Por supuesto, fui directa a la habitación del espejo, pero ninguna de las llaves encajó en la cerradura del centro del espejo, por lo que salí a buscar otra puerta. Aquel día parecía que la casa estaba de mi parte: encontré habitaciones que nunca había visto, una tras de otra, y puertas que aún no había abierto. Pero mis llaves nuevas no abrieron ninguna de ellas.
Finalmente, encontré una habitación llena de jaulas de pájaro doradas vacías, colgadas de unos hierros con forma de ramas de árbol en un bosque de delicada cautividad. No vi más puertas y me dispuse a marcharme, pero entonces escuché el gorjeo de un pájaro, tan débil que, por un momento, pensé que me lo había imaginado.
Recordé el Lar en forma de gorrión. Era a Astraia a quien le gustaba ver augurios en el vuelo de las bandadas; no a mí. Pero aun así, me di la vuelta y observé la habitación una vez más. Y entonces vi una puerta en la esquina izquierda, detrás de una pila de jaulas, donde un momento antes solo había una pared.
Era una puerta pequeña tan normal —baja y estrecha, apenas lo suficientemente alta para pasar sin agacharme, hecha de madera y pintada de gris pálido—, no me dio miedo mirarla.
Siempre que veía la casa transformarse así, se me erizaba la piel. No era lo más extraño que había visto, pero aun así me sentía indefensa, con la creciente sensación de saber que la casa podía matarme cuando quisiera.
Pero no lo había hecho. Lo más probable era que Ignifex no se lo permitiera. Y si el gorrión quiso que me diera la vuelta, entonces… Seguía sin tener garantías de que fuera algo bueno, pero me había dado unos minutos de tranquilidad y era más valioso que lo que la casa había hecho por mí.
Me abrí camino a través de las jaulas y probé con mi llave. No funcionó. Luego probé la de acero y empezó a girar, pero no se abrió. Finalmente probé la dorada.
La cerradura cedió y se abrió.
Entré.
Lo primero que noté fue el intenso olor a madera y papel polvoriento: el olor del estudio de Padre. Aquella habitación se parecía mucho solo que era más grande que cualquiera que hubiera visto antes. Era redonda, panelada con madera oscura y mosaicos entrelazados de color azul oscuro en el suelo. Había varias mesas con pilas de libros y papeles, y objetos curiosos en las esquinas de la habitación, entre ellos había estanterías bajas. El techo era una cúpula, pintada del mismo color apergaminado que el cielo. La lámpara colgaba de un armazón de hierro forjado con la forma del Ojo de Demonio. Alrededor de la base de la cúpula estaba escrito, en letras doradas: COMO ARRIBA ES ABAJO, COMO ABAJO ES ARRIBA —el gran principio de la Hermética.
Pero lo que había en el centro de la habitación fue lo que captó mi atención; una gran mesa redonda cubierta por una cúpula de cristal y dentro una maqueta de Arcadia.
Me acerqué lentamente. Estaba tan delicadamente detallada que sentí que se desmoronaría si respiraba cerca, a pesar del cristal. Allí estaba el océano, elaborado con vidrio de colores, brillando como si fuera agua de verdad. Las montañas del sur, salpicadas de entradas a minas de carbón. El río Severn y la capital, Ciudad Sardis, medio en ruinas por el gran incendio que hubo veinte años atrás. Mi pueblo, en el extremo sur, cerca de las ruinas que parecían desde fuera la casa de Ignifex.
Me acerqué más. Al centrarme en mi pueblo, algún truco del cristal hizo que este creciera. Vi techos de teja y paja, la fuente de la plaza principal, mi propia casa y la roca en la que me había casado. Todo era perfecto hasta el último detalle. Miré con avidez mi casa hasta que el aumento me provocó dolor de cabeza.
Me aparté de la maqueta. En la mesa más cercana había un pequeño cofre de madera de cerezo, de color marrón rojizo. No tenía cerradura, solo un simple cierre, sin más adornos que una pequeña inscripción dorada sobre la tapa. Lo cogí y miré la brillante letra cursiva: «como dentro es fuera, como fuera es dentro». Otro precepto de la Hermética.
—¿Qué estás haciendo?
Dejé el cofre y me di la vuelta. Ignifex estaba en la puerta. Apenas tuve tiempo de sobresaltarme antes de tenerlo justo enfrente, agarrándome por los brazos y su cara a centímetros de la mía.
—¿Qué te crees que haces?
—Explorando la casa —dije con voz temblorosa—. Si soy tu esposa…
Mi voz se apagó. El color rojo de sus ojos no tenía el simple patrón jaspeado de cualquier ojo humano o animal, sino que era un caótico remolino carmesí, como una llama viva. Me di cuenta de lo estúpida que había sido al no sentirme más que aterrorizada por él. Recordé que era mi enemigo, pero olvidé lo peligroso que era, mi destino y probablemente mi muerte.
—¿Crees que estás a salvo conmigo? —gruñó.
—No —susurré.
—Eres tan tonta como las demás. Crees que eres lista, fuerte, especial. Crees que vas a ganar.
De repente se dio la vuelta y me arrastró fuera de la habitación.
—Sabía quién era tu padre cuando vino a mí. —Su voz era fría como el hielo; cada palabra dicha con precisión—. Leónidas Triskelion, el maestro más joven de los Resurgandi. Cuando me pidió ayuda apenas pudo pronunciar palabras de lo avergonzado que estaba, pero no dudó ni un instante cuando te vendió.
Giramos por un pasillo de piedra que nunca antes había visto.
—Por supuesto fue tonto al pensar que podía negociar conmigo y ganar. Pero su plan de mandarte para sabotearme no era tan absurdo. Tampoco sus decisiones. Metió a la hermana de su mujer en su cama, mantuvo la hija que se parecía a su esposa sobre sus rodillas y envió a la hija que tenía sus rasgos a reparar lo que había hecho. Los humanos no pueden desentenderse de sus pecados, pero diría que él lo ha hecho bastante bien.
Paró y me empujó contra la pared.
—Te enviaron para morir. Eras la que no necesitaban y te enviaron porque sabían que no podrías volver.
No pude evitar que las lágrimas rodaran por mi rostro y aun así mi mirada fue fulminante.
—Lo sé. ¿Por qué necesitas recordármelo?
—La única forma de que puedas ver mañana y el día después y el siguiente, es haciendo exactamente lo que yo te diga. Si no, morirás tan rápido como mis otras esposas.
Se acercó a mí. Escuché un chasquido y comprendí que no estaba contra la pared sino una puerta. Esta se abrió tras de mí y trastabillé en la oscuridad hasta que me golpeé con la esquina de una mesa.
—Piénsalo durante un tiempo —dijo Ignifex y cerró la puerta.
Al principio pensé que me había abandonado en la oscuridad y entonces, a medida que mis ojos se acostumbraron, descubrí la débil luz grisácea que se filtraba a través de una pequeña ventana en lo alto de la pared. No servía de mucho. El aire era frío. Me di la vuelta, agarrándome a la mesa; era de piedra, no de madera.
Mis dedos rozaron un trozo de tela y al lado algo suave y frío.
Me estremecí, mi mente no pudo reconocer lo que tocaba hasta que estiré más mis dedos deslizándolos por unos dientes en una boca fría y húmeda.
Con un grito eché a correr hacia la puerta. Froté la mano con ansias sobre mi falda, pero la tela no fue capaz de borrar el recuerdo de haber tocado la lengua de una chica muerta.
La lengua de su esposa muerta. Ahora que mis ojos se habían acostumbrado del todo, pude ver a las ocho, colocadas sobre bloques de piedra, como guardadas para usarse en un futuro.
Cuando tenía diez años, Astraia y yo encontramos un gato muerto mientras jugábamos en el bosque. Estaba medio enterrado bajo una capa de hojas. No nos dimos cuenta de que estaba muerto e hinchado hasta que le di un toque. Soltó un olor nocivo que hizo que Astraia saliera corriendo y llorando mientras yo me sentaba, asfixiándome y llorando con horror. Ahora, a medida que mi respiración se aceleraba, me di cuenta de que podía oler el hedor de nuevo, solo una pizca, flotando en el aire.
Clavé las uñas en los brazos. Mi respiración era el único sonido en medio del silencio mortal. Ignifex me metería allí. Cuando cometiera el último error, me mataría, me pondría en aquella habitación y yacería en la fría piedra con la boca abierta.
Con gran esfuerzo, tomé aire lenta y profundamente y lo dejé salir en un fuerte grito. Golpeé la pared con el puño, volví a golpearla dos veces, aún gritando. Y aunque esta se sacudió, se mantuvo firme. Pero dejé de gritar, tratando de recuperar el aliento, ya no sentía pánico. Estaba furiosa.
No. Le odiaba.
Toda mi vida había odiado al Bondadoso Señor como alguien odia una plaga o un incendio. Era el monstruo que había destruido mi vida, que oprimía a todo el mundo, pero seguía siendo ficción. Ahora le había visto, cenado con él, besado. Le había visto matar. Tenía un nombre por el que llamarlo aunque no fuera real. Ahora podía odiarlo de verdad. Odiaba sus ojos, su risa, su sonrisa burlona. Odiaba que pudiera besarme, matarme o encerrarme con absoluta facilidad. Y por encima de todo, odiaba que me hubiera hecho desearle.
El odio no era nuevo para mí; odié a mi familia toda mi vida. Pero siempre tuve el deber de amarla, no importaba lo que me hicieran. Con Ignifex, mi deber era destruirlo. Agachándome en la oscuridad me di cuenta de lo mucho que iba a disfrutarlo.
La noté en el corpiño. La llave dorada me la dejé tontamente en el paño de la puerta, seguramente, Ignifex ya la habría recuperado. Pero la llave de acero seguía a salvo contra mi piel, esperando que la usara.
Me vi obligada a identificar las paredes de piedra palpándolas, pero solo había una puerta y ningún golpe la haría moverse. Finalmente, me recosté en ella dispuesta a esperar. Probablemente me liberaría al día siguiente, cuando pensara que me había intimidado y asustado lo suficiente. Fingiría estarlo y volvería a explorar tan pronto se hubiera dado la vuelta.
Empezaba a quedarme dormida cuando el ruido de una cerradura me despertó. En un instante me puse de pie frente a la puerta. Pero no era Ignifex quien estaba al otro lado, era Sombra.
—Lo siento. —Rozó mi mejilla—. Vine tan pronto como pude.
Estaba preparada para recibir a Ignifex con todo el odio y el coraje acumulado, pero la suavidad de Sombra me dejó temblando al recordar el terror vivido los primeros minutos. Lo abracé repentinamente.
—Gracias —dije en su hombro—. Estoy bien. Estoy bien. —Tragué saliva—. ¿Por qué las tiene aquí?
Sombra se encogió de hombros.
—Mira —dijo, girándome. Levantó la mano y la luz inundó la habitación. Con aquella luz, pude ver que las chicas eran jóvenes, preciosas, con las manos cruzadas sobre el pecho, monedas en sus ojos y flores en el pelo. Sus cuerpos estaban tan perfectamente conservados que se podría pensar que estaban durmiendo, si sus rostros no tuvieran la palidez y vacío típico de la muerte.
—Traté de hacer lo correcto —dijo—, pero no fui capaz de recordar ningún himno funerario.
¿Cuántos años llevarían allí, sin los ritos funerarios que les permitieran cruzar el río Estigia y encontrar la paz?
¿Cuántos años llevaría cuidándolas; intentando darles al menos una muerte apropiada sabiendo que había fallado?
Agarré su mano.
—Arrodíllate conmigo —dije—. Te enseñaré.
Como hija del señor de las tierras, era mi deber asistir a funerales de pobres y huérfanos. Tuve que aprender los himnos funerarios cuando tenía seis años, con un libro sobre mi cabeza, para asegurar una postura correcta y Tía Telomache mirándome con el labio fruncido.
Era una de las pocas funciones de las que nunca renegué; no importaba cuánto me doliera el cuello o si mi lengua se trababa con las palabras arcaicas. Los himnos fueron escritos por los gemelos Homero y Hesíodo en tiempos antiguos en los que Atenas no era más que un grupo de granjas y Romana-Graecia no era más que un sueño. Cuando los dije —de niña en el salón de mi padre, bajo la corona de mi madre muerta y el cuello de encaje de mi vestido de luto negro rozando mi garganta—, me sentí como si no fuera solo un apéndice de la tragedia de mi familia, sino una chica más de las que, durante casi tres mil años, habían pronunciado aquellas palabras.
Puse las manos en cuenco hacia arriba, cerré los ojos y empecé a cantar.
Había siete himnos funerarios: a Hades, Señor de la muerte. Perséfone, su mujer. Hermes, el guía de las almas. Dionisio, que redimió a su madre desde el inframundo. Demetra, la patrona de las cosechas y la maternidad. Ares, dios de la guerra. Y Zeus, señor de los dioses y de los hombres. Normalmente solo se canta un himno; el que correspondía al patrón divino que tuvo en vida, pero los canté todos, esperando que fuera suficiente garantía para concederles el descanso a las ocho. Al terminar, noté la garganta seca y áspera.
—Gracias —dijo Sombra.
Permanecimos en silencio unos minutos.
—Sigo sin entender por qué las tiene aquí —dije.
—A veces me envía aquí —dijo Sombra en voz baja—, para meditar, dice.
—¿Sobre qué? —exigí. Casi pude escuchar la risa de Ignifex mientras decretaba el tormento, deseé que estuviera allí para poder atacarle—. ¿La profundidad de su maldad? No hay nadie vivo que no lo sepa ya.
Sombra se alejó un poco.
—Sobre mi fracaso.
Su voz, apenas un susurro, me hizo dejar de respirar. Estaba a punto de decirle que no era culpa suya, fuera como fuese que terminara prisionero —no era su misión derrotar un demonio que podía destruir el mundo, que dominaba Arcadia desde antes de que naciera.
Y mientras miraba las líneas incoloras de su hombro, recordé el momento en que me enseñó las luces. «Lo más parecido que nos queda».
Había visto las estrellas. No era una pobre alma a la que Ignifex hubiera engañado durante los últimos novecientos años. Era un prisionero del Cataclismo, un botín de guerra.
—Te mantiene —susurré—, te mantiene como un trofeo. Al igual que a esas pobres chicas.
Asumí que Ignifex le había obligado a tener su rostro. Pero quizá fuera al revés: quizás Ignifex había elegido el rostro de su prisionero para burlarse de él.
Y de todos los posibles prisioneros, solo podía pensar en uno por el que sintiera aquel odio.
El corazón me dio un vuelco. Todo el mundo decía que el Bondadoso Señor había destruido la línea sucesoria. Las palabras que se formaban en mi boca parecían sonar a locura, pero allí, en aquella casa de locos, tenían sentido.
—El último príncipe no murió, ¿verdad?
Sombra se volvió, sus ojos fijos en los míos. Su boca se abrió, pero una vez más el poder de su maestro se lo impidió. Tragó saliva y me observó, esperando que sus ojos lo dijeran todo. Tal vez lo hizo: al mirarlos, estuve segura de que él era el último príncipe de Arcadia y prisionero desde el cataclismo.
Diecisiete años esperando un matrimonio me convirtieron en alguien frío y cruel. Novecientos años de cautiverio le habían convertido en alguien bueno, preocupado por ayudar a todas las víctimas de Ignifex, incluso sabiendo que fallaría. Incluso siendo yo la víctima.
Mi respiración se volvió pesada. No me di cuenta de que me estaba acercando hasta que él recortó la distancia restante y me besó. Fue lento y suave, y a la vez vasto como una marea creciente. Sentí el perdón. Igual que la paz.
Cuando me separó, su mirada brilló durante un segundo antes de bajar la vista.
—Tú… —Empecé sin aliento y entonces dejó caer su frente sobre mi hombro.
Sentí que buscaba consuelo y no pude imaginar por qué, pero era lo menos que podía hacer por él, por lo que puse una mano sobre su hombro, sorprendiéndome de nuevo al sentir las líneas de su omóplato.
Asombrada al ver que también me deseaba. Me deseaba.
—¿Sombra? —dije suavemente.
Habló despacio. Aunque no pudiera ver su cara, sabía que estaba luchando contra el sello en sus labios.
—Ojalá… nos hubiéramos conocido… en otro sitio.
El aire se atascó en mis pulmones. Si esto no era una declaración de amor, se acercaba mucho.
—Yo también —dije.
Si se lo pedía, me besaría de nuevo. Durante un instante imaginé que me quedaba. Podía envolverme en sus brazos y besarle hasta olvidarme de todo; de las chicas muertas y de mi monstruoso marido, de la perdición de mi país y mi deber de arreglarlo.
Entonces pensé, «No tengo tiempo para esto».
Me levanté.
—Tengo que irme. Yo… tengo que encontrar el resto de corazones.
Sombra tomó mi mano y deslizó sus dedos entre los míos. Sentí el roce como un rayo recorriendo mi brazo.
—Tiene razón en una cosa —dijo—. Esta casa alberga muchos peligros. De la mayoría no puedo salvarte.
Apreté mi mano hasta sentir los huesos de sus dedos.
Lo solté y forcé una sonrisa.
—No nací para que me salvaran.