Aquello fue todo lo que pude ver al principio: una luz dorada deslumbrándome. Tuve que entrecerrar los ojos y parpadear para contener las lágrimas. Cuando mi vista se adaptó, contuve el aliento maravillada. Estábamos de pie en un campo de hierba repleto de flores amarillas, este se extendía hacia el horizonte, y el cielo no era de aquel tono apergaminado que conocía sino de un azul puro y brillante.
Levanté la vista durante un instante antes de que la luz me cegara y me obligara a mirar hacia abajo de nuevo, dejando destellos verdes y púrpuras nadando en mis ojos, pero fue suficiente. Había visto el sol.
Había visto el sol.
Pero era imposible. El sol se había ido, perdido detrás de las infinidades que separaban Arcadia del mundo. No podía estar viéndolo, sintiendo el suave cosquilleo del calor como si fuera el de una chimenea.
No era posible y, sin embargo, allí estaba.
—¿Estamos…? —pregunté en un susurro.
Ignifex me bajó.
—No —dijo—, es otra habitación. Una ilusión. —Se sentó, echándose de espaldas sobre la hierba—. Pero es casi lo mismo. —Sonaba nostálgico.
Giré lentamente. Detrás de mí se encontraba el marco de madera de la puerta a través de la cual habíamos entrado, pero por lo demás, la ilusión era perfecta. Una suave brisa agitaba las flores, susurrando contra mi cuello; tenía la misma delicada intensidad que la brisa que sentía al correr por los campos que rodeaban el pueblo, y olía a verano, a hierba caliente, a espacios abiertos.
Sin embargo, a pesar de la similitud del aire, de saber que era solo una habitación, parecía aún más vasto que las colinas abiertas de Arcadia. Al principio no estaba segura de por qué. Pensé que era el cielo azul o la brillante luz del sol, pero entonces me di cuenta de que eran las sombras. En Arcadia, el sol proyectaba sombras suaves y difusas, como un murmullo de la oscuridad. Allí las sombras eran nítidas y claras como las que causaba una lámpara Hermética —solo que aquí la luz era infinitamente más brillante, más clara y más viva. Era como si hubiese vivido toda mi vida en el interior de una pintura plana y ahora entrara en el mundo real.
No me pude resistir. Me di la vuelta de golpe, tragando grandes bocanadas de aire iluminado por el sol, hasta darme cuenta de que debía parecer una niña tonta. Me detuve y observé a Ignifex. Yacía de espaldas, mirando hacia arriba, con los ojos entrecerrados por el sol. La brisa le agitaba el pelo húmedo; parecía más relajado y humano que nunca.
Me había dicho la verdad. Me había llevado a un lugar cálido y tranquilo, dorado. Un lugar sin sombras rondando el cielo. Me había recompensado a pesar de que la noche anterior intentara que la oscuridad se lo comiera.
Me senté a su lado.
—Recuerdas cómo era el mundo antes —dije.
No se movió.
—Eso ya lo sabes, soy el demonio que os lo quitó.
—Eso no es una respuesta.
—No has preguntado nada.
—Entonces no lo recuerdas.
—… recuerdo la noche —dijo en voz baja—. ¿Hablan vuestras tradiciones de las estrellas?
«Tuve entre mis manos lo más parecido a ellas que podía existir», pensé, pero no podía explicarle cuánto conocía a Sombra. En su lugar, junte las manos y dije tranquilamente:
—«Las velas de la noche». Sí.
Era uno de los versos que aparecía en una de las canciones menores de Hesíodo. Había estudiado sus páginas cientos de veces, pronunciando las palabras y tratando de imaginar las llamas en el cielo nocturno.
Él bufó.
—Vuestras tradiciones son más estúpidas de lo que pensaba. No eran como velas. Eran… ¿Has visto alguna vez una lámpara iluminar a través del polvo, prendiendo fuego a las motas? —Alzó la mano hacia el cielo—. Imagina esas motas repartidas por el cielo nocturno, pero diez mil motas y diez mil veces más intensas, brillando como los ojos de los dioses.
Dejó caer la mano en la hierba. Me di cuenta que había dejado de respirar tal y como sus palabras danzaban en mi cabeza, desatando imágenes.
—Si tanto amas el verdadero cielo —dije—, ¿por qué te has encerrado aquí con nosotros?
—Premeditación y alevosía, sin duda.
—No lo recuerdas —dije suavemente—. Has perdido tus recuerdos.
—Bueno, no recuerdo haber surgido de las puertas del Tártaro.
—¿Recuerdas tu nombre?
Sus labios formaron una fina línea.
—Supongo que tiene sentido que quieras que tus esposas lo adivinen —proseguí—. ¿Qué sucede si alguna lo consigue?
—Dejaré de tener maestros. —Rodó sobre su costado y me sonrió—. ¿Quieres salvarme, mi querida princesa?
—No soy una princesa.
—Entonces seguiré languideciendo. —Se echó hacia atrás de nuevo agitando una mano teatralmente—. ¡Pobre de mí!
—No pareces preocupado.
—Si algo he aprendido siendo el Señor de los Tratos, es que saber la verdad no siempre es agradable.
—Muy conveniente para un demonio que vive de mentiras.
—No digo casi nada más que la verdad. ¿Cuántas verdades te han reconfortado? —dijo tras un bufido.
Recordé a Padre diciéndome: «Nuestra casa tiene una deuda y tú la pagarás». Recordé a Tía Telomache: «Tu deber es vengar la muerte de tu madre». Había escuchado aquellas verdades, si no con hechos con palabras, todos los días de mi vida.
Recordé las últimas palabras que le dediqué Astraia y la expresión de su rostro cuando se enteró de la verdad sobre mí y la Rima.
—Ninguna —dije—, pero al menos nunca supe que vivía en una.
Se incorporó.
—Déjame contarte una historia sobre qué sucede cuando los mortales conocen la verdad. Al principio Zeus mató a su padre, Cronos, pero como era un dios nadie le culpó.
—He leído la Teogonía —dije orgullosa—. Sé como los dioses llegaron a serlo.
—Entonces sabrás que el demonio Tifón fue uno de los monstruos que luchó para vengar a Cronos.
Me estremecí. Me faltaba el aire. La noche anterior, llamó a las sombras Hijos de Tifón. Aún esperaban detrás de aquella puerta —detrás del cielo andrajoso— dispuestos a arrastrarme de vuelta —uno es uno y solo uno…
Ignifex me observaba tan de cerca que parecía un gato acechando un ratón.
—Sí —dijo tranquilamente, leyendo el miedo en mi cara—. Tifón creó una familia.
Me obligué a encontrarme con su mirada.
—Ya lo sé —rechiné—. La Teogonía lo llama «Padre de los Monstruos». Zeus lanzó todos los monstruos al Tártaro. ¿Cómo han llegado estos a tu casa?
—Bueno, es una historia divertida. Cuando finalmente Zeus lanzó a los Hijos de Tifón al abismo del Tártaro, le rogó a su madre, Gea, que evitara que volvieran a causar estragos en la tierra. —Su voz se suavizó, perdiendo el tono burlón, deslizándose como una suave cinta de seda a través de mi piel—. Gea encerró el Tártaro dentro de una gran torre, puso la torre en una casa y la casa en un cofre, el cofre en una concha y la concha en una nuez, la nuez en una perla y la perla en un bonito tarro esmaltado que selló con un corcho y cera.
Una ráfaga de viento agitó la hierba a nuestro alrededor. Parpadeé y me crucé de brazos. La voz de mi enemigo no debería ser reconfortante.
«La sombra burbujeó sobre mi piel mirándome mientras se escurría por mis brazos».
Me clavé las uñas.
—Entonces, ¿cómo se escaparon? —exigí.
—Bueno, verás, Prometeo amaba la raza de los hombres y les dio el fuego en contra de la voluntad de Zeus.
—Y Zeus le encadenó a una roca, dejando que un águila se comiera su hígado día tras día. —Conocía la historia bastante bien. Había un libro con una ilustración que hacía a Astraia gritar de pánico—. ¿Qué tiene eso que ver con los Hijos de Tifón? —Conseguí decir el nombre sin estremecerme.
—Oh, ¿los Resurgandi han olvidado esa parte? Zeus no le castigó por el fuego. No se atrevía a arriesgarse a otra guerra entre dioses. En su lugar, le tendió una trampa. Aún no existía una mujer mortal y Zeus se negó a crearla, con la excusa de que las futuras generaciones, podrían revelarse contra los dioses. Él sabía que Prometeo, que amaba a la humanidad más que a la razón, no se mantendría al margen mientras la raza se extinguía. Y en efecto, Prometeo ofreció un trato. Zeus crearía una mujer mortal y la dejaría tener hijos, pero también la sometería a una prueba de obediencia. Si fallaba, la humanidad sería maldecida con la desgracia y Prometeo encadenado con el águila, pero si la pasaba, la humanidad viviría bendecida para siempre.
—Fue un trato estúpido —murmuré.
Ignifex arrancó una margarita y le dio vueltas entre los dedos.
—Supongo que, como los hombres, los dioses se vuelven estúpidos cuando tienen la oportunidad de conseguir todo lo que quieren. —Aplastó la flor. Enfureció su rostro durante un momento.
Luego me miró sonriente.
—Zeus creó a Pandora, la primera mujer mortal y como dote le dio la jarra de los males, con la estricta orden de que nunca la abriera. Se casó con un hombre y le dio hijos. Podrías pensar que vivieron felices para siempre, pero Zeus hizo a Pandora tan hermosa como la aurora y su alma errante como el viento, por lo que no pasó mucho tiempo antes de que Prometeo se enamorara de ella y ella de él. Pandora le rogó que la llevara lejos de su marido y él se negó, porque ella moriría pronto y pensó que era mejor dejarla vivir sus días con otro mortal.
Apreté los puños porque sabía lo que venía, no quería escuchar las palabras ni mostrar mi miedo.
—Pandora iba lamentándose de su suerte por el bosque cuando escuchó un susurro a lo lejos. Tal vez eran mis maestros, tal vez otro igual de travieso. Decía: «Abre tu jarra. Si tienes coraje para enfrentar todo el mal que emerja, en el fondo encontrarás la esperanza: Nunca morirás, serás como Prometeo eternamente». Entonces, abrió la jarra…
—Todo el mundo sabe que debes confiar en las voces incorpóreas que escuchas en el bosque —murmuré, clavándome las uñas en la palma de la mano mientras intentaba no imaginar el pop del tapón, el primer susurro del canto haciendo eco desde la boca de la jarra.
—… Y todos los Hijos de Tifón salieron rápidamente y empezaron a devastar el mundo, causando enfermedad, muerte y la locura de la raza de los hombres.
Recordé las sombras burbujeando sobre mi piel, la gente chillando en el estudio de Padre. Si aquello le sucediera a todo el mundo a la vez…
—Al haber mirado a Pandora a los ojos al salir, se ligaron a ella. Podían ser encerrados de nuevo solo si ella se encerraba en la jarra. Pidió clemencia y Prometeo se la dio. Tras perder la apuesta, se entregó a Zeus, que lo encadenó en la roca del águila.
»Y así Zeus obtuvo lo que quería: Prometeo fue encerrado y el daño hecho por los Hijos de Tifón garantizaba que la humanidad nunca pudiera prosperar lo suficiente como para amenazar a los dioses. Prometeo consiguió lo que quería: las hijas de Pandora permanecieron y la raza de los hombres continuó. Pandora consiguió lo que quería: nunca murió, sino que se convirtió en alguien como Prometeo, ambos fueron atrapados en el tormento eterno.
Terminó y alzó las cejas hacia mí, como si estuviera esperando una reacción.
Le devolví la mirada con la piel aún crispada por el horror, pero no iba a darle ningún espectáculo.
—No entiendo como esto prueba tu teoría —dije secamente—. Si Pandora hubiese conocido toda la verdad, nunca habría abierto la jarra.
Y si no hubiera sido tan estúpida, nunca habría imaginado que su deseo imposible se convirtiera en verdad. Pero no estaba dispuesta a admitir que entendía el desprecio de Ignifex por sus víctimas.
Se inclinó hacia mí, sin la sonrisa permanente en sus ojos.
—Era exactamente como tú. Fue lo suficientemente valiente para arriesgar todo por aquello que quería y sabía un poco demasiado de la verdad.
En sus últimas palabras, su voz se hizo más suave y llena de amargura. Nunca lo había visto tan serio. Sentí como si la tierra temblara bajo mis pies.
Lo observé sonriendo.
—¿Te crees Prometeo, entonces? ¿Me meterás en una jarra para salvar el mundo?
—Soy el Señor de los Demonios, ¿recuerdas? —Me apartó el pelo de la cara, consiguiendo que me estremeciera—. No te mataría ni por una razón la mitad de buena. Pero tienes que admitir que eres como Pandora, pero con motivos menos egoístas. Justo anoche, de alguna manera abriste una jarra.
Pude sentir las sombras burbujeando sobre mi piel a pesar de estar sentada bajo el sol.
—Sí, ¿y cómo llegaron esos demonios detrás de la puerta? —le exigí—. O detrás del cielo, dentro de nuestro mundo, si todos estaban encerrados con Pandora.
—¿Dije «todos»? Zeus dejó uno o dos fuera, para hacer más humilde a la raza humana.
—¿Uno o dos?
—O tres, o cuatro, o diez mil. Pero no los suficientes para destruir a la humanidad, por lo que la condena de Pandora sirvió para algo.
Me froté los brazos y desvié la mirada hacia el horizonte.
—La oscuridad que te consumía anoche era diferente.
—Oh, yo. Simplemente no me gusta la oscuridad.
—Tú… —Me giré hacia él por equivocación y le miré a los ojos. Recordé el miedo en los suyos mientras suplicaba, alejé la cabeza con la garganta cerrada.
—¿Qué? ¿Creías que casi muero? Te lo hago saber, no soy tan fácil de matar. —Miraba la hierba, pero le oí moverse—. ¿Acaso crees que es la primera vez que me veo envuelto por la oscuridad?
—No —murmuré, aunque no lo había pensado antes.
—Y no me digas que lo sientes, porque te haría una asesina lamentable.
—¡No soy una asesina! —Levanté la cabeza y lo vi arrodillado junto a mí.
—Oh. Lo siento. Eso te convierte en una saboteadora muy lamentable que lleva un cuchillo con fines pacíficos. —Sus ojos carmesí se reían de mí.
Sonreí.
—Entonces es una suerte que no lo sienta. Ojalá te hubiese dejado más tiempo.
—Bueno. Es una lástima. —Se inclinó hacia mí. Su clavícula estaba mojada, entonces me di cuenta de que mi vestido todavía se mantenía pegado a mí en pálidos pliegues húmedos—. Porque he estado pensando formas en las que podrías devolverme el favor.
Me acarició la barbilla con un dedo. Mi respiración se detuvo.
De pronto, su mano cogió la llave escondida en mi corpiño. La hizo girar mientras se sentaba de nuevo, riendo, y la colgó de uno de sus cinturones.
—Tú… —Me atraganté, abalanzándome sobre su garganta.
Me detuvo fácilmente con un solo brazo, pero ambos caímos; él sobre su espalda y yo sobre él.
—¿Ves? —dijo—. No muy buena asesina después de todo.
—Cállate —gruñí callándolo con un beso.
Por un momento lo dejé atónito, él me envolvió entre sus brazos y me devolvió el beso tan ferozmente como el sol que caía sobre nuestras espaldas. Durante unos minutos no dijimos nada. No entendía por qué sentí que podía hacerme desvanecer o deshacerse de mí, aquel beso fue como un renacer y no podía hacer nada como no podía hacer nada para evitar que mi corazón latiera.
Finalmente lo solté. Nos tumbamos uno al lado del otro con apenas espacio entre nosotros. Su mano derecha estaba bajo mi cabeza y su brazo izquierdo me sujetaba por los hombros. No era como aquellas mañanas perezosas en las que me negaba a salir de la cama. Sabía que era mi enemigo, el de mi casa y el de mi mundo entero; sabía que, probablemente, no tendría piedad conmigo y que no debía tener ninguna con él. Estaba preparada para levantarme y luchar con él, pero no todavía. No en aquel momento.
Podía estar entre sus brazos un poco más, escuchando su respiración pausada y mi propio corazón a la carrera. Seguro que podía quedarme y dormitar un poco más en aquel sueño iluminado por el sol, sintiéndome amada y segura.
Me peinó el pelo con los dedos.
—Creo que no he tenido una esposa con el pelo tan largo y oscuro. No deberías sentirte avergonzada cuando yazcas con las otras.
Pero los sueños, por supuesto, siempre terminan.
Aparté su mano y me incorporé.
—No cuentes los trofeos antes de que estén muertos.
—Pensaba que era un cumplido —dijo mientras se sentaba.
—¿Para eso quieres esposas? ¿Porque todas tumbadas en fila son hermosas?
Bajó la vista.
—Las tengo por orden de mis maestros —dijo con seguridad—. Quieren asegurarse que sé que nadie adivinará mi nombre.
La honestidad de sus palabras me hizo contener el aliento. Miré el suelo; no quería verlo en una situación en la que pudiera sentir lástima y entonces me di cuenta: un susurro silencioso como el latir de un corazón saliendo de la tierra. Zumbaba bajo el suelo, recorriendo el aire y lo comprendí…
—Sí —dijo Ignifex—, este es el Corazón de Tierra.
Parpadeé mirándolo.
—¿Que es qué?
—Oh, no te molestes en parecer inocente. Podría hacerte los sellos.
—Entonces, ¿por qué me has traído?
—Es bonito.
—No crees que nuestro plan funcione.
—Le veo pocas probabilidades.
Me incliné hacia adelante con la esperanza de que sus ganas de regodearse sirvieran de algo.
—¿Por qué no? Explícamelo, dime por qué soy estúpida, esposo.
—No eres estúpida ni tampoco tu plan. Pero el Corazón de Aire está fuera de tu alcance. Tu gente ni siquiera ha empezado a comprender la naturaleza de esta casa —dijo dándome un toquecito en la nariz.
—Entonces cuéntame. —Ladeé la cabeza—. ¿O estás asustado?
—No —dijo plácidamente, tumbándose de golpe mientras apoyaba la cabeza sobre mi regazo—. Estoy cansado.
Tragué. La calidez del simple roce me llegó de una forma que el beso no había conseguido. No entendía cómo podía seguir actuando como si confiara en mí.
—Tuve una noche larga —añadió, mirándome.
—Te he dicho que no lo siento —gruñí.
—Por supuesto que no. —Sonrió cerrando los ojos.
—Mereces esto y mucho más. Me alegró verte sufrir. Repetiría si pudiera. —Me di cuenta de que temblaba mientras lo decía—. Lo haría una y otra vez. Cada noche te atormentaría y me reiría. ¿Lo entiendes? Nunca estarás a salvo conmigo. —Suspiré intentando mantener las lágrimas en su sitio.
Abrió los ojos y me observó como si fuera la puerta que lleva de Arcadia directa al cielo verdadero.
—Eso te convierte en mi preferida. —Alzó una mano para limpiar una lágrima con el pulgar—. Cada trocito de maldad que hay en ti.
Nadie me había mirado de aquella manera, sobre todo no tras ver el veneno que llevaba dentro. Ni siquiera Sombra, pues siempre había intentado ser amable con él.
Casi le besé de nuevo, pero sabía que si lo hacía no podría parar. No sería capaz de enfrentarme a él y le debía a Astraia, a Sombra, a Madre y al resto del mundo acabar con su poder.
Así que lo aparté de mi regazo y me levanté, pues si me mantenía allí más tiempo, no sabía si sería capaz de traicionarlo.
—Más tonto eres tú —dije—. Seguiré buscando la forma de detenerte.
Y me fui por la puerta antes de que pudiera decir una palabra más.