Capítulo 1

Me criaron para casarme con un monstruo.

El día anterior a la boda apenas pude respirar. El miedo y la rabia se asentaron en mi estómago. Me pasé toda la tarde escondida en la biblioteca, acariciando la piel del lomo de aquellos libros que jamás volvería a tocar. Me apoyé en los estantes y deseé poder salir corriendo, deseé poder gritar bien fuerte a quienes me eligieron aquel destino.

Observé las oscuras esquinas de la biblioteca. Cuando mi hermana gemela, Astraia, y yo éramos pequeñas, nos contaron la misma historia terrible que a los demás niños: «Los demonios están hechos de sombra. No mires a las sombras durante mucho tiempo, pues un demonio podría verte». Para nosotras fue más horrible si cabe, ya que solíamos ver a las víctimas de ataques demoníacos, algunas gritaban, otras enmudecían de locura. Sus familias los arrastraban a través del vestíbulo y rogaban a Padre que usara sus artes Herméticas para curarlos.

A veces podía calmarles el dolor, aunque solo fuese un poco. Sin embargo no había cura para la locura que inducían los demonios.

Y mi futuro marido —el Bondadoso Señor—, era el príncipe de los demonios.

Él no era como aquellas sombras viciosas y descerebradas a las que gobernaba. Como corresponde al príncipe, su poder superaba con creces el de sus súbditos: hablaba y adoptaba tal aspecto que los ojos de los mortales podían mirarle a la cara sin volverse locos. Pero seguía siendo un demonio. Tras nuestra noche de bodas, ¿qué quedaría de mí?

Escuché una tos húmeda y me di la vuelta. A mis espaldas estaba la Tía Telomache, con sus finos labios apretados formando una delgada línea, y un mechón de pelo que escapaba de su moño.

—Nos vestiremos para la cena —lo dijo sin emoción alguna, con el mismo tono tranquilo con el que la noche anterior, como tantas otras veces, me decía: «Eres la esperanza de nuestra gente». Su voz se afiló—. ¿Me estás escuchando, Nyx? Tu padre te ha organizado una cena de despedida. No llegues tarde.

Deseé poder agarrarla por sus huesudos hombros y sacudirla. Que tuviera que marcharme era culpa de Padre.

—Sí, tía —susurré.

Padre llevaba su chaleco de seda roja; Astraia su vestido azul con cinco volantes; Tía Telomache sus perlas; y yo me puse el mejor vestido de luto que tenía, el de los lazos de raso. La comida era magnífica: almendras confitadas, aceitunas en vinagre, perdiz rellena y el mejor vino que tenía Padre. Incluso uno de los sirvientes tocaba el laúd en una esquina, como si estuviésemos en el banquete de un Duque. Cualquiera pensaría que Padre intentaba demostrar lo mucho que me quería o, al menos, que honraba mi sacrificio. Sin embargo, en el momento en que vi los ojos rojos de Astraia al otro lado de la mesa, supe que la cena era para ella.

Así que me senté erguida en la silla, apenas capaz de tragar la comida, pero con una sonrisa fija en la cara. De vez en cuando, el nivel de la conversación disminuía y oía el ruidoso tic-tac del reloj del abuelo en la sala de estar, contando uno a uno los segundos que me acercaban a mi marido. Se me revolvió el estómago, pero sonreí mascullando alegres banalidades como que mi matrimonio era una aventura, lo emocionada que estaba de pelear con el Bondadoso Señor y cómo juraba por el espíritu de nuestra difunta madre que iba a vengar su muerte.

Aquello último hizo que Astraia decayera de nuevo, pero me incliné hacia adelante para preguntarle por el muchacho de la aldea que merodeaba siempre bajo su ventana —Adamastos o algo así—. Al momento sonrió e incluso se rio. ¿Por qué no iba reír? Podía casarse con un mortal y vivir su vejez en libertad.

Sabía que mi resentimiento no era justo —seguramente ella reía por mi bien así como yo sonreía por el suyo—, sin embargo siguió rondando por mi cabeza durante toda la cena, haciendo que cada sonrisa y cada mirada que me dirigía me rasgara más la piel. Apretaba el puño izquierdo bajo la mesa, clavándome las uñas en la palma de la mano, pero aun así me las arreglaba para devolverle la sonrisa y fingir.

Al fin los sirvientes retiraron los platos de natillas vacíos. Padre se ajustó las gafas y me miró. Sabía que estaba a punto de suspirar y repetir su frase favorita: «El deber es amargo en el paladar, pero dulce al tragar». Sabía que él tan solo estaba pensando en que iba a sacrificar medio legado de su esposa y no en que yo estaba sacrificando mi vida y mi libertad.

Me puse en pie.

—Padre, ¿podéis disculparme?

Antes de responder, la sorpresa se reflejó en su rostro por unos instantes.

—Por supuesto, Nyx.

Incliné la cabeza.

—Muchas gracias por la cena.

Traté de huir, pero en apenas un instante la Tía Telomache se puso a mi lado.

—Querida… —empezó suavemente.

Astraia apareció al otro lado.

—¿Puedo hablar con ella un minuto, por favor? —dijo, y sin esperar respuesta me arrastró a su habitación.

Tan pronto la puerta se cerró detrás nuestro, ella se giró. Me las arreglé para no flaquear, sin embargo no pude mirarla a los ojos. Astraia no merecía la ira de nadie y menos la mía. Ella no. Sin embargo, en los últimos años, cada vez que la miraba, todo cuanto podía ver era la razón por la que tendría que enfrentarme al Bondadoso Señor.

Una de nosotras debía morir. Aquel era el trato al que llegó Padre, no era culpa suya que él hubiese decidido que sería ella la que se salvaría, pero cada vez que sonreía seguía pensando: «Sonríe porque está a salvo. Está a salvo porque yo moriré».

Solía pensar que, si lo intentaba con todas mis fuerzas, podría aprender a amarla sin rencor, pero finalmente me di por vencida; era imposible. Así que ahora me encontraba de pie ante uno de los cuadros de punto de cruz de la pared —una casa de campo rodeada de rosas—, preparándome para sonreír y mentir hasta que ella decidiese acabar con el momento tierno que pretendía y yo pudiera meterme en la seguridad de mi habitación.

Pero al decir «Nyx» la voz le salió entrecortada y débil. Sin quererlo, la miré; ya no sonreía, no había lágrimas, solo su puño presionado sobre su boca para no perder el control.

—Lo siento —dijo—. Sé que me odias. —Y su voz se quebró.

De pronto recordé una mañana, cuando teníamos diez años, en la que me llevó a rastras fuera de la biblioteca porque nuestra vieja gata, Penélope, no quería comer ni beber. Me repetía sin cesar: «Padre podrá curarla, ¿verdad? ¿Podrá?». Pero ella ya sabía la respuesta.

—No. —La agarré por los hombros—. No te odio.

Sentí la mentira como un cristal roto en la garganta, pero cualquier cosa era mejor que escuchar aquel dolor desesperanzado sabiendo que yo era la causante.

—Pero morirás… —hipó entre sollozos—. Por mi culpa…

—Por culpa del trato entre el Bondadoso Señor y Padre. —La miré como pude mostrando una sonrisa—. ¿Y quién dice que voy a morir? ¿No crees que tu propia hermana pueda vencerle?

Su propia hermana le estaba mintiendo: no había forma de derrotar a mi marido sin acabar destruyéndome a mí misma. Pero he estado tanto tiempo mintiéndole, diciéndole que podía matarlo y volver a casa, que ya no tenía sentido dejarlo.

—Ojalá pudiese ayudarte —susurró ella.

«Podrías pedir ocupar mi lugar».

Borré aquel pensamiento. Durante toda su vida, Padre y la Tía Telomache la habían mimado y protegido. Le habían enseñado que su único propósito era que la amaran. No era culpa suya que no hubiese aprendido a ser valiente y, mucho menos, haber sido ella la elegida para vivir en vez de yo. De todos modos, ¿cómo podía desear vivir a costa de la vida de mi propia hermana?

Puede que Astraia no fuese valiente, pero deseaba verme con vida. Y aquí estaba, deseando que muriese ella en vez de yo.

Si una de las dos tenía que morir, debía ser la que tuviese el corazón envenenado.

—No te odio —dije. Y casi me lo creí—. Nunca podría odiarte —dije recordando cómo se aferró a mí después de enterrar a Penélope bajo el manzano. Ella era mi hermana gemela, nació apenas unos minutos después de mí, pero al fin y al cabo era mi hermana pequeña. Tenía que protegerla del Bondadoso Señor, pero también de ; de la envidia y del resentimiento que hervía bajo mi piel.

Astraia sorbió.

—¿En serio?

—Lo juro por el río que hay detrás de casa —dije. Nuestra versión de un juramento durante la infancia; jurar por el río Estigia. Y mientras pronunciaba aquellas palabras, decía la verdad. Recordé aquellas mañanas de primavera en las que me ayudaba a escapar de clase para ir a correr por el bosque, las noches de verano atrapando luciérnagas, las tardes de otoño representando la historia de Perséfone sobre los montones de hojas secas; y las noches de invierno sentadas ante el fuego, cuando le contaba todo lo que había estudiado durante el día y que, aunque se quedara dormida cinco veces, nunca admitía que se aburría.

Astraia se lanzó sobre mí, me abrazó colocando la barbilla sobre mi hombro y, por un momento, el mundo se convirtió en un lugar cálido, seguro y perfecto.

En aquel preciso instante Tía Telomache llamó a la puerta.

—¿Nyx, querida?

—¡Ya voy! —grité, separándome de Astraia.

—Nos veremos mañana —dijo, todavía con voz suave. Sin embargo me di cuenta de que su dolor se estaba sosegando y sentí caer de nuevo una gota de rencor.

«Querías reconfortarla», me recordé.

—Te quiero —dije, porque era verdad, sin importar qué pudiera supurar en mi corazón y la dejé antes de que pudiera contestar.

Tía Telomache me esperaba en el pasillo con los labios fruncidos.

—¿Habéis terminado de charlar?

—Es mi hermana. Debía despedirme.

—Te despedirás mañana —me dijo, llevándome hacia mi dormitorio—. Esta noche tienes que aprender cuáles son tus deberes.

«Sé cuál es mi deber», quise responder, pero la seguí en silencio. Había soportado las charlas de Tía Telomache durante años; ahora no podía ser mucho peor.

—Tus deberes como esposa —añadió, abriendo la puerta de mi habitación. En aquel momento comprendí que sí podía ser mucho peor.

Sus explicaciones duraron alrededor de una hora. Todo lo que pude hacer fue sentarme en la cama; sentía un extraño hormigueo en la piel y la cara me ardía. Mientras seguía hablando con voz plana y nasal, me miré las manos tratando de ignorar su voz. Las palabras «¿Es eso lo que haces con Padre cada noche cuando crees que nadie está mirando?», se situaron tras mis dientes, pero me las tragué.

—Y si él te besa en… ¿Me estas escuchando, Nyx?

Alcé la cabeza, esperando que mi cara permaneciera impasible.

—Sí, Tía.

—Está claro que no estabas escuchando. —Suspiró mientras se enderezaba las gafas—. Solo recuerda esto: haz lo necesario para conseguir que él confíe en ti o la muerte de tu madre habrá sido en vano.

—Sí, Tía.

Me dio un beso en la mejilla.

—Sé que lo harás bien.

Se puso de pie. Se detuvo en la puerta con un gruñido húmedo —siempre se había imaginado a sí misma como una persona hermosa y conmovedora, pero en realidad sonaba como un gato con asma.

—Thisbe estaría muy orgullosa de ti —murmuró.

Me quedé mirando el papel de pared, estampado de rosas y lazos. Podía ver los horribles dibujos de aquel patrón con perfecta claridad, porque Padre se gastó mucho dinero en una lámpara Hermética que, capturando la luz del día, brillaba de forma clara y resplandeciente. Usó su arte para mejorar mi habitación, pero no para salvarme.

—Estoy segura de que Madre también estaría orgullosa de ti —dije yo.

Tía Telomache no era consciente de que yo sabía lo de ella y Padre, por lo que era un dardo seguro. Esperaba que doliese.

Otro suspiro húmedo.

—Buenas noches —dijo y la puerta se cerró tras ella.

Cogí la lámpara Hermética de mi mesita de noche. La bombilla estaba hecha de vidrio helado con forma de capullo de rosa. Le di la vuelta. En la parte inferior de su base de latón habían grabado unas líneas revueltas de un diagrama Hermético. Era muy simple: únicamente cuatro sellos entrelazados, diseños abstractos con ángulos y curvas, para invocar el poder de los cuatro elementos. Con la luz de la lámpara directa sobre mi regazo no podía descifrar todas las líneas, pero podía sentir el suave y palpitante zumbido de los cuatro corazones elementales mientras invocaban a la tierra, el aire, el fuego y el agua en una cuidada armonía para capturar la luz del sol durante todo el día y liberarla de nuevo cuando encendía el interruptor de la lámpara durante la noche.

Todas las cosas del mundo físico surgen de la danza de los cuatro elementos, sus acoplamientos y sus divisiones. Este principio es una de las primeras enseñanzas de la Hermética. Así pues, para que algo que utiliza la Hermética consiga poder, su diagrama debe invocar a los cuatro elementos en cuatro «corazones» de energía elemental. Y para que este poder desaparezca, los cuatro corazones deben ser anulados.

Toqué con la punta del dedo la base y tracé las líneas del sello Hermético para anular la conexión entre la lámpara y el elemento agua, sin apenas esfuerzo. No necesité trazar el sello con una tiza o una pluma; el gesto fue suficiente. La lámpara parpadeó, la luz se volvió roja a medida que el Corazón de Agua se rompía, dejándola conectada únicamente a tres elementos.

Al empezar con el siguiente sello recordé las incontables tardes que había pasado practicando con Padre, anulando cosas que usaban la Hermética, como esta lámpara. Dibujaba un diagrama tras otro en una tabla de cera para que yo los rompiera. Mientras practicaba, me leía en voz alta; decía que así aprendería a trazarlos a pesar de las distracciones, pero yo sabía que tenía otro propósito. Solo me leía historias sobre héroes que morían cumpliendo su deber —como si mi mente fuera una tabla de cera, las historias fueran sellos y trazándolos en ella lo suficiente, pudiera moldearme para convertirme en una criatura de puro deber y venganza.

Su favorita era la historia de Lucrecia, que asesinó al tirano que la violó y luego se suicidó para acabar con la vergüenza. Ganando así la fama de mujer de perfecta virtud que liberó Roma. Tía Telomache también adoraba aquella historia y, en más de una ocasión, insistió en que la historia debería hacerme sentir mejor, porque Lucrecia y yo éramos similares.

Pero el padre de Lucrecia no la empujó a la cama del tirano y su tía no la había instruido en cómo complacerle.

Tracé el último sello que quedaba y la lámpara se apagó. La dejé caer en mi regazo y me abracé con la espalda recta y rígida, mirando hacia la oscuridad. Las uñas se clavaban en mis brazos, pero en mi interior únicamente sentía un nudo frío. En mi cabeza, las palabras de Tía Telomache se enredaban con las lecciones que mi padre me había enseñado durante años.

«Intenta mover las caderas. Cada Hermética debe unir los cuatro elementos. Si no puedes lograr nada más, quédate quieta. Como arriba es abajo, como abajo es arriba. Puede doler, pero no llores. Tanto dentro como afuera. Solo sonríe».

»Eres la esperanza de nuestro pueblo».

Mis dedos se retorcían, arañándome los brazos desde el hombro a la muñeca, hasta que no pude soportarlo más. Cogí la lámpara y la lancé contra el suelo. El golpe despejó mi cabeza, dejándome sin aliento y temblando, igual que en las otras veces que dejaba salir mi temperamento, pero al menos las voces habían parado.

—¿Nyx? —preguntó Tía Telomache.

—No es nada. Le he dado un golpe a la lámpara.

Sus pasos se acercaban y finalmente la puerta se abrió.

—¿Estás…?

—Estoy bien. Las criadas pueden limpiarlo mañana.

—De verdad…

—Tengo que estar descansada si mañana tengo que seguir tus consejos —le dije con frialdad, y por fin cerró la puerta.

Caí de nuevo sobre mis almohadas. ¿Qué sería de ella? Ya no necesitaría la lámpara de nuevo.

En esta ocasión el frío que me recorrió era de puro miedo, no de ira.

«Mañana me casaré con un monstruo».

Durante el resto de la noche, no pude pensar en otra cosa.