El plan inicial era ir directamente de la galería al hotel Drake, donde había quedado con las chicas para hacer el vermut antes de que Sloane y yo nos fuéramos por nuestro lado para planear la despedida de soltera de Angie. Esa habría sido la opción inteligente, teniendo en cuenta que podía haber ido andando de un sitio a otro en menos de quince minutos, cinco si iba en coche.
Pero estaba inquieta y de mal humor, así que decidí dar un rodeo desde el River North, el distrito de las galerías, hasta mi futuro vecindario en Roscoe Village, añadiendo al trayecto una hora de reloj entre el viaje de vuelta y el tráfico. Eso por no mencionar los minutos que pasaría contemplando desde el coche la segunda cosa que más me obsesionaba en la vida.
Al igual que Cole, mi casa iba a necesitar cantidades ingentes de cariño y de cuidados varios. A diferencia de él, el aspecto general de la fachada en su estado actual dejaba bastante que desear.
Precisamente por eso la había podido comprar tan barata. O al menos relativamente barata. Teniendo en cuenta que la casa tenía menos de noventa metros cuadrados, un solo baño y que necesitaba electrodomésticos nuevos, no estaba muy convencida de que la cantidad de seis cifras que estaba a punto de desembolsar a cambio de las llaves fuera realmente una «ganga».
Pero iba a ser mía y por esa sensación sí valía la pena pagar lo que fuera.
Quizá por eso había sentido la necesidad de ir a verla después de encontrar los bocetos en el taller de Cole. Verlos me había provocado una desagradable sensación de inquietud y de inseguridad en mí misma y en mis objetivos. Y que él los hubiera dibujado con tanto esmero y tanto amor por el detalle me dejaba igualmente confusa acerca de sus deseos.
Teniendo en cuenta todos los lienzos que había dedicado a mi imagen, lo normal habría sido que aprovechara la oportunidad para acostarse conmigo. Sin embargo, me había dejado plantada y con la cabeza dándome vueltas.
La casa me tranquilizó. Era tangible. Madera y ladrillo, piedra y clavos.
En ella, lo que veías era lo que había.
Con Cole, en cambio, las cosas eran muy distintas.
Suspiré, porque esa era la conclusión, ¿no? ¿Por qué me había alejado varios kilómetros de mi destino e iba a llegar tarde a la reunión con mis amigas? Porque mi cerebro dedicaba cada segundo de cada día a intentar resolver el misterio que para mí era Cole. Y la verdad es que, de momento, no lo estaba haciendo demasiado bien.
Superada por la frustración, bajé del coche y me dirigí hacia el porche de entrada. Apoyé la frente en el cristal de la ventana y miré dentro. Ahí estaba el maltrecho suelo de madera que en breve lijaría y barnizaría de nuevo. Y allí estaban las paredes que parecían pedir a gritos una mano de pintura.
De pronto me di cuenta de que era más que una simple casa. Era un ancla. Ochenta y cinco metros cuadrados que me ataban a Chicago, a mis amigos y a la vida que me había forjado aquí.
«Katrina Laron».
En algún momento del trayecto, esa era la mujer en la que me había convertido.
Observé el interior de la casa a través de la ventana y suspiré. ¿Realmente me molestaba no poder entender a Cole? ¿Me sentía frustrada porque su visión de mí era la de una mujer pura e inocente? Bastante injusto por mi parte, teniendo en cuenta que yo era la mujer que cambiaba de identidad cada cinco minutos.
Hipócrita, te llamas Katrina. O Catalina. A veces incluso Kathy.
Dios, mi vida era un desastre.
La casa aún no era mía, así que técnicamente no podía entrar. Por suerte, los tecnicismos nunca me habían interesado porque solo representaban un problema si alguien te pillaba saltándote las reglas. E incluso así, solía zafarme sin demasiados problemas gracias a mi poder de convicción.
La llave estaba guardada en el candado digital que colgaba del pomo de la puerta y que solo podían usar los agentes inmobiliarios. Sin embargo, aquella no era mi primera visita; por norma general, solía ir con Cyndee, mi agente, y tenía la experiencia suficiente para saber que no conviene perder una oportunidad cuando se presenta.
Por eso, el día que Cyndee introdujo la clave electrónica en el candado para sacar la llave, yo presté atención al código. Aún lo recordaba perfectamente —a mi padre nunca le habían preocupado las notas del colegio, pero si por casualidad se me olvidaba algo que él me hubiera mandado memorizar, me pasaba una semana en casa castigada.
Introduje el código, cogí la llave y entré en mi futura casa.
El aire estaba viciado y olía a cerrado. Aún no era mediodía, pero dentro hacía calor. Aun así, respiré hondo, porque aquel ambiente cargado y todo lo que lo rodeaba en breve me pertenecerían.
No había muebles, así que no me senté. Y no había ido con un propósito en particular; recorrí la casa, observé las habitaciones e imaginé todo lo que podría hacer para arreglarlas. Porque sabía que podía hacerlo.
De pronto entendí por qué estaba tan decidida a ir y suspiré. Quizá no podía conseguir lo que quería de Cole, pero lo que sí podía hacer era ocuparme de la casa aunque me fuera la vida en ello.
No tardé demasiado en completar el circuito: sala de estar, cocina, habitaciones y lavabo. Me asomé al jardín trasero y regresé a la puerta de entrada, a mi coche, a mis amigas.
Estaba a punto de salir al porche cuando me sonó el teléfono. Lo saqué del bolsillo trasero de los tejanos y, al ver la pantalla, contuve la respiración. «Cole».
Durante unos segundos no supe qué hacer, pero me negaba a dejar que saltara el buzón de voz, aunque seguramente habría sido la mejor opción. Me mordí el labio inferior y apreté el botón verde con el pulgar.
Eso sí, no dije nada. Aquel sería mi pequeño homenaje a los intercambios pasivo-agresivos.
—Liz me ha dicho que te has pasado por la galería.
Su voz sonaba firme. Suave. Y yo seguía sin poder leer entre líneas.
—Sí.
—Si has venido buscando una disculpa…
—¡No! —Solté la palabra sin pensar y enseguida me arrepentí. A la mierda la frialdad y la compostura—. Joder, Cole —le dije, y aunque mis palabras fueran duras, mi voz sonaba tranquila—. ¿Es que no entiendes que no hay nada por lo que disculparse?
Se hizo un silencio tan largo que por un momento temí que la llamada se hubiera cortado. Cuando por fin escuché las palabras de Cole, fue como si flotaran entre los dos, cargadas de emoción y de arrepentimiento.
—Me provocas, Kat.
—Supongo que estamos empatados.
Su risa profunda y masculina fue como un bálsamo que me hizo sonreír.
—Estás loca, rubia.
—Te equivocas —repliqué—. Me considero una chica lista, Cole. Y sé lo que quiero. ¿Y sabes qué más sé? —pregunté, pero no le di tiempo para que me contestara—. Que te deseo.
—¿En serio? ¿Y qué crees que quiero yo?
—A mí —respondí, y esperé que mis palabras no me alejaran todavía más de él.
Cole no dijo nada, ni para asentir ni para protestar, así que seguí presionándolo.
—He estado en tu estudio. He visto los cuadros y los bocetos.
—Vale —dijo él lentamente—. ¿Y qué te parecen?
—Las imágenes son impresionantes, pero eso ya te lo dije anoche cuando me encontraste frente al cuadro de la galería.
—Un momento enternecedor. La mujer hermosa que no es consciente de que está contemplando su propio reflejo.
—Muy bonitos —continué, ignorándolo—, técnicamente perfectos. Puros. Pero sigo sin ser yo.
—Te equivocas —replicó Cole.
—Y una mierda. Yo no soy pura, no soy inocente. Por Dios, Cole, no hace ni veinticuatro horas tenías los dedos metidos dentro de mí y te recuerdo que no fui yo quien se rajó.
—Kat…
—No, escúchame. Por favor, Cole. ¿Es que no lo entiendes? No soy la chica de tus cuadros. No soy un ángel. ¿Tienes idea de cuánto te deseaba ayer por la noche? Lo quería todo de ti. Tu boca, tu polla.
—Joder, Kat.
Sentí el fuego que ardía en su voz y noté que se me aceleraba el pulso ante la posibilidad de que quizá, y solo quizá, por fin estuviera llegando hasta él.
—Cuando me dejaste a medias, juro por Dios que te maldije como un marinero. ¿Crees que la inocente modelo de tus cuadros haría algo así?
No dijo nada y yo seguí insistiendo, decidida a ganar la batalla. La batalla y luego la guerra.
—Tú también te morías de ganas de hacerlo —le dije—. Dime que sí. Por favor. Necesito saber que no estoy loca. Necesito saber que ayer por la noche me deseabas tanto como yo a ti.
—Te deseo desde el primer momento en que te vi.
Cerré los ojos y mi cuerpo se deshinchó aliviado al escuchar el reconocimiento de lo que yo estaba tan segura de saber. Me apoyé contra una de las paredes cubiertas de mugre de la casa que pronto sería mía, suspiré y me dejé caer lentamente hasta el suelo.
—Soy tuya —dije—. Cuando quieras. Donde quieras. Como tú quieras —añadí susurrando la última parte.
—No —replicó él—. No puedo.
Me estremecí al escuchar la determinación que transmitía su voz.
—No puedo —repitió—. No puedo escoger cuándo, dónde ni cómo, pero cuando te miro… cuando te pinto…
Su voz se había teñido de emoción. Me aferré con todas mis fuerzas a sus palabras e intenté empaparme del momento, porque ¿quién sabía cuántos momentos más como aquel me esperaban?
—Cuéntamelo.
—Pon el teléfono en manos libres —dijo—. Déjalo a tu lado.
Apreté el botón que conectaba el altavoz.
—Ya está.
—Muy bien. Tienes que entender que cuando te pinto, no es solo una imagen de ti lo que tengo delante. Es tu carne. Tu sangre.
—Soy yo.
—Sí. El color de tu cabello. La curva de tu cuello, la línea de tus pechos.
La indeterminación de antes había desaparecido y en su lugar brillaba un poder masculino que emanaba de cada una de sus palabras. Como si al pintarme, me hubiera reclamado para sí mismo y yo no tuviera más elección que someterme a su voluntad.
—Sigue —susurré.
Aún tenía los ojos cerrados, pero en mi imaginación me vi sentada sobre una manta en Oak Street Beach. Tenía la mirada perdida en el mar, pero Cole estaba a mi lado, un poco apartado, y solo podía verlo gracias a la visión periférica.
Apenas lo veía, pero sí podía sentir su presencia. Cada roce del lápiz sobre el lienzo era una tentación; cada toque del pincel, una caricia.
—Cuando te pinto, siento que eres mía, Kat. Puedo tocarte, acariciarte y contemplarte hasta saciarme de ti.
La sangre latía con fuerza en mis oídos y tenía la piel muy caliente. Me levanté la camiseta y suspiré al sentir la caricia de la brisa sobre el estómago.
—Y te veo con más claridad que nunca, Kat —continuó Cole—. El pincel no miente. Cuando lo deslizo sobre la línea de tu cintura o sobre la curva de tus caderas, no solo cobran vida sobre el lienzo las líneas y las formas de tu cuerpo; también lo haces tú. Dime, Kat, dime que lo entiendes.
—Sí —respondí, porque en aquel momento no se me ocurría ninguna otra respuesta.
—Cuando te pinto, es como si te capturara. Luz. Sombras. Veo mucho más de lo que luego plasmo en el lienzo, Kat. Lo veo todo. La cara que enseñas en público, las partes más íntimas de ti que siempre mantienes escondidas.
Emití un ruidito a modo de protesta porque lo que Cole acababa de decir no podía ser cierto. Era imposible que me conociera tan bien o que hubiera descubierto mis secretos.
—¿No lo sientes, Kat? ¿No sientes mis ojos explorando tu cuerpo, evaluándolo, decidiendo qué quiero enseñar al mundo y qué quiero guardarme para mí solo?
«Mi cuerpo», pensé aliviada. «No se refiere a mis secretos, sino a mi cuerpo».
—Sí que los siento —susurré, y mi voz sonó ligera como el viento.
—El pincel deslizándose suavemente por tus labios —continuó mientras yo me llevaba la punta del dedo a la boca—. Y luego hacia abajo hasta posarse sobre tus pechos, hasta explorar el abismo que se abre entre ellos y el brillo que desprende tu piel, como si, cuando el sol te acaricia los pezones, fuese transparente. ¿Se te han puesto duros, Kat?
—Mucho.
—Sujétate uno entre los dedos y pellízcalo con fuerza. Quiero que se ponga más duro, que se tiña de un rojo intenso y sensual. Quiero pintarte excitada, Kat. El brillo de tu cara y el color rosado de tu piel. Adelante, Kat. Hazlo y deja que te mire.
—Pero no estás aquí conmigo —protesté, aunque obedecí sin pensármelo dos veces.
—Siempre estoy contigo —replicó él, y sus palabras se mezclaron con el gemido que se me escapó de entre los labios al apretar con fuerza la piel más sensible del pezón.
Arqueé la espalda y, al susurrar su nombre, me regaló un gruñido grave y masculino.
—Quiero pintarte mientras te corres —continuó—. Quiero capturar el éxtasis en tu rostro, Kat. Déjame que lo haga, mi pequeño ángel. Déjame pintarte.
—Cole…
Escuché el tono de protesta en mi propia voz, la timidez, repentina e inoportuna.
—No —me cortó—. Nada de protestas ni de negativas. Quiero verte. Quiero ver cómo tu cuerpo se tensa hasta explotar. Quiero presenciarlo, Kat, aunque solo sea en mi imaginación.
Me pasé la lengua por los labios, deseosa de compartir aquella experiencia con él, pero sin saber si era posible. Nunca me había corrido con un hombre que llevara la voz cantante en la cama. No desde… hacía mucho, mucho tiempo. Pero esto…
Quizá así…
—¿Dónde estás?
—En casa.
—¿Sola?
Pensé en todo lo que me había dicho hasta entonces.
—¿Tú qué crees?
Cole se echó a reír.
—Algunas mujeres prefieren tener público.
—Ah. —Pensé en lo que había dicho antes sobre mi supuesta inocencia. Quizá en el fondo no estuviera tan equivocado como yo creía—. Estoy sola.
—¿Qué llevas puesto?
—Unos tejanos. Y una camiseta.
—Quítate los tejanos. Déjate solo las bragas.
—Pero…
—No —me interrumpió—. No discutas conmigo. Haz lo que te digo o cuelga.
Sentí que una sonrisa se me dibujaba en los labios mientras me quitaba las sandalias y luego me contoneaba hasta deshacerme de los tejanos.
—Vale, ya está.
—En tu casa —dijo él, y por el tono de su voz parecía que se estaba divirtiendo— hay una hilera de ventanas por encima del porche, y hoy hace un día estupendo. El sol debería entrar a raudales.
Mis ojos se dirigieron hacia el diseño en forma de tablero de ajedrez que los rayos del sol proyectaban sobre el gastado suelo de madera, bloques de luz atravesados por las sombras de los marcos de las ventanas que sostenían los cristales en su lugar.
—¿Cómo lo sabes? Solo has estado aquí una vez.
—Estuve muy atento —dijo Cole.
—¿Porque siempre lo estás? ¿O porque sabías que iba a ser mi casa?
—Acércate a la luz —dijo él, y aunque no era una respuesta, enseguida detecté la verdad en su voz.
Puede que estuviera acostumbrado a prestar atención a lo que tenía alrededor, pero se había fijado especialmente en la casa porque sabía que iba a ser mía. Porque al mismo tiempo se estaba fijando en mí.
¿Cómo podía ser que no me hubiera dado cuenta hasta entonces? ¿Cómo había podido temer que la atracción que creía ver en su cara no fuera más que el reflejo de la que sentía yo, sobre todo sabiendo que era evidente que se había fijado en mí, que me había deseado desde hacía tanto tiempo que solo podía lamentarme al pensar en las oportunidades que habíamos desperdiciado y que nunca recuperaríamos?
—Kat —dijo la voz firme—. Obedece.
—Ah.
Me situé bajo la luz del sol y no pude reprimir un suspiro de placer al sentir la intensidad y la calidez de sus rayos por todo el cuerpo. La casa no tenía aire acondicionado —al menos no desde que los inquilinos se habían marchado— y mi cuerpo estaba a punto de derretirse. De pronto, mientras el sol me acariciaba las piernas desnudas, sentí una intensa sensación de relajación, incluso de sueño.
Sin saber por qué, me sentí sensual. Y cachonda al mismo tiempo.
Era una mezcla interesante y no podía negar que me gustaba.
—Quiero pintar las formas que la luz dibuja sobre tu vientre —me dijo—. Trázalas tú con los dedos, hazlo por mí. Deslízalos por encima de la piel. ¿Lo estás haciendo? ¿Sientes cómo el calor se filtra lentamente en tu cuerpo?
—Sí.
—Es la luz del sol, Kat. Y es mi pincel. Mis ojos. La forma en que te observo. El temblor de tus músculos cuando te toco. La contracción refleja de tu vientre cuando estás excitada.
Tragué saliva. Tenía razón. Mi cuerpo estaba haciendo todo lo que él decía, y además sentía el sexo en tensión entre las piernas, desesperado por una caricia de Cole, a pesar de que él ni siquiera estaba presente.
—Háblame de tus bragas.
—Son de algodón. Tipo biquini. Aburridas.
—Aburridas, no. Ahora mismo te estoy imaginando con ellas puestas. Cachonda y casi desnuda con tus aburridas braguitas de algodón… inocentes y atrevidas al mismo tiempo —añadió antes de que yo pudiera protestar—. Dime algo, Kat. ¿Están mojadas?
—Vaya que sí.
—¿Estás segura?
—Pues…
—Mete una mano dentro y déjame verlo. Espera, que pinto esa imagen en mi mente. Tú, tumbada boca arriba con la camiseta marcándote las tetas y los dedos dentro de las bragas mientras te tocas. Mientras yo te toco.
—Cole…
—¿Te quejas? —me preguntó y, por el tono de su voz, era evidente que se estaba divirtiendo—. Has sido tú la que te has ofrecido a hacer esto, Kat.
—Pero qué dices —protesté, pero yo también me estaba aguantando la risa.
—Lo que yo quiera —dijo Cole, y al volver a hablar, la nota alegre de antes se había desvanecido y su lugar volvían a ocuparlo el deseo y la autoridad del principio—. Tócate, nena. Tócate y piensa en mí.
—Pero…
No pude terminar de concretar la idea, básicamente porque mi cabeza era incapaz de completar un solo pensamiento coherente. Mi mente estaba cubierta por una espesa neblina, repleta únicamente de promesas de placer y de la dulce tentación de las manos de Cole sobre mi cuerpo, aunque no fuera más que una fantasía.
Poco a poco, porque quería recrearme en la sensación, apoyé la palma de la mano sobre el vientre y fui bajando, deslizando los dedos por debajo de la cintura de algodón de las bragas, jadeando suavemente. Porque no era mi mano, sino la de Cole. No era mi deseo el que estaba satisfaciendo, sino el suyo.
—Eso es —murmuró—. No pares. Quiero sentir lo mojada que estás. Quiero verte bañada por los rayos del sol y abriéndote de piernas para mí. Más abajo, Kat, no te pares, y dime qué sientes.
—Estoy mojada —dije consciente de que acababa de darle una nueva dimensión a la expresión «quedarse corto». Estaba empapada. Y al borde de la desesperación. Toda yo era un amasijo de deseo carnal y de calentones salvajes y descontrolados—. Estoy muy mojada y me gustaría que fuera por tu mano y tus dedos.
—Lo es, Kat, lo es. Bueno, aún no. ¿Lo sientes? ¿El suave cosquilleo que va subiendo por el interior del muslo? ¿Sabes qué es?
Ya no podía ni hablar, así que respondí que no con la cabeza. Cole debió de percibirlo de alguna manera, porque continuó.
—Es mi pincel. Las cerdas te van acariciando la piel hasta llegar al coño. Ahora bailan sobre el clítoris, suavemente, con un movimiento sensual.
De pronto me di cuenta de que me había olvidado de respirar.
—Con movimientos suaves, pequeña. Acaríciate como lo haría mi pincel. Un dedo encima del clítoris, apenas rozándolo. Luego métete un dedo. Primero imagínate que es mi dedo y luego, la punta de mi pincel, porque te voy a follar de todas las formas imaginables.
Llegados a este punto, yo ya no podía parar de gemir. Quería lo que Cole me estaba describiendo, algo salvaje, retorcido e inesperado, y aun así tan personal, tan propio de él —de los dos— que sentí que me excitaba como nunca antes.
—Ha llegado la hora de correrse, preciosa. ¿Se te ha puesto duro el clítoris? ¿Lo tienes sensible?
—Dios, sí.
—Pues suavemente al principio, con más fuerza si es necesario. Es mi boca encima de ti. Mi lengua saboreándote, jugueteando con tu dulce campanilla. No te puedes imaginar lo bien que sabes. Podría pasarme el día entero comiéndotelo y luego seguir por la noche.
—Por favor —murmuré mientras me acariciaba el clítoris con la mano, aumentando y reduciendo el ritmo, mientras el mundo giraba sin control a mi alrededor y yo flotaba en el aire, empujada por la voz profunda y acaramelada de Cole.
La sensación era maravillosa: pasión y placer con un potencial inimaginable.
En realidad, no esperaba agotar ese potencial, pero no pasaba nada. Solo el viaje con Cole ya valía la pena. Saber que él era quien me hacía sentir de aquella manera, como si tuviera la piel cubierta por pequeñas descargas eléctricas. Como si, llegado el momento, pudiera echarme a volar.
—Ya casi está, pequeña. Estás tan mojada, tan cachonda. Un poco más. Solo un poco más y luego quiero que te corras para mí. Venga, preciosa. Explota conmigo ahora mismo.
Gemí y me doblé como un arco, sorprendida y maravillada y colmada por un placer puro e inigualable. El orgasmo me atravesó como un rayo, rápido y poderoso, y aún más violento porque no me lo esperaba y no tenía defensas tras las que protegerme. Intenté respirar, intenté que mi cuerpo bajara de nuevo a la tierra, pero solo pude dejarme arrastrar hasta que por fin la sensación se fue diluyendo y me encontré hecha un ovillo sobre el suelo de madera de la casa, con los brazos alrededor de las rodillas y el cuerpo temblando con las últimas réplicas de la satisfacción más absoluta que acababa de experimentar.
—Katrina —murmuró Cole.
—Cole.
Me tumbé de lado en el suelo para poder ver el teléfono e intenté imaginar que era Cole el que estaba junto a mí, acariciándome. Que había sido él quien me había llevado hasta el orgasmo —una hazaña asombrosa— para luego abrazarme con fuerza. Y que aún no me había soltado.
—Nena, escucha —dijo. El tono de su voz, más serio de lo que el momento requería, hizo que le prestara toda mi atención—. No veo lo que no está ahí y tampoco pinto lo que no veo.
Fruncí el ceño, sin entender lo que intentaba decirme.
—Dices que la de los cuadros y los bocetos no eres tú, pero te equivocas. Te has adueñado de mis días y de mis noches. Te conozco, Katrina Laron, y eres más inocente de lo que crees. Te he hecho disfrutar y ahora me perteneces. Pero puede que no como tú crees.
—No te entiendo.
—Lo sé. Ya me entenderás. De momento, quiero que sepas que haré lo que haga falta para protegerte. Aunque eso signifique protegerte de mí.