Detrás de mí escuché gritos y gente persiguiéndome, pero los perdí pronto. Aun así seguí corriendo: tenía que llegar al castillo antes de la medianoche. Esa parte de la leyenda podía ser mentira, pero no podía arriesgarme. Viví toda mi vida rodeada de las pistas burlonas de Los Bondadosos y las había ignorado. No lo iba a hacer nunca más.
Con el tiempo, reduje el ritmo a un mero paseo, pero me obligué a seguir adelante en la oscuridad, con las piernas doloridas, mientras subía la cuesta y el sudor corría por mi espalda. Seguía el camino —parecía suficientemente seguro, ¿pues quién iba a esperar que huiría de aquella manera?—, pero no había mucha luz de luna que iluminara y me aterrorizaba perderme.
Finalmente, llegué a la cima. Paré un instante, respirando con dificultad y me tambaleé al atravesar el arco en ruinas hacia los restos del castillo y me caí al suelo. El calor recorría mi cuerpo tras la subida y sentía las piernas como si fueran de lana floja; quería tumbarme en la hierba y dormir, pero me obligué a sentarme y observar.
A mi alrededor no había nada excepto oscuridad y el sonido de los grillos.
—¡Bondadosos! —grité a la noche—. ¿Dónde estáis? ¿No estáis siempre listos para un trato?
No hubo respuesta. Apreté los dientes y esperé. Y esperé. El sudor seco escocía sobre mi piel y temblaba por el frío. Empecé a preguntarme si me había vuelto loca y todos los recuerdos de otra vida solo eran una ilusión.
O tal vez había sucedido y yo me engañaba pensando que lo dejarían salir de la caja aunque solo fuera una vez al año. Recordé cómo, de pequeña, había vigilado inútilmente. Había sido durante la primavera, pero tal vez no importaba la noche que fuera. Quizás la única opción que tenía de salvar al Último Príncipe estaba en aquella casa y, ahora que la había perdido, no iba a tener otra.
La oscuridad bostezó a mi alrededor. Me imaginé toda mi vida sabiendo lo que había hecho y lo que había perdido; sabiendo que Ignifex —Sombra—, mi marido, estaba sufriendo en la oscuridad y nunca sería rescatado.
Y entonces lloré de nuevo, pero solo un poco; me sequé las lágrimas y me dispuse a esperar. Contra toda esperanza, recordé. No podía rendirme. Si tuviera que hacerlo, volvería a aquel lugar cada noche durante el resto de mi vida. Sabía lo mucho que le amaba y qué tenía que hacer y, por una vez, lo que quería estaba bien: nada en el mundo podría quebrarme.
Pero podía quedarme dormida.
Me mantuve despierta durante largo rato. Me senté muy erguida, forzando mis ojos mientras miraba en la oscuridad, otras veces me levantaba y daba saltos, moviendo las manos en el aire para calentarlas y mantenerme despierta.
Pero al final estaba tan cansada que ni podía pensar. Creí que no pasaría nada si apoyaba la espalda contra las piedras un minuto; pensé que solo descansaría los ojos, pero me dormí.
El sonido de un pájaro me despertó; alto y puro. Me sobresalté, con el corazón latiendo con fuerza, mientras recordaba mi charla con el gorrión.
Entonces oí los cascos de caballos en la oscuridad y vi un destello de luz a través de los árboles.
En un instante me puse de pie, escondiéndome en un rincón de las ruinas. Los vi salir del bosque y adentrarse en las ruinas: una tropa compuesta por personas hechas de luz y aire, montando caballos hechos de sombras —sin embargo, parecían más sólidos, nítidos y reales que las piedras y los árboles a su alrededor. No llevaban antorchas, pero el viento y la luz se arremolinaban a su alrededor; las hojas de los árboles rieron al pasar y ellos rieron y cantaron en respuesta.
Excepto uno. Montaba un caballo brillante, quizás porque no salía luz de él mismo. Las sombras cruzaban su rostro y estaba encorvado y silencioso.
Los caballos se detuvieron. La mujer al frente desmontó y también lo hizo el hombre en las sombras. Se volvió hacia él.
—Mi señor —dijo ella con una voz parecida a un rayo de sol atravesando el hielo—. ¿Estáis satisfecho?
Asintió sin decir palabra.
—Entonces volved a vuestra oscuridad. —Le tendió una caja. Él la cogió con una mano.
Entonces, me abalancé sobre él.
Caímos juntos al suelo. Traté de alejarme, pero no llegué muy lejos, pues luchó contra mí como si yo fuera los Hijos de Tifón. No hizo más sonido excepto un gruñido desesperado mientras me golpeaba y arañaba la cara.
—Idiota —gruñí—. Soy tu esposa.
Se quedó inmóvil.
—¿Crees que voy a dejarte escapar? —exigí y lo acerqué más. Se acurrucó contra mí y permaneció entre mis brazos.
La mujer me miró. Era la misma que había visto negociar con él años atrás.
—¿A qué se debe este descaro? —preguntó. Su voz era la misma que me habló en la oscuridad, instándome a que acabara con él.
—Tú —le espeté—. Le engañaste.
—Hemos cumplido nuestro acuerdo —dijo ella—. En su momento el que era y en el que es. Y además, le hemos mostrado mucha benevolencia. Una noche al año, le dejamos salir para que vea las estrellas y vea que su gente está a salvo.
—¡Sé su nombre! —grité—. No os molestasteis en borrarlo de la historia porque pensasteis que nadie iba a recordarle, pero yo lo he hecho. Me acuerdo de él y su nombre es Lux. Marcus Valerius Lux. ¡Tenéis que dejarle ir!
Mis palabras cayeron en un silencio mortal. Nada sucedió.
—Oh, niña. —La mujer sacudió la cabeza divertida—. Ese trato fue con el Bondadoso Señor. Se ha roto, como si nunca hubiese sido hecho, pues el Bondadoso Señor ya no existe.
—Si no hay trato, ¿por qué está pagando su castigo?
—Está pagando lo que prometió durante la última noche: cada momento posterior dejó de existir, así que fue encerrado en las sombras como si nunca nos hubiera llamado. ¿Crees que su corazón era lo suficientemente puro para mirar a los Hijos de Tifón y escapar?
El viento susurraba entre los árboles. En mis brazos, Lux respiraba tembloroso. Desde todos lados, Los Bondadosos nos observaban; despiadados y serenos como las estrellas y en cualquier momento iban a llevárselo lejos de mí.
Tenía que pensar. No había oído hablar de nadie más listo que Los Bondadosos, pero tenía que ser posible.
—Hicisteis trampa —dije—. Se supone que sois los Señores de los Tratos, pero hicisteis trampa. No es un juego, una apuesta o un trato si no hay forma de ganar y no había forma de que pudiéramos adivinar su nombre. —Mis dedos se clavaron en su piel—. Dijo que siempre erais justos. Y que siempre dejabais pistas.
—Pero os dimos más que pistas. Cada noche en la oscuridad, le susurrábamos su verdadero nombre. A través de tus labios, le decíamos dónde encontrarlo.
Recordé su voz desesperada y errante el momento antes de traicionarlo: «El nombre de la luz está en la oscuridad».
—No es culpa nuestra que estuviera demasiado asustado como para prestar atención. O que cuando encontró el coraje para escuchar en la oscuridad tú lo traicionaras antes de escucharle. O que, una vez reunidos, estuviera demasiado desesperado y se sintiera demasiado culpable para buscar su nombre una última vez. Le dimos a cada uno miles de oportunidades, querida y él las desperdició todas.
La garganta se me cerró dejando en ella las amargas protestas, pues sabía que eran inútiles. Los Bondadosos solo harían gala aún más de su imparcialidad. Sombra siempre supo que eran dos mitades de un todo. Ignifex siempre tuvo el poder para unirlas. Y yo siempre tuve la oportunidad de escucharlos y encajar sus historias.
Ellos habían hecho a Sombra tan indefenso que no podía empezar nada, a Ignifex lo habían convencido de que no tenía sentido hacer preguntas y a mí me habían criado en el odio y la destrucción para que nunca pudiera imaginar que podía salvar al hombre que amaba…
Los Bondadosos dirían que eso no importaba. Y quizás tenían razón. Podríamos haber conseguido la felicidad en nuestra tragedia si hubiéramos tomado las decisiones correctas y los deseos correctos. Si hubiéramos sido más buenos, más valientes, más puros. Si hubiéramos sido cualquier cosa excepto lo que fuimos.
Pero yo era lo que era y mi marido sufría el destino que yo elegí para él.
Y ahora tenía la oportunidad de redimirme por lo que había hecho.
—Entonces, hagamos un trato —dije—. Soltadlo y pagaré el precio que queráis. —El miedo recorrió mi piel, pero no podía detenerme ahora—. Si es mío y no le hace daño a nadie, lo pagaré. Solo dejadle ir.
—¿Oh? —dijo la mujer—. ¿Qué te hace pensar que tienes algo que ofrecer?
La miré fijamente, intentando pensar en algo que considerara un sacrificio.
—Mis ojos.
—No es suficiente —dijo las palabras como si fuera una hormiga paseándose por su vestido.
—Mi vida —dije abruptamente.
—No es suficiente.
—Os serviré. —Los Bondadosos siempre negociaban. Era su deber, ¿no?
En mis brazos, Lux se agitó y susurró con voz ronca:
—No.
Apreté la mano sobre su boca. Si estaba tan asustado por mí, tendría que encontrar un trato que aceptaran.
—Os serviré hasta el fin de los días —dije—. Como hizo él.
—¿Crees que necesitamos sirvientes? —La mujer se arrodilló ante mí con una horrible sonrisa en su rostro—. Quiero que sepas esto, querida. No existe un precio que puedas pagar que sea suficiente para liberarlo de la oscuridad. Él hizo su elección y lo creas o no, la cumplirá hasta el fin de los días.
Recordé abrir la puerta, recordé las sombras cubriéndome la cara y las manos.
—Entonces —dije y mi voz se tambaleó un poco.
«Uno es uno y solo uno. Durante novecientos años, ha sufrido esto por ti».
—Entonces, permitidme un trato diferente —dije, con más fuerza. Todo mi cuerpo palpitaba ante el terror, pero tenía a mi amado en mis brazos y no podía dejarle marchar—. Como precio, permaneceré con él en las sombras. Para siempre.
La mujer se levantó.
—¿Y tu deseo?
—Ninguno. Le quiero y quiero estar con él.
—No lo hagas —dijo Lux con la voz más fuerte que antes.
—No empezaré a obedecerte ahora —le dije dándole un beso en la frente. Luego levanté la vista—. Solo dadme el precio y nada más. Dejadme estar con él y compartir su castigo.
Los ojos de la mujer se agrandaron.
—Es el trato de un necio —dijo—. Pagar con todo y pedir desamparo a cambio. ¿Crees que lo consolarás? No hay amor en las sombras. Destruyen los corazones más puros y nada en vosotros es puro. Odiarás y destruirás a los demás convirtiéndote en tu propio monstruo.
Sus palabras se clavaron en mí. Cada una de ellas era verdad. Ninguno de los dos tenía el corazón puro y por tanto, ninguno de los dos era lo suficientemente fuerte para derrotar la oscuridad. Incluso en este nuevo mundo —más amable que el que recuerdo—, la cólera y el egoísmo seguían presentes en mi corazón. Terminaría odiándolo y haciéndole daño y no habría nada que pudiera hacer para evitarlo.
Ese había sido el error de Lux novecientos años atrás, pensar que podría negociar con Los Bondadosos para convertirlo en alguien bueno. Era la idiotez de todos los que habían tratado con ellos, pensar que si encontraban el precio adecuado para el poder adecuado, serían capaces de conseguir sus deseos.
Lo sabía mejor que nadie: no había poder que pudiera comprar o robar lo que me salvara de mi propio corazón.
Pero podía estar con él. No necesitaba ningún poder para sufrir lo mismo que él.
Una de las manos de Lux tomó la mía y, aún sabiendo que estaba diciéndome «No», su agarre me dio la fuerza para mirar a la mujer a los ojos y susurrar:
—Aún así, mantendré mi promesa. Donde muera él, moriré yo. Y allí seré sepultada.
Y con una canción, el gorrión se posó en mi muñeca.
«Un puñado de bondad», les dijo a Los Bondadosos. «La respuesta a vuestro enigma».
El suelo se inclinó debajo nuestro y de repente estábamos tendidos, bañados por la luz en el jardín en el que había conocido al gorrión. Los Bondadosos brillaban con un resplandor doloroso, pero no aparté la mirada.
«¿No sois los señores de los tratos?», dijo el Gorrión. «Mantened este, entonces».
«No es un trato», dijo la mujer. «Es una rebelión contra los negocios. Se destruirá en su concesión. Nos destruirá a nosotros en su concesión».
«Sí», dijo el gorrión. «Mantenedlo».
«Se lo merecen», gruñó la mujer. Su rostro seguía siendo humano, pero como si fuera un nudo en el tronco de un árbol con forma de cara humana. Un leve parecido. «La oscuridad y las sombras; ambos las llevan en sus corazones y no merecen nada más».
Lux levantó la cabeza de mi hombro y miró a Los Bondadosos.
—Ambos… lo aceptamos —dijo con voz ronca.
«Idos», dijo el gorrión. «Idos. No podéis soportar tanta bondad».
Algo resonó. Algo parecido a un grito y a la vez al silencio infinito y entonces los Bondadosos se habían ido, como una onda en el agua. Las hojas crujieron y se tornaron llamas vivas.
«No lo olvidéis», dijo el gorrión. La hierba se incendió.
—¿Olvidar qué? —pregunté.
Saltó en el aire y flotó, con sus alas zumbando en un borrón a su alrededor.
«Tu trato significa la muerte de su poder. Si sigues, quizá encuentres el camino de vuelta».
El aire se convirtió en luz líquida. El suelo tembló bajo nosotros y luego se derritió. Caímos en la profundidad infinita, con el fuego vertiéndose sobre nosotros en grandes y coloridas corrientes, arremolinándose y gritando en la oscuridad.
En la oscuridad nos esperaban los Hijos de Tifón, riendo y cantando mientras se arremolinaban a nuestro alrededor. Al igual que otras veces, su canción me dejó temblando, indefensa ante el horror. Y nos devoraron: se arrastraron bajo nuestra piel, cayendo desde nuestros ojos como lágrimas, burbujeando en nuestros pulmones hasta dejarnos caer en el infinito helado de las sombras. Excavaron en mí hasta que solo fui una cáscara apergaminada sin sentido. Pero no importaba cuánto apartaran todo mi significado, seguía teniendo a Lux en mis brazos y yo era suya.
El fuego rugía sobre nosotros. Se enredaba en nuestro pelo, alrededor de nuestras muñecas y rostro, intentando deshacernos en pedazos. Me quemaba la piel, aún más que en el Corazón de Fuego y aun así, era más doloroso cómo ardía en mi mente. Quemaba mis recuerdos, llevándose su nombre y el mío, mis dos pasados y todas mis esperanzas, el cielo y el gorrión junto con el resto del mundo. Me aferraba a alguien que no conocía, ni me imaginaba que pudiera conocer, pero sabía más allá de toda duda, que él era mío.
Caímos hasta pensar que llevábamos toda la vida cayendo y aún así seguimos cayendo, pues no existía más allá del caos de fuego y sombras.
Pero me aferré a él.
Y él a mí.
Me desperté con los rayos de luz del sol de la mañana y el cantar de los pájaros en mis oídos. Estaba tendida en el suelo, rígida por el frío y el dolor, pero había alguien a mi lado.
Lux.
Me envaré de golpe, pero no me atreví a moverme. No era posible que estuviera allí: el príncipe con el que había soñado, ahora era real. El marido al que había traicionado, rescatado. El fantasma prisionero, entero. Sin embargo así era; yacía acurrucado de lado, con el pecho moviéndose suavemente bajo su respiración y parecía que podría desvanecerse si me movía.
Así que permanecí quieta, mirándolo. Tenía el mismo rostro esbelto y hermoso que recordaba haber visto en ambos hombres. Su piel era sorprendentemente pálida, pero una palidez humana, no el lechoso blanco fantasmal de Sombra. Su pelo era negro, pero estaba enredado como nunca lo había estado el de Ignifex.
La línea de la mandíbula era la misma que recordaba haber besado. Pero nunca lo había hecho, no en esta vida y no era exactamente el mismo hombre.
Desde que lo había recordado, la noche anterior, no tuve tiempo de pensar en nada más excepto en lo que había hecho y la terrible necesidad de hacerlo bien esta vez. Ni siquiera me había preguntado cómo sería ahora que estaba completo y unido de nuevo. Ahora no podía pensar en nada más. Había amado a Ignifex y en cierto modo, amé a Sombra. Ambos me había querido a su manera. ¿Pero Marcus Valerius Lux? ¿Qué éramos el uno para el otro?
Abrió los ojos y se enfocaron en mí. Los tenía de un azul brillante, las pupilas completamente humanas, pero no eran exactamente los ojos de Sombra; la forma en que me observaba a contraluz, con todo el rostro arrugado por la expresión, era exactamente el rostro de Ignifex.
Entonces, sus labios se curvaron en una leve sonrisa y tocó mi cara. Apreté su mano contra mi mejilla y la sostuve; sus dedos eran cálidos e increíblemente reales, pero más ásperos de lo que recordaba. Sostuve su mano para examinarla y vi que sus palmas y las yemas de los dedos estaban cubiertas por una red de pequeñas y pálidas cicatrices.
—Es real —susurró, sentándose.
—Sí —dije.
—Eres real. Pensé… Empezaba a pensar… —Estaba temblando de nuevo. La vergüenza se extendió por mi cuerpo, pero lo abracé, sosteniéndolo en mis brazos mientras nos tumbábamos de nuevo sobre la hierba.
—Lo siento —dije—. Lo siento mucho.
Pero la única respuesta que obtuve fue su cara enterrándose en el hueco de mi cuello, manteniéndonos juntos durante un largo rato, hasta que al fin susurró en mi oído.
—Al menos no eres tan tímida como cuando nos conocimos.
Estuve a punto de decirle, «¿Necesito recordarte lo acostumbrada que estoy a ti?» —y entonces me senté de golpe, con la piel ardiéndome. Recordé todo lo que habíamos hecho, recordé cómo había sido la mujer que se sentía a gusto en sus brazos, sin embargo, sabía que nunca había tomado las manos de un hombre y mucho menos besado. Los recuerdos se enredaban en mi garganta y apenas podía respirar.
Y entonces me di cuenta de que lo había dejado caer sobre el suelo.
—Lo siento —le espeté, esperando no haberle hecho daño.
Pero estaba sentado de nuevo, con las manos echadas hacia atrás sosteniéndolo y la cabeza inclinada hacia un lado. Era exactamente el tipo de postura que tendría Ignifex si estuviera sentado aquí.
—Me has salvado —dijo en voz baja. La cadencia de su voz sonó extraña: me resultaba familiar pero no era exactamente la de Ignifex o Sombra—. Me has salvado y creo que cubre casi la mitad de tus pecados.
Bufé.
—Creo que llego un poco tarde.
—Mejor que nunca —dijo—. Además, me lo merecía. Te traicioné, ambas partes de mí lo hicieron. —Apretó la boca en una fina línea antes de susurrar suavemente—. Yo también lo siento. Perdóname.
Ninguno de los dos se había disculpado con tanta fuerza antes. La persona que observaba era alguien diferente, pero yo también lo era. Y si él, dividido durante tanto tiempo, podía juntarse y recordar lo mucho que me quería, yo podría hacer lo mismo por él.
—Bueno, al menos erais los dos guapos.
Cogí su mano de nuevo; nuestros pulgares se rozaron y al instante estábamos besándonos.
Cuando finalmente nos detuvimos, Lux dijo:
—¿Qué viene ahora?
Miró a su alrededor, observando las ruinas como si las viera por primera vez.
Me aparté el pelo de la cara e intenté pensar en algo más allá del calor que desprendía su brazo alrededor de mi cintura.
—Bueno, deberíamos decirle a alguien que estoy viva, ya que anoche me escapé. Y será mejor que nos preparemos para recibir una reprimenda ya que dejé plantado a Tom-el-Solitario… —Recordé que el mundo que él conocía no tuvo aquella tradición—. En el festival, ellos…
—He visto la festividad. —Su voz suave detuvo el aire en mis pulmones. Pero luego continuó—. ¿Así que ibas a casarte con otro hombre? No puedo dejarte sola ni un minuto.
—Entonces no lo hagas —dije—. No vuelvas a dejarme nunca más.
Acababa de provocar el escándalo que había intentado evitar durante toda la semana, sin embargo, con el cielo azul sobre nosotros y mi increíble marido de ojos azules a mi lado, no me importaba nada.
—Vamos. —Tomé su mano y me levanté, tirando de él conmigo—. Vamos a casa. ¿No estas cansado de estar en esta?
Me referí a ella con voz ligera, pero él miró alrededor, observando las ruinas iluminadas por el sol, con ojos solemnes.
—Es extraño —dijo—. Creo que la echaré de menos.
Me di cuenta de que en cada vida que vivió, aquel fue su único hogar y nunca lo había dejado.
—Echo de menos odiar a mi hermana —dije, tirando de él hacia el arco de la entrada—. Ahora es un poco más perversa, así que ni siquiera puedo odiarla por ser amable.
Pero cuando estábamos cerca del umbral, se detuvo de nuevo y esta vez el miedo mudó su rostro.
—¿Te das cuenta… —dijo—, de que no recuerdo cómo es ser alguien que no sea un señor de los demonios y su sombra?
—Yo sigo sin ser muy buena en otra cosa que no sea ser la hermana malvada. —Tomé la otra mano.
«Un puñado de bondad», dijo el gorrión, y ahora cada uno tenía dos.
—Ambos seremos tontos —dije—, y viciosos y crueles. Nunca estaremos a salvo con el otro.
—No te esfuerces mucho en ser feliz. —Enlazó sus dedos con los míos.
—Pero vamos a fingir que sabemos amar —le sonreí—, y algún día aprenderemos.
Y atravesamos el arco juntos.