Capítulo 22

El pasillo era justo como lo recordaba; las molduras de colores chillones y los murales con figuras retorciéndose.

Mis pasos resonaban al andar y miré nerviosa hacia atrás, pero Ignifex no apareció.

Ya casi había amanecido. Probablemente estuviera en su habitación, rodeado de velas. Recordé la forma en que se acurrucaba en mis brazos, resguardándose de la oscuridad.

«Se lo has prometido a Astraia. Por el bien de Arcadia».

Me obligué a seguir. Él era el enemigo. Tenía que detenerle.

La puerta estaba igual: pequeña, de madera y enmarcada por un horror inimaginable. Puse la mano en el pomo. ¿Había temblado bajo mi toque?

¿Y si el anillo no funcionaba y no conseguía controlar a los Hijos de Tifón?

«Te lo merecerías. Por lo que planeas hacer». Ignifex me había dado el anillo con amor y confianza y yo lo estaba usando para destruirle.

«Lo has prometido», me recordé a mí misma y, antes de dudar un instante más, abrí la puerta de par en par.

El vacío apareció ante mis ojos. Intenté hablar, pero mis labios no se movían. Desde lejos, en las profundidades, me pareció oír el eco de una canción.

«Hijos de Tifón», pensé, pero mi lengua no se movió. Tragué, apreté los puños y finalmente fui capaz de articular las palabras.

—Hijos… de Tifón…, traedme a Sombra.

Hubo un suave murmullo, como el de un millón de pequeñas garras arrastrándose por el suelo, como un burbujeo de agua. Y entonces, la oscuridad se abrió y Sombra cayó hacia delante. Apenas pude cogerle, su peso me echó hacia atrás, entonces lo bajé hasta el suelo.

Su ropa estaba rasgada y harapienta. Le sangraban los dedos como si hubiera estado arañando la tapa de un ataúd y le goteaba también de las orejas y la nariz, marcando de color carmesí su piel incolora. Por toda su cara y manos había las mismas cicatrices pálidas que la oscuridad dejó sobre Ignifex.

Sin embargo seguía respirando fuertemente. Aún estaba vivo; aún podía salvarle a él y a Arcadia.

Puse mi mano derecha —la que llevaba el anillo— sobre su frente y dije:

—Cúrate —lo dije tan imperativa como pude. Pero no pasó nada; permaneció inmóvil, con el aire entrando y saliendo a ritmo de un sueño perfecto.

—Cúrate —dije de nuevo—. ¡Despierta!

Pero no se movió.

Me acerqué a su oído y le susurré.

—Sé quién eres. Vuelve.

Nada.

Luego recordé como mi beso había conseguido que fuera capaz de hablar. Recordé, también, media docena de cuentos y que Ignifex me había dicho que a Los Bondadosos les encantaba dejar pistas.

—Por favor, despierta —dije y, muy suavemente, le besé en los labios.

Suspiró. No abrió los ojos, pero las cicatrices en su rostro empezaron a desvanecerse. El corazón me latía apresurado. Besé su frente, sus orejas y finalmente sus labios de nuevo; al terminar, la piel de su rostro se veía fresca y sana.

Cogí sus manos. Uno a uno, besé los dedos ensangrentados, intentando ignorar el olor y el sabor de la sangre y sus dedos se curaron bajo mis labios.

«Se lo ha hecho Ignifex», pensé mientras besaba cada dedo. «Ignifex sabía cuánto sufriría y aun así lo hizo. Merece la traición». Si podía concentrarme en aquel pensamiento, podría ser suficientemente fuerte.

Besé las palmas y dejé caer sus manos. Parecía curado, pero seguía sin despertarse, así que besé sus labios de nuevo.

En esta ocasión se despertó de golpe, aspirando aire con fuerza. Me observó con los ojos muy abiertos y aturdido, de la misma forma en que le miré yo cuando me traicionó en el Corazón de Fuego.

Él intentaba salvar Arcadia. Y ahora yo traicionaba a Ignifex por la misma razón.

Durante unos segundos su boca se movió sin emitir ningún sonido, entonces dijo sin mirarme:

—¿Has venido… a castigarme?

Su voz era áspera y ronca, como si hubiese estado gritando, y sentí mi estómago revolverse. Todo el tiempo que disfrutaba con mi marido, a él le torturaban los Hijos de Tifón.

—No. —Cogí sus manos—. No. Estás a salvo.

Se estremeció y centró su mirada en mí.

—Nyx —dijo con la voz entrecortada y luego repitió—. ¿Has venido a castigarme?

—He venido —dije vacilante—, para salvarte y matar a mi marido.

Se incorporó lentamente, haciendo una mueca al apoyarse contra la pared.

—Gracias.

Ni siquiera intenté apartar la amargura en mi voz.

—Era mi deber.

Encontró mi mirada.

—Lo sabes.

—Sí —dije—. Eres el último príncipe de Arcadia. Mi príncipe. Voy a salvarte y tú nos salvarás a todos.

—No —susurró—. Tú vas a salvarnos. Sabía que lo harías.

Y entonces me besó.

Aun recordando qué me había hecho, su beso recorrió cada terminación nerviosa de mi cuerpo, pero ahora entre nosotros había algo más que su traición. Le empujé hacia atrás, apoyando mi mano sobre su pecho.

—Te estoy ayudando —dije, en voz alta y clara. No podía mirarlo a los ojos, así que observé el reluciente anillo en mi dedo—. Te elijo a ti y a Arcadia y por eso traicionaré a Ignifex. Lo destruiré para que puedas coger todo lo que te robó, pero le quiero a él y no a ti y soy su mujer no la tuya.

Dejó escapar un suspiro y tomó mi mano.

—Entonces, cojamos a los Hijos de Tifón y vayamos a buscar a tu marido.

Se levantó, arrastrándome con él.

Me liberé de su agarre.

—No te he dicho que los necesitemos.

Me observó en silencio.

—Todo este tiempo supiste qué había que hacer —dije, con la voz cargada de ira. Todos sabían qué tenía que hacer. Me había engañado pensando que podía tener un final feliz—. ¿Por qué no me lo dijiste antes de que me enamorara?

—No podía empezar nada.

—Excepto lanzarme a las llamas, ¿no?

—Casi nada. —Centró su mirada en mí y su voz sonó con el tono de desprecio que ya conocía—. Yo sé y no puedo hacer nada. Él hace, pero no sabe nada.

Parpadeé. Un recuerdo apareció en el borde de mi mente, algo acerca de un fuego. No, un rostro iluminado por una lámpara, una voz enfadada…

Luego desapareció, quizás no había sido nada, el vago recuerdo de un sueño. Y no había sueño capaz de cambiar lo que tenía que hacer. Como habían dicho Los Bondadosos, mientras Ignifex tuviera el poder, Sombra estaría indefenso. Y él era el único que podía salvar Arcadia.

Asqueada, me situé de nuevo en el umbral de la puerta. Los Hijos de Tifón esperaban a un aliento de distancia, temblando de anticipación, pero sin intención de traspasar la puerta.

Porque lo sabían. Sabían que tenía el anillo y sabían que los estaba preparando para una víctima que duraría para siempre.

Metí la mano derecha en la oscuridad. Las sombras quemaron y se arremolinaron sobre mis dedos, a través de la palma de mi mano, apreté los dientes intentando aguantarlo. Tras unos segundos, mi mano seguía ardiendo y el corazón me latía apresurado, pero ya no sentía el mareo propio del dolor.

—Venid a mí —susurré y los Hijos de Tifón se agruparon en mis manos, retorciéndose y convirtiéndose en una pequeña semilla de oscuridad, como la perla escondida en la jarra de Pandora. Cerré el puño.

La oscuridad seguía ocupando la habitación, pero ya no era horrible, era simplemente ausencia de luz.

Me di la vuelta hacia Sombra.

—Sígueme —dije. Mi voz sonó fría y lejana.

—Es todo lo que puedo hacer —dijo él y de nuevo, pude ver el rastro de esa sonrisa.

Con él siguiéndome en silencio, me dirigí de nuevo al pasillo. Cuando llegué a la puerta al otro lado, paré y pensé en Ignifex. Al imaginar su cara, mi mano palpitó ante el dolor; parecía que los Hijos de Tifón intentaban abrirse paso y devorarlo.

—Pronto —les murmuré, dejando caer mi mano libre sobre el pomo de la puerta. Pensar en mi misión solo me hacía sentir vacía y decidida. El escozor en la mano se había llevado todo mi pesar.

«Llévame con Ignifex», pensé mirando la puerta y la abrí.

Entré en mi habitación.

No me sorprendió que hubiera permanecido en ella durante mi ausencia. Las velas esparcidas también las esperaba. Lo que me detuvo en el umbral fue darme cuenta del estado en el que se encontraba mi habitación. Montones de papeles cubrían el suelo: páginas medio quemadas, páginas que habían sido arrancadas de libros de la biblioteca. El papel de pared plateado estaba cubierto con cientos de notas garabateadas con carboncillo. A los pies de mi cama estaba Ignifex, barajando ansioso los papeles.

—¿Qué estás haciendo? —Exhalé sin tener que fingir desconcierto en mi voz.

Levantó la cabeza.

—Nyx —dijo parpadeando. Tenía las pupilas muy dilatadas—. Mientras no estabas empecé… Lo que Los Bondadosos dijeron a través de ti. Ellos dijeron… «El nombre de la luz está en la oscuridad». Juré sobre la tumba de tu madre que lo intentaría. Así que he estado despierto toda la noche, prácticamente a oscuras. Y casi… casi recuerdo la voz. —Su voz sonaba errante, perdida—. Hay una forma de salvarnos. Si pudiera recordarla.

Me sentí como una telaraña suspendida sobre la puerta, temblando y a punto de romperme si me movían. Si hubiese esperado un día más, si los días anteriores lo hubiese intentado una pizca más, quizás se hubiese enfrentado a la oscuridad y lo habría recordado. Tal vez habría encontrado una manera de salvarnos a todos, pero ahora había jurado destruirlo.

Tal vez habría recordado que no había más forma de salvar Arcadia que su destrucción. Cualquiera que fuera la verdad, ya no importaba.

Se puso de pie, tambaleándose ligeramente y por fin vio a Sombra, detrás de mí.

—¿Qué…? —empezó a decir, pero su voz se me liberó. Crucé la habitación en dos pasos y cerré su boca con un beso. Le abracé, notando sus omóplatos y el camino de su columna vertebral y la sólida realidad de lo que estaba a punto de hacer casi me desarmó.

Pero si no lo destruía, el último príncipe no estaría entero nunca. Nadie salvaría Arcadia. Le había hecho un juramento a mi hermana.

—Lo siento —susurré y se quedó inmóvil bajo mis brazos, como si supiera qué iba a suceder. En voz alta dije—. Quitadle su poder. —Mientras abría la mano.

Los Hijos de Tifón se escurrieron entre mis dedos. Me aferré a él —para sujetarlo o compartir su suerte, no estaba segura—, pero las sombras se deslizaron entre nuestros cuerpos, frías como el hielo, lo rodearon y tiraron de él. El agarre se deshizo. Me retorcí intentando agarrarlo de nuevo y conseguí cogerle una muñeca —su mano se cerró con fuerza sobre la mía y el miedo apareció en su rostro—, finalmente tiraron de él y lo estamparon contra la pared. Mis piernas cedieron y me desplomé. Pasaron varios segundos hasta que fui capaz de mirar hacia arriba.

Las sombras mantenían a Ignifex contra la pared; lo retorcían y arañaban con cientos de pequeños dedos. Su parte izquierda había desaparecido, el borde no sangraba sino que se deshacía en una fina niebla.

Increíblemente, aún seguía vivo. En su rostro, la sonrisa salvaje y peligrosa que me había enamorado.

—La mitad de mi poder por la mitad de tu conocimiento —le dijo a Sombra—. No es un mal trato. Al menos ahora entiendo por qué anhelabas mis esposas. —Tendió la mano que le quedaba—. Toma mi mano. Pon fin a esto y todas mis esposas serán tuyas.

Mientras Sombra daba un paso hacia él y hacia su mano, su parte derecha se deshacía en el aire. Seguía con la misma sonrisa.

—Espera —dije, intentando ponerme de pie, pues algo no iba bien. Todavía estaba aturdida, pero veía claro que algo fallaba. Se suponía que iba a recuperar lo que le habían robado, no que iba a perder la mitad de su cuerpo. Ni adquirir la sonrisa de mi marido.

Sus manos se tocaron, las puntas de los dedos se juntaron y todas las velas de la habitación se encendieron. Finalmente, se estrecharon las manos y la luz explotó en la habitación.

Y recordé la última visión que Sombra me había mostrado en el Corazón de Fuego; la visión que había roto mi corazón hasta olvidarla.

Una vez más, vi el pasillo del antiguo palacio, pero esta vez era de noche. Una lámpara iluminaba desde la pared y, bajo aquella luz, vi al príncipe caer de rodillas ante la caja.

—Oh, Bondadosas Gentes del Aire y la Sangre —dijo entre dientes—, oh Señores de los Engaños y la Justicia. Venid en mi ayuda.

El silencio se extendió más y más tiempo, solo roto por su respiración entrecortada, pero esperó. Hasta que una brisa apareció arremolinándose en el pasillo y alborotándole el pelo, susurrando contra las piedras y brillando en mil puntos de luz; aquella luz se estaba riendo.

Entonces, las luces se agruparon y formaron la silueta de una mujer. Su pelo estaba hecho con luz de luna y sus ojos eran fuego; era preciosa y terrible, como un relámpago.

—Así que tú eres el último heredero de Claudio —dijo ella—. ¿Te das cuenta del don que le hemos otorgado a tu familia? ¿La maravillosa protección que ofrecemos a cualquier rey digno?

Él se puso de pie y la miró, con los labios apretados en una fina línea.

—Pero no eres un príncipe digno, ¿verdad? —Acarició con un dedo su rostro—. ¿Es por eso que me has llamado?

Dejó escapar un profundo suspiro. El orgullo cruzó su rostro y luego susurró.

—Por favor. Llévate el odio de mi corazón. Pagaré el precio que haga falta mientras Arcadia permanezca a salvo y no tenga que terminar solo en esa caja.

La mujer sonrió y le acarició la barbilla.

—Por supuesto —dijo—, ¿acaso no somos los que damos regalos? Deberás abrir la caja esta noche, pero no terminarás solo en ella. Durante todos los días de tu vida, gobernarás Arcadia y nunca serás invadido. Pero recuerda: tras esta noche, nunca más abrirás la caja o el trato se romperá. El tiempo volverá a este momento, y serás encerrado entre las sombras para siempre, como si nunca nos hubieras llamado.

Asintió.

—No la abriré nunca. No importa qué suceda.

—Entonces bésame —dijo ella—, y el trato estará cerrado.

La besó rápido y con fuerza. Ella se echó a reír y dijo:

—Abre la caja, mi príncipe.

Lentamente, se acercó a la mesa, levantó la tapa y abrió la caja.

Las sombras salieron de ella: los diez mil Hijos de Tifón, todos cantando.

Nueve por los reyes que gobernaron esta casa,

que ahora son traicionados, oh.

Más y más sombras salieron de ella, como un río sin fin de oscuridad. Se deslizaban por las paredes y los pilares, dejando marcas de garras mientras sus voces desgarraban mis oídos.

—¡No! —gritó el príncipe, pero la mujer lo sostuvo por los hombros.

—Este es tu deseo, mi príncipe. Debemos cumplirlo.

Luchó contra ella, pero no hubo forma de moverla. Y lo aguantó mientras los gritos resonaban en todo el castillo, mientras el suelo y los pilares se estrechaban y las llamas aparecían al final del pasillo. Las piedras del techo caían sobre ellos, rompiendo los suelos de mármol y los pilares iban cayendo uno tras otro.

Al principio había gritado y luchado. Ahora, el príncipe estaba arrodillado con los ojos muy abiertos sin ver apenas a su alrededor mientras el castillo se derrumbaba. De golpe, se escuchó un gran estruendo que calló al momento, como si el silencio fuera un muro y este hubiera caído y supe que Arcadia estaba dentro de la caja y el cielo apergaminado se curvaba sobre ella.

La mujer lo miró y sonrió.

—Nadie será capaz de conquistar Arcadia y tú nunca estarás solo en la caja. ¿No somos generosos? —Juntó su cara a la suya—. Y ahora, vamos a sacar todo el odio de tu corazón.

Juntó las manos y luego las separó. Y con el movimiento, también lo apartó a él: una sombra cayó sobre el suelo, con el rostro blanco y unos ojos azul brillante; era Sombra. Y, a su lado de pie, estaba Ignifex, con los ojos rojos y la sonrisa que yo recordaba.

Me desperté.

Y al final supe la verdad.

Me di cuenta, mientras me ponía en pie, que Ignifex ya me lo había dicho. Los Bondadosos dejan las respuestas en los bordes. Había crecido escuchando la historia de Ana-la-Niñera, que mató a su amado al pensar que lo estaba salvando. Siempre creí que era una tonta por escuchar a la celosa madre de Tom-el-Solitario: seguro que ella sabía que Brigit no quería nada bueno para ella. Seguramente pensó que una diosa no podría traicionar su amor y escapar de la venganza.

Quizás pensó que estaba salvando su mundo.

Y al igual que ella, había traicionado a mi amado y lo había condenado al encierro. Solo en la oscuridad.

La habitación parecía haber sido saqueada por lobos, cada uno de sus muebles estaba roto y la almohada y las cortinas rasgadas. Las velas habían ardido y las paredes estaban carbonizadas y cubiertas de hollín. Ignifex y Sombra habían desaparecido.

Me giré hacia la puerta. Sabía dónde se dirigían —dónde se dirigía él.

Agarré el pomo de la puerta y pensé: «Llévame a la sala redonda». Pero al abrir la puerta, en su lugar vi el gran salón de baile, el Corazón de Agua —y, aunque sabía que probablemente era por la mañana, estaba lleno de luces y agua. Di un paso adelante, pero al poner un pie en el agua, se movió y onduló. Me tambaleé y caí, entonces una ola me empujó, hundiéndome bajo el agua.

Luché, intentando salir a la superficie, pero el agua me mantenía sujeta como si fuera algo vivo decidido a matarme —y tal vez lo era o al menos algo parecido—. La casa era el mejor trabajo Hermético jamás realizado. Ahora que estaba a punto de ser destruida, se había vuelto loca.

La única forma de escapar del Corazón de Agua era anular su poder.

Recordé sentarme en el estudio con Padre, trazando los sellos con pluma y tinta. La primera vez que los hice bien con los ojos cerrados, me miró y asintió en señal de aprobación; estuve sonriendo durante horas —pues al principio aún creía que podía ganarme su afecto.

Levanté las manos. Despacio, con cuidado, empecé a trazar en el agua el sello que lo anularía. Mientras mis dedos se movían, el agua se agitó y luego se quedó inmóvil. Me di cuenta entonces de que estaba dejando un rastro luminoso tras de mí. Me dolían los pulmones, quemando por la falta de aire, pero me obligué a moverme lentamente pues no podía equivocarme.

Finalmente, mis dedos se encontraron, cerrando así el sello. Las líneas que brillaban tenuemente estallaron en un brillo cegador. Y entonces, el agua había desaparecido y caí en la pista de baile con un golpe seco.

Durante unos instantes, solo pude jadear en busca de aire; luego me levanté de golpe y salí corriendo. Todo estaba fuera de lugar: lo siguiente fue el invernadero, luego un pasillo que estaba lejos de cualquier habitación. Finalmente la gran escalera, pero las paredes que la rodeaban estaban plagadas de grietas y, a medida que pisaba los escalones, se deshacían tras de mí. Apenas conseguí llegar a la cima a tiempo y entré por la puerta más cercana sin siquiera detenerme a mirar.

Y entré en la sala redonda, pero la cúpula de pergamino había desaparecido. Por encima, solo había oscuridad; un viento helado soplaba desde el vacío, recordándome que seguía empapada. En el centro de la sala estaba Arcadia; una tenue luz brillaba a su alrededor, dándole un aspecto pequeño y frágil.

En el extremo opuesto de la sala estaba Ignifex, con el abrigo destrozado, sosteniendo la caja en sus manos.

No. Sus ojos eran azules y humanos. Era el último príncipe el que me miraba desde el otro lado de la habitación con el rostro pálido y tranquilo.

—Nyx —susurró antes de levantar una mano. Las sombras me agarraron y me ataron a la pared por las muñecas.

—¡No! —grité—. No puedes abrir la caja… te encerrarás para siempre…

—Porque mi trato se romperá y Arcadia será libre. Los Hijos de Tifón no devorarán a nadie más. ¿Quieres eso, verdad? —caminó hacia mí lentamente—. Hubo un tiempo en que yo también lo quise. Tengo que volver a quererlo —su voz era suave y triste como lo fue la de Sombra en alguna ocasión, pero luego esbozó la sonrisa de Ignifex—. O moriré intentándolo.

Estaba ante mí ahora con la caja en sus manos.

—Pero tú no morirás —susurré.

—Y una vez se deshaga el tiempo, tampoco lo hará tu madre. —Aun sonando triste y suave, su voz era implacable.

—Entonces no naceré.

—Vi a tu padre cuando estaba desesperado. —Otra vez aquella sonrisa—. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo. Quizás esta vez sea un plan mejor que el de ahora.

En una Arcadia sin Cataclismo, nunca gobernada por un Bondadoso Señor ni acechada por demonios; mi madre, Damocles y mil personas más estarían vivas. Quizás Astraia y yo también, y si fuera así, seguro que podríamos querernos sin amargura. Todos los sueños de mi infancia serían reales. Pero…

—No te recordaré —susurré.

—Lo sé —dijo, inclinándose sobre la caja. Deslizó una mano sobre mi mejilla, pasó los dedos por mi pelo y me besó.

Fue un beso desesperado. Tiró de mi pelo hasta que dolió, mis brazos dolían de estar clavados en la pared y el corazón golpeaba mis costillas tanto por el miedo como por el deseo. Pero era la última vez que sus dedos se deslizarían por mi pelo, que tendría sus labios contra los míos así que le devolví el beso como si se tratara de mi última esperanza.

Entonces se alejó de mí de nuevo. Y no pude pararlo.

—Gracias —dijo—, por intentar salvarme.

—¡Espera! —espeté—. Dijiste… ellos dijeron que si adivinaba tu nombre serías libre, ¿verdad?

Dio otro paso atrás.

—Tiré mi nombre cuando cerré ese trato. Nadie podrá encontrarlo.

Recordé los manuscritos de la biblioteca. Todos los nombres habían sido quemados.

—No importa —susurré—. Yo te conozco. —Abrió la caja. Un rayo de luz salió de ella y grité—. ¡Te conozco! —Mientras la luz llenaba todos los rincones de la habitación.

Y entonces, se hizo la oscuridad.