Capítulo 12

Me sentía fuerte, orgullosa y bella al caminar por el pasillo. Déjalo asustado, indefenso y solo. Deja que pruebe cómo se sintieron las ocho chicas muertas al perecer solas en la oscuridad, es por dejar a Sombra ser esclavo en el castillo en el que había sido un príncipe o por hacerme saber que estaba condenada y nadie me salvaría.

Deja que lo pruebe y muera —si podía—. Quería creer que la oscuridad lo mataría, que lo quemaría hasta los huesos, y de los huesos hasta cenizas. Entonces lo imposible se convertiría en verdad: mi deber cambiaría. No sería necesario destruir la casa conmigo dentro; con el Bondadoso Señor muerto, los Resurgandi tendrían todo el tiempo y la libertad necesaria para solucionar el cataclismo sin tener que sacrificarme y yo podría irme a casa a decirle a Padre que había vengado a Madre, a pedirle perdón a Astraia en vez de susurrárselo a un espejo.

Pero recordé todas las historias de gente que intentó sin éxito matar al Bondadoso Señor. Aquellas sombras podían ser un arma más apropiada que un cuchillo, pero no podía creer que funcionara. Que el demonio que mandaba sobre todos los otros muriese tan fácilmente. Lo más probable era que Ignifex sufriera hasta al amanecer y luego se recuperase.

Había historias de gente a la que había engañado y llevado terribles destinos, tales que, aun estando vivos, suplicaban por su muerte. Incluso si todo lo que conseguía era darle unas cuantas horas de dolor, al menos me habría vengado, en cierta medida —por lo de mi madre, por Damocles y por todas las personas a las que había engañado hasta matarlos y las que había destruido con sus demonios. Y, mientras él estuviera ocupado, a lo mejor podría encontrar la forma definitiva de matarle.

Abrí la puerta de enfrente y vi el Corazón de Agua.

—¡Sombra! —grité impaciente. Quizá él sabía qué fue de mi cuchillo o qué debía hacer a continuación. Quizás Ignifex moría aquella noche y me liberaba.

Pero no fui capaz de encontrarlo. Me dirigí al centro de la habitación, pero no vino. Estaba sola y aquella noche las luces no me llamaban la atención. Observé mi rostro, reflejado débilmente en las tranquilas aguas. Me recordó la cara que tenía Astraia cuando la dejé; pálida y con los ojos abiertos de par en par.

«Ahora ya la he vengado», pensarlo me hizo recordar la cara de Ignifex, llena del mismo terror al cernirse la oscuridad sobre él.

Sacudí la cabeza.

No era lo mismo. Astraia era bondadosa y amable y no merecía otra cosa que mi amor, al contrario que Ignifex, que mantenía a sus esposas muertas como trofeos y no merecía nada más que mi odio.

El Corazón de Agua, siempre tan hermoso, me pareció vacío y raro. Salí, abriendo puertas a ciegas y girando esquinas hasta súbitamente, llegar al comedor. El cielo era totalmente negro, aterciopelado, a excepción de la media luna plateada. Lámparas de araña colgaban del techo, dando luz a la mesa, llena de platos vacíos y cubiertos limpios. Di un paso adelante, apoyándome en la mesa mientras recordaba la sonrisa de Ignifex por encima de su copa de vino.

«Me gusta tener una esposa con un poco de malicia en su corazón».

Cogí una de las copas de vino y la lancé al otro lado de la habitación. Otra le siguió. Entonces, lancé platos contra el suelo y arrojé los cubiertos. Tiré los candelabros contra la pared y agarré una bandeja vacía y empecé a golpearla contra la mesa.

Y entonces me di cuenta del ridículo que estaba haciendo. Se me cayó la bandeja. Las lágrimas escocían en mis ojos. Las aparté, pero aparecieron más hasta acabar llorando frente a la mesa de la cena.

Había hecho lo que doscientos años de Resurgandi —lo que toda persona en Arcadia, incluso los dioses— creyeron imposible. Me había vengado del Bondadoso Señor. Le había hecho probar el dolor que él infligió todos los días y, aunque fuera durante unas horas, me había convertido en una heroína. Mi corazón debería estar cantando de alegría.

Pero me sentía desolada. No importaba cuantos platos rompiera o cuántas generaciones clamando venganza recordara; no podía olvidar el miedo en los ojos de Ignifex, su pesada respiración, llena de pánico mientras me rogaba.

«Era mi deber», pensé, pero al recordar las últimas palabras que le dije, comprendí que no tenía nada que ver con el deber y sí con regocijarme.

Quería seguir furiosa, destruir aquella habitación y la casa entera. Volver y estrangular a Ignifex con mis propias manos. Encontrar a Sombra y hacer que me besara hasta olvidarme de todo. Despertar y darme cuenta de que toda mi vida había sido un sueño.

Las lágrimas pararon. Suspiré mientras me limpiaba la cara. Y me di cuenta de que, por encima de todo, quería volver y ayudar a Ignifex.

Inmediatamente me clavé las uñas en los brazos y apreté la mandíbula avergonzada. No era una idiota que, tras uno o dos besos, se olvidaba de que la habían secuestrado. Tampoco una que creyese que un hombre era noble por haberla salvado de las consecuencias de sus propios crímenes. Y por supuesto, no era una chica que antepusiera a su marido por encima de su deber.

Era la chica que rompió el corazón a su hermana y —durante un momento— lo había disfrutado. Atormenté a alguien y me gustó.

No quería seguir siendo esa persona.

Me sequé la cara y me dispuse a salir. Estaba a medio camino de la puerta cuando un pensamiento me golpeó. ¿Y si la oscuridad podía matarlo y para entonces ya estaba muerto? ¿Y si la oscuridad le había arrancado las manos y la cara, pero seguía vivo, con la garganta demasiado destrozada para gritar?

El estómago me dio un vuelco. No fui capaz de salir de la habitación. No me importaba si Ignifex estaba muerto. Podía lamentar mi crueldad, alegrarme de haber vengado a mi madre y volver a casa con Astraia. Pero si estaba medio vivo, mutilado y sufriendo; si tenía que mirarle y saber que se lo había hecho yo, sin más razón que el odio y sin conseguir nada…

Y entonces pensé: «Si te quedas, serás como Padre, que fue incapaz de reconocer que había sacrificado a su propia hija».

Salí corriendo de la habitación.

Lo que tardé en encontrar el camino hacia él me parecieron horas, aunque probablemente no fueron más de treinta minutos. Cada vez que abría una puerta, me encontraba en un sitio nuevo. Tiempo después, me encontraba en pasillos que se retorcían y en su lejanía giraban hacia la oscuridad hasta por fin acabar sin salida.

«Creía que la casa le pertenecía», pensé mientras corría por un pasillo con paredes de espejos. El sudor descendía por mi espalda. Me detuve ante una puerta y la abrí topándome con una pared de ladrillos.

Un grito furioso salió de mí. «¿No debería la casa ayudarme a salvar a su maestro?».

Ignifex probablemente contestaría: «¿Creías que un demonio tendría una casa benévola?».

Abrí la siguiente puerta, entré y paré de golpe. Estaba en la sala del espejo y, a través del cristal, pude ver a Astraia durmiendo en su cama, con una lámpara Hermética con forma de cisne encendida sobre la mesita de noche, pues aún le tenía miedo a la oscuridad y a los demonios. Demonios como el que corría para salvar.

—Astraia —balbuceé—. Ojalá pudieras oírme.

Obviamente no podía. Me dolió el pecho solo con pensarlo.

—No querrías que fuera cruel, ¿verdad? Tú siempre fuiste amable con todos.

Estuvo tan contenta, tan orgullosa de pensar que podría cortarle la cabeza al Bondadoso Señor y traerla a casa en una bolsa. Contra la voluntad de Padre —seguramente sabía que él no lo quería, a pesar de no saber por qué—, se las arregló para traerme el cuchillo.

Había sido una niña. Aún lo era. No tenía ni idea de qué significaba matar, y mucho menos cómo era sentir las sombras metiéndose bajo la piel —y aunque la oscuridad que se cernía sobre Ignifex era diferente, se parecía lo suficiente como para no dejarle allí. Incluso si mi hermana me odiaba por ello.

—Es un monstruo —dije—. Quizás también lo soy por compadecerme de él. Pero no puedo dejarlo.

Y salí corriendo de la habitación.

Encontré el pasillo que me llevaba a él. Al llegar pensé que se había ido. Luego me di cuenta de que el bulto en medio de la oscuridad era él.

Corrí hacia él, pero paré en el borde de la oscuridad.

—¿Ignifex? —llamé, inclinándome hacia delante mientras le miraba.

No se movió. No podía ver su cara, solo la oscuridad retorciéndose sobre ella.

Me arrodillé a su lado. Se me puso la piel de gallina al recordar mi mano deslizándose en la boca de una de las esposas muertas, pero no podía echarme atrás ahora. Con cuidado, atravesé la oscuridad y toqué su rostro.

La oscuridad se alejaba de mi mano, como si mi piel la asustara. Debajo, ronchas marchitas surcaban su rostro. Bajé más la mano y vi que aún respiraba. Mientras le observaba, las ronchas empezaron a desaparecer, tornándose cicatrices blancas que terminaban convirtiéndose en piel curada.

Lo sacudí mientras la oscuridad seguía alejándose.

—¡Despierta!

Un ojo carmesí se abrió. Siseó suavemente y su ojo volvió a cerrarse. La oscuridad se arrastraba de nuevo sobre su cuerpo.

Parecía que mi tacto la apartaba, así que lo arrastré hasta apoyar su cabeza y los hombros sobre mi regazo. Tras unos segundos se retorció, acurrucándose contra mí mientras la oscuridad se apartaba.

—¿Qué haces?

Me sobresalté. Sombra estaba de pie detrás de mí, con las manos en los bolsillos del abrigo y su pálido rostro indescifrable.

—Yo… la oscuridad…

—Deberías dejarlo.

—No puedo —susurré, tratando de encogerme de hombros. Esto era mucho peor que ver a Astraia. Sombra era el último príncipe de Arcadia. Mi príncipe; el que me había ayudado y reconfortado durante aquellas cinco semanas, el que me había besado apenas hacía una hora y casi me había dicho que me quería. Le había devuelto el beso y ahora estaba abrazando a su verdugo frente a él. Era obsceno.

Sombra se arrodilló detrás mío.

—¿No ibas a destruirlo?

«¿No eras mi única esperanza?», decían sus ojos.

—Quiero, pero… pero… —Me sentí como cuando tenía diez años y me llamaban al estudio de Padre para explicar por qué había miel derramada en el salón—. Esto no lo destruirá. Le he hecho daño por venganza.

—¿Sabes cuánto sufrimiento ha causado? Es lo menos que se merece.

Ignifex no daba señales de escuchar nuestra conversación, pero me di cuenta de que estaba temblando.

—Lo sé —dije. Recordé cómo me acurrucaba con Astraia en el pasillo, escuchando los gritos provenientes del estudio de Padre—, pero no puedo… No puedo dejar a nadie en la oscuridad.

El silencio de Sombra cayó como una condena.

—Ayúdame a llevarlo a su habitación —dije—. Y entonces le dejaré.

La boca de Sombra se estrechó, pero obedeció. Agarró a Ignifex por los hombros, yo cogí sus piernas y juntos lo arrastramos por los pasillos de vuelta a su habitación.

Nunca me había preguntado dónde dormía. Esperaba encontrarme una caverna húmeda con un altar ensangrentado como cama, sin embargo lo que encontré fue un reflejo de mi habitación en tonos carmesí: tapices rojos y negros en lugar de papel de pared, cortinas de damasco de color rojo y dorado, en vez de encaje, y los soportes del dosel no eran cariátides sino águilas hechas de un metal negro que brillaban a la luz de las velas. Repartidas por las esquinas de la habitación había filas y filas de velas, aportando luz dorada en todas direcciones y eliminando toda sombra posible.

Sombra desapareció tan pronto depositamos a Ignifex en la cama, no le culpaba. Ahora que había apaciguado mi culpa también quería irme. Miré a mi esposo y captor. Las rojeces habían desaparecido y la mayoría de las cicatrices también, pero seguía pálido como la muerte y flojo como un hilo mojado. Estaba encorvado en una posición extraña, como si le hubiera dado un calambre —y, aunque lo encontraba divertido, supuse que si iba a ayudarlo debía hacerlo como tocaba. Con un suspiro, le di la vuelta y lo estiré.

No abrió los ojos, pero una de sus manos se acercó y me agarró la muñeca.

Temblé y me quedé inmóvil, pero no hizo ningún movimiento. Solo susurró —tan flojo que apenas se escuchó.

—Por favor, quédate.

Solté mi brazo a punto de decirle que, aunque le hubiera salvado, no tenía intención alguna de ser su niñera… pero entonces recordé la última vez que dijo por favor.

—Solo un rato —dije, sentándome en la cama. Me sujetó la mano de nuevo como si fuese su última esperanza. Dudé un instante, pero parecía demasiado débil para intentar nada y yo también estaba cansada. Me acosté a su lado e inmediatamente se dio la vuelta y se acurrucó a mi espalda. Puso un brazo alrededor de mi cintura y se quedó dormido con un suspiro.

Como si confiara en mí. Como si nunca le hubiera hecho daño.

Incluso Astraia, con todos sus abrazos y besos, no se había relajado así a mi lado en años. ¿Qué clase de idiota era él?

De la misma clase que yo, suponía, pues sabía que era mi enemigo y, aun así, también me consolaba su tacto.

Su aliento me hacía cosquillas en el cuello. Puse su mano junto a la mía, entrelazando nuestros dedos y me dije que solo estaba allí por mi deuda, que cualquiera, cualquier cuerpo cálido me haría sentir la misma tranquilidad. Y envuelta en aquella paz me dormí.