Capítulo 24

Me desperté llorando.

No sollozando, como si tuviera el corazón roto. Me puse de espalda y sin aliento, con lágrimas de absoluta desesperación. Me sentía como si flotara en un océano de dolor sin fin. Un recuerdo de mi sueño apareció en mi cabeza: estuve bajo el agua, luchando por nadar —no, perdida entre las sombras—, hubo un rostro pálido, o quizás un pájaro…

—¿Nyx? ¿Ocurre algo? —La voz de Astraia apartó los recuerdos. Estaba de pie junto a mi cama, con las cejas alzadas y preocupada. La azulada luz pálida de la madrugada se reflejaba en su pelo, brillando sobre los volantes de su camisón de gasa blanco.

—Nada. —Me senté, frotándome los ojos, avergonzada de que me hubiera visto llorando. No merecía compasión, de entre toda la gente, ella…

No. Aquel pensamiento provenía del sueño y, tan pronto me di cuenta, había desaparecido. Intenté recordar, pero las imágenes se habían ido. Y con ellas los sentimientos, deslizándose entre mis dedos; me había sentido desolada, pero ahora, solo recordaba cómo era el sentimiento, como si estuviese viendo la nieve a través de la ventana y no temblando bajo el viento helado.

—¿Nyx?

Moví la cabeza.

—Solo un sueño.

Su boca compuso una mueca simpática.

—A mí tampoco me gusta este día.

Con un bufido, me levanté de la cama.

—No es por hoy —dije. Un pájaro cantó fuera y me crispó. Por lo general me encantaba el canto de los pájaros, pero hoy el ruido me erizó la piel—. Tú eres la que llora en el cementerio. Solo ha sido un sueño.

Astraia vaciló de nuevo.

—¿No estás molesta por lo de esta noche?

Abrí las cortinas, entrecerrando los ojos cuando el sol de la mañana recorrió mi rostro.

—No —dije.

Me abrazó por detrás.

—Bien —dijo en mi oído—, porque no puedo dejar que abandones. Vas a casarte esta noche, haya fuego o agua.

Fuego de la muerte del agua

Las palabras resonaron en mi mente y, por una vez, no me recordaron mis lecciones Herméticas, pero me dejó con una vaga impresión sobre puertas y pasillos, un lugar secreto con remolinos de luces y fuegos danzando en los ojos de alguien…

Otro sueño, seguro, y el recuerdo se fue rápido tan pronto intenté recordarlo. Abrí la ventana y aspiré el aire frío de la mañana. El canto de los pájaros era mucho más fuerte: un centenar de gorriones se posaban en los abedules que se habían vuelto dorados por el otoño; el cielo era de un azul brillante e infinito, sin una sola nube.

—Voy a casarme —susurré, sin poder dejar de mirar el cielo azul hasta que Astraia tiró de mí para vestirme.

Apenas tenía un vago recuerdo de Madre, antes de que la enfermedad se la llevara. Pero no recordaba haber celebrado el Día de los Muertos con ella. La primera visita al cementerio que recordaba, fue justo después de su muerte. El recuerdo era apenas fragmentos del tamaño de una aguja: el vestido negro de luto arañándome el cuello, la inconsolable Astraia, el brillo del sol que proyectaba sombras a través de las tumbas y su nueva inscripción.

THISBE TRISKELION había grabado mi padre, y debajo: OMNES UNA MANET NOX ERGO AMATA MANE ME.

«A todos nos espera una noche; por eso, amada, espérame».

Era una frase de un viejo poema de amor sobre dos amantes separados, uno esperando al otro, al otro lado del río Estigia. Había visto las palabras cientos de veces, pero me quedé mirándolas —los bordes se habían suavizado tras el paso de los años—, parecían nuevas… y grandiosas. No podía quitarme la imagen de un rostro pálido retorciéndose bajo las sombras.

—¡Nyx!

Parpadeé. Astraia me tendía la botella de vino, con el entrecejo fruncido. La cogí rápidamente y di un sorbo del vino rojo oscuro, rico y algo especiado. Me recordó a humo de leña en el aire frío otoñal, a pesar de que hoy —como aquel primer Día de los Muertos—, era especialmente cálido.

Astraia me lanzó una mirada, pero no dijo nada. En el cementerio nunca decía nada excepto lo que debía; ninguno de nosotros lo hacíamos, pero siendo ella la charlatana de la familia, su silencio era especialmente sombrío. Al menos ya no miraba con ceño a Padre y Tía Telomache, como el año pasado, cuando se acababan de comprometer. Fue una situación extraña: no estaba acostumbrada a ser la hija más alegre y obediente.

—Nyx, querida —dijo Tía Telomache. Su mano se posó sobre la curva de su estómago —siempre estaba acariciando su vientre, cualquier momento en el que tuviera su mano libre, como si no pudiera creer lo afortunada que era de estar dándole a Padre un hijo—. ¿Quieres recitar el próximo himno?

Como si de una bofetada se tratara, recordé que tenía que recitar el himno y luego beber —no tragar y luego observar distraída a la nada sin haber cantado. Mi cara ardió mientras me sumergía en el próximo himno a los muertos. Tartamudeé en las primeras líneas, pero enseguida cogí el ritmo y me perdí en el canto fúnebre.

Hasta que me di cuenta de que todos me estaban mirando. Astraia tenía presionada la mano sobre la boca para contener la risa, Tía Telomache tenía los labios apretados en una fina línea y la cara de Padre había adquirido un tono blanco que no había visto desde que nos anunció que Tía Telomache sería nuestra nueva madre y Astraia le escupió.

Por un momento me sentí como si no estuviera allí, sino mirando a través de una ventana a otro mundo, uno donde yo era la hija horrible que merecía ser odiada.

«Y lo eras».

La idea pasó por mi cabeza tan fácilmente como respirar —y desapareció en un instante, mientras mi mente finalmente comprendía que no estaba cantando uno de los himnos funerarios, sino una canción plebeya: el lamento de Ana-la-Niñera para Tom-el-Solitario. La mayoría de los versos hablaban de los placeres perdidos de sus besos, algo sin duda poco apropiado para una tumba, pero la canción terminaba con Ana-la-Niñera jurando que le lloraría siempre, y «dejar que los gusanos se coman mis ojos antes que volver a amar». En la tumba de mi madre, delante de mi padre y su segunda mujer, era un insulto fatal.

Me puse de pie. Mi corazón latía con fuerza en mis oídos mientras se me retorcía helado el estómago. Abrí la boca, pero las únicas palabras en las que podía pensar eran «Te odio», y no era lo correcto además de no tener ningún sentido. En su lugar, me giré y corrí; las hojas secas crujían bajo mis pies y las lágrimas anegaron mis ojos.

Patiné hasta detenerme frente a la puerta del cementerio, jadeando en busca de aire. Pensé que estaba a punto de estallar en sollozos, pero más allá del escozor, no hubo lágrimas.

Algo iba mal. Siempre estaba de mal humor en otoño, especialmente el Día de los Muertos —¿y quién no lo estaría?—, pero este año era peor que nunca. Este año, todo parecía no estar bien, solo quería gritar.

—Creo que te llevas el premio a la peor conducta ante una tumba.

Salté ante el sonido de la voz de Astraia. Estaba de pie tras de mí, con los brazos cruzados y los hoyuelos apareciendo en sus mejillas, un gesto que a los extraños les parecía dulce y que yo sabía era calculado.

—Bueno —dije—, tú te llevaste toda la atención el año pasado.

El último Día de los Muertos fue apenas unos días después del incidente del escupitajo. Fui la única de la familia que habló con los demás.

La mirada de Astraia no vaciló.

—Si estás intentando que Padre te encierre esta noche, solo dime que no quieres hacerlo. Puedes quedarte con el puesto de hija favorita y yo seguiré con mi plan original.

Suspiré.

—Sabes perfectamente que eres la favorita, y solo tú podrías pensar que estaba haciendo algo tan intrincado. No he cambiado de opinión. No me preocupa esta noche. Es solo…

—¿Madre? —la voz de Astraia se suavizó un poco.

—No —dije escueta.

Astraia se encogió de hombros.

—Bueno, siempre y cuando vayas a ser útil, será mejor que te salve. —Presionó una mano sobre mi frente—. Qué sorpresa. Estás febril por el sol y casi te desmayas. Claro que no sabías qué cantabas.

Aparté su mano.

—Te lo he dicho. Estoy bien.

—Nyx. —Me miró con los ojos muy abiertos y razonables—. ¿Quieres pasar la noche teniendo una pelea familiar o quieres casarte?

Abrí la boca para protestar, pero la cerré.

—Me sentaré entonces.

—Bien. —Me dio una palmadita en la mejilla—. Intenta parecer débil.

Me senté resoplando. Mientras andaba de regreso al cementerio para mentir descaradamente, me apoyé sobre la fría pared de piedra y cerré los ojos. La mejilla aún me hormigueaba donde me había rozado; Astraia me abrazaba siempre, me acariciaba el pelo y cogía mis manos, pero no era frecuente que tocara mi cara. Nadie lo hacía.

¿Por qué recordaba la sensación de unas manos bajo mi barbilla?