Capítulo 15

Pasé la mayor parte del día en mi habitación, intentando dormir. Planeaba estar despierta y explorar durante toda la noche. Necesitaría estar lo más alerta posible para evitar más desastres.

Pero el sueño no venía a mí. Un pensamiento ocupaba mi cabeza: «le había besado». No en contra de mi voluntad, ni por el bien de la misión, sino porque lo deseaba, deseaba que el monstruo que gobierna nuestro mundo lo hiciera.

Tomaba esposas por orden de sus maestros. Querían dejarle claro que nunca sería libre. Habían hecho agujeros en el cielo y dejaban que los demonios —los Hijos de Tifón— destruyeran a las personas a su antojo.

Si es que decía la verdad. Quería creerle, pero de todas las historias que había oído, ninguna lo dejaba como impostor. E incluso siendo Ignifex menos malvado de lo que pensaba —incluso si era, en cierto modo retorcido, tan inocente como Sombra—, seguía sin excusarme.

La noche anterior había besado a Sombra. La noche anterior me había dicho que me quería y yo había creído que lo amaba también. Cuando pensaba en él —sus extrañas sonrisas, su bondad y la paz que me aportaba su tacto— seguía queriéndole.

Me di la vuelta hundiendo mi cara en la almohada. El calor del sol se había desvanecido, pero aún podía notarlo quemándome la espalda. Casi podía sentir el calor del cuerpo de Ignifex debajo del mío. También le quería a él.

¿Qué clase de mujer era?

Finalmente me dormí. Me desperté con los ojos pesados y el pelo pegado a la cara. Salí a cenar por mi cuenta, así Sombra no podría reunirse conmigo. Todavía no estaba preparada para verle. Ignifex aún no había llegado —algo extraño—. Comí en silencio y decidí que cuanto más me ignorase, mejor. Finalmente, volví a mi habitación a esperar que cayera la noche.

—¿No vas a ponerte un camisón?

Me giré y vi a Ignifex apoyado en el marco de la puerta. De nuevo, llevaba un pijama oscuro de seda.

—Tenía la esperanza de encontrarte entre encajes —continuó—, al menos algo con transparencias. Te dejé muchas en el armario.

—¿Qué haces aquí? —exigí, agarrándome a uno de los postes de la cama. No importaba lo mucho que me hubiese reprochado durante el día, solo tenía ganas de eliminar la distancia entre nosotros.

—Pasar la noche. —Entró—. Mira el lado bueno, puedes arreglártelas para estrangularme durante la noche.

Detrás suyo Sombra entró —seguía siendo una simple sombra— cargando un paquete de velas. Me envaré. ¿Sabría algo del beso? ¿Ignifex se habría jactado ante él?

—¿Por qué? —conseguí preguntar.

—Porque me gusta tu regazo. —Puso una mano sobre la cara de una cariátide y se inclinó sobre mí—. Además tengo la extraña sensación de que piensas meterte en líos esta noche.

—Siempre intento meterme en líos —dije. Podía sentir cada centímetro del espacio entre nosotros, me preguntaba si se notaba mi debilidad, si brillaba sobre mi cuerpo como el aceite sobre el agua.

—Es esto o encerrarte —dijo alegremente—. Quedan veinte minutos para que oscurezca. Sabes que puedo hacerlo.

Sombra ya estaba encendiendo velas alrededor de la habitación. Podía ver sus rápidos movimientos por el rabillo del ojo, pero no me atreví a mirarlo, pues no podía dejar que Ignifex supiera lo mucho que me importaba su prisionero.

Tenía que recordar que tanto Sombra como yo éramos prisioneros. Levante la barbilla y me encontré con la mirada de Ignifex.

—¿No crees que pueda escaparme?

Una sonrisa brillante apareció en su cara.

—No lo sé, ¿lo harás?

La última vela parpadeó en vida. Sombra desapareció por la puerta y, con él, parte de la tensión. Al menos ahora no podía vernos.

—Solo si te mata —dije.

Y así fue como terminé con el Bondadoso Señor en mi cama y su cabeza sobre mi regazo. Parecía aún más joven cuando dormía —y al estar con los ojos cerrados, más humano. Le acaricié el pelo —era suave como la seda, como el pelaje de nuestra vieja gata, Penélope— y me pregunté si alguna vez ronroneaba.

Decían de él —entre otras cosas— que poseía un don para engañar, pues se las arreglaba para hacer creer cualquier falsedad sin decir nunca una mentira. No podía confiar en sus palabras y mucho menos en sus besos. Sin embargo, me había salvado de las sombras, se había aferrado a mí buscando confort durante la noche, me había llevado al prado… y no parecía haberlo hecho solo por conseguir la llave.

«Eso te convierte en mi preferida», me había dicho. Sabía que era patético —o peor, obsceno—, pero aquellas simples palabras, mentira seguramente, me hacían querer cuidarle.

Pero lo que yo quisiera no tenía importancia, ni tampoco lo que él sintiera o no por mí. Lo había pensado durante mi solitaria cena. No importaba si realizaba los tratos por voluntad propia o no, ni si los demonios atacaban bajo sus órdenes o contra su voluntad. Lo que importaba era salvar Arcadia y asegurarme de que nadie más moría como mi madre o Damocles, que los Hijos de Tifón no destruían a nadie como hicieron con el hermano de Elspeth. Y estaba segura de que Ignifex no mentía al contarme lo de sus maestros, quienes establecían las leyes en su existencia y le ordenaban casarse. No podía someter Arcadia contra su voluntad.

Si quería deshacer el Cataclismo, no solo tendría que derrotar a Ignifex, también a sus maestros.

Sin duda Ignifex no podía desafiarlos directamente, así como Sombra no podía hablar de sus secretos. Pero aun así Sombra me había ayudado, y seguro que Ignifex estaba más que dispuesto a romper las reglas.

Me di cuenta de que llevaba un rato acariciándole el pelo. Paré, pero no pude evitar rozar su mejilla. Sin despertarse, se acercó a mi mano.

Contra todo pronóstico, parecía confiar en mí. Me vino una idea de como podía utilizar aquella confianza en su contra. Si era hija de Resurgandi y hermana de Astraia, tenía que hacerlo.

—Sombra —susurré—. ¡Sombra!

Le llamé varias veces antes de que apareciera, materializándose a mi lado. Me había preparado para el momento, pero aun así, al verle, la vergüenza se adueñó de mí. Su rostro estaba en blanco, pero cuando su mirada recayó en Ignifex, creí ver el dolor en su rostro.

—¿Por qué eres amable con él? —preguntó. Parpadeé. Él no sabía ni la mitad.

No importaba si me odiaba. Me lo había dicho una y otra vez y, aun así, seguía ahogando excusas y explicaciones.

—Es útil —dije seca—, sigo queriendo derrotarlo. —Tan pronto las palabras salieron de mi boca, me di cuenta de que sonaban defensivas y con un toque condescendiente, pero no importaba. Seguí adelante—. Sé que no puedes decirme mucho, pero escúchame y, si puedes, asiente o niega con la cabeza. Cuando la oscuridad lo consumía, intentaste dejarle allí, por lo que entiendo que no te importa hacerle daño. Pero no lo has matado todavía aun teniendo novecientos años para aprender cómo.

Me observó, su cara era como una pálida máscara.

—No solo estás obligado a obedecerle, ¿verdad? No puedes hacerle daño, estás obligado a protegerle de cualquier daño, pues de no ser así lo habrías usado en su contra. ¿Estoy en lo cierto?

Tras un instante, Sombra asintió y la ira fue clara en su rostro.

—Bien. —Podía escuchar mis latidos acelerarse por momentos—. Quiero que me traigas el cuchillo que me quitó o te juro por el río Estigia que voy a arrancarle los ojos con mis uñas y luego me los arrancaré a mí.

Hizo ademán de moverse y se quedó mirándome.

—No voy a hacerle daño con el cuchillo —dije—, pero si no me lo traes, voy a cumplir mi promesa y tú serás el culpable.

—… No te creo —susurró.

Me encogí de hombros.

—O tal vez no. Entonces habré roto mi promesa, y ya sabes qué hacen los dioses con los que las rompen.

Me miró un instante y luego se desvaneció. Observé a Ignifex. Mi corazón latía apresurado y frío como un río en el deshielo. Si había juzgado mal a Sombra o a Ignifex…

Unos segundo después, Sombra volvió con el cuchillo en la mano.

—Gracias —dije, alargando la mano—. Tengo un plan. Te lo prometo.

Sombra se apartó, mirándome con aquellos ojos azul brillante encuadrados en su versión incolora de Ignifex, pero al igual que en el Corazón de Agua, él parecía el original, el que importaba. El único al que debería amar. Deseaba que la oscuridad me consumiera para ocultarme de su mirada.

—Creo —dije, desesperada—, que es la única forma de salvarnos.

Sombra asintió lentamente, como si aceptara una fatalidad inevitable.

—Todo lo que le des lo usará en tu contra —dijo—. Haz lo que debas, pero no confíes en él.

Tragué.

—No confío.

—No sientas lástima por él.

Mi corazón latía doloroso. Era consciente del peso caliente en mi regazo.

—No lo haré —dije. Siempre fui capaz de odiar a todo el mundo.

Soltó el cuchillo. Mientras lo cogía, se inclinó y me dio un beso rápido pero con fuerza.

—No dejes que te haga daño —dijo.

Y desapareció.

El beso ardió en mis labios. Incluso después de haber salvado a su captor y obligarle a ayudarme, seguía preocupándose por mí. Aún me quería. Y yo también, si es que podía llamar amor a aquel sentimiento egoísta.

Haberle besado con la cabeza de Ignifex sobre mi regazo, con sus ojos cerrados en confianza —o locura, más probablemente—, me hicieron sentir la culpabilidad como gusanos arrastrándose bajo mi piel.

Agarré el cuchillo con fuerza. Solo importaba una cosa. Tenía que recordarlo fuera como fuera.

Cuando Ignifex abrió lo ojos a la mañana siguiente, el cuchillo apuntaba directamente a su garganta.

—Buenos días, esposo —dije amablemente, a pesar del temblor y el miedo que recorrían mi cuerpo—. ¿Te gustaría saber tu nombre?

Sentí como se tensaba, pero su rostro se mantuvo impasible.

—Sí —añadí—, es el cuchillo virgen y como has fallado intentando hacer nada con mis vírgenes manos… Podría matarte ahora.

Pero mis manos vírgenes temblaban. No sabía si el cuchillo podría matarle, simplemente lo suponía por el hecho de que, cada vez que lo tenía, lo apartaba. En un instante sabría si tenía razón y si después de todo, la mentira que le contó mi familia a Astraia era verdad.

O por el contrario, se reiría, apartando el cuchillo y explicándome lo tonta que era y lo engañada que estaba, como el día de mi boda.

No sonrió.

—Sabía que olvidaba algo.

Dejé salir el aire lentamente. El alivio no apareció: el miedo reprimido y la espera seguían allí, ardiendo por mis venas, provocando un temblor en mis manos.

—Dime la verdad —dije. Al menos mi voz sonaba firme—. ¿Quieres ser libre, verdad?

Levantó las cejas.

—¿Por qué tengo la impresión de que estás a punto de ofrecerme un trato?

—Uno muy bueno. Te daré el cuchillo y buscaremos tu nombre juntos.

—Seguimos siendo enemigos —dijo.

—Por supuesto. Y seguiré intentando vencerte y tú seguirás intentando detenerme, pero mientras, buscaremos tu nombre.

Esperé. Sabía qué diría a continuación: «déjame hacer algo con esas manos vírgenes y tendremos un trato». Era lógico pues, obviamente, podía coger el cuchillo tantas veces como quisiera y si seguía siendo virgen, podía usarlo para cumplir la Rima.

No importaba lo mucho que deseara sus besos, la mera idea de dejar que me poseyera seguía aterrorizándome. Pero había llegado hasta allí preparada para mucho más. No podía echarme atrás.

—Trato —dijo.

Parpadeé. Él extendió la mano y me agarró la muñeca.

—¡Muy bien! —Alejé el cuchillo.

Agarrándome la muñeca, lo cogió y lo lanzó al otro lado de la habitación.

—¿Te preocupa el cuchillo, pero no mis manos? —le exigí.

—Bueno, soy el poderoso Señor de los Demonios y tengo tu cuchillo. Me parece justo dejarte algo de ventaja.

—Pero… —Me di cuenta avergonzada de que, a pesar del alivio, también estaba decepcionada. Me sonrojé.

Sonrió como si lo supiera y me besó la palma de la mano.

Le di una bofetada.

—No me hagas perder el tiempo —dije secamente y salí de la cama.