Capítulo 17

Corrí por los pasillos, probando puerta tras puerta, pero la llave que robé no abría ninguna de ellas. Al final me detuve, jadeante, en un pasillo con paredes llenas de paneles de madera oscura y el suelo pintado como el cielo; de un color pálido apergaminado con nubes dispersas y agujeros quemados. Me di cuenta de que estaba sobre uno y me moví, preguntándome si dos días antes hubiese sido capaz de verlos. Si volvía a la habitación con la maqueta de Arcadia, ¿también tendría agujeros la cúpula?

Aquella habitación no era uno de los corazones, de eso estaba segura, pero la del espejo, con la cerradura que nunca pude abrir —Sombra no quiso responder mis preguntas sobre ella, así que debía ser importante—, quizás el Corazón de Fuego se encontraba al otro lado.

Valía la pena intentarlo. Volví sobre mis pasos, pensando en el espejo. Siempre se había movido más que las demás. En apenas unos minutos abrí una puerta y vi a Astraia sentada en un banco de piedra del jardín. Tenía las rodillas dobladas y la barbilla apoyada sobre ellas; sumida en sus pensamientos, una arruga marcaba su frente.

Algo se movió en el límite de mi visión. Esperaba encontrarme a un iracundo Ignifex, pero en su lugar vi a Sombra deslizándose por la pared detrás mía, atrapado en su incorpórea forma diurna. Se paró, vaciló y finalmente una de sus manos se deslizó por el suelo hasta agarrar mi muñeca.

Cerré mis dedos sobre su mano fantasmagórica. Apenas había pasado una noche desde que me liberó de la habitación de las esposas muertas. Recordé llorar en sus brazos, besarle y quererle con toda la seguridad del mundo.

Parecía que habían pasado cien años. Su silenciosa presencia, una vez tan reconfortante, ahora me urgía a apartarme. Me sentía como si los besos de Ignifex estuvieran grabados en mi rostro —aunque de lo que tenía que estar avergonzada era de besar al hombre que no era mi marido.

Debería estar avergonzada de besar a la criatura que había matado a tanta gente.

—¿Te manda Ignifex? —pregunté.

Era difícil de adivinar, pero me pareció que negaba y supuse que, si Ignifex le había enviado, le habría dado órdenes de arrastrarme por los pelos y no de pedírmelo amablemente.

—Creo que este es uno de los corazones —dije.

Sombra se quedó inmóvil, como si se le hubiera prohibido cualquier movimiento y supe que estaba en lo cierto. Me soltó de golpe y me giré hacia el espejo.

La llave se deslizó en la cerradura sin problemas. En un primer momento se atrancó, pero unos segundos después de un clic metálico y giró fácilmente en un semicírculo. Con un estruendo, el cristal se quebró en el centro.

Di un paso atrás, pero no sucedió nada más. Tras un instante, me acerqué y moví de nuevo la llave. Se resistió más. Al girarla volví a escuchar un clic-clic-clic, como si pusiera en marcha un mecanismo de ruedas y engranajes.

Y entonces el espejo estalló en una cascada de polvo brillante.

Un soplo de aire frío y seco me golpeó la cara. A través de los bordes astillados del marco pude ver una pequeña habitación oscura con paredes de piedra y, tras adentrarme, vi que era el inicio de una escalera de caracol que descendía hacia la oscuridad.

—¿Puedes iluminar durante el día? —pregunté, pero Sombra simplemente tiró de mi mano. Recordé cómo recité los himnos funerarios junto a él y le seguí escalera abajo.

En un instante, la oscuridad fue absoluta. Me movía lentamente, con una mano en la pared y la otra agarrada a Sombra. Podía sentir la presión de su agarre, pero no su cuerpo, como si fuera el aire lo que me cogía la mano. Aquello me hizo pensar en cómo los Hijos de Tifón me apresaron para devorarme.

Me obligué a centrarme en la piedra, fría y suave bajo mis dedos, y en la cercanía del aire —no existía sensación de vacío en aquella oscuridad, ni sombras líquidas quemándome la palma. Aun así, mi corazón latía apresuradamente y me erizaba la piel, como si se estuviese preparando para algo terrorífico.

De repente, Sombra me soltó. Tropecé y descubrí que las escaleras habían terminado y el muro había desaparecido. Me deslicé en la oscuridad, intentando no entrar en pánico…

La luz me deslumbró. Parpadeé con los ojos llorosos y vi a Sombra delante mío, de pie, tan sólido y humano como durante la noche, con un haz de luz saliendo de su mano. Estábamos en una amplia habitación de piedra, completamente vacía a excepción de la puerta que conducía a la escalera y sin más luz que la brillaba en su mano.

—¿Cómo…? —Tenía la garganta seca y mi voz sonó rota. Tragué y proseguí—. ¿Cómo puedes tener cuerpo durante el día?

—En esta habitación siempre es de noche. —La luz brilló en sus ojos. Levantó la mano y llamas doradas y blancas surgieron en las esquinas de la habitación. No humeaban, pero crepitaban, era un sonido hogareño y reconfortante y el aire cálido fluía por mi cara. Y entonces sentí el repiqueteo.

—Es el Corazón de Fuego —dije.

Sombra asintió mientras me observaba con la luz del fuego centelleando en sus ojos.

Me cuadré de hombros.

—Vamos. Dime qué he hecho mal.

Las palabras saltaban entre nosotros, duras y llenas de enfado. Me di cuenta de golpe que sería el tipo de frase que le diría a Ignifex y no al prisionero, que lo único que había hecho era tratarme bien.

—Te ha enseñado la ira —dijo Sombra—, pero no ha conseguido que dejes de intentar salvarnos.

Ira y crueldad siempre habían sido parte de mí, e Ignifex lo sabía. Pero, al menos, aún tenía engañado a Sombra.

—No —dije—. No pararé nunca. Te salvaré, lo prometo.

—¿Morirías por salvarme?

—¿Por qué crees que estoy aquí? —espeté antes de coger aire de nuevo—. Sabes que estoy dispuesta a pagar cualquier precio.

Sus dedos acariciaron mi mejilla.

—Te has vuelto muy fuerte. Ya casi estás lista.

—No lo creo —murmuré.

—Lo estás —dijo—. Créeme.

«No me conoces», pensé.

Sus palabras siempre me consolaban, pero aquella vez la tensión seguía escondida en mi estómago y hombros. Un millón de palabras se arremolinaban en mi pecho: «Dice que me quiere. Tú me besaste y yo lo deseé, pero también le deseo a él. Creo que eres el príncipe. Es mi deber salvarte y juro que lo haré. Creo que soy suficientemente perversa como para amar a un demonio». Solo con pensarlas ya picaban como abejas, simplemente me las tragué.

—Conoces el plan de los Resurgandi —dije en su lugar—. Ignifex dice que nunca funcionará. Que no entendemos la naturaleza de la casa.

—¿Confías en él? —me preguntó Sombra.

Observé fijamente aquellos ojos azules que algún día vieron el verdadero sol y, durante un instante, no quise negarle nada. Quería decirle, «No, nunca, claro que no». Pero las palabras quedaron atrapadas detrás de mis dientes. Recordé el fuego de Ignifex haciendo retroceder las sombras y su cuerpo cubriendo el mío. «Me mientes a mí, pero no a ti misma».

—No sé qué pensar. Él no es… No confío en él, pero no creo que sea un monstruo —dije finalmente.

Sombra tomó mis manos.

—Nunca lo dudes: es el peor de los monstruos. Es el creador de todas nuestras desgracias y la mayor de las bendiciones sería que no hubiera existido nunca.

Abrazos en la oscuridad. Labios contra los míos bajo la luz del sol. «¿Sabes por qué te quiero?».

Me conocía y me amaba. Nunca me había pedido nada. Sombra quería que muriese por él. Tal vez no debía perdonar a un monstruo solo porque me amase de esa manera, pero…

Pero amarme de esa manera lo hacía un monstruo. Mi castigo era el precio por salvar Arcadia y solo un monstruo se preocuparía más de mí que de salvar a miles y miles de inocentes. Sombra era el último príncipe; si él pudiera salvar a uno solo, elegiría salvar Arcadia. Yo haría lo mismo.

—Buenos, Los Bondadosos tienen parte de culpa —dije—. ¿Puedes decirme algo de ellos?

—No vienen si no los llaman —dijo Sombra—. Nunca se marchan sin haber cobrado.

—¿Son los que te hicieron así? —pregunté—. Él no lo recuerda. Pensé que te había capturado cuando sucedió todo, pero debe ser algo más complicado.

Los labios de Sombra se volvieron una fina línea.

—Creo que le han hecho olvidar algunas cosas de ti. Cree fervientemente que eres su sombra, pero en algunos momentos actúa como si fueras una persona separada que alguna vez conoció. Dice que eres un tonto.

El fuego crepitó más fuerte. Sonó casi como una risa.

—Él es el tonto —dijo Sombra—. Se lamenta y se enfada, ni siquiera sabe cómo murieron sus esposas.

Hubo un tono en su voz que nunca había escuchado.

La luz del fuego bailaba en sus ojos. ¿Se estaban acercando las llamas? Sentí una repentina ola de calor sobre mi cara.

—Dijo que habían abierto las puertas erróneas o que habían fallado al adivinar su nombre.

—Tres lo adivinaron mal. ¿Las otras cinco? No fueron lo suficientemente fuertes. Cuando las traje a esta habitación y les enseñé la verdad, murieron. Pero tú… —Su voz sonaba ligeramente maravillada—. Tú miraste a los ojos a los Hijos de Tifón y sobreviviste.

Pronunció las palabras con tanta calma y yo había confiado tanto en él que, en un instante, el miedo recorrió mi estómago y me estremecí.

—No sé nada de eso —dije, preguntándome cuán rápido podría Sombra correr. Definitivamente, las llamas se encontraban cada vez más cerca; el sudor descendía por mi cara.

—Eres nuestra única esperanza —dijo.

Tiré de mis manos, liberándolas.

Pero él no necesitó correr. Simplemente se apareció de la nada justo delante mío y me agarró las muñecas; tan fuerte como Ignifex.

—Suéltame. —Di un grito ahogado, tirando de mis brazos en vano.

—Has preguntado cómo fui creado —dijo serenamente—. Voy a mostrártelo. Voy a mostrártelo todo.

El círculo de fuego se cerró aún más. Sentía el calor sobre mi piel. Recordé la vez que Padre donó un cerdo para que lo asaran en la plaza del pueblo, pero el asador se derrumbó y cuando sacaron el cerdo pasó a ser un desastre ennegrecido.

—¡Vas a matarme! —Mi voz salió tan aguda y llena de pánico que pareció más un chillido.

—Esta habitación es la única forma de mostrártelo —dijo él—. Puede que te mate. Pero has dicho que morirías por mí y no puedes salvar a nadie a menos que sepas la verdad.

Y entonces, las llamas nos rodearon, llenando toda la habitación, recorriendo todo mi cuerpo. El dolor me atravesó. Caliente como el fuego o frío como el hielo, no podría distinguirlo. Grité y mis piernas cedieron, pero no caí, Sombra me tenía sujeta por las muñecas. Me bajó lentamente hasta el suelo y apoyó mi cabeza sobre su regazo.

No olía a carne quemada. Mis ropas ardieron, pero sentía que las llamas que me recorrían el cuerpo eran muy reales, como si estuvieran reduciéndome a cenizas. El corazón latía a un ritmo irregular. No podía moverme ni gritar. Todo lo que podía hacer era estremecerme de dolor y mirar aquellos ojos azules que una vez creí muy humanos. Él parecía triste, pero no parecía ir a ayudarme.

—Por favor —dije sin aliento.

Presionó su mano contra mi mejilla.

—Lo siento —dijo—. Ojalá nos hubiéramos conocido en otro sitio.

Se inclinó y presionó sus labios contra mi frente. El fuego me nubló la vista y antes de no ver nada más tuve solo un instante para pensar: «¿También fue así para Ignifex?».

Estaba de pie en un jardín rodeado por altos muros de color blanco. Sentía que ya lo había visto, pero no podía recordar dónde. Los árboles rodeaban el jardín y, a mi alrededor, grandes rosales llenos de flores carmesí, blancas y doradas con las puntas rojas. El suelo estaba a rebosar de pétalos caídos. La luz era algo líquido y viviente, arremolinándose entre las hojas, haciéndolas crujir como si fuera aire. Por el rabillo del ojo sentí que crecían figuras vigilantes, acechando peligrosamente, pero cuando miré no había nada.

Ante mí había un arbusto seco, poco más que un esqueleto de lo que fue. Unas pocas hojas de color marrón colgaban de las ramas. En la rama más alta se encontraba posado un gorrión marrón y gris con los ojos negros y brillantes.

«Gracias por las migas», dijo.

La garganta me ardió al tragar.

—Tú… —susurré—. Tú eres el Lar de esta casa.

«Algunos dirán que sí. Otros quizás no».

—¿Eres uno de Los Bondadosos? —pregunté.

«Tan joven e inocente…».

—Entonces, ¿qué eres?

Alzó el vuelo y se posó en mi mano; sus pequeñas zarpas arañaron mi piel. «Estoy muy agradecido por tu amabilidad».

Las hojas caídas crujieron tras de mí. Aire seco y caliente rozó mi nuca. Me volví, segura de que había alguien, pero no vi nada.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

«Depende», dijo el gorrión, «de por qué estás aquí».

Estaba allí porque Sombra me había traicionado. Pero ahora no parecía importante y además tampoco era la verdadera razón.

—Estoy buscando la verdad de esta casa —dije—. Sobre Arcadia. Tengo que salvarnos a todos.

«Entonces mira en la fuente», dijo el gorrión.

Me di cuenta de que, en el centro del jardín, había una gran fuente redonda forrada de mármol. Al principio pensé que estaba vacía. Al acercarme, creí que estaba llena de agua increíblemente clara, pero cuando estuve en el borde, comprendí que estaba llena de luz líquida.

«Aquí reunidos están todos los tiempos», dijo el gorrión. «Es posible que veas algo útil».

Me arrodillé. El mármol era fresco y suave bajo mi tacto. Mis ojos se negaban a fijarse en el brillo líquido. Era peor que en la biblioteca. Un simple instante y mis ojos se humedecieron doloridos mientras mi cuerpo se estremecía ante la necesidad de mirar hacia otro lado, pero me obligué a seguir mirando las chispeantes ondas, agarrándome del borde con los dedos acalambrados y la respiración entrecortada, hasta ver una sombra —una cara.

Unos ojos azules me miraban. Como si esa mirada fuera la clave, al instante siguiente el jardín desaparecía y mi cuerpo también. Me vi arrastrada a una espiral de luces e imágenes. Las visiones fluían a través de mí, quemándome como fuego; cada una de ellas sustituyendo uno de mis recuerdos. Intenté luchar, mantenerlos, pero no tenía dedos con los que atraparlos, ni piel que me separara de aquello.

Indefensa, vi un castillo y olvidé la casa de mi padre. Vi un jardín y olvidé los diagramas Herméticos. Vi a un chico de ojos azules y olvidé a Astraia. Me atravesaron hasta que olvidé cómo luchar; olvidé que alguna vez fui algo más que un palimpsesto sobrescrito a base de visiones.

Vi el Cataclismo. Y olvidé que yo existía.

Cuando por fin regresé a mi cuerpo, me desplomé sobre el borde de la fuente, dándome un golpe con el mármol en la mejilla. La boca se me llenó de polvo y las lágrimas medio secas escocían sobre mis mejillas. Me dolían los dientes y probé el sabor de la sangre.

Pero era real. Estaba viva.

Y finalmente sabía la verdad.

El gorrión estaba en el suelo justo a mi lado y, aunque los pájaros no tienen expresión, juraría que era compasión lo que vi en sus diminutos ojos negros.

«Vete», dijo el gorrión. «Vete. No puedes soportar tanta realidad».

El aire quemaba mis pulmones.

«Vete», dijo el gorrión de nuevo y todo se deshizo en la luz.

Cuando me desperté no di cuenta de nada más que el pájaro y un dolor punzante en la cabeza.

Tras coger aire varias veces, me di cuenta de que el pájaro estaba tejido en las cortinas de encaje de mi cama. Pude verlo gracias a la luz centelleante de una vela que —ya tenue— atravesaba mi cabeza. Gemí suavemente, intentando moverme, y me di cuenta de que había alguien acurrucado a mi lado. Ignifex.

Al momento estaba sentado, inclinado sobre mí con sus ojos carmesí llenos de preocupación. No debía haber suficientes velas en la habitación, pues la oscuridad roía los extremos de su cara, pero no parecía darse cuenta.

—Nyx —dijo—. ¿Puedes oírme?

Y lo supe. En aquel momento supe su nombre, y conocerlo puso mi corazón a cien.

—Tú —susurré—. Yo estaba… y tú estabas…

—Yo te saqué. Lejos de él —gruñó la última palabra.

—Sombra. —El nombre salió como un sollozo.

Su mano rozó mi cara.

—Voy a matarlo.

—No lo hagas —dije vagamente—. No es… Él también es…

Pero mi lengua no se movió y me hundí de nuevo en el sueño.