Al despertarme descubrí que Ignifex no estaba, las velas se habían consumido. En la mesita de noche había una bandeja con el desayuno caliente; pan tostado, pescado en salmuera, fruta y café. De la puerta del armario colgaba un vestido blanco de volantes. Mientras tragaba el desayuno, observé el vestido sin poder apartar la mirada; era limpio y bonito. Al acabar me lo puse, metí la llave que Ignifex me había dado en el bolsillo, deslicé la llave de acero, que había liberado a la sombra, en mi blusa y me marché.
El primer lugar al que fui fue la sala del espejo. Astraia estaba sentada en la mesa del desayuno, aplastando su salchicha medio quemada con un tenedor y leyendo un libro gordo. Cuando se movió para alcanzar la cafetera vi las ilustraciones y me di cuenta de que era el Manual Moderno de Técnicas Herméticas de Cosmatos & Burnham —uno de los primeros libros importantes que me dio Padre para leer.
Padre entró en la habitación. Astraia le miró y dijo algo —no podía ver su cara, pero Padre le sonrió. Imaginé que no debía estar estudiando para una misión de rescate: Padre nunca le permitiría hacer algo tan peligroso y ella no sería capaz de engañarle.
Quizá quería unirse a los Resurgandi en mi honor. ¿Alguno seguía pensando que yo tendría éxito?
Tal vez no deberían. La noche anterior rescaté al Bondadoso Señor. ¿Quién sabía si sería lo suficientemente fuerte para destruir su casa y atraparlo dentro con todos sus demonios?
—Lo seré —le dije en un tono suave al espejo.
Padre se inclinó para darle un beso en la frente, pero no sentí la habitual punzada de amargura, a pesar de que la última vez que me besó fue cuando tenía diez años.
—Lo destruiré —le dije a Astraia—. Lo haré. No es necesario que estudies nada.
Padre se sentó a su lado. Puso el libro entre ellos y rozó una de las ilustraciones con los dedos. Astraia se inclinó sobre él mientras padre posaba una mano sobre su hombro como si fuera el gesto más normal del mundo.
Al parecer, aún era capaz de envidiar y odiar, pues en aquel momento deseaba llevarme a Astraia de la mesa y escupirle en la cara. Mi único consuelo en la vida era saber que mi padre me respetaba. Fui su aprendiz, la hija inteligente que había conseguido memorizar todos los diagramas en tiempo récord y, aun comprendiendo que estudiar no le haría amarme, era lo único que me diferenciaba de Astraia.
Y ahora su aprendiz era ella, una a la que además quería.
Me di la vuelta y antes de llegar a la puerta me detuve. No miré atrás porque solo conseguiría que el odio volviera.
—Te quiero —dije, con la vista fija en el marco de la puerta—. No te odio. Te quiero.
Quizás algún día sería verdad.
Y entonces abandoné la habitación dispuesta a explorar.
Al instante, encontré la puerta roja de la biblioteca. La abrí suavemente —me quedé sin respiración—. Era la misma habitación que recordaba: las estanterías, la mesa con patas de león talladas, el bajorrelieve blanco de Clio… pero en aquel momento, ramas de hiedra verde oscura se arremolinaban entre las estanterías, acercándose a los libros como si ansiaran leer algo. Una blanca y espesa niebla se arremolinaba sobre el suelo, creando rizos y moviéndose como si soplara el viento. De la bóveda colgaban cuerdas de hielo congeladas como si fueran raíces de árboles; goteaban, no como pequeñas partículas de hielo derritiéndose desde la rama de un árbol, sino como gotas del tamaño de una uva o lágrimas gigantes, derramándose sobre la mesa para caer al suelo al instante siguiente.
Atravesé la puerta y, al coger el códice situado sobre la mesa más cercana, me di cuenta de que el agua que goteaba no traspasaba el papel ni corría la tinta.
Sin embargo, me empapé enseguida. En el instante en que puse un pie en la sala, el techo empezó a gotear más rápido.
Dejé el códice sobre la mesa, estremecida mientras me apartaba un mechón empapado de la cara. El agua mojaba toda la parte trasera de mi vestido. Ahora que no había emergencia alguna, recordé que la última vez que estuve allí los libros se negaron a que los leyera. Estuve a punto de salir de la habitación, pero al mirar a mi alrededor no sentí hostilidad desprendiéndose de las estanterías. Quizás me lo imaginé la primera vez. La biblioteca, al fin y al cabo, no era el lugar en el que residían los demonios.
Me estremecí —«¡nos los comeremos todos, oh!»—, agarrándome con fuerza a la mesa, disfrutando de que el pinchazo en las palmas de mis manos no fuera un millón de sombras mordisqueándome, de que la salpicadura no fuera un millón de susurros cantarines.
Deambulé por la biblioteca. No se escuchaba nada a excepción del constante goteo del hielo derritiéndose o de algún chapoteo ocasional cuando mis pies encontraban un charco. La niebla se alejaba de mí para volver luego a arremolinarse entre mis piernas como si se tratara de un gato miedoso pero cariñoso. Me estremecí, el aire era frío y limpio y tenía un sabor dulce como la miel que me incitaba a quedarme.
Recordé las horas pasadas en la biblioteca de Padre, atiborrándome con libros para poder olvidar mi destino durante una hora. Cómo observaba las imágenes y presionaba mi mano sobre ellas, deseando desaparecer en la seguridad de las líneas de la litografía. Ahora me sentía como si lo hubiera conseguido, como si estuviera en un cuadro o en un sueño: un lugar extraño, pero sin horrores ocultos.
Y entonces, en una habitación con una sola ventana, encontré a Ignifex. Estaba sentado en una esquina con la barbilla apoyada sobre las rodillas, los ojos cerrados y el rostro pensativo. Su oscuro pelo caía empapado e inerte sobre su cara. Su abrigo se encontraba en el mismo estado. La niebla le acariciaba la piel mientras una fina rama de hiedra se arremolinaba y perdía entre su pelo.
Me detuve nada más verle. Las palabras se acumularon y desvanecieron en mi garganta. No podía ser amable con él después de lo que había hecho, pero tampoco cruel después de lo que yo había hecho; no podía olvidar su furia, su beso o su brazo rodeándome al salvarme de las sombras.
Y entonces me di cuenta de que me observaba.
—¿No deberías estar por ahí tentando algún alma inocente? —exigí, acercándome a una de las estanterías.
—Ya te lo he dicho. —Sonaba ligeramente divertido—. Los que vienen a mí no son inocentes.
Me di cuenta de que estaba mirando tan de cerca los libros que mi nariz prácticamente rozaba los lomos. Aparté un poco la hiedra, cogí uno de los libros y lo abrí, esperando que pareciese que tenía un interés específico en él.
—¿No vas a amenazarme de nuevo con un terrible castigo? —pregunté, manteniendo la vista fija en el libro; uno sobre la historia de Arcadia, tan viejo que no estaba impreso sino escrito a mano con una hermosa caligrafía. Al principio fingía que leía y entonces me di cuenta de que podía leer cada palabra de la página. Fuera cual fuera el poder que me lo había impedido antes, había desaparecido.
Sin embargo, la página que había abierto estaba dañada; tenía agujeros quemados lo suficientemente grandes para destruir una o dos palabras y había entre ocho y diez de ellos en cada página. Pasé la página y había más.
—¿Lo encuentras emocionante?
—Más bien predecible. —Me atreví a mirarlo. Ya no estaba acurrucado en el suelo; se encontraba apoyado en la estantería, mirando a la nada.
—¿Sabes? Solo dos de mis mujeres osaron robar mis llaves.
—Eso no dice mucho de tu gusto en mujeres.
—No ayuda que la gente que trata conmigo tenga hijas estúpidas.
Pasé otra página. Más agujeros.
—Y a esas estúpidas, ¿qué les pasó?
—Las conociste anoche. Y luego conociste su destino. Puedes imaginarte el resto.
Temblé, recordando las sombras y su alegre canto aniñado. «Uno es uno y solo uno».
—Crecí viendo como mi padre intentaba curar a la gente que tus demonios atacaban —dije—. Siempre he sabido el significado de ese destino.
El libro entero estaba dañado. Lo devolví a la estantería y cogí otro.
—¿Problemas para leer?
—Deberías cuidar más tus libros —dije—. Mira, este también tiene quemaduras.
Al momento se inclinó sobre mi hombro y sonrió; le enseñé el libro. Lo cogió y hojeó las páginas. ¿Por qué no había reparado en la elegancia de sus manos?
—¿Has estado jugando con las velas en la biblioteca? —pregunté—. Parecen ser lo que más te gusta del mundo. —Y callé de golpe al comprender lo cerca que estaba de la noche anterior y de todas las cosas que no quería discutir ni recordar, a pesar de que ocupaban el aire entre nosotros.
Cerró el libro de golpe.
—No. De hecho, los agujeros en los libros debe ser lo único que no es culpa mía. —Una gota de agua se deslizó desde su garganta hasta su clavícula.
—¿Cómo es posible que algo en este castillo no sea culpa tuya? No había agujeros la última vez —dije, cruzándome de brazos.
—No podías verlos hasta ahora. Y lo de los libros no es culpa mía, fueron mis Maestros los que los censuraron.
—¿Maestros? —repetí.
—¿No te lo había mencionado? —contestó, enarcando las cejas.
—Por supuesto que no. —Pretendía sonar seca, en cambio soné irónica.
—¿Quién crees que impuso todas estas reglas para mis esposas? —preguntó—. Yo no, sino tendrías que darme un beso de buenas noches.
Sentí como si la tierra se abriera bajo mis pies. El Bondadoso Señor era la criatura más malvada después de Tifón, y la más poderosa después de los dioses. Todo el mundo lo sabía.
Todo el mundo se equivocaba.
¿Qué tipo de criatura era suficientemente poderosa y cruel como para mandar sobre el príncipe de los demonios?
—Eso no importa. Hay otra cosa que no podías ver hasta hoy. Ven y mira —dijo, señalando la ventana.
Miré y dejé de respirar al instante. Las verdes colinas estaban como las recordaba, pero el cielo apergaminado sobre ellas estaba lleno de agujeros con quemaduras marrones en los bordes, a través de los cuales solo se veía oscuridad. Sombras.
—¿Se parecen mucho a los agujeros en los libros, verdad? Pero a diferencia de los libros, supongo que puedes culparme. Mis Maestros los han creado porque encuentran divertido retarme.
—¿Qué quieres decir?
—Hubo un chico en tu aldea que se volvió loco, ¿verdad? A pesar de que tu padre pagara el diezmo correctamente. A veces, los Hijos de Tifón se escapan contra mi voluntad y tengo que cazarlos.
Observé los agujeros en el cielo —sus bordes quemados—, no podía apartar la mirada. Me sentía como si me hubiera tragado un pudin negro, pesado, frío y oscuro, hecho de sangre.
—Los agujeros en el cielo es por donde entran —dijo—. Puedes verlos ahora porque has visto a los Hijos de Tifón y sobrevivido.
—No tiene sentido —susurré.
—Los viste y ellos a ti. ¿Crees que su mirada desaparecerá?
Los agujeros eran como ojos. Como ventanas. Como la puerta al infinito a la que me había enfrentado, me encogí, recordando las sombras saliendo en forma de lágrimas de mis ojos, burbujeando sobre mi piel —si Ignifex no me hubiera encontrado, me habría convertido en una vaina de pergamino completamente agujereada, con la oscuridad saliendo a borbotones de mi desfigurada boca.
Ignifex se inclinó ante mí.
—Estás temblando.
—¡No lo estoy!
Al instante me encerró entre sus brazos.
—Estás congelada. —Se dirigió hacia la puerta—. Voy a llevarte a un lugar más cálido.
—¿Qué…? —Me retorcí, pero su agarre era demasiado fuerte… y el calor que desprendía no me desagradaba.
—No te preocupes, es un lugar bonito.
—¿Por qué ibas a hacer algo amable por mí? —Quería que las palabras sonaran a reproche, pero el resultado fue apenas un susurro vacilante.
—Soy el Señor de los Tratos. Puedo recompensarte si quiero.
Acomodada entre sus brazos, el vaivén de sus pasos era como ser arrastrada por la suave corriente de un río.
—No tienes por qué llevarme —dije—, puedo andar.
—Soy tu marido. Es en mis brazos o sobre mi hombro.
—Sobre tus hombros.
—¿Quieres que te sostenga por los muslos? No es que me importe.
Le lancé una mirada fulminante, pero él solo rio y me dio un suave beso en la frente. Si aquella era su venganza por lo de la noche anterior, no era tan mala después de todo.
Atravesamos cinco habitaciones más de la biblioteca hasta abrir una puerta verde que no había visto nunca, al hacerlo, todo fue luz.