Capítulo 25

¿Estás segura de que estás bien, querida?

No me encorvé sobre mi bordado, pero estuve cerca. Los esfuerzo de Tía Telomache por ser maternal siempre me hacían querer apartarme, y todavía más desde que me di cuenta de que eran sinceros.

Estuve tentada de decir: «No, las rosas repollo me están dando náuseas otra vez», pero había elegido el papel de pared ella misma y le encantaba. Al menos conseguí que no lo pusiera también en mi habitación.

—Estoy algo mejor, Tía —dije en su lugar, echando un vistazo al reloj: las cuatro y media. No faltaba mucho para la puesta de sol—. Pero me gustaría ir a ayudar a Astraia a prepararse.

—Por supuesto. —Tía Telomache sonrió, con la mano izquierda sobre su barriga. ¿Que haría cuando el niño naciera?

Dejé el bordado sobre la pequeña mesa junto al sofá. Las tardes de bordado en el salón eran una nueva tradición: empezó el año anterior, cuando Astraia seguía enfurruñada por la casa y yo decidí que alguien tenía que fingir que todos nos llevábamos bien. Desde entonces, no había aprendido a disfrutar del bordado ni de la compañía de mi tía, pero sí aprendí que ella realmente me quería bien, y eso me ayudó a aguantarla. Un poco.

Tía Telomache se puso de pie también aunque, a diferencia de mí, soltó un pequeño resoplido por el esfuerzo y se las arregló para que sonara triunfante. Había superado las náuseas matutinas y cuanto más pesaba, más alegre estaba.

Supuse que no podía culparla. Vivió casi dos décadas bajo la sombra de su hermana muerta y, ahora, al fin, no solo se había casado con Padre, sino que llevaba —bajo todos los prodigios Herméticos—, un varón en su vientre: la única cosa que Madre nunca fue capaz de darle a él.

Aun así, todavía me molestaba. Al menos las sonrisas falsas me salían más fácilmente.

—Gracias por bordar un rato conmigo —dije, como siempre hacía. Hacía tiempo que las palabras habían empezado a sonar como una sarta de tonterías que decía automáticamente, pero Tía Telomache parecía tomárselas en serio cada vez.

—No hay de qué. —No se podía decir que alguien con la cara de cuero como la Tía Telomache brillara, pero estaba muy cerca de ello—. Tal vez deberíamos empezar a coser algunas cosas para tu ajuar de boda, ¿no?

—Sí —dije—, pero debo ir a ayudar a Astraia. —Y me escapé de la habitación antes de que pudiera decirme que mi madre no solo había estado casada a mi edad sino que ya había sido madre y, mientras ella era joven al casarse, yo era demasiado vieja para no haber sido cortejada nunca.

Al menos mañana tendría una excusa para estar libre, pues aquella noche iba a casarme con Tom-el-Solitario.

Era una vieja costumbre campesina. Tan pronto el sol se pusiera, los aldeanos harían una hoguera y colocarían a un hombre de paja en representación de Tom-el-Solitario, de vuelta durante una noche para reencontrarse con Ana-la-Niñera. Entonces, una chica se casaría con él en representación de Ana-la-Niñera y los dos serían coronados reyes del festival. Justo antes del amanecer, quemarían a Tom-el-Solitario, pero la chica sería su esposa durante todo el año. Recibiría pasteles de miel durante el solsticio de invierno y bailaría en torno a la cruz de mayo en primavera, pero no podría casarse hasta después del Día de los Muertos.

Tía Telomache siempre sacudía la cabeza y murmuraba cosas cuando llegaba el momento de elegir esposa. Pero Madre asistió a la hoguera y fue esposa de Tom-el-Solitario cuando tenía dieciséis, así que cuando Astraia y yo cumplimos los trece, nos ofrecimos. Nunca nos eligieron, pero bailábamos alrededor del fuego y bebíamos vino codeándonos con el resto de la aldea.

Hasta la semana anterior, cuando sacaron un nombre y Astraia fue la elegida. Me contó con lágrimas en los ojos que Adamastos iba a hablar con Padre tan pronto volviera del Liceo al mes siguiente y no podía soportar esperar un año más a casarse con él.

Entonces, ideó un plan que empezaba envenenando a Padre y recogiendo dieciséis gatos callejeros.

Le golpeé la frente y dije:

—Estúpida. La novia siempre lleva el velo, ¿verdad? Simplemente me entregaré en tu lugar y nadie lo sabrá hasta que sea demasiado tarde.

Así que, en apenas unas horas, llevaríamos a cabo el plan y yo estaría casada. Sonreí para mis adentros mientras subía la escalera. Estaba segura de que mañana tendría varias reprimendas, pero al menos no tendría que preocuparme de que Tía Telomache intentara emparejarme durante otro año.

Cuando entré en mi habitación, me di cuenta de que Astraia estaba en modo casamentero. Se mordió la lengua mientras las criadas nos vestían, pero nada más irse, me sonrió.

—La semana pasada, Deiphobos y Edwin hablaron con Padre sobre ti —dijo, apoyándose en uno de los postes de la cama—. ¿Estás segura de que no te interesa? Edwin hizo fortuna en el mar y Deiphobos fue el mejor de su clase en el Liceo, además, ambos son guapos.

Suspiré mientras trenzaba las cintas bordadas que íbamos a llevar en el pelo para tener buena suerte.

—Tú también… Estaré casada con Tom-el-Solitario, ¿recuerdas?

—O si no eres capaz de tomar una decisión, quizás puedas tenerlos a los dos. ¿No tenían los dioses una ceremonia para eso?

—¡Astraia!

—Oh, lo olvidaba, no puedes casarte con ninguno de ellos porque prometiste esperar a tu príncipe.

—Tenía siete años —murmuré, empezando a atarme las cintas en el pelo. Astraia se movió para poder ayudarme.

—Te abrazará, te besará y será tu luz en la oscuridad…

La broma no era nueva, pero la palabra oscuridad provocó un escalofrío en mi cuerpo. Di un golpe sobre la mesa, haciendo saltar el peine y los botecitos.

—¡Cállate, pequeño sapo!

Esto provocó un silencio en ella. Cuando éramos pequeñas hubo peleas, pero no le había gritado desde hacía años.

—Lo siento —murmuré.

Puso los ojos en blanco y me besó en la mejilla.

—No serías mi hermana si no tuvieras un poco de veneno en la lengua.

Encontré sus ojos en el espejo.

—Y tú no serías mi hermana si no tuvieras algo de veneno escondido en tu corazón. ¿Qué hiciste para conseguir que Lily Martin abandonara el pueblo?

Lily Martin era la hija del molinero. Tenía ojos de vaca y era algo rolliza, nada fuera de lo normal. Intentó seducir a Adamastos antes de verse envuelta en un repentino viaje para visitar a unos parientes.

Astraia rio.

—Escribí a su tía para comentarle que su hermanastro estaba dedicándole muchas atenciones y, como su tía tiene la mente sucia, como todos los adultos de esa edad, decidió que era su deber salvar a Lily de su retorcida pasión.

—¿Sabe Adamastos que está eligiendo una esposa tan taimada? —pregunté.

—Oh. Sabe lo que le conviene. —La sonrisa de Astraia era reservada pero de pura satisfacción.

Solté un bufido pero no dije nada. Adamastos era un chico tranquilo, amable y parecía algo atemorizado por Astraia, pero seguía viniendo a cortejarla, así que supuse que debía saber dónde se estaba metiendo.

Fuera, un pájaro cantaba fuertemente. Las notas eran dulces, pero en ese momento solo quise gritar, llorar o romper algo.

Tomé aire y me obligué a relajarme. Este no era momento para perderme en uno de mis estados de ánimo. Tenía una hermana que salvar.

La idea me resultaba familiar. No sabía por qué.

Cuando llegamos abajo —ambas vestidas con seda roja y Astraia portando un velo—, Padre y Tía Telomache estaban esperándonos. Padre parecía distraído como siempre, pero su brazo reposaba suavemente sobre el hombro de Tía Telomache.

—Estáis preciosas —dijo Tía Telomache.

—No puedes verme —dijo Astraia y aproveché la oportunidad para quitarle el velo. Se rio y me lanzó una mirada triunfal antes de abrazar a Padre, que la atrajo hacia su pecho con un suspiro.

—Preciosa —dijo, depositando un beso sobre su cabeza. Luego me miró a mí—. Nyx, he hablado con tu tutor. Le he pedido que escriba una carta de recomendación para el Liceo y me ha dicho que lo hará.

Asentí, agarrando el velo y presionando mis labios en una fina línea, a pesar de querer bailar alrededor de la habitación.

—Gracias, Padre.

Padre sonrió y besó a Astraia en la cabeza de nuevo. Nunca me trataba de la forma en que lo hacía con ella, pero se enorgullecía de mí como nunca lo había hecho de ella. Saberlo, aún dolía, pero la mayoría del tiempo estaba en paz con él.

—Deberíamos irnos —dije. Padre soltó a Astraia. Ella se sometió brevemente al beso de Tía Telomache y volvió a mi lado.

Salimos fuera juntas, cogidas de la mano. El sol acababa de ponerse, restos de luz sobrevolaban el cielo, pero las estrellas empezaban a brillar.

«Como los ojos de todos los dioses», pensé, e intenté recordar dónde había leído esa frase. Un antiguo poema quizás.

Astraia tiró de mí.

—Ya has visto las estrellas antes.

—Lo sé —murmuré, siguiéndola lentamente.

Me lanzó una sonrisa por encima del hombro.

—¿O es que estas observando el hogar de tu verdadero amor?

Ni siquiera había pensado en el castillo, pero ahora que lo decía, no pude evitar mirar al este donde, sobre unas colinas, reposaban las ruinas del antiguo castillo, como una silueta contra el cielo oscuro.

Nadie había intentado reconstruir la casa de los antiguos reyes después de que fuera destruida en una sola noche. Los registros de aquellos días prácticamente se habían perdido, pero las leyendas decían esto: hacía novecientos años, Arcadia fue gobernada por una dinastía de reyes sabios y justos que defendieron la tierra con las artes Herméticas, pero una noche, mientras el rey se estaba muriendo, una condena cayó sobre ellos: una condena o un monstruo —las leyendas difieren—, destruyendo el castillo entero y podría haber destruido toda Arcadia si no hubiera sido porque el Último Príncipe se había sacrificado ante Los Bondadosos. El trato era que, mientras estuviera atado al castillo como fantasma, cualquier mal que lo hubiera destruido también lo estaría. Así que el castillo nunca pudo ser reconstruido y la dinastía de reyes se perdió para siempre, mientras Arcadia permanecía a salvo.

Las historias siempre terminaban de la misma forma: a veces, a medianoche, el Último Príncipe camina entre las ruinas. Si lo ves, puedes llamarlo por su nombre —Marcus Valerius Lux—, y entonces se girará y te hablará, queriendo saber si su gente está a salvo. Pero siempre se desvanece al amanecer.

Escuché la historia, por primera vez, a los siete años y me pasé el día llorando antes de prometer que iba a encontrarlo y casarme con él. Los siguientes años, me escabullía al castillo para jugar entre las piedras caídas. Decía su nombre con anhelo, pero también con miedo, preguntándome cómo sería reunirme con él. Hasta que una noche, tomé una lámpara Hermética y el reloj de bolsillo de Padre y, después de que Tía Telomache me acostara, me escabullí en dirección al castillo. Me senté en una piedra, temblando a pesar del abrigo, hasta que el reloj de bolsillo marcó la medianoche.

Pero cuando le llamé por su nombre, nadie contestó. Ahí comprendí lo tonta que había sido al pensar que podría tener un amor con una leyenda. Lloré y me fui a casa, evitando el castillo desde ese día.

La plaza principal del pueblo estaba iluminada por antorchas y guirnaldas que colgaban de la hiedra —los emblemas de Tom-el-Solitario y Brigit. Una gran hoguera crepitaba en el centro, mientras a la izquierda se encontraban las pequeñas brasas para cocinar, donde dos corderos daban vueltas y una gran olla de sopa tradicional de castaña burbujeaba. El olor a especias flotaba en el aire y se mezclaba con el ruido de los violinistas —junto con el rugido de la charla, pues medio pueblo estaba en la plaza. La mayoría estaban sentados en las mesas que rodeaban la hoguera, mientras algunas mujeres se afanaban en terminar los preparativos y los niños saltaban a su alrededor. Todos; jóvenes y viejos por igual, tenían cintas atadas en sus muñecas, brazos y pelo, al igual que Tom-el-Solitario.

Estábamos casi en la plaza cuando la vieja Nan Hubbard se abalanzó por detrás sobre nosotras. Era una mujer robusta a la que le faltaba un diente; había sido la mujer de Tom-el-Solitario cuando era joven y ahora no solo era una herbolaria, sino lo más cercano que tenían a una sacerdotisa.

—¿Qué estás haciendo con el velo quitado, desvergonzada? —le exigió a Astraia. Las cintas colgaban de sus rizos grises y se balanceaban sobre su rostro.

—¡Lo siento! —dijo ella—. Es que es una noche tan encantadora, quería sentir la brisa.

—Sentirás el peso de mi mano si sigues haciendo esperar al dios. —Detrás suyo, vi a tres jóvenes levantar el hombre de paja.

Sonreí.

—La tendré lista —dije y arrastré a Astraia de vuelta a las sombras—. Creo que sospecha algo —añadí en voz baja, una vez fuera de su vista.

Astraia se encogió de hombros.

—Es probable, pero he estado trayéndole hierbas frescas todos los días durante dos semanas.

—¿La has estado sobornando?

—Si funciona, ¿por qué no? —Me arrebató el velo de las manos y me lo colocó sobre la cabeza—. Será mejor que te ruborices o todo el mundo sabrá que no soy yo.

—Astraia, no creo que haya nada en este mundo que haga que te ruborices. Y, de todas formas, llevo un velo. —Agarré sus manos—. Debes permanecer escondida.

Entre la penumbra y el velo de gasa apenas pude distinguir una sonrisa.

—Buena suerte.

Nan Hubbard me miró de reojo, pero no dijo nada mientras me llevaba hacia la hoguera en el centro de la plaza. Una gran ovación empezó mientras me conducían y me sentaban en la mesa principal para que los festejos pudieran empezar. Un grupo de chicas se tomó las manos alrededor de la hoguera y cantaron: no era cualquier himno tradicional de las bodas, sino la canción que se cantaba siempre esa noche.

Te cantaremos nueve, ¡oh!

¿Cuál es tu nueve, oh?

Nueve es por las nueve lucecitas brillantes.

Veremos el cielo, oh.

Conocía la letra bastante bien, pues la canción era también una nana; Madre solía cantárnosla antes de que la enfermedad se la llevara y siempre fue una de mis favoritas.

Cuatro por los símbolos en tu puerta.

Veremos el cielo, oh.

Pero en ese momento, las palabras me hicieron temblar con un miedo innombrable cargado de recuerdos tristes. Cuantos más versos cantaban peor era. Apenas podía respirar y entonces llegó el final de la canción.

Uno es uno y solo uno.

Y nunca más será así.

Sabía que estaba siendo idiota, que no había razón para llorar, pero no podía parar. Me senté con el velo cubriendo mi rostro y lloré como una niña que acababa de perder su primer amor. Las palabras resonaron en mi cabeza y, aunque las había escuchado cientos de veces antes, ahora sonaban desesperadas.

—¡Traed a la novia! —proclamó Nan Hubbard. Hubo otra ovación. Tras un momento aturdida, me levanté y me dirigí vacilante hacia donde ella se encontraba, justo delante de la hoguera con Tom-el-Solitario a su lado.

Me sonrió. La luz brilló sobre su cara arrugada y sentí un miedo repentino.

—Extiende la mano, chica. —Alargué mi mano derecha y el peso de un anillo sólido y frío cayó sobre mi palma—. ¿Sabes qué estás tomando con este anillo?

Sabía qué debía decir: «Tomo la mano de nuestro señor bajo estos campos». Pero las palabras se atascaron en mi garganta. El anillo era una vieja reliquia, un regalo para el pueblo de un señor ya olvidado. Había visto como se lo ponían a cada novia todos los años, pero ahora por fin podía verlo: un pesado anillo dorado, con una rosa tallada en forma de sello.

Olí el aire otoñal ahumado y no pude apartar la mirada. En algún lugar, un pájaro cantaba —y como si viniera de lejos, pude escuchar la dulce voz entrecortada de una niña recitando una canción:

Aunque las montañas se derritan y los océanos se quemen,

los obsequios del amor siempre vuelven”.

Me quedé mirando el anillo; dorado, brillante y absolutamente real y lo recordé.

Recordé casarme con una estatua mientras mi hermana lloraba a lágrima viva en casa. Recordé como había sido criada como un homenaje y un arma y recordé recibir este anillo. Con amor.

Recordé a mi marido, al cual había amado y odiado y al que había traicionado.

Un rugido sonó en mis oídos y pensé que iba a desmayarme. «Les encanta burlarse», había dicho Ignifex, y lo habían hecho. «Dejar respuestas en los bordes, donde cualquiera puede verlas pero nadie lo hace».

Y lo habían hecho. Todo el mundo conocía la historia del Último Príncipe y todo el mundo conocía la historia de Tom-el-Solitario, pero nadie sabía qué significaban.

La vieja Nan dijo:

—¿No tienes una promesa que hacer, chica?

La gente decía que el Último Príncipe rondaba las ruinas del castillo. Que venía a ti si lo llamabas por su nombre. La gente decía que Brigit dejaba a Tom-el-Solitario salir durante una noche cada año. Para encontrarse con su novia.

«Siempre son justos».

Cogí el anillo y lo deslicé sobre mi dedo, entonces me quité el velo mientras decía las palabras que tendría que haber dicho antes, en un tiempo que ahora no existía.

Donde tú vayas yo iré; donde tú mueras, allí moriré y allí seré enterrada.

Y entonces eché a correr hacia el bosque.