Capítulo 11

De noche los pasillos parecían más extraños y largos; totalmente desproporcionados. Estaba extrañamente oscuro para haber luz brillando en algunos rincones, pero era difícil saber de dónde provenía y tuve que empezar a pensar que las sombras se tragaban la luz, hambrientas de calor y bienestar.

«Los demonios están hechos de sombras».

Las sombras no me habían atacado hasta ahora, no importaba lo tarde que fuera cuando merodeaba por la casa. Ignifex les habría ordenado que me dejaran en paz. Debía creerlo o me volvería loca de miedo. Y lo hacía, en gran parte, pero el miedo seguía presente en mi espina dorsal.

Salí de todos modos. Giré por un pasillo decorado con elaboradas molduras doradas y murales —creí que mostraba a los dioses, pero en la sombra, no podía ver más que una maraña de extremidades. Al final del mismo había una sencilla puerta de madera. ¿Sonaban más fuertes mis pasos a medida que me acercaba? Al llegar a la puerta me detuve, pero no oí nada. No salió ningún demonio de entre las sombras para matarme; no cayó sobre mí ningún castigo. Cogiendo aire, saque la llave de acero de mi corpiño, la deslicé en la cerradura y giré la manija.

Abrí la puerta y vi la sombra.

Durante toda mi vida, había escuchado la advertencia: «No mires a las sombras durante mucho tiempo, pues un demonio podría verte». Me hacía sentir miedo de las habitaciones cerradas y oscuras, de los espejos con poca luz, de los bosques que susurraban palabras por la noche. Y en aquel momento comprendí que nunca había visto una sombra. Había visto objetos —habitaciones, espejos, el campo entero— sin ningún tipo de luz. Pero en esta habitación no había nada excepto una perfecta y primitiva sombra que no necesitaba de ningún objeto para manifestarse. Tenía su propia naturaleza, su propia presencia; palpable, furiosa y viva. Me ardían los ojos y se anegaron mientras la observaba, pero no pude apartar la vista.

Y entonces, la sombra me miró.

No hubo ningún cambio apreciable, pero me tambaleé bajo el peso de su percepción y de saber que no estaba sola. Jadeante agarré la puerta y empecé a cerrarla. Apoyé todo mi peso sobre ella, pero se movía lentamente, como si la empujara a través de la miel. Cuando busqué el motivo de esta resistencia, no vi nada al otro lado de la puerta. Cuando miré a la brecha que se cerraba lentamente, no vi nada salir del marco, pero cuando miré de nuevo mis manos, por el rabillo del ojo, vi una masa de sombra sujetando el marco de la puerta con sus tentáculos.

Todo sucedió en un silencio absoluto; estaba demasiado aterrorizada para chillar. Cuando la puerta estuvo casi cerrada, escuché un coro de voces infantiles. Cantaban mi nana favorita, pero las palabras no eran las correctas.

Te cantaremos nueve, ¡oh!

¿Cuáles son tus nueve, oh?

Nueve para las nueve lucecitas brillantes,

la noche las apagará, oh.

El sonido corrió por mi cuerpo como miles de pequeños pies fríos. Me habían enseñado hechizos contra la oscuridad, invocaciones de Apolo y Hermes. Pero las voces mordisqueaban los conocimientos en mi cabeza y yo sollozaba sin palabras mientras luchaba por cerrar la puerta.

Ocho para las ocho doncellas muertas,

muertas en la oscuridad, oh.

La puerta estaba casi cerrada, pero la fuerza de la sombra al otro lado me frenaba. Un tentáculo rozó mi mejilla, con un quemazón frío. Me atraganté y el aire se quedó en mis pulmones.

Seis por tus seis sentidos,

que nunca más notarás, oh.

Con un estallido de desesperación, cerré la puerta. Me tambaleé contra la pared, jadeando y temblando. Sentí que aún me estremecía y los ojos se me llenaban de lágrimas a pesar de haberse ido.

Cuando me sequé las lágrimas, me quemaron la piel como si fueran de hielo. Observé mis manos.

Sombra líquida se escurría por mi palma.

Recordé las personas que se arrastraban ante mi padre reducidas a meras vainas. Pensé: «Así es como se sentían».

Y al final, grité.

Cantaban por todas partes, un millón de niños sin cuerpo susurraban en mis oídos:

Cinco por los símbolos de tu puerta,

que nos dicen tu nombre, oh.

Cuatro por las esquinas de tu mundo,

que siempre estamos royendo, oh.

Sombras goteaban por mi cara y fluían sobre mi piel. La sombra de la habitación respondió, cobrando vida. Quería desgarrarme la piel, roer la carne de mis huesos, cualquier cosa para sacarme la sombra que había en mí. Arañé mis brazos con las uñas, pero al ver los arañazos, escuché una risa y recordé: eran los demonios del Bondadoso Señor. Juré salvar Arcadia de sus ataques. Querían que me destruyera a mí misma.

No podía dejarles ganar.

Tres por los prisioneros en esta casa,

nos los comeremos todos, oh.

Traté de correr, pero la sombra envolvía mi piel y, aunque mis pies se movieron lentamente, yo permanecí en el mismo lugar. El aire se crispó y me lanzó contra la pared. Mientras las sombras se arremolinaba a mi alrededor, me hundí en el suelo; con las últimas fuerzas abandonando mi cuerpo.

Dos por tu primero y último,

seremos ambos, oh.

Sabía cuál era el último verso de la canción original y supe a ciencia cierta que iba a ser el mismo. Estaba segura de que, si escuchaba las últimas palabras, estaría perdida.

Uno es uno y solo uno,

y eternamente lo será

Un brazo me agarró por la cintura. Un anillo dorado brillaba en su mano. El fuego ardía alrededor de mi vista.

—Hijos de Tifón —gruñó Ignifex—, volved a vuestro vacío.

La sombra gimió como una bisagra oxidada mientras se alejaba arrastrándose por debajo de la puerta, de vuelta a la oscuridad. Gimieron sin cesar, hasta que sentí el dolor en mi garganta y mis ojos se humedecieron. Entonces comprendí que aquel gemido provenía de mí y que mis ojos aún lloraban sombras. Ignifex me tenía inmovilizada contra la pared, agarrándome por las muñecas. Mi espalda se arqueaba y mis dedos se retorcían mientras las sombras se filtraban a través de los poros de mi piel. Quería que se fueran, pero sentía que mi cuerpo, todo mi ser, era como un pañuelo de papel que las sombras trituraban al salir.

Si pudiera arrastrarme tras ellas, a través de la puerta, hacia su perfecta oscuridad, todavía existiría. Sería su juguete eternamente, pero seguiría existiendo. Sentía la certeza en cada latido irregular de mi corazón y por eso me resistí al agarre de Ignifex, retorciéndome contra la pared. Tenía que seguirlas. Tenía que hacerlo.

—Nyx Triskelion —gruñó Ignifex—, te ordeno que te quedes.

El sonido de mi nombre atravesó la compulsión como si de un cuchillo de sierra se tratara. Me dejé caer contra la pared y me quedé inmóvil mientras veía las últimas sombras fluir a través de las rendijas de la puerta. Segundos después, ya se habían ido.

Sin las sombras sentía el mundo vacío y apático. Las paredes del pasillo eran planas y calmadas, la oscuridad había muerto y perdido su poder. Me retumbaba el corazón en los oídos. Sentía la piel entumecida y sensible a la vez. «Quería seguirlas», pensé, todavía no sabía como sentirme ante la idea.

Ignifex me soltó. Parpadeé con la mirada fija en el movimiento de sus labios y comprendí que me hablaba.

—¿Estás bien? —Al ver que no contestaba, me abofeteó suavemente—. ¡Escúchame! ¿Puedes hablar?

—Sí. —La palabra salió grave y brusca.

Inspeccionó mis brazos.

—Creo que sobrevivirás. A esta noche.

El tono de su voz despertó mi ira y, con ella, al resto de mí. Levanté la cabeza y mostrándole los dientes…

Me dio un toque en la frente.

—¿Tu estupidez tiene límites?

—¿Es estupidez mía no informarme de que tus demonios andan sueltos por la casa? —Le di un empujón—. Creo que eso es culpa tuya.

—Te dije que algunas de las puertas de esta casa son peligrosas. Y te puse en una habitación bonita y segura donde pasar la noche. No es culpa mía que te escaparas de la cama.

—¡Me has encerrado en una tumba!

—Cómoda y segura. —La voz de Ignifex seguía suave, pero había una nota de tensión en ella—. Y ahora ya ha pasado mi hora de irme a la cama.

De pronto me di cuenta de tres cosas: llevaba un pijama de seda oscuro, se tambaleaba como si estuviera a punto de desmayarse y la oscuridad se lo estaba comiendo.

No eran sombras. Puede sonar extraño, pero los pequeños tentáculos oscuros que rodeaban su piel, dejando marcas rojas a su paso, no eran para nada como el horror sobrenatural de sus demonios. Aquellas sombras estaban vivas, conscientes. Lo que le estaba sucediendo era a causa de simple oscuridad nocturna; coagulando alrededor de su cuerpo con tanta naturalidad como lo hace la sangre en una herida, quemándole como el ácido quema la piel.

Mi piel tenía un aspecto horrible.

Ignifex se apoyó con una mano en la pared.

—Me ayudarás a llegar a mi habitación —dijo entre dientes y, de nuevo, una nota tensa apareció en su voz. Como si tuviese miedo.

El mismo miedo que sentí al arrastrarse los demonios por debajo de la puerta, el de cuando me encerró con las esposas muertas o el de cada día de mi vida al saber que el Bondadoso Señor iba a poseerme y nadie iba a salvarme.

Un remolino frío se apoderó de mi pecho en un sentimiento familiar.

Me crucé de brazos.

—¿Por qué?

Parpadeó como si nunca se hubiera planteado la pregunta. O solo era el mareo, pues al momento cayó de rodillas. La oscuridad se arremolinaba y crecía a su alrededor. Ronchas rojas aparecían en su rostro.

Mi corazón se aceleró, pero no por miedo. Por primera vez, no era la única indefensa.

Mi voz sonó fría, encantadora y ajena como cristal en mi garganta.

—¿Por qué debería ayudarte?

A pesar de haberse desplomado contra la pared, se las apañó para mirarme. Sus pupilas de gato estaban tan dilatadas que parecían humanas.

—Bueno… te he salvado la vida. —Y entonces, se dobló de dolor y cayó al suelo.

Desde que tenía uso de razón, la ira había crecido y se había arraigado en mi interior y, sin importar cuánto doliera, la reprimía. En aquel instante, por fin odiaba a alguien que lo merecía y lo sentí como si fuera el trueno de Zeus o las tempestades de Poseidón en el mar. Temblaba de furia y nunca me había sentido tan feliz.

—Mataste a mi madre. Esclavizaste mi mundo. Y, como has señalado, viviré prisionera hasta que muera. Dime, mi querido señor, ¿por qué debería agradecerte salvarme?

Temblaba y jadeaba por el dolor y no parecía poder verme mientras me susurraba:

—Por favor.

Me arrodillé ante él y sonreí en su cara. Fría como si tuviera el cuerpo envuelto en hielo, mi voz llegó desde algún lugar muy lejano.

—¿Te crees a salvo conmigo?

Me puse de pie y me alejé, dejándolo en la oscuridad.