Dicen que hubo un tiempo en el que el cielo era azul y no de color pergamino.
Dicen que hubo un tiempo en que, si los barcos navegaban hacia el este desde Arcadia, llegaban a un continente diez veces más grande —no se caían en un vacío infinito. En aquellos tiempos, podíamos comerciar con otros países; lo que no podíamos cultivar lo importábamos en lugar de intentar crearlo con complicadas artes herméticas.
Dicen que hubo un tiempo en el que no había ningún Bondadoso Señor viviendo en el castillo en ruinas en lo alto de la colina. En aquellos tiempos tampoco sus demonios infestaban cada sombra; no les pagábamos impuestos para mantenerlos —a la mayoría— a raya. Nadie tentaba a los mortales a negociar con él a cambio de favores mágicos que siempre terminaban por arruinarles.
Esto es lo que cuentan:
Hacía mucho tiempo, la isla de Arcadia solo era una provincia menor del imperio greco-romano. Era una tierra medio salvaje poblada únicamente por guarniciones imperiales y gentes rudas, ignorantes e incivilizadas que se escondían entre matorrales para adorar a sus antiguos dioses y rechazar cualquier nombre para su tierra que no fuese Anglia. Sin embargo, cuando el imperio cayó en manos de los bárbaros —cuando la Atenea Partenos fue destruida y las siete colinas quemadas— únicamente Arcadia permaneció intacta. El príncipe Claudio, hijo pequeño del emperador, huyó con su familia a Arcadia. Reunió a la gente y a las guarniciones imperiales, derrotó a los bárbaros y creó un reino esplendoroso.
Ningún emperador anterior, ni ningún rey posterior, fue tan sabio en sus decisiones, tan terrible en la batalla o tan querido por los dioses y los hombres. Dicen que el dios Hermes en persona se le apareció a Claudio y le enseñó las artes Herméticas, revelándole secretos que ni los filósofos de Grecia y Roma habían descubierto.
Algunos dicen que Hermes le dio el poder de controlar a los demonios. Si aquello era cierto, entonces, Claudio fue el rey más poderoso que había existido nunca. Los demonios —restos de malicia engendrados en las profundidades del Tártaro—, eran tan antiguos como los dioses y algunos conseguían escapar de sus prisiones para arrastrarse a través de las sombras de nuestro mundo. Nadie, excepto los dioses, podía pararlos y tampoco se podía razonar con ellos. Cualquier mortal que los veía enloquecía; los demonios únicamente deseaban darse un festín con el miedo humano. Sin embargo, se dice que Claudio podía encerrarlos en jarras con una sola palabra, de forma que nadie tenía por qué temer a la oscuridad.
Quizá es aquí donde empezaron los problemas. Arcadia fue bendecida y, tarde o temprano, toda bendición tenía su precio.
Durante nueve generaciones, los herederos de Claudio gobernaron en Arcadia con sabiduría y justicia, defendiendo la isla y manteniendo viva la tradición antigua, pero los dioses se volvieron contra los reyes, ofendidos por algún pecado secreto o bien porque los demonios que Claudio había encerrado por fin eran libres o porque —pocos se atreven a decirlo—, los dioses murieron y dejaron las puertas del Tártaro abiertas. Por la razón que fuera, aquello fue lo que ocurrió: el noveno rey murió durante la noche. Antes de que su hijo fuese coronado a la mañana siguiente, el Bondadoso Señor, príncipe de los demonios, descendió sobre el Castillo. En apenas una hora, llena de ira y fuego, mató al príncipe y destruyó el castillo piedra a piedra. Y fue entonces cuando dictó las nuevas reglas que marcarían nuestra existencia.
Podría haber sido peor. No intentó gobernarnos como un tirano, ni nos destruyó como hicieron los bárbaros. Solo pidió un homenaje a cambio de mantener sus demonios a raya. Nos ofreció su magia, concediendo deseos a todos los que eran tan tontos como para pedirlos.
Sin embargo, ya era suficientemente terrible. La noche en la que el Bondadoso Señor destruyó la dinastía real, también aisló Arcadia del resto del mundo. Ya no veíamos el cielo azul, rostro del Padre Urano, así como tampoco estaba unida nuestra tierra a los huesos de la Madre Gaia.
Únicamente teníamos una cúpula de color pergamino sobre nosotros, adornada con una burla de lo que en su día fue el sol. A nuestro alrededor y debajo, el vacío. En cada sombra, los demonios nos esperaban con mucha más frecuencia que antes. Y si los dioses aún podían oírnos, ya no levantaban mujeres a profetizar en su nombre como sibilas, ni respondían a nuestras plegarias de liberación.
Cuando la luz empezó a brillar a través de los bordes de encaje de las cortinas, me di por vencida en mi intento por dormir. Sentía los ojos hinchados y ásperos mientras me dirigía hacia la ventana. Corrí las cortinas y entrecerré los ojos mientras miraba obstinadamente el cielo. En el exterior, cerca de mi ventana, crecían un par de abedules y, a veces, durante las noches de viento, sus ramas repiqueteaban contra los cristales. A través de sus hojas podía ver las colinas y tres rayos de sol asomándose tras su oscura silueta.
Los poemas antiguos, escritos antes del Cataclismo decían que el sol —el verdadero sol, carroza de Helios—, era tan brillante que cegaba a quienes lo contemplaban. Hablaban de los dedos rosados de Aurora, que pintaba el Este con sombras rosas y doradas. Elogiaban la cúpula azul infinita del cielo.
No era así para nosotros. Los dorados y ondulados rayos de sol se parecían a la iluminación dorada de uno de los viejos manuscritos de Padre; brillaban, pero su luz era menos dañina que la de una vela. Cuando el sol aparecía por completo se hacía incómodo fijar la vista en él, pero no más que en el cristal congelado de una lámpara Hermética. La mayor parte del tiempo, la luz simplemente venía del cielo, una cúpula color crema veteada con tonos crema más oscuros, como si de un pergamino se tratara, a través del cual la luz brilla como un fuego distante. El amanecer no era más que una fina línea brillante en el cielo. Sobre las colinas, la luz era más fría que al mediodía, pero por lo demás era lo mismo.
—Estudiad el cielo, pero que no os encandile —nos decía Padre a Astraia y a mí un sinfín de veces—. Es nuestra prisión y símbolo de nuestro captor.
Pero era el único cielo que conocía y, después de hoy, cabía la posibilidad de que nunca más caminara bajo él. Sería prisionera en el castillo de mi marido y, tanto si fallaba como si tenía éxito en mi misión —especialmente si tenía éxito—, no habría forma escapar de aquellos muros. Por lo que, simplemente, me quedé mirando el cielo apergaminado y aquel sol dorado mientras se humedecían mis ojos y un dolor agudo penetraba en mi cabeza.
Cuando era pequeña, en ocasiones imaginaba que el cielo era la ilustración de un libro, que todos estábamos a salvo entre las cubiertas y que, si pudiera encontrarlo y abrirlo, podríamos escapar sin tener que enfrentarnos al Bondadoso Señor. Estaba medio convencida de mi ensoñación la noche que le dije a Padre:
—Supongamos que el cielo realmente es…
Y él me preguntó si creía seriamente que contando un cuento de hadas salvaría a alguien.
Por aquel entonces aún creía en cuentos de hadas. Aún tenía la esperanza —no de escapar de mi matrimonio, pero sí de poder ir al Liceo, la gran Universidad de la capital, Ciudad Sardis. Toda mi vida había oído hablar de ella porque era el lugar de nacimiento de los Resurgandi, la organización de intelectuales que iniciaron la investigación de la Hermética. Tan solo tenía nueve años cuando Padre nos contó a Astraia y a mí la verdad secreta: después de recibir su carta, en la sala más escondida de la biblioteca del Liceo, el Gran Magistrado y sus nueve adeptos juraron en secreto destruir al Bondadoso Señor y deshacer el Cataclismo. Durante doscientos años, todos los Resurgandi se habían concentrado en llegar a tal fin.
Pero aquella no era la única razón por la que anhelaba acudir al Liceo. Estaba obsesionada con ir porque era el lugar donde los estudiosos habían utilizado por primera vez técnicas Herméticas para resolver las carencias que nos había ocasionado el Cataclismo. Cien años atrás aprendieron a cultivar gusanos de seda y plantas de café cuatro veces más rápido que la naturaleza, a pesar del clima. Hacía cincuenta años, un simple estudiante había descubierto la manera de conservar la luz del día en una lámpara Hermética. Yo quería ser como aquel estudiante, dominar los principios Herméticos para realizar mis propios descubrimientos y no solo memorizar las técnicas que Padre pensó que podrían ser de utilidad —para algo más aparte del destino al que él mismo me había sentenciado. Calculé que, si realizaba los estudios de cada año en nueve meses, podría estar lista a los quince años y aún me quedarían dos años para estudiar en el Liceo antes de enfrentarme a mi destino.
Intenté contarle mi idea a Tía Telomache y ella me preguntó mordazmente si pensaba que podía perder el tiempo en gusanos de seda cuando la sangre de mi madre clamaba venganza.
—Buenos días, señorita.
La voz fue apenas un susurro. Me di la vuelta. Vi la puerta abierta y a mi doncella, Ivy, mirándome. Mi otra doncella, Elspeth, pasó junto a ella irrumpiendo en la habitación con una bandeja de desayuno.
Ya no quedaba tiempo para lamentarse. Era el momento de ser fuerte —y podría serlo, si no fuese porque no dejaba de dolerme la cabeza. Acepté con gratitud la pequeña taza de café, me lo bebí en tres tragos, incluidos los posos del fondo, y se la devolví a Ivy mientras le pedía otra. Al terminar el desayuno me había bebido dos tazas más y me sentía preparada para afrontar los preparativos de la boda.
Primero fui al cuarto de baño. Dos años antes, Tía Telomache lo decoró con macetas de helechos y cortinas color púrpura; el papel de pared tenía dibujado un patrón de manos enlazadas y violetas. Me parecía un lugar extraño para hacer la purificación ceremonial; Tía Telomache y Astraia ya esperaban una a cada lado de la bañera con jarras. El pasado invierno, Padre había instalado tuberías de agua caliente, pero, debido al rito, debía lavarme en agua de uno de los manantiales sagrados, por lo que me estremecí cuando Tía Telomache vertió el agua helada sobre mi cabeza mientras Astraia cantaba el himno de la doncella.
Entre versos, Astraia me lanzaba tímidas sonrisas, comprobando si realmente la había perdonado. «Tan solo quiere asegurarse de que estás bien» me dije a mí misma y, apretando los dientes, le sonreí. Fuera cual fuese su preocupación, al final de la ceremonia su aspecto era de total tranquilidad. Cantó el último verso como si quisiera que todo el mundo la escuchara, me envolvió en una toalla y me dio un abrazo corto. Mientras me secaba dejó de mirarme a la cara y pensé, «por fin», relajé mi expresión y dejé de sonreír.
Una vez seca y envuelta en un manto nos dirigimos a la capilla de la familia. Esta parte de la mañana fue reconfortante, solo tuve que entrar en la pequeña sala y arrodillarme en el mosaico rojo y dorado, como ya había hecho otras muchas veces. El olor a humedad y el denso humo de velas e incienso viejo despertó los recuerdos de las oraciones que realizaba en mi niñez: Padre con el semblante serio a la luz de las velas y Astraia frunciendo la nariz, con los ojos cerrados durante el rezo. Hoy, la fría luz de la mañana entraba por los estrechos ventanales, reflejándose en el suelo y anegando mis ojos de lágrimas.
Primero rezamos a Hermes, patrón de nuestra familia y de los Resurgandi. Luego, corté un mechón de mi pelo y lo puse ante la estatua de Artemisa, patrona de las doncellas.
«Mañana a esta misma hora ya no estaré soltera». La boca se me secó y tartamudeé al recitar la oración de despedida.
A continuación vinieron las plegarias a los Lares, los dioses del hogar que protegen la casa de enfermedades y mala suerte, evitan que el grano se eche a perder y ayudan a las mujeres en el parto. En casa teníamos tres de ellos, representados por tres estatuas de bronce pequeñas, con rostros desgastados y verdes por la edad. Tía Telomache puso un plato de aceitunas y trigo seco delante de ellas y añadió otro mechón de pelo, ya que yo iba a dejar la casa: aquella misma noche pertenecería a la casa del Bondadoso Señor y a los Lares que este pudiera poseer.
«¿A qué dioses servirían los demonios y qué necesitarían como ofrenda?».
Por último encendimos incienso y pusimos un plato de higos frente al retrato de mi madre. Me incliné hasta tocar el suelo con la frente. Como ya había orado a su espíritu mil veces, las palabras aparecieron en mi cabeza sin esfuerzo.
«Oh, madre, perdona que no me acuerde de ti. Guíame en todos los caminos que deba recorrer. Dame fuerzas para vengarte. Me llevaste nueve meses, me diste la vida y te odio».
Ese último pensamiento se deslizó por mi mente tan rápido como un suspiro. Me estremecí al pensar que podía haberlo dicho en voz alta, pero al mirar de reojo a Astraia y a Tía Telomache, vi que seguían orando con los ojos cerrados.
Sentía un vacío en el estómago. Debía retirar las palabras, llorar por la crueldad mostrada a mi madre. Debería levantarme de golpe y sacrificar una cabra para expiar mi pecado.
Me ardían los ojos, las rodillas me dolían y cada latido de mi corazón me acercaba más un monstruo. Permanecí con mi cara contra el suelo en señal de humildad.
«Te odio», oré en silencio. «Padre lo cerró por tu bien. Si no hubieras sido tan débil, ni estado tan desesperada, ahora no estaría condenada. Te odio, Madre, y te odiaré siempre».
Temblé solo de pensarlo. Sabía que estaba mal y sentí la culpa apretándome la garganta, pero antes de poder decir nada más, Tía Telomache me levantó y me arrastró fuera de la sala.
«Lo siento», pronuncié mientras cruzaba el umbral. La luz de la mañana ensombrecía las estatuas. Desde la puerta, ya no pude ver las caras de los dioses ni la de mi madre.
De vuelta en mi habitación las doncellas me esperaban. Entramos y vi por unos segundos el rostro pálido y preocupado de Ivy, aunque nada más verme cambió y sonrió ampliamente. Elspeth simplemente me miró y abrió el armario. Sacó mi vestido de novia y se giró hacia mí con la falda roja del vestido arremolinándose a su alrededor.
—Su vestido de novia, señorita —dijo—. ¿Verdad que es maravilloso?
Su sonrisa mostraba unos dientes realmente brillantes.
Elspeth no tenía rival en tema de peinados y vestidos, pero todo cuanto hacía lo ejecutaba con una sonrisa irónica en la cara. Odiaba a los Resurgandi porque, aun siendo maestros de las artes Herméticas, nunca se levantaron contra el Bondadoso Señor. Odiaba a mi padre porque su deber era ofrecer el diezmo del pueblo y dar el vino y el grano que persuadía al Bondadoso Señor de soltar a los demonios. Sin embargo, hacía seis años, aunque Padre juró haber hecho la ofrenda correctamente, encontraron a su hermano Edwin gimiendo y desgarrándose la piel, sus ojos negros como la tinta, algo habitual en las personas que miran a un demonio; se vuelven locos. Ella se alegraba de verme casada, pues significaba que Leónidas Triskelion también perdería a alguien querido.
No podía culparla. No había forma de que supiera que, durante doscientos años, los Resurgandi habían intentado, en secreto, destruir al Bondadoso Señor, ni lo poco que le importaría a mi padre perderme. Al igual que todo el mundo en el pueblo, lo único que sabía era que Leónidas, un poderoso Hermetista, había negociado con el Bondadoso Señor como un necio cualquiera y que ahora, como todos los necios, debía pagar. Era justo. ¿Por qué no iba a regocijarse?
—Es bonito —murmuré.
Ivy se sonrojó mientras me vestía, y es que el vestido bien valía un sonrojo; de color carmesí intenso como cualquier otro vestido de bodas, pero mucho más llamativo y tentador. La falda estaba formada por un montón de volantes y lazos; las mangas abullonadas dejaban los hombros al descubierto mientras el corpiño negro ajustado apretaba y exponía mis pechos. No había corsé ni enaguas debajo; me estaban vistiendo para que me desvistieran lo más rápido posible.
Elspeth rio mientras me abrochaba la parte delantera.
—¿Para qué hacer esperar a tu nuevo marido, eh?
Miré vagamente a Tía Telomache y ella levantó las cejas como si quisiera decirme: «¿Qué esperabas?».
—Estoy segura que se enamorará de ti nada más verte —dijo Ivy con valentía. Las manos le temblaban mientras me ajustaba la falda, por lo que le sonreí. Pareció calmarse un poco.
Durante los minutos siguientes, fingí que estaba feliz por casarme. Elspeth e Ivy reían y cuchicheaban; Astraia aplaudió y tarareó fragmentos de canciones de amor y Tía Telomache asintió satisfecha. Me mantuve quieta y obediente como una muñeca. Si me concentraba en la pared y rememoraba los sellos Herméticos, el bullicio a mi alrededor desaparecía. Todavía notaba todo lo que hacían, pero ya no sentía nada.
Me peinaron, inmovilizando el pelo sobre mi cabeza. Colocaron rubíes en mis orejas y alrededor de mi cuello, me pintaron los labios de rojo, rosaron mis mejillas y rociaron mis muñecas y garganta con almizcle. Finalmente me pusieron delante de un espejo.
Una dama vestida de reluciente carmesí me devolvió la mirada. Hasta aquel día, siempre había llevado el vestido negro de luto, a pesar de que Padre nos dijera a los doce años que podíamos vestir como quisiéramos. Todo el mundo pensaba que lo hacía por ser una hija piadosa, pero en realidad era porque odiaba tener que fingir que todo iba bien.
—Tienes un aspecto de ensueño. —Astraia deslizó su brazo alrededor de mi cintura y le dedicó una sonrisa a nuestros reflejos.
Todo el mundo decía que Astraia era el vivo retrato de nuestra madre y, la verdad, no podría haber sacado su físico de otra persona: regordeta, hoyuelos en las mejillas, labios carnosos, nariz chata y rizos oscuros. Sin embargo, yo podría haber nacido directamente de la cabeza de mi padre, como Atenea. Tenía sus altos pómulos, su aristocrática nariz y su lacio pelo negro. Una vez, en un arranque de bondad poco frecuente en ella, Tía Telomache me dijo que si bien Astraia era «guapa», yo era «regia»; sin embargo, todo el mundo que veía a Astraia le sonreía, mientras que al verme a mí solo asentían y decían lo orgulloso que debía estar mi padre.
Orgulloso, sí. Pero no me amaba. Cuando éramos jóvenes, quedó bien claro quién iba tras los pasos de Madre y quién tras los de Padre, por lo que no hubo duda alguna sobre cuál de nosotras debía pagar por su pecado.
Tía Telomache aplaudió.
—Es suficiente, chicas —dijo—. Decid adiós y marchaos.
Elspeth me miró de arriba a abajo.
—Está para comérsela, señorita. Que los dioses le sonrían en su matrimonio. —Y se marchó, encogiéndose de hombros como si la cosa no fuera con ella.
Ivy me abrazó y deslizó un pequeño hombre de paja en mi mano.
—Es el hijo de Brigit, el pequeño Tom-el-Solitario —susurró—, te dará suerte. —Se apartó y siguió a Elspeth.
Apreté el amuleto en mi mano. Tom-el-Solitario era para los campesinos el dios pagano de la muerte y el amor. La gente de la aldea en ocasiones hacía sacrificios a Zeus y a Hera. Lo hacían cuando lo obligaba la tradición, pero para los niños enfermos, cosechas inciertas y amor no correspondido oraban a los dioses paganos, aquellos que ya adoraban mucho antes de que llegaran los greco-romanos a sus costas. Los estudiosos coincidían en que los dioses paganos no eran más que supersticiones o versiones terrenales de los dioses celestiales —Tom-el-Solitario no era otra cosa que Adonis y Brigit era el nombre de Afrodita—, y que, en cualquier caso, el único camino correcto era adorar a los dioses en su nombre real.
A decir verdad, los dioses paganos no salvaron al hermano de Elspeth de los demonios. Sin embargo, los dioses olímpicos tampoco parecían predispuestos a salvarme.
Con un suspiro, Tía Telomache me abrió la mano y me quitó un arrugado Tom-el-Solitario.
—Todavía se aferran a sus supersticiones —murmuró mientras lo arrojaba a la chimenea—, ni que el imperio greco-romano los hubiese conquistado la semana pasada y no hace mil doscientos años.
Por la forma de hablar de Tía Telomache, uno podría pensar que descendía del mismísimo Príncipe Claudio, cuando en realidad ella y Madre venían de una familia que apenas tres generaciones atrás estaba formada por campesinos. Indicárselo era un callejón sin salida.
—No lo sabes —protestó Astraia—. Aun así podría haberle dado suerte.
—Y entonces, los Seres Bondadosos le concederán tres deseos, ¿no? —dijo Tía Telomache no con molestia sino indulgencia. Luego, su mirada pétrea se dirigió a mí—. Supongo que no será necesario recordarte lo importante que es este día. Para vosotros, los jóvenes, es fácil olvidar estas cosas.
«No, para ti es fácil», pensé. «Esta noche acariciarás a mi padre mientras que yo seré el juguete de un demonio».
—Sí, tía —dije, mirándome las manos.
Suspiró mientras cerraba los ojos, preparándose para un momento más tierno.
—Si mi querida Thisbe…
—Tía —dijo Astraia, de pie junto a la cómoda—. ¿No olvidas algo?
Tenía las manos detrás de la espalda y una sonrisa tan grande como aquella vez que se comió todas las tartas de mora.
—No, hija…
—¿No es una suerte que me haya acordado? —Con una floritura, sacó un cuchillo fino de acero colgado de un arnés de cuero negro.
Por un instante, Tía Telomache observó el cuchillo como si ante ella se hallara una araña enorme y gorda. Yo me sentía como si me hubiera tragado aquella araña y estuviese recorriendo mi garganta con sus venenosas piernas. Así era como sentía la mentira: todas las mentiras que tuve que idear y escupir, viles y vacías como la cáscara de un insecto muerto, todo para asegurarme de que la preciada Astraia podía ser feliz. Y aquel cuchillo era la más importante de nuestra familia.
—Hecho especialmente para la ocasión —continuó Astraia con seriedad—. Nunca ha cortado nada con vida. Por seguridad, nunca se ha usado para nada, ni siquiera lo han probado. Olmer me lo ha jurado y sabes que nunca miente.
No como nosotros, que durante los últimos cuatro años le habíamos dicho que existía la posibilidad de que yo pudiese matar al Bondadoso Señor y volver.
—¿Te das cuenta —dijo Tía Telomache suavemente—, de que es posible que Nyx no tenga oportunidad de usar el cuchillo? Y… —Se detuvo con delicadeza—. No sabemos con certeza si funcionará.
Astraia elevó su barbilla.
—Sé que la Rima es cierta, lo sé. Y aunque no lo fuera, ¿por qué no debería intentarlo? No veo cómo apuñalar al Bondadoso Señor podría hacerle daño.
Aquello le haría ver que yo no era débil y cobarde, que había llegado para destruirlo. Con ello solo conseguiría que me matase o me encerrase, y así nunca tendría oportunidad de llevar a cabo el verdadero plan de Padre. Y aunque la Rima fuera cierta —si lo fuera—, intentarlo era una causa perdida, sobre todo cuando podía ser que yo fuese la última oportunidad Resurgandi de derrotarlo.
—No entiendo por qué os fiais tan poco de Nyx —añadió Astraia en voz baja—. ¿No es tu querida sobrina?
Claro que ella no lo entendía. Nunca tuvo que pensar aquel plan, calcular cada riesgo porque solo se tenía una vida que perder. Nunca se había despertado en mitad de la noche ahogándose por un sueño en el que su marido la hacía pedazos y había pensado: «No importa cuanto daño me haga. Soy la única oportunidad que hay de salvarnos de los demonios».
Tía Telomache me miró directamente a los ojos y sus gestos me hablaron tan claramente como si fueran palabras: «Por ahora deja que se lo crea, tú ya sabes qué hay que hacer».
Luego tiró de Astraia y la besó en la frente.
—Oh, mi niña, eres un ejemplo para todos.
Astraia se retorció alegremente —parecía un gato, le encantaba que la acariciaran. Tras librarse me dio el cuchillo, sonriendo como si ya hubiera derrotado al Bondadoso Señor. Como si nada fuese mal. Y es que para ella nunca iba a ir nada mal. Solo para mí.
—Gracias —murmuré. Sentía la rabia creciendo en mí como una ola de agua helada y no me atreví a mirarla mientras le cogía el cuchillo y el arnés. Intenté recordar el pánico que me entró la noche anterior al pensar que su corazón se rompía.
«Bastaron pocos minutos para consolarla. ¿Crees que te llorará mucho más después de tu boda?».
—¡Dame, yo te ayudo! —Se puso de rodillas y me ató el cuchillo al muslo—. Estoy segura de que podrás hacerlo. Sé que puedes. ¡Quizá estés de vuelta a la hora del té! —me dijo sonriendo.
Tuve que sonreír. Sentí como si simplemente le mostrara los dientes; al parecer ella no lo notó. Por supuesto que no. Hacía ocho años que conocía mi destino y en todo aquel tiempo nunca se había dado cuenta de lo aterrorizada que estaba.
«¿Durante ocho años le has mentido con cada palabra y ahora la odias por vivir engañada?».
—Os dejo un momento a solas —dijo Tía Telomache—. La comitiva está lista. No tardéis.
La puerta se cerró tras de ella y en el silencio posterior a su marcha escuché el suave golpeteo de los tambores y el sonido de las flautas: la comitiva de la boda.
A Astraia le temblaron los labios, pero consiguió sonreír.
—Parece que fue ayer cuando soñábamos con el día en que nos casaríamos.
—Sí —dije. Nunca soñé mi boda. Cuanto tuve nueve años, Padre me contó el destino que me esperaba.
—Leíamos aquel libro, el que tenía todos aquellos cuentos de hadas y discutíamos qué príncipe era el mejor.
—Sí —susurré. Aquello era cierto. Me preguntaba si mi semblante todavía sería amable.
—Y entonces, no mucho después de que Padre nos contara lo tuyo. —Bueno, se lo dijo al cumplir trece años e hizo que parase de hacer de casamentera conmigo—. Lloré durante días, pero Tía Telomache nos contó la Rima de la Sibila.
Todos los niños mínimamente educados conocían la Rima de la Sibila. En tiempos antiguos, Apolo tocaba a una mujer con su poder, otorgándole sabiduría y locura a la vez. La mujer, vivía en su gruta sagrada y profetizaba en su nombre. Contaban que el día del Cataclismo, la Sibila se levantó y recitó un único verso, se lanzó al fuego sagrado y murió; fue la última Sibila y aquel día, el último en el que los dioses nos hablaron.
Cualquier niño bien educado sabía que era una leyenda. No se hallaron pruebas suficientes de que en Arcadia hubiera una sibila el día del Cataclismo y, mucho menos, que hubiera dicho tal cosa. No había ningún conocimiento antiguo sobre los demonios, ni tampoco ningún principio Hermético que insinuara que lo que decía la Rima pudiese funcionar.
El día que Tía Telomache le contó a Astraia lo del canto me prohibió contarle que no era cierto.
—La pobre ya ha llorado demasiado —dijo—. Si la quieres, deja que lo crea.
Lo prometí y mantuve mi promesa, ahora tenía que ver cómo Astraia juntaba sus palmas y recitaba en voz baja y respetuosa el verso.
“Una virgen que a un cuchillo inmaculado se aferra,
puede matar la bestia que gobierna la tierra”.
Una sonrisa medio esperanzada se dibujó en sus labios y me miró. Era momento de sonreír y fingir sentirme más tranquila, como si la Rima fuera cierta. Como si Astraia no me estuviera pidiendo que la tranquilizara tanto como ella intentaba tranquilizarme a mí. Como si nunca hubiese vivido en su mundo, donde a las hijas se las quería y protegía, y los dioses ofrecían una solución a cada terrible destino.
«Tú querías que lo pensara» me dije, pero todo lo que quería hacer en aquel momento era coger un libro de la mesa y tirárselo a la cabeza. Sin embargo, apreté los puños y le dije con amargura.
—Ambas conocemos la Rima. ¿A qué viene ahora?
Astraia dudó por un momento, pero se encaminó.
—Solo quería decir… Lo conseguirás. Conseguirás cortarle la cabeza y volver a casa con nosotros.
Y entonces me abrazó. Mis hombros se tensaron hasta casi soltarme de un tirón, pero en vez de eso la abracé. Era mi única hermana. Debería quererla y estar dispuesta a morir por ella, ya que la otra opción era que ella lo hiciese por mí. Y la quería. Simplemente no podía apartar el resentimiento.
—Sé que Madre estaría orgullosa de ti —murmuró. Le temblaban los hombros; comprendí que estaba llorando.
¿Cómo se atrevía a llorar? ¿Con todos los días habidos, lo hacía hoy? Era yo la que iba a estar casada antes de la puesta de sol y no me había permitido llorar durante cinco años.
Sentí hielo en mis pulmones, no podía respirar. Me encontré flotando, dejándome llevar por el frío. Le hablé con voz suave como la nieve, la voz dulce y obediente que usaba cada vez que Padre y Tía Telomache me ordenaban algo, órdenes que nunca le habrían dado a Astraia porque la querían de verdad.
—Sabes, la Rima es una mentira que Tía Telomache nos contó únicamente porque no eras lo suficientemente fuerte para afrontar la verdad.
Pensaba en aquellas palabras tan a menudo que las sentí deslizarse como si nada, como si no fueran más que un soplo de aire, tan sencillo como respirar, y proseguí.
—La verdad es que Madre murió por tu culpa y ahora tendré que morir yo también. Ninguna de las dos te perdonará nunca.
Entonces la empujé a un lado y salí de la habitación.