Capítulo 16

Pero algo debes recordar —dije.

Ignifex se inclinó sobre mi hombro.

—Recuerdo fuego y sangre. Imagino que fue el Cataclismo. Luego, mis maestros me explicaron los términos de mi existencia y por último aparecí aquí, en mi precioso castillo; creo que ya sabes el resto.

De nuevo estábamos en la biblioteca. Cualquiera que fuera el ambiente del día anterior, había desaparecido. La luz brillaba a través de las ventanas y corría por el suelo seco. Nada crecía alrededor de las estanterías, excepto una capa de polvo. El aire, ahora cálido, olía de nuevo a papel viejo.

La habitación era larga y estrecha. En un extremo había una mesa redonda que apenas dejaba espacio para caminar. Me senté en la mesa con una pila de libros a mi alrededor mientras Ignifex iba y venía y miraba qué hacía. Fue idea mía empezar por allí. Pensé que podría haber algo útil de lo que habían censurado en los libros. Hasta el momento, todo lo que habíamos descubierto era que no sabíamos mucho sobre la antigua línea de sucesión.

Y yo descubrí que no importaba cuántas veces me enfadara con Ignifex; nada calmaba el zumbido interior que me recordaba lo cerca que estaba, que podría tocarle con un simple gesto…

—¿Quiénes son tus maestros? —pregunté, mientras trataba de alcanzar una de las llaves que colgaban de su cinturón, pues intentar burlarlo parecía una idea mejor que besarle.

La agarré justo a tiempo, antes de que se diera la vuelta y se alejara.

—Si los conocieras, serían como Los Bondadosos.

—¿Los Bondadosos? —repetí, deslizando la llave dentro de mi manga.

—Por supuesto, no los conoces.

—Por supuesto que sí. He pasado toda mi vida estudiando todo lo relacionado con las artes Herméticas, demonios y tú. —No era justo que enfadarme con él no me hiciese dejar de quererle—. Pero apenas hay unas pocas referencias bastante confusas en cuentos muy antiguos. Todo el mundo cree que son un mito, tal vez otra forma de nombrar a los dioses.

—Desde que fueron vistos por última vez en estas tierras han pasado novecientos años. —Se dio la vuelta.

—Desde que nos encerraron.

—Desde que consiguieron un intermediario. —Dejó caer sus manos sobre la mesa encerrándome entre sus brazos y me habló al oído—. ¿De dónde crees que he sacado el poder para llevar a cabo mis tratos?

Levanté la cabeza con intención de contestarle, pero el movimiento hizo que reposara mi cabeza sobre su pecho. La calidez del contacto me aturdió momentáneamente y, en aquel breve instante, deslizó sus dedos dentro de mi manga y extrajo la llave.

—Suerte la próxima vez. —Besó mi mejilla.

Sentí la indulgencia como agujas bajo la piel. No estaba actuando cuando le di un puñetazo en el pecho. Aproveché el movimiento para coger otra llave.

—Háblame de Los Bondadosos —dije rápidamente y la distracción pareció funcionar, pues se apartó para volver a deambular de nuevo mientras yo metía la llave en la parte delantera de mi vestido—. ¿Qué son? ¿Dioses o demonios?

—Ni lo uno ni lo otro, imagino. Son las Gentes del Aire y la Sangre. Los Señores de los Engaños y la Justicia.

Me moví, haciendo descender la llave hasta mi estómago. Estaba segura de que no miraría tan abajo.

—Vengan a los agraviados, cuando les conviene. Hacen tratos con los desesperados, cuando quieren. Les encanta burlarse. Dejar las respuestas en los límites, donde cualquiera puede verlas, pero nadie lo hace. Decir la verdad cuando es demasiado tarde para salvar a nadie. Y siempre son justos.

—¿Justos? Creo que los demonios tenéis un concepto diferente al nuestro.

—Deja que te cuente una historia que sucedió antes del Cataclismo. —Se volvió hacia mí y me preparé para intentar coger otra llave—. Hubo una vez un hombre que se casó con su esposa enferma, pero un mes después de su boda y, en apenas tres días, se puso al borde de la muerte. El hombre se adentró en el bosque y llamó a Los Bondadosos, que le ofrecieron un trato: su mujer podría vivir y, durante diez años, él podría disfrutar de su amor, pero después de ese tiempo le darían caza por el bosque y se lo darían de comer a sus perros. Bondadosamente le ofrecieron una salida a este final: si al pasar los diez años podía decir el nombre de uno de ellos lo dejarían vivir en paz el resto de sus días.

Para fastidio mío, Ignifex permaneció a varios pasos de distancia, con una mano apoyada en la estantería, completamente absorto en su historia. Intentando parecer absorta como él, me levanté y di un paso hacia él.

—El hombre aceptó. Su esposa vivió, pero estuvo postrada en la cama de por vida y lo volvió medio loco con sus quejidos. Le dio una hija deficiente; no decía más que sinsentidos, a todas horas, todo el día, no importaba cuánto la golpeara. Vivió en la miseria durante diez años. Llegado el momento, trató de negociar por su vida, ofreciendo a su hija a cambio.

Atrapé dos llaves más de su cinturón, movía mis manos tan ligeras como una pluma, tratando de ignorar el tono petulante de su voz, como si el hombre lo hubiera hecho mal con el único propósito de probar que Ignifex tenía razón.

—Los Bondadosos se negaron, pero antes de lanzar los perros sobre él, le dijeron que una palabra que su hija había repetido de forma incansable era el nombre que podría haber salvado su vida. Si él hubiese sido amable con ella, quizá lo habría adivinado y podría vivir. ¿Dime si eso no es justicia? —Sonrió y cogió mis manos entre las suyas.

—Era un hombre horrible —fingí estar de acuerdo mientras tiraba de mis manos. Su agarre era férreo—. Pero me parece que, si rompes una cosa, luego no puedes quejarte de que esté en pedazos.

Ignifex cambió su agarre para intentar abrirme las manos. En apenas un segundo las abrí y, dándome la vuelta, lancé las llaves al otro lado de la habitación mientras Ignifex me agarraba de la cintura.

—Nadie honesto trataría con Los Bondadosos. —Su aliento cosquilleó mi nunca—. Solo los idiotas. Los orgullosos. Los que creen que se merecen el mundo sin pagar.

Tenía la esperanza de que no notara la llave que reposaba dentro de mi vestido.

—¿Es eso lo que piensas de las personas que hacen tratos contigo?

Recordé a Damocles diciendo: «Lo haré por ella si me cuesta el alma». Ciertamente fue un idiota, quizás de una forma que le hacía sentirse orgulloso, pero estuvo más que dispuesto a pagar.

—Por supuesto. —Ignifex me soltó y rio mientras yo trastabillaba hasta agarrarme a la mesa—. Es lo que pensé de tu padre cuando vino a mí suplicando tener hijos.

Recordé a Padre diciendo: «Decidí salvar a Thisbe, sin importar el precio», con un tono seco y duro, como si estuviese hablando de un experimento Hermético, sin explicar cómo llegó venderme.

—Toda una vida dedicada a derribar al Bondadoso Señor olvidada tan pronto vio las lágrimas de su mujer, a pesar de saber cómo iba a terminar. Tan ansioso de pecar por ella que ni siquiera se molestó en pensar en el deseo lo suficiente como para darse cuenta de que había pedido que su esposa tuviera hijos sanos, pero no que su esposa pudiera tenerlos y sobrevivir. Se merecía lo que le pasó, y ella también.

Agarré la mesa con fuerza. Recordé arrodillarme ante el altar familiar, diciéndole lo mismo a Madre. Recordé sentirlo durante años, a pesar de no haberlo dicho nunca.

Me volví y lo abofeteé.

—Nunca más vuelvas a hablar así de mi madre —dije.

Me dolía la mano por el golpe y sentí que me había propasado más que cuando intenté apuñalarlo, pero no podía echarme atrás. No con la furia retorciéndose en mi estómago.

Su sonrisa se amplió.

—¿Pero no hay problema en que lo haga de tu padre?

Apreté la mandíbula. Quería rebatirle, pero odiaba a mi padre y una parte de mí disfrutaba escuchando a Ignifex echarle la culpa de todo.

—Eres la novia adecuada para mí —prosiguió—, más de lo que yo esperaba. Siempre deseé que tu padre te escogiera a ti.

—¿Me vigilabas?

—De vez en cuando. —Dio un paso adelante—. Vigilaba a toda la familia. A tu padre, castigándote porque no era suficientemente valiente para castigarse a sí mismo. A tu tía, odiándote por ser la prueba de que tu madre siempre sería dueña del corazón de tu padre. A tu hermana, creyendo que sonreír apartaría las sombras. Y a ti. La dulce y bondadosa hija de Leónidas, con el corazón lleno de veneno. Luchaste y luchaste por mantener tu crueldad encerrada en tu corazón, ¿y para qué? Nadie te quería de verdad, pues ninguno te conocía.

—Sí. —Apenas pude decir la palabra. La ira me tensaba todo el cuerpo—. Tienes razón. Nunca me conocieron. Nunca me quisieron. Y por supuesto, nunca merecí su amor. —Le obligué a dar un paso atrás—. ¿Te hace feliz? ¿Crees que condenar a todo el mundo te hará menos culpable? —Di un paso hacia él—. Porque si de verdad lo crees, eres idiota. Mi padre y mi tía me trataron injustamente, pero sigo siendo la chica egoísta que ama su vida más que Arcadia, por lo que merezco ser castigada. —Lo tenía con la espalda pegada a una estantería—. ¿O crees que tus maestros te eximen de toda culpa? Porque no veo que seas diferente. Los Bondadosos te proporcionan el castillo y su poder, ¿y te crees prisionero? Aun sin poder luchar contra ellos, puedes rechazarlos.

Apenas un palmo separaba nuestros rostros. Me dolía la garganta. Me di cuenta de que le había gritado al Bondadoso Señor. En cualquier momento se burlaría de mí con aquella sonrisa perfecta hasta que perdiese todo mi orgullo o, finalmente, se enfadaría lo suficiente como para castigarme o…

Bajó la mirada.

Miró al suelo y luego a la izquierda. Su sonrisa no apareció, mantenía la mandíbula cerrada. Como si no tuviera respuesta alguna. Como si le importara lo que le acababa de decir.

—Siento haberte abofeteado —murmuré.

—… No pasa nada. —Su mirada se mantuvo apartada de la mía—. Supongo que no debí mencionar a tu madre.

—¿Por qué actúas como si no quisiera hacerte daño? —Le di la espalda mientras las lágrimas me empañaban la vista y pequeños escalofríos recorrían mi cuerpo. Era tonto si confiaba en mí. Y yo más aún por preocuparme de su dolor. ¿Por qué ya no, simplemente, le odiaba?

Me agarró por la cintura. Intenté apartarme y lo único que conseguí fue empujarnos contra una estantería y caer bajo una lluvia de libros. Terminé en su regazo, en un segundo me envolvía entre sus brazos.

—Bueno —dijo suavemente—, como habrás notado, no soy fácil de matar.

Me mantuve impasible ante la calidez de sus brazos.

—Estoy segura de que me las apañaré.

—¿Sabes por qué te quiero?

Abrí la boca, pero las palabras no salieron.

Ignifex continuó con calma, como si fuéramos un matrimonio normal que habla de su amor a diario.

—Todos los que tratan conmigo están convencidos de que son honrados. Incluso los que vienen con mirada triste y culpable, que lloran a los dioses por sus deslices, pero en el fondo creen que su necesidad es tan especial que justifica cualquier pecado, que son héroes por perder su honradez y pagar con sus almas.

—¿Cómo lo sabes? —exigí.

—Porque aceptan el precio a pagar. Creen que pueden pagarlo porque piensan que solo están pagando por el deseo en sí y en el fondo creen que ese deseo es un derecho. Lo que no entienden es que no pagan por un deseo, compran el poder para conseguirlo. Y ese poder —el de Los Bondadosos—, tiene un precio infinito. Por lo que merecen lo que reciben. —Sus brazos se estrecharon a mi alrededor—. Pero tú sabes qué eres, y qué te mereces. Me mientes a mí, pero no a ti misma. Por eso te quiero.

—No te creo. —Las palabras arañaban mi garganta—. No te creo y, aunque lo hiciera, te mataría igualmente.

—No estés tan segura. —Escondió su rostro en mi pelo.

Quería pegarle. Quería llorar. Pero sobre todo, quería olvidar mi misión y perderme en los brazos de la única persona que había visto mi corazón y, aun así, proclamado su amor por mí.

Por un segundo, me dejé llevar. Descansé en sus brazos sin pensar. Entonces, tan repentina y claramente como un carillón sonando a medianoche, supe que tenía que moverme o me perdería en aquel instante para siempre. Liberé mis brazos y me levanté.

—¿Cómo convertiste a Sombra en tu sombra? —pregunté—. ¿Lo recuerdas?

La pregunta rompió el momento. En un instante, Ignifex estuvo de pie, todo sonrisas, gracietas y ojos entrecerrados.

—Yo no lo creé. Al igual que todo el mundo, siempre he tenido una sombra. Y le odio porque es un tonto y un cobarde que siempre intenta robarme mis esposas.

Las últimas palabras me sorprendieron tanto que me eché a reír. Ignifex levantó una ceja y comprendí que iba en serio o, al menos, todo lo en serio que podía.

—¿Qué? No me digas que no te ha besado. No es que seas Helena o Afrodita, pero no eres una del montón.

Me acordé de la noche anterior y me sonrojé. Seguramente podría ver la verdad en mi cara, solté lo primero que me vino a la cabeza:

—Y tú debes saber mucho de mujeres, encerrado en este castillo.

—Encerrado con ocho esposas. Y a veces, con los tratos, hago visitas a domicilio. Hay muchas mujeres encantadoras desesperadas dispuestas a negociar conmigo.

La idea no se me había ocurrido antes, pero…

—Toca a otra mujer y te corto las manos —espeté.

Parecía encantado.

—Pensé que te atemorizaba hacerme daño.

No había nada que pudiese decir sin empeorarlo, así que lo fulminé con la mirada y él se echó a reír.

—Nunca he realizado ese tipo de trato, aunque es bueno saber que te pones celosa.

Me crucé de brazos. La llave escondida en la parte delantera de mi vestido me rozó la piel, recordándome que estaba allí para algo más que discutir con él.

—¿Por qué dices que es un cobarde? —pregunté.

—Ahora soy yo el que está celoso.

—No te preocupes, sigues siendo el único al que quiero matar. ¿Por qué lo llamas tonto y cobarde si nunca ha sido nada más que tu obediente sombra?

—Es muy desobediente. ¿Crees que le digo que vaya por ahí besando a mis esposas? —Atrapó mi barbilla—. Dicen que si quieres algo bien hecho…

Aparté su mano de un golpe.

—Si solo es tu sombra, ¿no es ridículo que compitas con él? ¿Y cómo sabes que es un cobarde?

Abrió un poco los ojos.

—Es un cobarde y un tonto —repitió distante, como si se hubiera aprendido las palabras de memoria. Luego su mirada volvió a mí—. ¿Por qué no iba a conocer a mi propia sombra?

—Pues da mejores besos que tú —dije—. ¿No te has preguntado nunca cómo lo ha conseguido?

Si Sombra era realmente el príncipe, tal y como yo creía, quizá podría ayudar a resucitar alguno de los recuerdos de Ignifex.

O tal vez solo quería ponerlo celoso.

Él fue a hablar, pero le corté.

—Puedes meditarlo un rato. Necesito seguir buscando una forma de derrotarte.

Caminé hacia la puerta sabiendo que, en cualquier momento, contaría las llaves de su cinturón y recordaría las que había lanzado al otro lado de la habitación. Si tenía suerte, no notaría que la tercera llave perdida no estaba en el suelo hasta que ya me hubiese dado tiempo a explorar.