Dos horas más tarde, estaba de pie junto a la cariátide de mi cama, lista para volver a casa. Me había puesto un vestido rojo bastante simple, me trencé bien el pelo y me lo enganché alrededor de la cabeza. Miré una vez más por el gran ventanal que daba al pueblo; en la distancia parecía pequeño y de juguete.
Me volví hacia la puerta —con el pesado anillo de Ignifex en mi dedo— y puse la mano en el pomo.
—Llévame a casa —susurré y abrí la puerta.
A través de la puerta, vi el vestíbulo de casa de Padre. El cielo del atardecer brillaba cálidamente a través de las ventanas, sobre las baldosas marrón rojizo. A lo lejos, escuché el reloj de pie dar la hora.
No quería enfrentarme a Astraia, ni a lo que le había hecho, pero me necesitaba. Me cuadré de hombros y emprendí la marcha.
La puerta se cerró tras de mí. El reloj siguió marcando imperturbable. Oía gritos de gente fuera en el patio y el aire olía a polvo, a madera y al perfume de Tía Telomache.
Mi vieja criada, Ivy, salió por una puerta cargada de toallas. Me vio, chillo y huyó, dejando caer las toallas con las prisas. Como si hubiera visto un fantasma.
Para aquella gente, yo era un fantasma. Estaba muerta.
Me alejé de la puerta de entrada y me dirigí hacia el despacho de Padre. Golpeé la puerta una vez antes de abrirla.
—Buenas tardes, Padre —dije—. Tía Telomache, me alegro de verte.
Estaban de pie, cada uno a un lado de la habitación —del pelo alborotado de ella sobresalían horquillas—, con los ojos fijos en el techo. No era lo más cerca que había estado de encontrarlos abrazados.
Ahora, por supuesto, ambos me miraban pálidos. Nunca en mi vida los había inquietado de aquella manera y darme cuenta me dio vértigo.
—Estoy buscando a Astraia —dije alegremente—, ¿esta en su habitación?
Ambos se acercaron; Tía Telomache para abrazarme y besar mis manos, Padre para cerrar la puerta tras de mí.
—Hija, ¿qué ha sucedido? —exigió Tía Telomache—. ¿Has… Está él…?
—No —dije—, no está muerto ni prisionero. Pero tus consejos me han sido muy útiles, tía. —El rubor que apareció en sus mejillas fue sumamente placentero.
Padre la atrajo con cuidado, separándola de mí.
—Entonces infórmanos. ¿Por qué has vuelto?
Me crucé de brazos.
—Quiero ver a Astraia.
Dejó escapar un suspiro de impaciencia.
—¿Has encontrado los corazones de la casa?
—Los cuatro. No servirán de nada. —Abrí la puerta—. ¿Está Astraia en su habitación?
—¿Por qué no funcionarían? —exigió Padre.
—Porque toda Arcadia está dentro de la casa del Bondadoso Señor. Destruyendo la casa, destruiríamos todo el mundo.
Los dos me miraron. Las palabras salían de mi boca cada vez más descontroladas.
—Curioso, ¿verdad? Todos bajo el mismo techo, incluido el Bondadoso Señor. Me enviaste a morir prácticamente a la habitación de al lado.
Padre apretó la mandíbula.
—Te envié para salvar nuestro mundo —gruñó.
—Soy tu hija —escupí—. ¿Jamás, ni siquiera por un momento, se te ha ocurrido que eres tú quien debería intentar salvarme?
—Por supuesto que quería salvarte —dijo Padre pacientemente—, pero por el bien de Arcadia…
—No pensabas en el bien de Arcadia cuando trataste con el Bondadoso Señor. Ni siquiera estoy segura de que pensaras en el bien de Madre, porque si de verdad la amabas, habrías encontrado el modo de salvar a las dos hijas que ella tanto amaba. —Rechiné los dientes—. O al menos, no habrías pasado los últimos cinco años acostándote con su hermana.
Mientras se ahogaban en mis palabras, me di la vuelta y salí de la habitación. En apenas un instante, escuché a Padre ir detrás mío. No tenía ganas de correr, así que me dirigí a la puerta más cercana, pensando en la librería y la atravesé justo en el instante en el que empezó a gritar mi nombre.
Y entonces, su voz se cortó como amortiguada por mantas. La puerta de la biblioteca se cerró detrás mío, dejándome rodeada de hileras e hileras de estanterías de madera color cerezo. Era la habitación más grande de la casa, pero se había convertido en un panal de estanterías. Empecé a dar vueltas, recorriendo con el dedo los lomos de cuero con letras doradas. Había pasado tanto tiempo en aquella sala que el olor a cuero, a polvo y a papel viejo eran como mis amigos.
Detrás mío escuché un grito ahogado. Me volví y vi a una chica sentada en el suelo en un charco de faldas oscuras.
Era Astraia.
¿Me había mentido la imagen borrosa en el espejo o simplemente no había notado el cambio en ella? La grasa había desaparecido de su rostro. Su mandíbula era ahora afilada y angular, y aunque sus labios seguían siendo voluminosos estaban presionados en una fina línea. Iba vestida de negro, nunca lo había hecho desde que Padre nos dejaba elegir nuestra propia ropa y en su cara una expresión dura, estoica, una que nunca había visto en ella.
Abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella, como si todavía estuviese detrás del espejo.
—Astraia. —Me dejé caer de rodillas ante ella y la abracé—. Lo siento. Lo siento mucho.
—¿Nyx? ¿Cómo…? ¿Qué ha sucedido?
—He vuelto —dije. No quería mirarla a los ojos de nuevo—. No podía dejar que pensaras que estaba muerta y te odiaba.
—Sabía que no estabas muerta —dijo vagamente—. Te he visto en la tumba de Madre. A ti y al Bondadoso Señor. —Mi corazón se sobresaltó, pero su tono no era acusador, simplemente continuó—. Si hubiese llevado mi cuchillo, podría haber, haberle… —Su boca paró de moverse, antes de tragar saliva y proseguir—. Lo llamo cada noche, pero nunca me escucha.
—Lo sé —susurré—. Me lo ha dicho.
Puso una mueca de disgusto y luego se suavizó.
—Por supuesto. —Luego se sentó quieta, como una muñeca abandonada.
Tomé sus manos. Las sentí pequeñas y frías.
—Escucha. Nunca debí mentirte sobre la Rima, ahora lo sé, pero no podía soportar la idea de quitarte la esperanza. Y lo que dije aquella mañana, estaba enfadada y asustada, no lo decía en serio. Nunca te he odiado y estoy segura de que Madre tampoco. —Las palabras, dichas tantas veces ante el espejo, se sentían vanas y torpes en mi boca—. Si yo… Si pudiera retirarlo…
—Calla. —Me tomó de nuevo en sus brazos hasta reposar mi cabeza sobre su regazo, tal y como había imaginado en alguna ocasión—. Sé que te ha hecho cosas horribles.
Me atraganté con una carcajada parecida a un sollozo. Estaba tan en lo cierto y a la vez tan equivocada. No tenía ni idea.
—Quería ir contigo —dijo ella, con la misma calma vacía que antes—. Si me lo hubieras pedido, me habría arrastrado solo por ayudarte. Pero nunca quisiste mi ayuda. Solo querías que fuera tu dulce y sonriente hermana. Así que sonreí y sonreí hasta pensar que iba a romperme.
—Lo siento —susurré sin remedio, recordando nuestra infancia, todas las veces en las que preguntó sobre las artes Herméticas o sobre la lucha con cuchillo y yo simplemente la había ignorado. Siempre pensé que no lo decía en serio, porque era la dulce y feliz Astraia.
Ella tenía el consuelo de creer en la Rima. Pero su felicidad siempre había sido tan falsa como la mía y yo había ignorado su dolor, al igual que Padre y Tía Telomache había ignorado el mío.
—¿De verdad lo sientes? —Me acarició el pelo—. ¿Quieres que te perdone?
—Sí. —Lo había dicho más de cien veces ante el espejo y pensado otras tantas: «Perdóname. Perdóname. Perdóname».
Su mano se detuvo.
—Pues mata a tu marido.
—¿Qué? —Me levanté de golpe.
—Mató a Madre. Te ha deshonrado. Tiene a Arcadia esclavizada y ha devastado nuestras tierras durante novecientos años. —Astraia me miró fijamente—. Si me quieres, hermana, lo matarás y nos liberarás.
—Pero… Pero… —Casi dije «le quiero», pero sabía que nunca lo entendería.
Ella sonrió, con la misma expresión radiante que durante años había asumido que era simple y no un engaño.
—Lo sé. Crees que le quieres. Te vi besándole en el cementerio. ¿O vas a fingir que no disfrutas acostándote con el enemigo?
—No es… —Pero no pude seguir. Recordé sus besos, sus dedos recorriendo mi pelo, su piel contra la mía y sentí como mi cuerpo se sonrojaba.
La sonrisa de Astraia se desvaneció.
—Te gusta —habló grave y temblorosa—. Todos estos años has sido miserable. Intenté consolarte una y otra vez, pero no funcionaba nada, hasta que al final creí que te había perdido. Me sentí tan inútil por no poder curarte. Pero en realidad lo único que necesitabas era besar al asesino de nuestra madre y convertirte en la furcia de un demonio…
La abofeteé.
—Es mi marido.
Entonces comprendí qué había hecho y me retorcí las manos, estaba asqueada, pero Astraia no pareció darse cuenta de que la había abofeteado.
—Y es un gran honor. —Se puso en pie—. Pero yo sigo siendo virgen. Puedo matarlo. Si tú no tienes el estómago suficiente como para salvar Arcadia, méteme en su casa y lo haré por ti.
Me puse de pie también.
—No puedes.
—¿Sigues sin creer en la Rima de Sibila? Porque he estado investigando desde el día de tu boda y estoy más convencida que nunca. Estoy dispuesta a arriesgar mi vida por ello.
Recordé cómo Ignifex siempre me apartaba el cuchillo al instante. Lo quieto que estuvo mientras lo sostenía sobre su garganta. Cómo aceptó mi trato enseguida.
—No —dije fuertemente—. Creo en ella.
—Y entonces, ¿por qué no? ¿Porque te es más importante tener un hombre en tu cama que liberar Arcadia?
—No, porque le quiero. —Arranqué las palabras de mi garganta y quedaron suspendidas entre nosotras. No podía ni mirarla a los ojos, así que miré al suelo con mis mejillas ardiendo—. Y porque no fue él quien provocó el Cataclismo —proseguí en susurros, desesperada—. Los Bondadosos lo hicieron. Él solo es un esclavo. Ni siquiera sabe su nombre. Le dije… Me dijo que si encontraba su nombre le liberaría. Le prometí que le ayudaría.
Me atreví a mirar hacia arriba. Astraia tenía la cabeza levemente inclinada y el rostro pensativo.
—¿Los Bondadosos existen? —dijo ella.
Asentí.
—Sí. Antes del Cataclismo, realizaban tratos como los que hace el Bondadoso Señor ahora. Creo que el último príncipe hizo algún trato con ellos, pues encerraron Arcadia, crearon al Bondadoso Señor para realizar los tratos y esclavizaron al último príncipe.
—Entonces sabes cómo ocurrió el Cataclismo. —La voz de Astraia era tranquila y reflexiva—. Sabes que el último príncipe está vivo y cautivo. Con lo que has aprendido y el conocimiento de los Resurgandi, probablemente podrías salvarnos. Y, ¿a ti te preocupa un sirviente de Los Bondadosos?
—No, pero… —Al momento un pensamiento me vino a la cabeza y me dejó sin aliento—. La Rima no dice que acabará con el Cataclismo de Arcadia ni con los demonios. Solo promete destruirlo.
—¿Y? —dijo Astraia—. Vengará la muerte de nuestra madre. Hará que deje de enviar demonios tras nosotros. Una vez muerto podremos resolver lo del Cataclismo con calma.
—No lo entiendes —dije—. Él no manda los demonios tras nosotros. Él es el único que los retiene. Cuando atacan a la gente es porque escapan contra su voluntad, y los caza para encerrarlos de nuevo. Si él se fuera, nos masacrarían y nos harían pedazos.
Sentí una oleada repentina de esperanza. No entendía a aquella nueva Astraia —no, en realidad nunca entendí a mi hermana. Pero seguro que veía la lógica en mi argumento. Tenía que aceptarlo.
Su frente se arrugó pensativa.
—¿El principal siervo de Los Bondadosos no puede controlar a sus demonios? ¿Por qué le darían tan poco poder?
Me encogí de hombros.
—Supongo que pensaron que era divertido.
—O él pensó que era divertido mentirte.
—Él no haría… —Empecé y me quedé sorprendida al ver en su rostro aparecer una expresión de incredulidad desdeñosa—. ¿Quieres correr el riesgo? —pregunté en su lugar.
—No —dijo Astraia. Pareció reflexionar un instante—. Entonces, antes de matarlo, tendremos que encontrar un modo de deshacer el Cataclismo y eliminar a los demonios.
Habló con tanta confianza y naturalidad que me costó unos segundos encontrar mi voz.
—No, necesitamos encontrar su nombre.
—Y si realmente es posible encontrar su nombre, si realmente es posible que quede libre, ¿tienes alguna razón para creer que terminará con el Cataclismo de Arcadia y nos liberará a todos de los demonios?
No la tenía, comprendí con horror y un estremecimiento me recorrió. Él solo había dicho que sería libre y no tendría maestros. Todo lo demás, solo eran esperanzas mías.
—Pero no podemos matarle —protesté—. Te he dicho…
—Tú me has dado buenas razones para ser cuidadosa —dijo ella—. Me has dicho que mientras él viva, los demonios perseguirán a nuestra gente. Me has dicho que, mientras viva, puede atraer a nuestra gente a sus retorcidos tratos. —Tenía su rostro a un suspiro del mío—. Me has dicho que lo quieres vivo, aunque eso signifique no vengar a nuestra madre y sus tratos castigarán tanto a culpables como inocentes y que, cada día, a los demonios que les apetezca, podrán salir y perseguir a los hombres hasta la muerte.
No había rabia en su voz, solo una convicción inquebrantable. No podía moverme, no podía respirar, ni siquiera apartar la vista de su mirada implacable.
—¿No es así, hermana?
Quería gritar, «¡Tú no lo entiendes!», pero cada palabra que había dicho era cierta. La gente moría a diario y no me había importado si seguía siendo así mientras la persona a la que amaba siguiera viva. A pesar de saber que él era la persona que menos merecía vivir.
Al final, todo lo que pude hacer fue mirarla y susurrar.
—Sí.
—Sabes que es un monstruo —dijo suavemente—. Por mucho que pienses que le amas, sabes que es así. Tal vez sea un esclavo, pero si realmente odiara lo que hace, podría haberse matado hace mucho tiempo.
Moví la cabeza, negando, al recordar cómo se había curado de la oscuridad.
—No estoy segura de que ellos le dejaran morir…
—¿No digo la verdad?
—Sí —dije sin poder evitarlo.
Posó una mano en mi mejilla.
—He oído historias sobre él. No te culpo por haber sido engañada. Pero si no me ayudas, nunca te perdonaré. —Sus labios se curvaron en una sonrisa radiante y feroz—. Y sé que madre tampoco te perdonará nunca.
Clavé las uñas en mis palmas. Tenía todo el derecho a lanzar mis propias palabras sobre mí y, probablemente y a diferencia de mí, estaba diciendo la verdad.
—Él confía en mí —dije—. Ya sabes cómo juzgan los dioses a los traidores.
—Tendrás que traicionar a uno de nosotros. Supongo que el elegido dependerá de a quién quieres más.
La miré. Quería que rompiera mi promesa con Ignifex, que le traicionara después de haberme dado su absoluta confianza, que matara a la única persona que me había amado y sin pedir nada a cambio.
Ella era mi única hermana, la viva imagen de mi madre y la persona a la que más daño había hecho aun siendo la persona que menos se lo merecía. Quería que vengara diez mil almas asesinadas y mantuviera Arcadia a salvo de los demonios.
Recordé los gritos en el estudio de Padre. Recordé cómo Astraia se acurrucaba junto a mí cuando no podía dormir por el miedo a que las sombras la observaran. Recordé jurar en silencio: «voy a darle fin».
Aquel juramento debía mantenerse.
—Nyx. —Astraia acunó mi cara entre sus manos—. Por favor.
«Debería haberlo sabido», pensé con pesar. «¿Por qué creí que podría tener alguna vez lo que quiero?»
»¿Por qué iba a pensar que mi amor era más importante que toda Arcadia?».
Agarré sus manos y susurré.
—Sí.
Nuestros dedos se entrelazaron. Sentí el hielo crecer en mi pecho.
—Júramelo —dijo ella—, por el amor a nuestra madre y a mí, por los dioses del cielo y por el río Estigia, que destruirás al Bondadoso Señor, rescatarás al último príncipe y nos salvarás a todos.
Mi corazón latía apresuradamente. Intenté hablar, pero tenía la garganta cerrada. Recuerdos de Ignifex me inundaron: sus labios contra los míos, sus manos deslizando el anillo en mi dedo, su voz en la oscuridad mientras me decía: «Por favor».
Pero él no importaba más de lo que importaba yo. Ambos éramos malvados y éramos los que debían ser sacrificados.
—Lo juro. —Las palabras salieron en un susurro. Tragué y seguí adelante—. Juro por tu amor y el de nuestra madre, por los dioses del cielo y el río Estigia, que destruiré al Bondadoso Señor, rescataré al último príncipe y nos salvaré a todos.
—¿Y? —Astraia prosiguió con suavidad.
—Y… Y por el arroyo en la parte de atrás de casa.
Me abrazó fuertemente.
—Gracias.
Apoyé la cabeza sobre su hombro. Mis ojos se llenaron de lágrimas esperando a que en cualquier momento me invadiera mi odio hacia ella. Pero todo lo que sentí fue un vacío, hasta que me di cuenta de que por fin conseguí lo que deseaba: amar a mi hermana sin amargura. Solo me costó todo lo que tenía.
Se me ocurrió que Ignifex encontraría aquel destino un tanto divertido y apropiado. Y entonces lloré; sacudía mi cuerpo por los sollozos y Astraia me abrazó, me acarició la espalda hasta que me sentí más tranquila.
A Padre y a Tía Telomache no les costó mucho encontrarnos, pero cerramos la puerta y nos negamos a salir. Padre llamó y le ordenó a Astraia —debía saber que yo era una causa perdida— que abriera la puerta.
—¡Estamos planeando la muerte del Bondadoso Señor! —gritó Astraia en respuesta—. ¡Vete!
Se me escapó una risa débil.
—Veo que has afilado la lengua en mi ausencia.
—Los gemelos son siempre iguales, ¿no lo sabías? —Su voz sonaba casi cariñosa. Me reí de nuevo. Sus siguientes palabras me pillaron desprevenida, fueron como un bofetón—. ¿Por qué fuiste al cementerio?
Recordé cómo apoyaba mi mejilla en el hombro de Ignifex, su brazo alrededor de mi cintura y sus labios besándome, ferozmente tierno. Sentía gusanos recorriendo mi piel solo con pensar que Astraia lo había visto, nos odiaba.
Pero le debía una respuesta.
—Porque siempre he sido una hija terrible. Y… en esa casa, me he convertido en alguien peor.
Astraia me miró bruscamente y pude ver las palabras «porque él ha querido» escritas en sus ojos, pero se mantuvo en silencio.
Continué.
—Quería, por una vez en mi vida, hacer algo bueno por ella.
Astraia frunció los labios.
—¿Por qué fue contigo? —preguntó obviando (o aceptando) mi insinuación de que, a lo largo de mi vida, no amé a nuestra madre como debería.
—Yo se lo pedí.
Sus fosas nasales se dilataron.
—¿Para que pudiera reírse sobre su tumba?
Apreté las manos.
—Bebió conmigo durante el ritual funerario —gruñí y no pude evitar añadir—. Seguro que lo viste, nos espiaste lo suficiente como para no perdértelo.
Astraia se enderezó.
—Podría derramar toda su sangre durante el rito y aun así no pagaría su deuda.
—Yo no he dicho que baste. —Volví a mirar al suelo, recordando a sus esposas muertas yaciendo en la oscuridad y la tristeza en el rostro de Astraia cuando la dejé. Ninguno de los dos podría pagar por nuestros pecados.
—Supongo que a estas alturas confía en ti, ¿no? —Miró hacia abajo y me sentí obligada a mirarla a los ojos.
«Puedes confiar en mí», le había dicho y él me había susurrado: «Lo sé».
Asentí sin palabras.
—Eso es bueno. Después de todo, merece saber qué se siente al ser traicionado. —Su sonrisa era como un cristal roto—. Algún día te librarás de él, y entonces me darás la razón.
Al momento me puse en pie con el corazón latiendo fuertemente en mis oídos.
—Sin duda es malvado y no tiene perdón. —Mi voz sonó como si viniera desde el otro lado de un túnel—. Pero él es la única razón por la que he honrado a Madre con el corazón puro. Y si no hubiese aprendido a ser amable con él, nunca habría vuelto para rogar tu perdón y elegirte por encima de él. Regodéate todo lo que quieras, mereces vernos sufrir, pero no te atrevas a decir que me libraré de él. Toda la bondad que te haya podido mostrar y la que vendrá durante el resto de tu vida, es gracias a él. Y no importa cuantas veces le traicione, seguiré amándolo siempre.
Cerré la boca de golpe. La vergüenza llenó todos los poros de mi piel al revelar aquello que osaba querer. Miré a Astraia con las manos temblorosas. La ola de ira y odio seguía sin aparecer, todavía no me había convertido en el monstruo capaz de hacer o decir cualquier cosa.
El rostro de Astraia era frío e ilegible. Extendió la mano lentamente, me tensé, pero solo quería acariciarme el pelo. Cerré los ojos, sin mi odio, me sentía despojada.
—Va a morir —dijo en mi oído—. Así que no estoy descontenta.
—Entonces, ¿podemos seguir adelante con el plan? —Mi voz apenas tembló.
—Por supuesto. Dime qué has aprendido. Además de la amabilidad.
Le conté mi historia. O parte de ella.
Le conté cómo la oscuridad intentó comerse a Ignifex vivo, que necesitaba muchas velas o mis brazos para sobrevivir a la noche. Pero no le conté que lo había dejado indefenso en el pasillo diciéndome «por favor», porque sabía que sonreiría ante la idea de su sufrimiento y no podría soportarlo. Le dije cómo encontré todos los corazones, incluido el Corazón de Aire, y creo que me sonrojé lo suficiente como para que supiera, sin yo decírselo, qué hicimos allí.
Sobre todo tuve cuidado de no contarle cuánto tiempo malgasté entre el momento en que encontré el Corazón de Aire y el que vine a verla. Sabía que amaba a nuestro enemigo, pero no necesitaba saber lo mucho que había deseado olvidarla. O lo fácil que había sido.
Al terminar, Astraia se mantuvo en silencio durante unos minutos. Entonces dijo:
—Tienes que liberar a Sombra. ¿Es el príncipe, verdad?
«Ha matado a cinco mujeres», pensé, pero Ignifex había matado a muchas más y, al final, ninguno importaba. Vengar a mi madre y salvar Arcadia de los demonios eran las únicas cosas de las que debían importarme.
—Sí —dije.
—Durante mi investigación, encontré una variante de la Rima. —Recogida únicamente en dos manuscritos—. Que añadía otro pareado:
“Un corazón puro y un beso de verdad,
liberarán al príncipe y le darán la felicidad”.
Bufé.
—Aun siendo verdad, creo que es tan imposible como lo de las manos vírgenes. —Abrió la boca—. Y también para ti. Tienes el corazón cargado de veneno. —Fruncí el ceño—. Además, primero tendría que encontrar a Sombra. E Ignifex no me dirá dónde… —Mi voz se apagó al comprender que solo había un lugar en el que Ignifex estaría satisfecho encarcelando a Sombra—. Está detrás de la puerta —susurré—. Con los Hijos de Tifón. —Sentí horror al pensar que Ignifex pudiera hacerle aquello a alguien, pero sabía que era así.
—Entonces será fácil, ¿no? —dijo Astraia—. Tienes el anillo.
—¿Y?
Puso los ojos en blanco.
—Gobierna los demonios. El anillo te permite ponerte en su lugar. Apostaría cualquier cosa a que puedes mandar sobre ellos.
—¿Te apostarías la vida? —murmuré mirando el anillo. ¿Qué tanto de su naturaleza me había dado el anillo? Me permitía compartir su poder. ¿Y si también compartía sus debilidades? Me di cuenta de las sombras que había en la biblioteca y la piel se me erizó.
—Sí, y más —dijo Astraia, de nuevo seria.
—No estaba vacilando —dije—. Estaba pensando. ¿Recuerdas que te he contado que la oscuridad le quema? Creo que me haría lo mismo, ya que el anillo me permite compartir su poder. Sombra dijo que los monstruos temen a la oscuridad porque les recuerda lo que son. Ignifex dice que escucha una voz en la oscuridad y que sobrevive porque se olvida de ella. —La miré a los ojos—. Quiero saber qué verdad es esa que trata de comérselo vivo todas las noches.