Capítulo 18

Al despertarme de nuevo ya era de día. Ignifex ya no estaba acurrucado a mi lado si no sentado al borde de la cama con los brazos cruzados. Al moverme, levantó una ceja.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó.

Me incorporé. Me mareé por un momento. Cogí aire varias veces y lo solté. Ignifex intentó sostenerme por el hombro, pero lo aparté de un manotazo.

—Estoy bien —dije. La cabeza dejaría de dolerme en algún momento—. ¿Qué ocurrió?

La expresión de Ignifex cambió.

—Esa cosa… —hizo una pausa—. Sombra intentó matarte. Te encontré gritando. Lo he encerrado.

Parpadeé observando la colcha azul sobre mis piernas.

—No —dije, pues no podía ser así. Sucedió algo más.

—Te llevó al Corazón de Fuego. —Su voz fue como una piedra rompiendo mis pensamientos—. No es sitio para los humanos y él metió todo su poder en tu cabeza.

«Miraste a los ojos a los Hijos de Tifón y sobreviviste». La voz de Sombra se repetía en mi cabeza. «Eres nuestra única esperanza».

—No —dije de nuevo, recordaba más que fuego y muerte. Recordaba al chico de ojos azules, una tapa cerrándose con fuerza y un pájaro…

—Se jactó de haberlo hecho antes. —Ignifex sonaba asqueado.

—Estoy bien —le solté, pues el demonio al que tenía que derrotar no tenía derecho a preocuparse por mí.

Ni el príncipe perdido tenía derecho a intentar matarme. Pero sabía que Sombra solo intentaba hacer algo más. Sabía que había tenido éxito, pero las visiones habían dejado mi mente tan turbada que no podía recordar.

—Me desperté antes. ¿Qué dije?

—Balbuceaste —Ignifex se inclinó hacía mí—. Y luego te dormiste, si no te habría atado igualmente. Por cierto, no te permito que salgas de la cama.

Nunca me diría qué dije —seguramente no lo recordaba—, o tal vez no dije nada comprensible. Pero al levantarme la primera vez, lo supe. Recordaba que lo sabía, pero no podía recordar qué sabía.

Había visto el Cataclismo. Eso sí lo sabía. Vi el momento en el que Arcadia fue apartada del mundo y encerrada bajo una cúpula apergaminada. Pero no podía recordar cómo era antes. Qué había sucedido.

«No puedes salvar a nadie si no sabes la verdad».

Ignifex limpió mi mejilla con el pulgar, me di cuenta de que había estado llorando.

—No dejaré que te haga daño —dijo en voz baja.

—Te odio —dije entre dientes.

Rio y se marchó en busca de mi desayuno. Esperé hasta que el eco de sus pisadas muriera y rompí en sollozos, en parte por la horrible verdad que no podía recordar, pero sobre todo por el hombre en el que había confiado.

Durante los siguientes tres días, me recuperé. Aunque Ignifex dejó de decirme que me quedara en la cama tras tirarle una jarra de agua a la cabeza —fallé, a propósito—, tuve que obedecerle de todos modos. Incluso el más mínimo movimiento me dejaba exhausta y sin aliento. Cuando intentaba seguir adelante, empezaba a notar temblores calientes por mi piel y a escuchar el débil crujido de las llamas en mis oídos.

Ignifex merodeaba por mi habitación como un gato resguardándose de la lluvia. Me trajo comida; se ofreció a ponérmela él mismo en la boca y cada vez terminaba con la cuchara golpeándole la nariz. También trajo montones de libros de la biblioteca —no los de historias, que tenían la mayoría de sus páginas con agujeros, sino libros de poesía y, al enterarse de que me gustaban, libros sobre las tradiciones y el saber de los dioses.

—Había un país en el que quemaban a sus hijos delante de la estatua de bronce de su patrón, el dios Moloch. Estos estudiosos sugieren que es otra forma de Cronos. —Ignifex pasó una página—. Viene con imagen.

—Siempre me encuentras las historias más encantadoras —dije, aunque la verdad, parecía estar fascinado por cualquier historia sobre tierras lejanas. Quizás tras novecientos años había empezado a aburrirse.

—El país se llamaba Phoinikaea. ¿Sabes dónde está? O estaba, supongo, después de que Romana-Graecia se quemara y salara la tierra. Hay otra imagen.

Sin duda, muy aburrido.

—¿Cómo iba a saberlo? —Fruncí el ceño ante el libro de rimas infantiles. Varias páginas habían sido quemadas. No tenía ni idea de por qué podía preocupar a Los Bondadosos—. Provocaste el Cataclismo, ¿recuerdas?

—Y tu gente se ha pasado cerca de dos siglos estudiando el Mundo Anterior.

—Estábamos más interesados en matarte a ti que en la ubicación de los antiguos bárbaros. —Dejé caer el libro, renunciando a leerlo—. Pero si murieras ahora mismo, estoy segura que encontraríamos tiempo para investigar sobre Phoinikaea en una década o cuatro.

Sonrió.

—Qué pena que sea intransigentemente inmortal.

Seguía pasando las noches conmigo, acurrucado contra mi costado. Sin Sombra, tenía que traer y organizar las velas él mismo, a pesar de que podría ponerlas y encenderlas todas con un simple gesto de su mano.

—No te sirve de mucho ser un demonio si tienes que cargar tú con las velas —le dije la segunda noche.

—¿Quién dijo que ser un demonio era algo bueno?

La tercera noche me quedé despierta más tiempo, observándolo a la luz de las velas. Aún recordaba haberlo mirado y saber algo con seguridad: una respuesta que me llenaba de esperanza y desesperación. Pero por más que lo intentaba no podía recordar el secreto.

Volví a pensar en el Corazón de Fuego. Le había rogado a Sombra que me ayudara… las llamas se cerraron sobre mí…

Recordé al pájaro en el jardín, las figuras que había visto a medias en la luz líquida. Recordé unos brillantes ojos azules y la voz desesperada de un joven. Pero nada más.

Ignifex hizo un suave gruñido y se acercó más. Sin pensarlo, deslicé un brazo alrededor suyo. Sabía que debería retroceder, endurecer mi corazón y prepararme para acabar con él, pero perdida en las interminables horas de la noche, al fin fui capaz de admitirlo: no quería derrotarle. Sabía qué era y qué había hecho y aun así no quería dañarlo de ninguna manera.

El pensamiento debería haberme molestado, pero en cambio, caí en un sueño pesado y, durante toda la noche, soñé con la luz del sol y los pájaros, no había fuego ni dolor por ninguna parte.

La cuarta mañana me desperté antes que Ignifex, cuando el cielo aún estaba oscuro e incoloro, veteado en tonos carbón. Intenté quedarme quieta, pero notaba el cuerpo a punto de estallar y, tras unos minutos, no pude soportarlo más. Me tuve que levantar.

El amanecer estaba tan cerca que la oscuridad apenas rondaba a Ignifex. No sentí culpa alguna al deslizarme fuera de sus brazos, yendo de puntillas hasta el armario. Quería ropa más adecuada, pero no soportaba la idea de tener que llevar otro vestido lleno de capas, de botones asfixiándome. En su lugar, saqué un vestido de estilo antiguo. Un vestido sencillo de lino blanco con cinturón y dos broches dorados uniéndolo por los hombros.

Abrí la puerta y salí corriendo al pasillo. Mis pies susurraban contra el frío suelo, mientras el aire entraba y salía veloz de mis pulmones, pero no me sentía débil ni mareada. Corrí por los pasillos hasta agarrarme a uno de los pilares para detenerme, riendo, mientras intentaba recuperar el aliento.

«Debería echarle un ojo a Astraia», pensé y entonces recordé que el espejo ya no estaba, lo había roto para poder encontrar el Corazón de Fuego. Para que Sombra pudiera traicionarme.

Algo me rozó el cuello. Me giré, dándome cuenta un momento después de que solo era el aire procedente de una ventana abierta echando hacia atrás unos mechones de mi pelo.

Nadie me seguía en las sombras. Nadie me esperaba, tampoco unos ojos azules y solemnes de manos suaves y voz tranquila.

Las lágrimas se agolpaban en mis ojos. Parpadeé para borrarlas, dándome cuenta de que todavía me lamentaba por Sombra. Creí que me amaba, que quizás yo también lo amaba a él. Confié plenamente en él. Y él casi me mata, seguramente ya se había ido para siempre.

«Intenté enseñarles la verdad», dijo. Por más monstruoso y horrible que fuera, no creía que lo fuera porque sí. Recordé saber la verdad y aun así me partía el alma. Tenía que recordarlo de nuevo.

Pero observar el corredor ante mí no ayudaba precisamente. Me sequé las lágrimas y me dirigí al comedor, donde los platos del desayuno y las jarras de café humeante me esperaban.

A la casa le gustaba tener listo el desayuno, pero no ayudaba a Ignifex a recoger las velas para evitar que por la noche se lo comiera vivo la oscuridad. Reflexioné durante un instante antes de decidir que era otra señal más de la naturaleza caprichosa de Los Bondadosos y ponerme con el desayuno.

Ignifex entró, arrastrándose mientras se frotaba la cabeza, cuando yo ya iba por la mitad.

—Parece que ya te has recuperado —dijo.

—Espero que no estés planeando mandarme de vuelta a la cama.

—No, todavía te queda vajilla por ensuciar. —Se sentó, para luego levantarse y dirigirse hacia mí. Levanté las cejas, pero no dijo nada; en su lugar, se sentó a mi lado y empezó a amontonar manzanas.

—Estás perdiendo la capacidad de aterrorizarme. —Observé, tras ver la torre de manzanas caer dos veces.

—Es el problema de tener una esposa que sobrevive tanto tiempo.

—¿Tengo algún tipo de récord?

—Dos duraron más tiempo. Pero no mucho. —Se quedó mirando el lado opuesto de la mesa durante un instante antes de levantarse abruptamente—. ¿Has terminado el desayuno?

—Sí —dije mirándolo con recelo.

—Bien. Quiero enseñarte algo.

—No me queda ya ninguna llave que me puedas quitar —dije levantándome.

—No todas mis acciones tienen un motivo escondido. —Me tomó la mano—. Si te cojo, ¿me vas a pegar?

—¿Qué estás planeando?

—Llevarte a un jardín. —Me cogió en brazos y se dirigió hacia el extremo de la sala que daba al cielo. Comprendí qué estaba planeando y tragué.

—Creí que nunca iba a salir de la casa —dije, mirando por encima de su hombro para no tener que ver el borde acercándose. En su lugar, vi aparecer sus alas. Al principio no fueron más que marcas en el aire, luego la sombra —o tal vez humo— se alargó y, finalmente, se hicieron sólidas; dos grandes alas con plumas negras como el hollín.

—Te llevo a un lugar que forma parte de ella. —Batió las alas una vez y me lancé a rodearle el cuello con fuerza mientras mantenía los ojos cerrados y el rostro escondido en el hueco de su cuello. Luego, simplemente se lanzó al vacío.

Caímos durante un angustioso segundo, después sus alas nos alzaron cada vez más alto. Ahogué un grito al mirar abajo. La casa estaba muy por debajo nuestro. Desde arriba, desde fuera de la colina, se veía como una torre solitaria entre ruinas. No había señal alguna de la gran sala desde la que habíamos salido y me pregunté qué habría visto si hubiese mantenido los ojos abiertos al despegar. ¿Se habría retorcido el mundo? ¿Habría visto las esquinas del edificio curvándose hasta cerrarse sobre sí mismo?

Me di cuenta de que me estaba imaginando la transformación en una sala llena de columnas, con un trono, y sentí que la imagen era familiar, como un recuerdo medio olvidado. ¿Era algo que había visto en el Corazón de Fuego?

Seguimos subiendo mientras el paisaje se encogía en la distancia. Vi las casas de la aldea hacerse pequeñas hasta no ser más que puntos en la tierra, mientras esta se brumaba con la distancia. A la izquierda, a nuestra altura, teníamos un gran banco de nubes; estructuras blancas que ondeaban y sacaban tentáculos translúcidos.

Y entonces estuvimos por encima de las nubes. La superficie del cielo se alzaba muy cerca de donde estábamos, con su patrón apergaminado tan grande que parecía robado del escritorio de los Titanes. Horriblemente cerca teníamos los irregulares agujeros del cielo, a través de los cuales podían entrar en cualquier momento los Hijos de Tifón y devorar…

El dolor atravesó mi cabeza. Un grito ahogado salió de mí, de nuevo mareada ante la fugaz sensación fantasma de recordar algo.

—No te preocupes —dijo Ignifex—. Soy el señor de los demonios, ¿recuerdas? No pueden llevarte en contra de mi voluntad.

—Se las arreglaron bastante bien apenas hace unas noches.

—Sí, pero ahora estás en mis brazos.

—Es decir, que ya he sido atrapada por un demonio —murmuré—. No mejora mucho la situación.

Y aun así seguía relajada entre sus brazos.

Un segundo después, una sombra pasó ante mi rostro. Miré hacia arriba y me quedé sin aliento, maravillada. El entramado que componía el Ojo del Demonio estaba sobre nuestras cabezas, pero lo que yo —junto con todos los habitantes de Arcadia— había tomado siempre por una figura pintada en el cielo apergaminado, era el marco de un vasto jardín suspendido sobre nuestras cabezas. Lo que desde abajo parecían finas hebras eran en realidad amplias pasarelas de veinte metros de ancho, cubiertas de hierba y campanillas. Estatuas de mármol de mujeres jóvenes con las caras medio erosionadas decoraban el lugar como si fueran cariátides que aguantaban el cielo. En el centro, un estanque redondo con bancos a su alrededor y, a medida que nos acercábamos, vi una increíble carpa salpicada en oro y plata nadando en círculos.

Una gran cadena de hierro, tan ancha como alto era un hombre, colgaba de la cúpula. Parecía aguantar el ojo, pero diez metros por encima del estanque, parecía desvanecerse y nosotros volamos por debajo sin apenas resistencia.

Ignifex aterrizó al otro lado del estanque y me soltó. Di un paso tambaleándome, todavía un poco mareada. Esperaba que el suelo se balanceara bajo mis pies, pero era firme como una roca. Si no me fijaba en la inmensidad a mi alrededor y pasaba mis dedos entre la hierba, podría creer que estaba en tierra firme.

Creerlo, sin embargo, habría sido un desperdicio. No me atrevía a acercarme al borde, pero me acerqué tanto como pude y entonces la alegría me invadió al notar el viento sobre mi cara y la hierba bajo mis pies. Nunca imaginé que volvería a sentir alguno de nuevo.

Cuando me detuve, vi a Ignifex sentado de lado en uno de los bancos, apoyándose en las manos y con una rodilla levantada. El viento le alborotaba el pelo y parecía ligeramente divertido.

—Gracias —dije suavemente.

—Es tu recompensa por no morir —dijo.

Di un paso adelante, resistiendo la tentación de retorcerme las manos.

—Sí. Sobre eso. ¿Puedo… si pudiera hablar con Sombra…

Él gruñó.

—No lo entiendes. —No lo entendía, no del todo, pero pensaba que si veía a Sombra de nuevo, quizás recordaría—. Sé cómo es la falsa bondad, porque he estado sonriendo y mintiendo toda mi vida. Sombra no es así. Hace tiempo era amable de verdad. Creo que una parte de él sigue siéndolo, pero sabe algo por lo que está dispuesto a asesinar a cinco mujeres. Si lo supiéramos…

—Si tuviéramos ese conocimiento, quizás nos mataríamos entre nosotros y le ahorraríamos el trago.

—O quizás encontraríamos una solución. —Di otro paso hacia él—. Creía que querías saber tu nombre y la verdad sobre tu origen.

—Quizá he cambiado de idea.

—Quizás me estás llevando la contraria por diversión.

—Tú haces que sea divertido.

Casi le grité, pero sabía que no era forma de derrotarlo.

—Casi todos los días desde que te conozco —dije despacio y con claridad—, me has dicho cuánto desprecias a las personas que vienen a ti, porque no quieren admitir sus pecados ni siquiera a sí mismos. ¿Eres feliz siendo tan cobarde como ellos?

Echó la cabeza hacia atrás para mirar el cielo.

—Ser demonio tiene una ventaja, ya sabes…

—¿Además de poder causar terror y destrucción?

—Además de eso y mucho más importante. Sí. —Me miró y su rostro se puso serio—. Los demonios conocen alternativas. He hablado con Los Bondadosos cara a cara. He repartido sus condenas durante novecientos años. No niego lo que soy, pero sé qué podría ser si conociera demasiado la verdad. Así que sí, soy un cobarde y un demonio. Pero sigo vivo a la luz del sol.

Mirándolo a los ojos, recordé a los Hijos de Tifón deslizándose fuera de la habitación. Él llevaba novecientos años vigilando aquella puerta y gobernando a los monstruos. Si yo hubiese hecho lo mismo, tal vez pensaría igual que él.

Pero no lo había hecho, así que me crucé de brazos.

—El filósofo dijo que el hombre virtuoso, torturado hasta la muerte, es más afortunado que el hombre malvado viviendo en un palacio.

—¿Puso a prueba su teoría? —Ignifex volvió a sonreír.

—No, murió envenenado. Pero se enfrentó a esa muerte porque no quiso renunciar a la filosofía, por lo que iba en serio cuando dijo que no vale la pena vivir una vida sin sentido.

Ignifex resopló.

—Díselo a Pandora.

—Si Prometeo le hubiese dicho qué había en la jarra, nunca habría sido tan tonta.

—O habría sido más culpable al abrirla de todos modos. No hay sabiduría en el mundo capaz de detener a los humanos cuando intentan conseguir lo que quieren.

Me dolía la cabeza. Una llama crepitaba en mi oído.

—A veces la ignorancia —dije—, es la más culpable…

El crepitar se transformó en el susurro de las hojas al viento y luego en una risa. Mis labios y mi lengua continuaron moviéndose; lo que salió fueron ruidos pequeños pero firmes, la lengua del fuego. Traté de silenciarme, pero no pude, indefensa miré a Ignifex aterrorizada.

En un instante se puso de pie, agarró mi cara y me besó. Mis labios lo combatieron un instante y, cuando por fin se rompió el beso, ambos sin aliento, mi boca y mi voz volvían a ser mías.

—¿Qué… ha sido eso? —di un grito ahogado.

—Voy a matarlo —murmuró Ignifex, abrazándome contra su pecho.

Me liberé.

—Si solo es tu sombra, no puedo entender cómo piensas hacerlo, y no has respondido la pregunta. ¿Qué ha sido eso?

Miró hacia otro lado.

—Algo que no había escuchado en mucho tiempo.

—Una respuesta útil, por favor.

—La lengua de mis maestros. —Esbozó una triste sonrisa—. Parece que te han hecho un regalo por sobrevivir a lo que mata a la mayoría de las personas. Primero sobreviviste a los Hijos de Tifón y te hizo capaz de ver sus agujeros en el mundo. Luego sobreviviste a las visiones del Corazón de Fuego y ahora parece que Los Bondadosos pueden hablar a través de ti.

Mi corazón se desbocó en mi pecho. Los Señores de los Engaños y la Justicia. Hablando a través de mí.

—¿Qué han dicho? —pregunté.

—Nada útil. ¿Sabes que existió un hombre al que Los Bondadosos enmudecieron y utilizaron como portavoz? Cuando terminaron, le devolvieron el habla, pero se cortó la lengua porque no podía soportar profanarla con palabras humanas.

—Distraerme con historias truculentas no te funciona tan a menudo.

—Entonces te distraeré con otra cosa. —Me agarró de los hombros y me dio la vuelta—. Mira el mundo a tus pies. Mira el cielo. Dime qué piensas.

—Es Arcadia. Prisionera bajo tu cielo. —Miré a mi alrededor solo para demostrarle que no había nada que ver, pero me detuve. Un recuerdo apareció en el fondo de mi mente: la sala redonda con la maqueta perfecta, el adorno de hierro forjado que colgaba de la cúpula de pergamino.

Recordé las palabras escritas en la sala: «Como arriba es abajo, como abajo es arriba. Como dentro es fuera, como fuera es dentro».

—Está todo dentro —suspiré—. Toda Arcadia, todo nuestro mundo, está dentro de tu casa. Dentro de aquella sala.

Apoyó la cabeza en mi hombro.

—¿Ves el gran fallo de tu plan?

Y entonces lo comprendí. Si me las hubiera ingeniado para poner los sellos en los cuatro corazones y hubiera funcionado, no solo derrumbaría la casa sino toda Arcadia. Fuera cuál fuera el significado para la gente de Arcadia, no era bueno.

Me volví hacia él, apartándolo de mi hombro.

—¿Y has dejado encontrar tres corazones sin decirme nada? ¿Sabes qué podría haber pasado?

—Eres una mujer muy especial, pero la última vez que lo comprobé, no podías volar.

Abrí la boca para pedirle que me explicara qué quería decir y fue entonces cuando escuché el latido.

—Este es el Corazón de Aire.

—Mmm.

—Sigues siendo un idiota —dije—. Estoy segura de que puedo usar esto para matarte.

—¿Lo harías?

Abrí la boca, pero tuve que apartar la vista de él.

—Quizás.

Mi voz salió áspera mientras mi corazón galopaba en mi pecho.

El silencio se interpuso entre nosotros.

—¿Qué quieres? —exigí finalmente.

Inclinó la cabeza.

—¿Qué quieres ?

Su rostro estaba pálido y descompuesto, sus pupilas se redujeron a finas rendijas, no había ni rastro de duda en su cuerpo. Y entonces me vino a la mente lo poco humano que era.

Se había abrazado a mí durante la noche. Me había salvado la vida dos veces. Había visto toda mi fealdad y no me había odiado; y en aquel momento, no me importó nada más.

—Quiero que mi mundo sea libre. —Di un paso hacia él—. No haber herido nunca a mi hermana. —Tomé sus manos—. Y quiero que vuelvas a decirme que me quieres.

Cerró sus manos sobre las mías.

—Te quiero —dijo—. Te quiero más que a cualquier otra criatura, porque eres cruel, amable y vivaz. Nyx Triskelion, ¿quieres ser mi esposa?

Sentirme feliz era una locura, sentir exaltación ante sus palabras, pero me sentía como si hubiera esperado toda mi vida para escucharlas. Había esperado, toda mi vida, a algún desengañado que me amara. Ahora él lo hacía y me sentía como si caminara hacia la deslumbrante luz del sol del Corazón de Tierra. Salvo que esa luz era falsa y su amor era real.

Era real.

Deliberadamente, aparté mis manos.

—Eres un demonio —dije, clavando mi vista en el suelo.

—Probablemente.

—Sé lo que has hecho.

—Las partes más emocionantes, al menos.

—Y sigo sin saber tu nombre. —Me temblaban las manos al desabrocharme el cinturón. Luego solté los broches. Parecía haber pasado una eternidad desde aquel primer día en el que me había abierto la blusa tan fácilmente—, pero sé que eres mi marido.

El vestido se deslizó hasta posarse a mis pies, sobre la hierba. Ignifex me rozó la mejilla suavemente, como si fuera un pájaro que pudiera emprender el vuelo en cualquier momento. Finalmente le miré a los ojos.

—Y —dije—, supongo que yo también te quiero.

Y entonces me tomó entre sus brazos.

—Puede ser que todavía quiera matarte —le dije más tarde.

Trazó un recorrido por mi piel con el dedo.

—¿Quién no lo haría?