Capítulo 19

En los siguientes días hubo momentos en los que me sentía como en un sueño.

Toda mi vida supe que iba a casarme con el Bondadoso Señor, toda mi vida esperé que fuera un horror y una condena. Nunca pensé que fuera a conocer el amor y mucho menos en sus brazos. Ahora que cada hora era como una delicia, no podía creer que fuera real.

Seguíamos buscando una respuesta. Buscábamos en la biblioteca y merodeábamos por los pasillos, pero parecía más un juego que una búsqueda. Y jugábamos en aquella casa. Nos perseguíamos el uno al otro entre las rosas del jardín, jugando en turnos al escondite, construimos castillos en una habitación de arena y le obligué a sentarse en la cocina mientras intentaba cocinar algo para él y prendía fuego a las sartenes.

Yo era su placer y él era el mío. Había leído poemas de amor al estudiar las lenguas antiguas, pero, a diferencia de Astraia, nunca los había buscado. Había aprendido sobre la rima de las palabras y las frases, pero siempre me habían parecido adornos vacíos. Decían que el amor era terrible y tierno, salvaje y dulce, y para mí no tenía ningún sentido.

Pero ahora sabía que cada palabra era cierta. Ignifex seguía siendo él mismo, burlándose, salvaje e inhumano, tan terrible como una legión preparada para la guerra, pero en mis brazos se volvía suave y sus besos más dulces que el vino.

De vez en cuando, la campana sonaba y me dejaba hablar con el desesperado idiota que lo había llamado. Pero cuando volvía, ya no me contaba qué caprichoso trato había llevado a cabo y parecía cansado, no se reía del mundo, así que lo abrazaba y besaba sin que me lo pidiera, conteniendo mis miedos y esperanzas.

En ocasiones, pensaba en Astraia, en Padre y en mi misión. En Damocles, mi madre y todos los que sufrieron. Pero con el espejo roto, no tenía forma de volver a ver a Astraia, no había ni la más remota posibilidad de saber qué pensaba de mí. Y ahora que sabía que Ignifex también era un prisionero, no deseaba vengarme de él.

Y a veces un descenso de la luz, el crujido de una puerta —algo nimio y ordinario—, despertaba el crepitar del fuego en mis oídos y le hablaba a Ignifex en palabras de fuego, pero nunca me contaba qué decía.

—¿Recibimos mensajes de Los Bondadosos y no quieres contármelos? —exigí una tarde.

Estábamos en una habitación húmeda repleta de estantes llenos de relojes de cuco y, cuando Ignifex le dio cuerda a uno, el movimiento errático de las alas rojas y azules hizo que palabras extrañas salieran de mis labios, hasta que me apretó contra los estantes y me besó profundamente. Ahora tenía un calambre en el cuello y no me sentía precisamente paciente.

Ignifex se volvió, lanzó el ave causante contra el suelo y la aplastó bajo su bota.

—No son «mensajes». Es siempre lo mismo.

—Entonces, si tú has sobrevivido a quince repeticiones, no puede hacerme daño escucharlo.

No me miró.

—¿Sabes por qué sobrevivo en la oscuridad sin importar cuánto me queme?

—¿Porque eres el señor inmortal de los demonios?

—Porque lo olvido. Siempre escucho una voz en la oscuridad, diciendo palabras que me queman vivo. Sobrevivo porque siempre me obligo a olvidar la voz tan pronto como habla. Pero tú, mi querida Pandora… —Se volvió hacia mí con una sonrisa cruel—. No eres ni la mitad de buena olvidando, así que tengo que hacerlo por ti.

Se dio la vuelta y salió de la habitación. Me quedé mirando los restos del pájaro, tenía el esmalte destrozado y los muelles retorcidos, aquella colorida destrucción me provocó un pequeño dolor de cabeza hasta que salí corriendo tras él. No quería correr el riesgo de ser atacada si no estaba él para salvarme.

Después de aquello, no importó cuánto le rogaba, provocaba o besaba, no dejó caer ninguna pista sobre qué había dicho o qué voz que le hablaba en la oscuridad.

Y a pesar de ello, los días pasaron como un placentero sueño. Pero las noches eran diferentes. La oscuridad seguía acechándole y él todavía dormía entre mis brazos. En ocasiones me dormía plácidamente a su lado, pero en muchas otras, me quedaba despierta durante horas observando las sombras en las esquinas de la habitación. Por la noche más que de día, sentía como si el pasado estuviera entre mis dedos, temblando entre suspiros, un pozo sin fondo en el que me ahogaría si parpadeaba.

Cuando me quedaba dormida, soñaba siempre con el jardín y el gorrión. Las hojas se arremolinaban a mi alrededor, convirtiéndose en chispas al alzarse en el aire. Cuando intentaba coger un puñado, crepitaban en mis manos y se deshacían en cenizas.

«Uno es uno y solo uno», decía el gorrión, «y eternamente lo será».

—Por favor —dije—, dime qué pasó.

Y entonces el sueño siempre cambiaba. A veces veía al príncipe de ojos azules. Estaba segura de que era Sombra; reconocería esos ojos en cualquier sitio y, aunque no podía recordar su cara al despertar, sí recordaba verla llena de vida. Gritaba, lloraba y reía, nunca estaba tranquilo y blanco como solía.

Pero entonces había sido libre y cuerdo, no prisionero durante novecientos años y obligado a tomar medidas desesperadas.

A veces veía el castillo demolido, piedra a piedra, entre viento y fuego. Otras veía una puerta de madera abrirse y a los Hijos de Tifón liberándose. Otras veía rosas marchitándose en montones de color marrón que estallaban en llamas.

Hasta que una noche dejé de soñar con el gorrión. Soñé que entraba en la habitación de las esposas muertas y que Astraia estaba allí con ellas.

Sabía que solo era un sueño y que las pesadillas terminaban siempre en puro terror; que cuando el sueño se hacía imposible de soportar, todo terminaba. Al ver el pálido rostro de Astraia me quedé sin aliento, supe que iba a despertar de un momento a otro.

Pero no lo hice. Me quedé mirando a mi hermana muerta hasta que empecé a sollozar, y lloré lo que pareció una eternidad, hasta que ya no me quedaban más lágrimas. Y aún así, no me desperté, de hecho, había olvidado que estaba soñando. Solo sabía que le había fallado a mi hermana y que mi castigo era vivir con ese pecado para siempre. Me acosté a su lado —al tacto su piel era horrible, fría y húmeda, pero me acurruqué—, y me quedé mirando la oscuridad a la espera.

Y esperé.

Lloré de nuevo y paré. Las lágrimas escocían y se secaban en mi cara. Y esperé, hasta que mi visión se desvaneció dejándome absolutamente a oscuras, ya no podía sentir a mi hermana ni la losa de piedra, solo frío a mi alrededor.

Finalmente, Ignifex me sacudió para despertarme. Me acurruqué temblando entre sus brazos, sin decirle qué había soñado. Toda mi vida había estado rodeada de odio; no quería recordarnos nuestra enemistad y despertarlo de nuevo.

Pero tras aquella noche, no pude ignorar por completo saber que el odio todavía estaba allí.

—Nuestro cielo es la cúpula de esa sala, ¿verdad? —dije una noche.

—Más o menos —dijo Ignifex sin levantar la vista.

Estábamos en una habitación con las paredes revestidas de madera y una gran chimenea; el suelo estaba cubierto por piezas de puzzle que fluían como movidas por corrientes invisibles. El único mueble que había era un ancho sofá marrón con borlas doradas. Me tumbé en él mientras Ignifex se sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, intentando montar el puzzle.

Yo intentaba leer un libro sobre astronomía, pero la mitad de las palabras estaban quemadas. Quería saber por qué Los Bondadosos censuraron las reflexiones sobre el cielo y la teoría ancestral de las esferas celestiales.

—Nadie te ha visto nunca apareciendo por el horizonte —dije pensativa, viendo cómo se movían sus hombros. De forma excepcional, no llevaba su abrigo y la luz del fuego brillaba a en la tela blanca de su camisa.

Ignifex se inclinó, moviendo su pelo, para coger con un dedo una pieza que iba a la deriva. La atrapó y la colocó en una esquina entre otras dos piezas. Temblaron un momento y luego permanecieron inmóviles.

—Tú deberías saberlo mejor que yo —dijo pensativo, dando golpecitos a lo que había montado. Hasta ahora solo se veía una parte del castillo.

—Cuando estás en esa habitación, parece una maqueta en lugar del mundo real. ¿Qué pasaría si le tirara encima una roca?

Finalmente alzó la vista; el fuego crepitaba en sus ojos.

—Y me dicen a mí que tengo sangre fría.

—No lo haría, solo quiero saber cómo funciona la casa.

—No estoy seguro de que lo sepan ni Los Bondadosos.

—La mayoría de las habitaciones tienen ventanas —dije, más para mí misma que para él—. Y siempre puedo ver el cielo desde ellas. Están dentro de Arcadia y Arcadia está dentro de esa habitación, así que… Ese es el único lugar real, ¿verdad?

—O esa habitación es la única que no es real, ¿importa eso? —Cogió una pieza que se había desviado y la hizo girar en sus dedos.

Me incliné hacia delante.

—¿Qué era aquella caja?

—¿Qué caja?

Me asomé ante él.

—Ya sabes, la que cogí y te abalanzaste sobre mí hecho una furia. La que me quitaste.

—Oh, aquella caja. —Mantuvo la vista fija en el fuego mientras seguía dándole vueltas a la pieza—. No lo sé.

—¿Otra vez tu filosofía?

—No. Cuando yo… llegué, me dijeron que si abría la caja sería el fin.

En la caja estaban escritas las palabras «Como dentro es fuera, como fuera es dentro». Era un principio de Hermética. ¿Sería la caja un objeto Hermético?

—¿Tu fin? —pregunté suavemente—. ¿O el de Arcadia?

—No lo especificaron y, sorprendentemente, no puse a prueba la advertencia. —Me sonrió y deslizó la pieza sobre mi mano—. El mundo ya ha tenido suficientes Pandoras, ¿no crees?

Miré la pieza. Se veían piedras y, yaciendo sobre ellas, algo como un pétalo de rosa o una gota de sangre. Quizá una llama.

—¿Qué es? —pregunté con curiosidad.

—Forma parte de la casa, así que, ¿quién sabe? —La luz del fuego brilló en sus ojos al mirarme.

Puse los ojos en blanco.

—Te encantan tus propias frases. Estoy segura de que tienes algo mordaz preparado para cuando te mueras.

—¿Planeas averiguarlo?

Enredé mis manos en su pelo. Notaba su cuero cabelludo cálido y seco bajo mis dedos. Aún me sorprendía darme cuenta de que era algo sólido, algo vivo; que aquella criatura salvaje e innombrable no era un fantasma. Que el demonio que gobernaba nuestro mundo era mío.

—No lo sé —dije—. ¿Se te ocurre alguna razón para que no lo haga?

Se enderezó y me besó. Me incliné hacia delante devolviéndole el beso, hasta que perdí el equilibrio y caímos sobre el suelo, aterrizando yo encima suyo.

A nuestro alrededor, las piezas del puzzle saltaron por los aires con la ligereza de una pluma. Una vez en el aire, no cayeron sino que empezaron a fluir en un remolino, alrededor de la habitación, como si estuvieran bailando. Por el rabillo del ojo, vi como el trozo que Ignifex había conseguido juntar se deshacía, trocitos de castillo levantándose en el aire, perdiendo así su significado. Algo —mitad recuerdo, mitad conjetura— murmuró en mi mente.

Entonces, Ignifex me acarició la cara. Me incliné para besar a mi marido y no pensé más en puzzles.

Quería olvidar. Deseaba pensar solo en Ignifex, hacer de su casa mi hogar. Por encima de todo, no quería recordar que estaba en una misión con el fin de vengar a mi madre y salvar al mundo.

Pero pensaba en Astraia cada vez más. En Madre, en Padre y Tía Telomache. En la sonrisa de Elspeth y la única vez que, espiándola, la vi llorar. Pensé en la gente del pueblo, siempre pasando miedo de que el diezmo no fuera suficiente; en los Resurgandi, que habían trabajado durante doscientos años y depositado toda su confianza en mí. En Damocles, Philippa y la gente que gritaba en el estudio de Padre.

¿Quién era yo para considerar mi felicidad algo más importante?

—Hoy estás muy seria —dijo Ignifex una mañana.

Estábamos en una gran habitación con suelos de mármol blanco y paredes cubiertas de hiedra. El techo estaba lleno de ramas de árbol densas, con una ventana en el centro. Bajo el difuso círculo de luz había una alfombra roja. Trajimos libros y una taza de té, pero en vez de investigar, terminé descansando con la barbilla sobre una pila de libros y mirando la hiedra mientras Ignifex bebía té y me acariciaba el pelo.

—Es otoño —dije—. A través de las ventanas puedo ver los árboles cambiando.

Colocó un mechón suelto de mi cabello detrás de mi oreja.

—Pronto será el Día de los Muertos —dije.

—Suena horrible.

—Es una fiesta. —Le miré por encima del hombro—. El único en el que burgueses y campesinos se mezclan. Nosotros celebramos la bajada invernal de Perséfone al infierno y ellos rememoran cómo Ana-la-Niñera le cortó la cabeza a Tom-el-Solitario. Todo el mundo lleva ofrendas a las tumbas y entonces realizamos un gran sacrificio para Hades y Perséfone. Durante la noche se enciende una hoguera y queman muñecos de paja de Tom-el-Solitario decorados con cintas.

Detestaba ir al cementerio. A Astraia y a mí nos hacían poner nuestro mejor vestido negro, de una tela rígida y lleno de encajes y cintas, y nos arrodillábamos durante una hora mientras Padre y Tía Telomache quemaban incienso y recitaban juntos interminables plegarias con sus rostros repugnantemente piadosos. Astraia solía sollozar durante todo el evento, mientras que yo observaba las palabras grabadas: THISBE TRISKELION, intentando no preguntar a Padre por qué directamente no hacía el amor con Tía Telomache sobre la tumba y terminábamos con todo.

—Una forma encantadora de honrar a un dios —dijo Ignifex.

—Bueno, ya está muerto. Necesita una pira.

Ignifex enarcó las cejas inquisitivamente.

Suspiré.

—Supongo que un demonio no le presta mucha atención al tema de los dioses protectores. Cuenta la historia que Tom era hijo de Brigit, que era parecida a Demetra y Perséfone combinadas. Ella gobierna todo lo que hay bajo la tierra, como pueden ser semillas y muertos. Al caso, Tom se enamoró de Ana-la-Niñera, la diosa protectora que danza con los pájaros. Pero Brigit estaba celosa. No quería compartir el amor de su hijo, así que le dijo a Ana-la-Niñera que Tom era mortal como su padre. —Que era cierto—. Pero que si la persona que él amaba le cortaba la cabeza, se transformaría en un dios. Algo también cierto. Lo que no le dijo es que, al hacerlo, se convertiría en un dios muerto, atrapado bajo tierra en la oscuridad. Por eso le llaman Tom-el-Solitario, porque está apartado de su amor, Ana-la-Niñera, excepto el Día de los Muertos, que puede encontrarse con ella desde el atardecer hasta el amanecer. Aunque realmente su nombre no tiene sentido, ya que todavía tiene a Brigit y a todos los muertos para hacerle compañía. —Me encogí de hombros—. Los eruditos dicen que es una distorsión de la historia de Adonis y Afrodita, pero los campesinos juran y perjuran que es real como puede ser Zeus. De cualquier modo, este es el motivo por el que el día es para el duelo y la noche para beber y para los amantes.

Padre siempre nos prohibió asistir a las «celebraciones del vulgo», pero Astraia y yo nos escapábamos para asistir desde que teníamos trece años. Y Padre ni se daba cuenta, pues siempre pasaba la noche con Tía Telomache.

Ignifex parecía absorto. Miraba a la nada, tranquilo y distraído, y luego frotó su frente como si le doliera. El consejo de Brigit a Ana-la-Niñera no era muy diferente a los tratos que hacían Los Bondadosos. Me pregunté si él habría repartido similar suerte a alguna chica tonta.

Mis propios recuerdos tiraban de mí. Recordé a Astraia riendo mientras bailábamos alrededor de la hoguera con todo el pueblo —incluso aquellos que desdeñaban los dioses protectores se unían. El año anterior habíamos vuelto a casa de la mano y Astraia me había susurrado: «Este día no me afecta tanto si estoy contigo».

—Quiero visitar su tumba —dije.

—¿Hm?

—La de mi madre. —Las palabras me incomodaron, pero le miré a los ojos—. Quiero… Necesito visitar su tumba. Siempre fui una hija horrible.

No dije: «Y ahora hago el amor con su asesino», pero estaba segura que Ignifex sabía en qué estaba pensando.

—Se supone que no puedes abandonar la casa —dijo—. Es una regla.

—No puedo ir a ningún sitio que no sea esta casa —puntualicé—. Entonces, ¿qué pasa con el Corazón de Aire? Está tan en el exterior como cualquier lugar de Arcadia.

—Estaba contigo.

—Entonces llévame a la tumba. No hace falta que vayamos el Día de los Muertos, solo… pronto.

Tamborileó sobre una pila de libros. Fuera, el viento gemía suavemente.

—Por favor —dije.

De repente, sonrió.

—Te llevaré. Ya que lo pides tan amablemente.

—Gracias —le dije, mientras besaba su mejilla.

Ignifex cumplió su palabra. Me llevó apenas unas horas más tarde, cuando el sol brillaba en lo alto del cielo y el apergaminado a su alrededor tenía un tono tan dorado que dejaba por los suelos sus rayos.

—Coge lo que quieras para la ofrenda —dijo, así que busqué por la casa hasta encontrar velas y una botella de vino. Ignifex sacó una llave de marfil y abrió una puerta blanca que no había visto hasta el momento. Al otro lado estaba el cementerio. La atravesé y me encontré de pie ante la puerta principal. Justo delante, un revoltijo de lápidas en filas irregulares, había desde pequeñas losas planas con estatuas y santuarios en miniatura hasta algunas el doble de grandes que un hombre.

La tumba de Madre estaba en la parte trasera del cementerio. Podía haber ido en sueños —realmente parecía que estaba soñando, acercándome a zancadas, a plena luz del día y con el Bondadoso Señor a mi lado. El aire era fresco y el viento soplaba a ráfagas irregulares que olían a humo, hojas rojas se arremolinaban a nuestro alrededor y crujían bajo nuestras botas. Sobre nuestras cabezas, los agujeros del cielo bostezaban como tumbas abiertas, pero ya estaba más que acostumbrada. Sin embargo, tenía temor de que pudieran vernos ojos humanos, que todo el mundo estuviese escondido tras las lápidas a la espera de saltar y condenarme por mis pecados. Miré a mi alrededor una y otra vez y, aunque no vi a nadie, no pude evitar sentir que me estaban observando.

La tumba de mi madre no era la más grande, pero era elegante; un dosel de piedra albergaba un lecho de mármol sobre el cual yacía una estatua de una mujer envuelta, tallada tan delicadamente que podían verse las líneas de su rostro a través de los pliegues de gasa. A un lado estaba tallado THISBE TRISKELION y, justo debajo, un verso —en latín, ya que mi padre era un erudito—: «IN NIHIL AB NIHILO QUAM CITO RECIDIMUS».

De la nada a la nada, con qué rapidez recaemos.

Me arrodillé y dispuse las velas. Ignifex, de pie junto a mí, las encendió con un chasquido de dedos y luego se metió las manos en los bolsillos de su largo abrigo oscuro. No recordaba haberle visto tan tenso e incómodo, allí de pie.

—Pareces un espantapájaros —dije—. Arrodíllate y dame el sacacorchos.

Se arrodilló y me entregó el sacacorchos. Tras unos segundos de luchar con mis dedos helados, conseguí abrirla. Vertí un chorro de vino en un trozo de tierra frente a la tumba.

—Bendecimos y honramos a los muertos —susurré. Las palabras del ritual me reconfortaron—. Te bendecimos, te honramos, recordamos tu nombre.

Levanté la botella y bebí un sorbo. Era dulce y picante, como el viento de otoño, y quemaba a su paso por mi garganta. Entonces le tendí la botella a Ignifex.

Me miró sin comprender.

—Nosotros también bebemos —dije—. Es parte de la ceremonia.

Apartó la mirada.

—Yo…

—Honrarás a mi madre o romperé esta botella sobre tu cabeza.

Le hice sonreír. Cogió la botella y mientras se inclinaba para beber, su cuello blanco brilló bajo la luz. Cuando me devolvió la botella, vertí otro chorro en el suelo.

—Oh, Thisbe Triskelion, te rogamos que nos bendigas. Respiramos bajo la luz del sol como una vez lo hiciste tú. Pronto caeremos en el sueño de la muerte como ahora lo haces tú.

Bebí de nuevo y le tendí la botella a él. Cuando hubo bebido, cogí la botella de nuevo y me senté, observando la cara de la estatua. Era extraño visitar la tumba de mi madre sin Padre ni Tía Telomache murmurando de fondo. Por primera vez, podía observar el rostro de la estatua sin la ira creciendo dentro de mí.

—¿Y ahora qué? —preguntó Ignifex.

Hice una pausa, pero ya se habían cantado en la tumba himnos suficientes como para diez generaciones. No me apetecía añadir otro más. En su lugar, di otro trago de vino.

—Nos terminamos la botella. —Y se la pasé de nuevo.

Ignifex sostuvo la botella en alto para ver cuánto quedaba en ella.

—Las costumbres mortales son más divertidas de lo que pensaba.

Estuvimos sentados allí casi una hora, bebiendo lentamente el vino entre hojas arremolinándose. Apenas hablamos; en ocasiones, Ignifex me miraba pensativo, pero sobre todo, parecía absorto contemplando el cementerio. Hubo un momento en el que, por el rabillo del ojo, lo vi vertiendo un chorrito en el suelo y moviendo los labios en silencio.

Al final, ya no estábamos arrodillados, sino sentados apoyados uno sobre el otro. Tras echar las últimas gotas sobre el suelo —pues los muertos debían tener el primer y el último trago—, nos sentamos un rato más en silencio.

—Gracias —dije al fin.

Sentí como cogía aire y entonces dijo:

—Tu hermana me llama cada noche.

Me enderecé de golpe.

—¿Que ella qué?

—No le respondo —añadió rápidamente.

Me puse de pie; la calma había desaparecido. ¿Habría empezado tras romper el espejo? ¿O habría estado intentando sacrificarse desde la noche en que me fui y el espejo nunca me lo mostró? Era la clase de engaño que se podía esperar de la casa.

—Sabe lo que haces con los tratos, ¿en qué está pensando?

—Algo heroico, imagino. —Se puso en pie, tan elegante como siempre.

Recordé su cara al dejarla. No podía ser que quisiera hacer tanto por la hermana que le había hecho daño.

Dejé caer los hombros, abatida. Me había dado un cuchillo. Había crecido con las historias de Lucrecia dando su vida e Ifigenia dejando la suya en el altar, Horacio defendiendo el puente y Cayo Mucio Escévola quemándose la mano para demostrar su devoción a Roma —todos los héroes que Padre y Tía Telomache usaron para instruirme—. Por supuesto que se atrevería.

—Pensaba que estabas obligado a responder a todo el que te llamara —dije.

Se encogió de hombros.

—A veces debo y otras tengo elección. Por ahora, tu hermana causa indiferencia antes mis maestros.

Pero si Los Bondadosos eran la mitad de caprichosos de lo que decía, tarde o temprano dejarían su indiferencia y, cuando ese día llegara, Ignifex no tendrá otra opción que darle el destino cruel que ellos quisieran.

—Puede que estén satisfechos viéndola desgraciada —dijo—, pero pensé que deberías saberlo.

Volvía a tener aquella postura tensa e incómoda de nuevo. Me di cuenta de que estaba nervioso.

—Gracias —dije lentamente, mirándole a los ojos—. Tengo que verla. Aunque nunca te hagan responder, para que se arriesgue tanto, debe pensar que estoy muerta o algo peor. No puedo dejarla así. —Di un paso adelante—. Por favor, deja que la vea. Solo un día.

—No puedes ir sola.

—¡Pues llévame! —Mientras decía las palabras me di cuenta de lo estúpidas que sonaban.

—Aunque tu padre no intentara matarme al verme, no creo que mi presencia ayudara a aligerar su carga. —Ignifex suspiró y dejó vagar la vista—. Hay un modo, pero debes prometerme que no harás ninguna tontería.

—Lo prometo —dije.

Me estudió durante un segundo, luego se sacó el anillo dorado que llevaba en la mano derecha.

—Nyx Triskelion, te doy libremente este anillo. —Tomó mi mano y lo deslizó por mi dedo—. Mientras lo lleves, estarás en mi lugar, mi nombre será el tuyo y mi aliento estará en ti.

Miré el anillo. Era pesado como un sello, pero en lugar de la insignia familiar, había una rosa tallada en él. Era el anillo que Damocles besó cuando lo vi aceptar el trato y el que mi padre besó cuando condenó a nuestra familia. Y ahora lo tenía en mi dedo como un adorno cualquiera.

—Este es el anillo que sella mis tratos —dijo Ignifex—. Los Bondadosos me lo dieron como seña de mi servicio. Cuando lo lleves, estarás al mando de parte de mi poder.

Moví los dedos observando el brillo dorado.

—¿Puedo dominar el mundo a través de retorcidos tratos?

Una sonrisa fugaz apareció en su rostro.

—No del todo. Pero puedes abrir cualquier puerta y esta te llevará al lugar donde quieras ir. —Abrí la boca asombrada—. De este mundo; ni siquiera yo puedo evitar el Cataclismo. Pero entiende que debes ser cuidadosa.

Los Resurgandi matarían por tener aquel anillo. Unos meses atrás lo habría usado para matarlo. Y él lo había puesto en mis manos.

—No deseo que me coman los demonios —dije—. Puedes confiar en mí.

—Lo hago —susurró, en voz tan baja que apenas lo escuché. Entonces me besó como si no fuera a verme nunca más y le devolví el beso con la misma avidez.

—Quédate conmigo hasta mañana —susurró finalmente.

Mi corazón latía apresuradamente; quería decir que sí, pero pensé en Astraia, en todas aquellas noches intentando morir por mí.

—No. Ya he esperado demasiado tiempo.

—¿Una hora?

—Bueno… Si haces que valga la pena…

Se rio y me atrajo de nuevo hacia la puerta del cementerio. Justo antes de irnos, me pareció oír un ruido. Miré hacia atrás, pero el cementerio estaba tan quieto y vacío como antes.