de abrirlas, pero estaban cerradas.
¿Oí una risa? Me quedé quieta, con el corazón desbocado. Si el ruido fue real, no se repitió. Di una vuelta por toda la habitación, llamando a todas las puertas de nuevo, pero no hubo respuesta.
—¡Estoy aquí! —grité—. ¡Tu esposa! ¡Felicidades por la boda!