—¿Así que es verdad que estás fuera? —pregunté mientras, con una pequeña espátula verde, trasladaba las galletas del papel de hornear a una bandeja—. ¿Se acabaron las estafas?
—Es más complicado que eso —contestó al tiempo que yo deslizaba la bandeja al centro de la mesa y me sentaba enfrente de él.
—Me estás engañando.
—¡Qué cosas le dices a un padre que te quiere!
—¿Se las digo al que no me quiere?
Carraspeó, algo molesto, y escogió un par de galletas.
Yo también cogí una y me recosté en la silla.
—Fuiste tú el que me dijo que había que romper lazos, papá, ¿lo recuerdas? Me soltaste un discurso larguísimo sobre que si te metías en algún lío, no querías que por tu culpa dieran con tu pequeña.
—Un discurso muy elocuente, por cierto.
—Pues sí —coincidí—. Debió de serlo si conseguiste convencerme. ¿Eres consciente de que no he vuelto a verte desde que se fue al garete aquella última estafa que casualmente iba a hacernos más ricos que Midas?
Su rostro se tiñó de pena; sin duda, recordaba sus vanas promesas de que pronto tendría un piso en París y un apartamento en Nueva York y un colchón hecho de billetes de cien dólares si lo quería. Y quizá también recordara que entretanto había llamado la atención de al menos una docena de polis y de federales. La cosa se había complicado bastante y, cuando me había dicho que me escondiera, yo había decidido que aquello era un aviso del destino para que lo sacara de mi vida.
—Llevo más de un año sin hablar contigo, salvo con móviles desechables. No tengo ni idea de lo que ha sido de tu vida, y no me importaba porque sabía que me estabas protegiendo. Y que pronto te soltarían y, cuando eso ocurriera, aparecerías en mi puerta con los brazos abiertos y me dirías que todo iba a salir bien.
Se aclaró la garganta y le dio un bocado a una galleta, pero no dijo nada. Ni me miró a los ojos.
—Y aquí estás —proseguí— y me esperabas con los brazos abiertos, pero ¿qué ha sido del resto de la escena?
No le mencioné que había sabido que algo no iba bien nada más verlo. Disimulaba muy bien, todo sonrisas y felicidad, pero, bajo aquella fachada, se le veía cansado, preocupado y algo fuera de juego.
—Esta es la definitiva, Kitty Cat. Te lo juro, esta vez lo tengo todo previsto. Nada va a volver a tumbar a tu viejo. Nada en absoluto. Al menos en cuanto tenga resuelto un pequeñísimo detalle.
Me levanté, algo aturdida, y me acerqué a la pila. No quería que mi padre me viera la cara, así que me puse a enjuagar la jarra de la cafetera. «Un pequeñísimo detalle» no sonaba muy bien. Sonaba a eufemismo de «soy hombre muerto».
—¿Qué pequeñísimo detalle es ese, papá?
—Nada de lo que tú debas preocuparte.
Cerré los ojos y conté hasta diez. ¿Acaso no recordaba quién me había entrenado? ¿Me estaba tendiendo una trampa? ¿Iba a implicarme para que me ofreciera a ayudarle creyendo que había sido idea mía? ¿Tan ingenua me veía?
Es más, ¿tan asustado estaba que iba a poner en peligro a su propia hija? Porque, por muy desnortada que estuviera la brújula moral de mi padre, una cosa era indudable: para él, no había nada en este mundo más importante que yo, con una sola excepción: su propio pellejo.
Me hallaba en una posición delicada en ese momento. No sabía si quienes lo buscaban estaban a horas o días de darle caza. Ignoraba si nos enfrentábamos a una organización o un solo tío cabreado. ¿Sin un centavo o forrado? ¿Era una de esas situaciones de las que podía escapar o iban a por él de todas todas?
Por Dios, debía averiguar si había la más mínima posibilidad de que supieran de mi existencia.
No me iba a andar con tonterías, si alguien tenía pensado jugar al corre que te pillo en mi casa, yo jugaría también.
Llené hasta arriba la jarra de café y vertí el contenido en el depósito, añadí el café molido y puse en marcha la cafetera. Luego volví a sentarme frente a mi padre, le puse una galleta delante y le dije una sola palabra:
—Cuenta.
—Kitty, cariño, yo…
—Basta ya, papá. Tengo una vida aquí. Tengo un compañero de piso al que quizá hayas puesto en peligro. También tengo una casa aquí. O la tendré la semana que viene. Tengo un trabajo de verdad y estoy sentando cabeza. Echando raíces, ¿sabes? —«Además, hay un tío que me gusta y quizá lo nuestro vaya a más». Habría añadido eso, pero no lo vi necesario.
—Me alegro por ti —señaló, y noté que lo decía de corazón—. Mi niñita. ¿Quién lo habría dicho?
—Papá, ¿te ha seguido alguien hasta aquí? —pregunté muy seria.
Negó con la cabeza.
—No. Te lo juro por Dios —añadió dibujándose una cruz en el pecho con el dedo índice—. No te voy a negar que estoy metido en un lío gordo, pero aún sé cómo guardarme las espaldas.
Lo creí. De momento, al menos.
—Cuéntame el resto —dije—. ¿Por qué no empiezas por explicarme qué has hecho exactamente para meterte en un lío gordo?
Le dio otro mordisco a la galleta y esa vez ni el dulce pareció complacerlo.
—¿Has oído hablar de Ilya Muratti?
—Claro. Un pez gordo de la mafia, ¿no? Tiene casinos en Las Vegas y en Atlantic City y seguro que se lleva tajada en algún otro negocio sucio. —Suspiré—. Papá, no. Dime que no te has dejado liar por él.
Rechazó mis palabras como si espantara moscas con la mano.
—Solo en un asuntillo. Un asuntillo en el colosal patrón de este mundo, pero un asuntillo que hará rico a tu padre.
El estómago me dio un vuelco y lamenté haberme comido las galletas.
—Suéltalo ya. Dime.
Y por Dios si lo hizo.
Me contó que se había camelado a algunos de los hombres de Muratti. Había empezado haciéndose pasar por marchante de arte, y luego había dejado caer unas cuantas indirectas para que aquellos tipos «descubrieran» que esas molestas leyes le importaban tan poco como a ellos.
Finalmente había surgido un trabajito y, cuando se habían puesto en contacto con él para ver si quería participar, había aprovechado la ocasión.
—Papá, no. —Tenía los codos apoyados en la mesa y los dedos enterrados en el pelo—. Has hecho exactamente lo que me enseñaste a no hacer jamás. Te has metido en el crimen organizado.
—Solo en la periferia, cariño. En los alrededores.
Pero aquello no eran más que patrañas, porque cuanto más hablaba más claro me quedaba que estaba metido hasta el fondo.
—Nada más necesitaban un documento. Una cosita sin importancia.
—¿De qué tipo?
—Un testamento. Testamento ológrafo, lo llaman. Hecho a mano, vamos.
—Sé lo que es un testamento ológrafo, papá —espeté—. Sigue.
Siguió, y la cosa fue de mal en peor. Por lo visto, un tal Frederick Charles pretendía dejarle en herencia a su sobrina, Marjorie Caloway, una finca de lujo de ciento veinte hectáreas en Atlantic City, y eso no le venía nada bien a Muratti.
Frederick, aún vivo, se negaba a negociar con el capo, porque lo consideraba un capullo mafioso; pero una vez muerto, Frederick no podría oponerse si su testamento revelaba que había cambiado de opinión respecto a su querida Marjorie y había decidido legarle la finca a un primo lejano que casualmente estaba hasta el cuello de deudas de juego con Muratti y que, para saldar dichas deudas, le cedería la finca en cuestión.
Muratti, por supuesto, sembraría los terrenos de casinos que se convertirían en incesantes manantiales de dinero.
—Van a matar al viejo —dije después de que me lo contara todo—. En cuanto falsifiquen el testamento, se lo quitarán de en medio. —Lo miré a los ojos—. Te has metido en un negocio en el que alguien va a terminar muerto.
Se había puesto completamente pálido.
—No lo sabía, Kitty Cat. Te juro que no lo sabía.
Le creí. Mi padre tenía estómago para muchas cosas, pero matar a alguien no era una de ellas.
—Tú no sabrías falsificar ni tu propia firma —le dije—. ¿Quién te ayuda?
—Esa es la cosa —contestó—. Contraté a Wesley, ¿lo recuerdas?
—Desde luego. ¿Cómo está?
Wesley tenía unas habilidades asombrosas, y yo lo recordaba mucho por su suministro aparentemente interminable de caramelos de palo. Lo adoraba.
—Ha muerto —me dijo—. De cáncer.
—Cuánto lo siento.
—Sí, una putada.
—Pero, si ha muerto, no puede hacer el trabajo, así que ¿cuál es el problema? —pregunté, pero entonces caí en la cuenta y me respondí yo sola—. Cielos, papá, ¿se la ibas a jugar a Wesley?
—No se la iba a jugar —replicó mi padre indignado—. Su parte iba a ser perfectamente razonable, pero el negocio lo había descubierto yo y lo iba a meter a él. Quien se arriesgaba era yo. Alguna compensación tenía que tener por hacer el trabajo sucio.
—Quien se arriesga eres tú, en efecto. Ahora que Wesley ha muerto y no puedes cumplir el trato, Muratti va a querer cobrárselo en carne. Por Dios, papá —dije levantándome y paseándome nerviosa—. ¿Tú sabes lo que hace la mafia con los tipos que no cumplen sus promesas?
—¿Por qué crees que he venido aquí? No me han seguido —se apresuró a decir—. De eso estoy seguro. Y nadie sabe quién eres tú. Hace tiempo que enterramos esa conexión. No van a dar conmigo. ¿Cómo demonios iban a encontrarme?
Lo abracé, paralizada de miedo.
—Te encontrarán porque no pararán de buscarte.
—Pero Charles terminará muriendo y su sobrina heredará la finca, y fin de la historia. Muratti se olvidará del asunto y yo podré salir de mi escondite.
—Tu escondite —repetí—. ¿A eso has venido?
No contestó.
—No —añadí con tristeza—. No has venido a esconderte. Has venido a buscarme para que encuentre a alguien que ocupe el lugar de Wesley. Sabes tan bien como yo que un hombre de la casta de Muratti nunca olvida.
—Es solo un documento, Catalina. Seguro que conoces a alguien que pueda encargarse de un solo documento.
—Estoy fuera del juego, papá. Casi del todo, vamos —rectifiqué—. Y no he vuelto a organizar una estafa desde lo de Florida. Ya no tengo contactos —mentí, porque lo cierto era que conocía a alguien que podía encargarse de aquello, pero, si se lo pedía, tendría que contarle toda la verdad, y no estaba segura de querer hacer eso.
Volví a peinarme con los dedos.
—Deja que lo piense. Quizá se me ocurra alguien.
—Sí, sí, tú piénsalo. —Se puso de pie y bostezó—. Sé que apenas son las cinco, pero estoy agotado. ¿Tienes sitio para que tu padre eche una cabezada?
—No —contesté—, pero ven conmigo, que te busco un motel.
Curvó los labios en una especie de mohín.
—Olvídalo, papi querido. Es demasiado arriesgado que te quedes aquí. Tienes a un capo de la mafia siguiéndote la pista. ¿De verdad piensas que voy a dejar que Flynn se vea envuelto en un fuego cruzado?
Profirió un gruñido que sonó a asentimiento. A regañadientes, quizá, pero asentimiento a fin de cuentas.
Negué con la cabeza, exasperada.
—Es un motel, papá. Por lo que me has contado, deberías dar gracias de que no sea una celda de prisión.
—Si no tiene servicio de habitaciones, como si lo fuera —suspiró.