Capítulo 21

Necesitábamos una habitación en la que poder encender velas —en caso de que la oscuridad pudiera matarme— y la biblioteca no era una opción.

Aquello significaba que necesitábamos a Padre de nuevo. Me explayé un poco más de lo debido comprobando los libros de la biblioteca, intentaba reunir el coraje necesario. No tenía ganas de gritarle de nuevo lo mucho que le odiaba ni que me mirara de la forma en que lo había hecho Astraia. Tampoco quería aparentar que todo iba bien. Por encima de todo, quería que besara mis pies, rogara mi perdón y revelara que me había amado siempre, pero sabía que todo aquello era simplemente imposible.

Resultó que nos estaba esperando fuera. Se me erizó la piel solo de pensar en lo que podría haber escuchado por casualidad, sin embargo, lo miré con los hombros rectos y la cabeza bien alta.

—Nyx, yo… —empezó.

—Padre —le interrumpí. Quise decir algo escueto y digno, que le mostrase que estaba lejos de preocuparme por él, pero en su lugar mis palabras tropezaron unas con otras—. Casi hemos encontrado la forma de destruir al Bondadoso Señor. Requerirá que experimentemos esta noche, por lo que agradecería nos dejaras una caja de velas. Mañana emprenderé mi camino y, si todo va bien, por la tarde habré cumplido con mi cometido. Por supuesto, es muy posible que no vuelva, así que espero que entiendas que me siento orgullosa de morir por mi familia y lamento las palabras que dije antes.

Entonces paré. Pronuncié cada palabra con alegre precisión, pero por dentro, gritaba un: «Por favor, quiéreme, aunque solo sea una vez».

Padre cerró la boca. Su mirada vaciló de mí a Astraia y de vuelta a mí.

—Venía a preguntarte si vas a bajar a cenar —dijo finalmente—. Pero por supuesto, tendrás las velas que quieras.

—Oh —dije, sintiéndome como una idiota.

—¿Vendrás? —preguntó.

Las lágrimas anegaron mis ojos, haciéndome sentir aún más idiota.

—Por supuesto —dije entre dientes.

Fue una comida atroz. El retrato de Madre situado sobre la cabeza de Padre no dejó de mirarme. El cordero asado y los higos sabían como si tuviera ceniza en la boca. Los sirvientes estaban aterrorizados solo con verme; caminaban de puntillas y salían de la habitación con los ojos muy abiertos. Tía Telomache no estaba.

—No se encuentra bien —dijo Padre, mirándome de reojo. Nos esforzamos al máximo para mantener una conversación, pero teníamos un acuerdo tácito de no mencionar al Bondadoso Señor ni mi destino, así que no quedaron muchos temas más. A medida que los silencios fueron creciendo y durando más, me di cuenta de que la mayoría de nuestras cenas habían consistido en Tía Telomache proponiendo un tema y divagando sobre él y Astraia parloteando sobre su día.

De segundo plato nos trajeron manzanas y recordé la torre de manzanas que Ignifex intentó en levantar —condenada a derrumbarse—, y no pude hablar. De repente, aquel momento improvisado me pareció un acto de confianza mayor que darme el anillo y un pensamiento horrible apareció en mi cabeza: «Él confía en mí y yo voy a traicionarle».

Astraia puso su mano sobre la mía. Me sonrió de una forma que no supe si era para reconfortarme o para amenazarme.

Padre metió la mano en la cesta de la fruta y cogió una manzana.

—La simetría de una manzana es algo curioso —dijo—. ¿Te he hablado de la monografía que se publicó la semana pasada?

«No, estaba demasiado ocupada besando al hombre que mató a tu mujer», pensé, pero aún había cosas que me negaba a decir, así que levanté la barbilla y le dije:

—No. Hazlo.

Durante el resto de la cena, Padre mantuvo la conversación. No se disculpó. No me rogó que me quedara, ni me dijo que me quería, ni siquiera preguntó si era capaz de llevar a cabo mi destino. Habló de las últimas anécdotas en la investigación de la Hermética y cosas de sus colegas, todo ello sin aludir a la misión central de los Resurgandi. Por como hablaba, podrían haber sido una sociedad inofensiva dedicada a la investigación, sin ningún objetivo secreto más allá del conocimiento puro.

Al terminar, el sol se había puesto y solo quedaba un simple resplandor en el horizonte, a nuestra izquierda. Mi piel se erizaba cada vez que observaba una simple sombra, pero de momento solo era mi miedo.

Llegó el momento de subir a la buhardilla donde realizaríamos el experimento, del cual no le habíamos dicho nada a Padre, a excepción de que necesitábamos velas. Una de las criadas había dejado una caja llena de velas de cera de abeja. Mientras Astraia empezaba a subir las escaleras linterna en mano, yo vacilé abajo. No quería irme, pero tampoco quería quedarme allí con silencios incómodos y verdades insoportables que no se podían decir.

—Buenas noches, Padre —dije, dándole la espalda.

—Nyx —dijo en voz baja y me volví sin pensármelo—. Ojalá no tuvieras que irte.

Mi corazón dio un vuelco. Por un instante me sentí como si estuviera flotando, pues era más de lo que nunca me había dicho. Entonces, el silencio me golpeó de nuevo, pues no dijo nada más y, en lo más profundo, sabía que nunca lo haría.

—No importa. —Las palabras salieron de mí como piedras lanzadas. Me obligué a sonreír y hablé en voz más baja—. Nuestros deseos no importan. Debemos detener al Bondadoso Señor y yo soy quien debe hacerlo.

No le estaba perdonando, lo suyo tampoco fue una disculpa.

Asintió, endureciendo el rostro. Puso una mano sobre mi frente y susurró.

—Ve con la bendición de Hermes, señor de la ida y el retorno.

Era una bendición estándar, la podía haber realizado cualquier autoridad: un padre, un maestro, un gobernador.

Me obligué a sonreír.

Ave atque vale —dije. Era la despedida tradicional que daban los Resurgandi antes de emprender un experimento Hermético complicado y peligroso.

Entonces me di la vuelta y seguí a Astraia por las escaleras. No pensé que lo sintiera, pero tampoco podía culparle de todo a él. Yo amaba al Bondadoso Señor y tampoco lo sentía.

—Solo si parece que me estoy muriendo —le recordé a Astraia.

—¡Lo sé! —Me miró, enfadada—. ¿Crees que soy demasiado tonta para recordarlo, o demasiado débil para verlo?

Me incliné hacia adelante y suspiré.

—Ni lo uno ni lo otro —dije.

Miré las tablas del suelo y me admití que tenía miedo de que no encendiera las velas, de que se sentara y me viera sufrir con aquella sonrisa que había aprendido en mi ausencia. Supuse que no podía quejarme si lo hacía: yo se lo había hecho a Ignifex y estaba a punto de hacerle algo mucho peor.

Si era demasiado cobarde para soportar el destino que yo misma había dado, entonces realmente era despreciable.

Estábamos bajo un techo que se inclinaba hasta tocar el suelo, al otro lado de la habitación. No había luces, excepto la linterna de Astraia y, en su luz vacilante, la habitación se deformaba hasta parecer el comienzo de una pesadilla. Astraia se acomodó junto a la puerta, encendió una vela y apagó la linterna. La vela proyectaba sombras sobre su solemne rostro, pálido ahora, pareciendo el de una extraña estatua. No dudaba de que me dejaría sufrir todo lo necesario hasta que encontrara una respuesta.

Me senté con la espalda recta, cerrando los ojos, pero esperar a ciegas era insoportable, así que volví a abrirlos y no pude soportar ver el rostro de Astraia, así que miré las esquinas en penumbra. Al estar por fin sentada, me di cuenta de que estaba realmente cansada; los ojos me escocían y mi visión vacilaba. Me pareció ver las sombras empezar a moverse una y otra vez, y el terror sacudió mi cuerpo, entonces me di cuenta de que solo era la tenue luz y mis ojos cansados jugándome una mala pasada. Me dolía la espalda, una de las piernas se me entumeció y parecía que en otras partes de mi cuerpo empezaba a notar unas cosquillas, o un picazón, pero no quería ponerme a rascarme delante de Astraia.

Tal vez fui estúpida al pensar que el anillo provocaría que las sombras me quemaran como a Ignifex, que la voz en la oscuridad me hablaría. Solo por poder manejar alguno de sus poderes, ¿significaba que compartía su naturaleza? Él dijo: «Mientras lo lleves, estarás en mi lugar», pero solo porque confiaba en mí, ¿significaba que compartía su destino?

De nuevo, sentí un picor en el cuello —un picor horrible de esos que te mandan escalofríos por todo el cuerpo—. Finalmente me rendí, me llevé la mano a la espalda para rascarme…

La oscuridad se deslizaba por mis dedos.

Alejé la mano, pero al instante, la oscuridad se deslizaba por todo mi cuerpo. No se parecían en nada a las sombras que salieron de la puerta. Aquellas fueron frías como el hielo, mientras que esta oscuridad quemaba como ácido. Burbujeaban sobre mí, poniendo mi propio cuerpo en mi contra; esta oscuridad era sin duda ajena, quemaba mi cuerpo por dentro desde fuera.

Los Hijos de Tifón hicieron que nada en el mundo tuviese sentido. Aquella oscuridad intentaba imponerme su propio significado. Fluía sobre mi cuerpo como el movimiento de una lengua, formando palabras al rojo vivo a través de mi piel. Pero el dolor no era nada comparado con la imperiosa necesidad de responder, de decirle aquellas palabras a la voz incorpórea.

Excepto por el hecho de que no las entendía. Ni siquiera podía repetirlas, porque se arrastraban por mi cuerpo, se enterraban en mis oídos y salían en forma de lágrimas por mis ojos, sin dejar la menor huella en mi memoria.

No había pensado que sería capaz de escuchar la voz en la oscuridad, pero no podría entenderla.

«No funciona», pensé. Traté de llamar a Astraia para decirle que encendiera las velas y me salvara. Intenté gritar, pero el aire de mis pulmones ya no estaba bajo mis órdenes; decía aquellas mismas insondables palabras.

Me di cuenta de que me había desplomado contra el suelo. Astraia estaba sobre mí y pensé por un momento que iba a salvarme. Entonces vi que sus ojos eran meros agujeros blancos, la oscuridad goteaba de ellos como si fueran lágrimas y su boca curvada en una sonrisa. Parpadeé y desapareció. Tal vez me la había imaginado.

La oscuridad se apoderó de mi boca y cubrió mis ojos. Me estremecí, ahogándome y el mundo desapareció.

Vi un gran vestíbulo de mármol. Rayos de luz dorada entraban a través de los pilares rojos y, al otro lado de la estancia, había un estrado cubierto por un mosaico. Se parecía a la sala del trono de un gran rey, pero en el estrado no había trono, sino una pequeña mesa de marfil y sobre ella una caja pequeña de madera; la misma que había visto en la sala redonda de la casa. Junto a ella, había una mujer de rostro severo con ropajes antiguos y frente a ella un joven sentado en el suelo, dándome la espalda.

—Has oído que cuando Arcadia se enfrentó contra los bárbaros, cuando desembarcaron en nuestras tierras y empezaron a saquear nuestras ciudades, tu antepasado Claudio llamó a Los Bondadosos —dijo la mujer—. Son los Señores de los Engaños, así como de la Justicia y se dice que incluso los dioses les temen, sin embargo, estaba tan desesperado por proteger a su pueblo que negoció con ellos.

—Ellos le dijeron que si les traía la jarra de Pandora, le condecerían un deseo. Así que buscó durante siete días, los demonios mataron a todos sus compañeros menos a uno, y entonces la encontró. —El chico recitó las palabras con un ritmo monótono que denotaba aburrimiento—. La trajo de vuelta y los Bondadosos salvaron Arcadia de los bárbaros, convirtiéndose en el único que ha negociado con ellos sin ser engañado.

—Cierto —dijo la mujer—, pero más cierto aún de lo que crees. Ese no era todo el trato. Cuando Claudio trajo la jarra, Los Bondadosos le prometieron una victoria contra los bárbaros. Sin embargo, dijeron que protegerían Arcadia de todos los invasores durante todos los días que sus sucesores reinaran si estaba dispuesto a negociar algo más: cada rey de Arcadia estaría obligado a mirar en la jarra. Si tenía el corazón puro, si lo arriesgaría todo por Arcadia, los Hijos de Tifón le servirían y protegerían Arcadia de cualquier invasor. Pero si su corazón no era puro —si se quería más a sí que a su pueblo; si el odio y la pasión regían su alma—, lo encerrarían en la jarra para morar en la oscuridad eternamente y Arcadia dejaría de estar protegida. Y si no se atreviera a mirar dentro de la jarra, encontraría el mismo destino y se lo llevarían, sin importar lo puro que fuera su corazón.

»Claudio estuvo de acuerdo. Miró en la jarra y su corazón fue puro. Así que Arcadia se salvó de los bárbaros y la isla permaneció invencible hasta nuestros días; pues cada heredero de Claudio demostró ser digno y superó a Los Bondadosos. Y es por eso que debes prepararte, mi príncipe, para afrontar la prueba el día de tu coronación.

No podía ver la cara del chico, pero vi como se enderezaba y oí el tono agrio en su voz.

—La jarra desapareció. Todo el mundo lo sabe.

—No ha desaparecido. —La mujer puso una mano sobre la pequeña caja de madera—. Está escondida. Cambia de forma en cada época.

—Esto es… Es solo un cofre para las joyas de la corona.

—¿Y qué mayor joya puede tener un rey que un corazón puro? Algún día levantarás la tapa de esta caja, mirarás dentro y serás juzgado. —Se inclinó ante el chico—. ¿Entiendes ahora por qué tienes que intentar ser un buen príncipe?

—¡Nunca pedí serlo!

La mujer levantó una ceja.

—¿Y eso qué cambia?

Los dos se desvanecieron como humo. Un hombre adulto se dirigía hacia los pilares. Era Sombra, el último príncipe; su pelo era negro en vez de blanco, pero reconocería aquellos ojos en cualquier lugar.

—¡No me importa! —gritó por encima del hombro—. ¡Envíalos fuera!

—Son tu hermandad de guerra. —Una mujer apareció: ahora con el pelo blanco, pero la misma que le había hablado cuando era un niño—. Juraron luchar a tu lado durante toda su vida, incluso morir por ti. Despidiéndolos, los avergonzarás para siempre. Y esta es la tercera legión que echas. No puedes seguir así. Un príncipe debe…

Se volvió hacia ella.

—Un príncipe no debe odiar, ¿no me lo enseñaste? Y yo los odio. Siempre los he odiado, así que deben irse.

—Pero tú…

—Vete.

La mujer suspiró y se fue. Una vez solo, el príncipe miró con temor la caja y se cubrió la cara con manos temblorosas. Luego, se desvaneció en el aire.

Caminé hacia la mesa y la sala se fundió a mi alrededor. Las columnas se convirtieron en rayos de luz pálida que terminaban sobre el suelo.

¿Ahora lo entiendes?

La voz resonaba en mi cabeza sin pasar por mis oídos. Era parecida a la voz de una mujer, aunque con una musicalidad que no era del todo humana y supe instintivamente que eran Los Bondadosos.

Un corazón lleno de odio y miedo hacia su destino, desesperado por vivir —siempre fue cualquier cosa menos puro—. Así que vino a nosotros y nos juró que pagaría cualquier precio si continuábamos protegiendo Arcadia de los invasores y evitábamos que acabara solo en la oscuridad. La voz estaba al borde de la risa, como una madre hablándole a un hijo tonto pero entrañable. Y ahora nunca está solo, toda Arcadia está escondida junto a él en la oscuridad, donde ningún invasor podrá encontrarla.

Toda la habitación se desvaneció; me puse de pie sobre un charco cristalino de luz, rodeada por la oscuridad absoluta, con la mesa y la caja frente a mí.

«Como es dentro es fuera, como es fuera es dentro».

Y supe que las transformaciones, el esplendor paradójico de la casa no era nada comparado con la paradoja de la caja. Toda Arcadia estaba encerrada dentro de la casa y toda la casa estaba encerrada dentro de la caja junto con los Hijos de Tifón —y con el último príncipe, que había estado aterrorizado de estar encerrado solo con ellos.

¿Pero qué había dentro de la caja-dentro-de-la-casa, la que Ignifex había dicho que estaba prohibida?

—Si abro la caja —susurré—, ¿nos liberará?

No eres la persona que puede abrirla.

—Sombra.

Sí. Pero aún no.

—¿A qué espera? ¿A su cumpleaños?

La risa flotó en el aire, la misma que había oído en el jardín con el gorrión.

Tu marido y él están unidos como opuestos. Mientras uno tenga poder, el otro está indefenso. Lo que pierde uno, lo gana el otro. Convoca a los Hijos de Tifón y úsalos para destruir a tu marido, hasta que su poder haya desaparecido. Una vez el príncipe haya reunido todo lo perdido, será capaz de abrir la caja. Y será entonces cuando Arcadia sea libre. El Cataclismo terminará y los Hijos de Tifón quedarán atrapados en el interior de la caja y no podrán devastar a tu gente de nuevo.

Todo lo que tenía que hacer era cumplir la promesa que le había hecho a mi hermana. Eran buenas noticias. No quería. No quería creerlo —pero Ignifex me había dicho que a Los Bondadosos les gustaba decir la verdad una vez era demasiado tarde. Y ahora, con mi promesa a Astraia todavía ardiendo en mi boca, era demasiado tarde.

—¿Qué le ocurrirá a Sombra? —pregunté—. ¿Será encerrado en la caja también, como él temía?

Tu marido pagará ese precio.

Igual que Pandora. Siempre hay un sacrificio; lo supe toda mi vida.

No supe si era el dolor o la rabia lo que hizo temblar mi voz al preguntar.

—¿Es esto lo que aprendí entre las llamas?

Gran parte.

Recordé el jardín y el gorrión. Cuando me dijo que mirara en la fuente en busca de una forma de salvarnos; no me pareció que significara el traicionar a la única persona que había amado.

El pájaro no puede ayudarte. Vive en su jardín. Se alimenta de sus migajas. ¿Crees que puede salvarte?

Ni siquiera había considerado aquella posibilidad, pero ahora me preguntaba si…

Fue amable contigo, dijeron Los Bondadosos. ¿Qué crees que significa?

Era el mismo tono que una madre usaría para decirte: «Cariño, si tocas los fogones te quemarás».

Y la respuesta llegó tan sencilla como el respirar. Había algo raro en el gorrión. Tenía que haberlo. Me había ofrecido esperanza, ¿y cuándo hubo una esperanza para mí que no se transformara en desesperación? Mi oportunidad de amar rompió el corazón de Astraia. Mi visita a casa se había convertido en la promesa de matar a Ignifex.

Y ahora estaba más indignada por mi propio dolor que por el sufrimiento de Sombra, Astraia y Damocles, las ocho esposas muertas, el hermano de Elspeth o de toda Arcadia durante novecientos años. Con un corazón egoísta, ¿qué derecho tenía yo a la esperanza?

¿Ahora qué harás?

La voz sonaba a mi alrededor; en mis oídos y en mis pulmones; vibrando a través de mis huesos. Sabía qué tenía que hacer.

Luché por hablar, pero sentía la lengua torpe y pesada. Apenas salió un suave gemido. La oscuridad vaciló a mi alrededor.

—Sí —espeté y sentí como si estuviera hablando desde debajo de una montaña—. Lo… haré.

… Y me di cuenta de que había despertado y estaba viendo los ojos de Astraia que sostenía mi cabeza en su regazo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Astraia y sonó casi amable.

Sentía la garganta rígida mientras decía:

—Lo que debo.