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Lo seguí con la mirada mientras se alejaba, aturdida por la certeza de que, a pesar de haber estado tan cerca, al final había fracasado estrepitosamente.

Ni siquiera me consolaba la idea de que al negarme a mí, también se estaba negando a sí mismo. Quería sentir sus manos sobre mi cuerpo, no solo tener la seguridad de que me deseaba tanto como yo a él.

«Coge lo que te pertenece».

La idea era tan simple, tan precisa y tan convincente que no pude evitar dar un paso hacia Cole. Había visto las llamas en su mirada. Joder, si solo me había faltado el olor a azufre. Si insistía, estaba convencida de que podía forzar una explosión.

Convencida de que mi plan solo podía ser un éxito, salí disparada detrás de él. Un paso, luego otro. Hasta que, de pronto, con la multitud girando a mi alrededor y las voces solapándose unas con otras como las notas discordantes de una canción, simplemente me detuve en seco.

«¿Realmente quiero esto?»

Sí, joder. Claro que lo quería. Ansiaba sentir las manos de Cole sobre mi piel, su cuerpo desnudo, cálido e imponente, contra el mío.

Y, sin embargo…

Sin embargo, no conseguía ir más allá. Podía forzar una explosión, cierto, ¿y luego qué? Si ardíamos los dos, ¿qué pasaría después?

¿Renaceríamos de nuestras propias cenizas como el ave fénix?

¿O el fuego destruiría todo lo que ya existía entre los dos?

Le había dicho a Sloane que había superado el punto de no retorno, que solo podía seguir avanzando aunque significara arriesgar nuestra amistad, y lo había dicho convencida de la certeza de cada una de mis palabras. Pero de pronto el miedo y las dudas también formaban parte de la ecuación.

Aquel hombre me importaba mucho, no solo en el plano sentimental. ¿Realmente lo que sentía era tan intenso que estaba dispuesta a sacrificar todo lo demás?

—¿Estás bien?

Una voz de mujer me arrancó de mis pensamientos.

—Sí —respondí a la dueña de la voz, una chica alta y morena que me resultaba muy familiar—. Estaba distraída… y creo que un poco borracha. Demasiado vino.

—Cole y Tyler saben cómo organizar una fiesta. Soy Michelle. Creo que nos hemos visto un par de veces en el Destiny.

—Ah, claro.

Cogí la mano que me ofrecía y la estreché. El Destiny era el club para hombres de alto copete del que los caballeros eran dueños. Yo no solía frecuentarlo, pero había ido un par de veces a tomar algo con Angie mientras esperábamos a Evan, y Sloane había trabajado una temporada allí. No hacía mucho me había confesado que todavía actuaba de vez en cuando. «A Tyler le gusta», me había dicho con una sonrisa que sugería que a ella también. Y que aún le gustaba más lo que pasaba después de uno de sus bailes.

Intenté ubicar a Michelle, pero no fui capaz. Con su cuerpo, podía ser una de las bailarinas, pero no lo parecía. La recordaba vagamente en el bar. Y, a medida que el recuerdo iba ganando fuerza, empecé a ver a Cole a su lado.

—Eres amiga de Cole, ¿verdad?

El contorno de sus ojos se arrugó ligeramente.

—Sí —respondió, y por el tono de su voz, se lo estaba pasando bien—. Somos muy buenos amigos.

—Bueno —dije un poco tensa, mientras los celos me devoraban por dentro—, me alegro de verte por aquí.

Antes de seguir su camino, Michelle hizo un par de comentarios amables sobre la inauguración y yo le respondí al mismo nivel de conversación de ascensor. Nuevamente sola, necesité un momento para decidir que los celos que acababa de sentir no hacían más que confirmar que tenía que largarme de allí cuanto antes. Debía pensar y aclararme.

Y necesitaba poner distancia entre Cole y yo.

Decidí hacer una última ronda, despedirme de todo el mundo y volver a casa, donde podría ahogar el calentón y la inseguridad con una botella de shiraz y una buena película de llorar. Con un poco de suerte, Flynn aún no habría vuelto del trabajo y podría beberme la botella entera yo solita.

Empecé a abrirme paso hacia la puerta, pero no llegué muy lejos. Me detuve a escasos pasos de mi punto de partida, bloqueada por la visión de Michelle junto a Cole, la mano de ella en su hombro y la boca cerca de su oreja.

Sí, puede que le estuviera contando algo sin importancia —«No sé si lo sabes, pero tienes una rueda pinchada»—, pero mi imaginación se decantaba más por algo tipo «¿Por qué no me llevas a la parte de atrás y te la chupo?».

«Joder».

Desde luego, yo estaba para encerrar, y todo por culpa de Cole August.

Retomé el camino hacia la salida, sin dejar de pensar en la copa de vino y la película que me esperaban en casa para animarme a seguir avanzando, hasta que de repente vi la mano de Cole sobre la curva de la espalda de Michelle y la expresión pétrea de su rostro. Y cuando los dos se detuvieron frente al hombre hinchado y con cara de niño con el que Cole había estado hablando antes, la curiosidad pudo más que yo.

Desde donde estaba, no podía oír la conversación, pero saltaba a la vista que Cole estaba cabreado y Cara de Niño, pálido y asustado.

Michelle le dijo algo a Cole y, a juzgar por las tres veces que cogió aire con movimientos lentos y medidos, supe que se estaba esforzando para no perder el control. Los dos guiaron a Cara de Niño, que no parecía demasiado contento, hacia la zona cerrada de la galería.

Dudé un segundo y los seguí.

Cuando llegué a la cuerda de terciopelo, me asomé a la zona restringida, pero no los vi por ninguna parte. El cuadro que antes me había llamado la atención estaba a la derecha y yo sabía que las oficinas estaban a la izquierda. Ambas posibilidades se encontraban al otro lado de la cuerda y yo era consciente de que si me colaba una segunda vez, estaría sacrificando mis buenos modales en favor de mi lado más cotilla.

Me encogí de hombros. Sin duda, era un sacrificio más que razonable.

Rodeé la cuerda, me quité los zapatos para no hacer ruido y me dirigí hacia el fondo del pasillo, donde se abría una gran puerta que daba paso a un segundo pasillo. Este discurría en paralelo a la sala principal de la galería y allí se encontraban las oficinas del personal, el estudio de Cole y de los artistas en exposición, los lavabos y el almacén con el material.

La puerta estaba ligeramente abierta. Casi podía considerarse una invitación, así que no me lo pensé dos veces y la crucé. Casi había llegado a la altura de la oficina de Cole cuando se abrió la puerta y apareció Michelle.

Me pegué a la pared, convencida de que mi vestido rojo era como el haz de luz de un faro y que no tardaría en percatarse de mi presencia. Sin embargo, Michelle me dio la espalda y se alejó en dirección contraria hacia el final del pasillo, que era donde Liz tenía su pequeña oficina y que hacía las veces de recepción.

En cuanto Michelle desapareció por la puerta, suspiré aliviada. De pronto me sobresaltó el sonido de un cristal al estallar, seguido de la voz furiosa aunque controlada de Cole.

—Hostia puta, Conrad. ¿Tienes idea de lo increíblemente fácil que me resultaría matarte ahora mismo? ¿Tienes idea del placer que sentiría partiéndote el cuello y acabando con tu miseria? ¿Tienes idea? ¿Eh? ¿Te lo imaginas?

No escuché la respuesta del tal Conrad, pero supuse que incluiría súplicas y lloriqueos varios.

—Si alguna vez me entero de que has vuelto a meter la nariz en los asuntos de mi gente, te juro por Dios que te arranco el corazón. Y ahora haz el puto favor de largarte de aquí antes de que pierda los nervios.

Conrad debió de tomarse las amenazas de Cole al pie de la letra, porque cuando apareció por la puerta del despacho estaba blanco como la nieve y se movía tan deprisa que todo su cuerpo se sacudía. Se giró hacia mí y se sobresaltó aún más al verme en medio del pasillo.

—¡Ah! —exclamó, y pasó corriendo por delante de mí en dirección a la puerta.

Me apoyé de nuevo contra la pared, aliviada y decidida a seguir a Conrad en cuanto mi corazón dejara de latir como un caballo desbocado.

De pronto la noche ya no parecía la más adecuada para jugar al juego de la seducción.

Respiré hondo, me aparté de la pared y me dirigí lentamente hacia la salida.

Apenas había avanzado dos pasos cuando me detuve en seco, convencida de que Cole estaba detrás de mí. No había oído ni visto nada extraño, pero podía sentir el aire crepitando a mi alrededor, como si los restos de la ira de Cole lo hicieran vibrar como un cable pelado.

—Lo siento —dije, y empecé a darme la vuelta—. No pretendía…

Pero las palabras se secaron en mis labios. Lo tenía justo delante, ocupando todo el pasillo con su cuerpo, la expresión de su cara salvaje y feroz.

Tenía los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Podía ver el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse y de pronto supe que una palabra mal escogida bastaría para hacerlo estallar en mil pedazos.

Aun así, no me quedé callada.

Quizá intentaba tranquilizarlo. Quizá quería verlo reventar.

Lo único que tenía claro era que quería escuchar su nombre saliendo de mis labios y ver la intensidad de sus ojos concentrada en mí.

Estaba jugando con fuego y lo peor de todo es que me daba igual.

—Cole —dije, y me callé al ver que mi voz había bastado para ponerlo en movimiento.

Recorrió el pasillo en cuatro zancadas y se detuvo delante de mí. Yo retrocedí instintivamente y sentí que una de sus manos se cerraba sobre mi brazo. Su aliento me acarició la cara mientras me daba una única orden.

—No.

Sentí que una corriente de calor me recorría el cuerpo. Emanaba del punto en el que su mano seguía apoyada sobre la piel desnuda de mi brazo. Casi podía oler su miedo, la furia salvaje y descontrolada que amenazaba con estallar en cualquier momento. Estaba alterado y era impredecible, y si yo hubiera sabido lo que era el instinto de supervivencia, habría tenido miedo.

Pero no lo tenía.

En vez de eso, todo mi cuerpo se estremecía ante la sensualidad concentrada de aquel hombre. Quería cerrar los ojos y empaparme de ella. Quería sentirla en toda su intensidad, perder la cabeza por ella.

Quería todo lo que Cole tenía para dar… y me tocaba las narices que se negara a dármelo.

Giré la cabeza poco a poco y bajé la mirada hacia el brazo por el que me tenía sujeta, hasta el punto exacto en el que nuestras pieles se tocaban. Luego incliné la cabeza hacia atrás y lo miré de nuevo directamente a los ojos.

—Sí —repliqué, y a pesar del marrón profundo e insondable de su mirada, pude ver cómo se le dilataban las pupilas en respuesta a mis palabras.

Contuve la respiración, deseando sentir las caricias que sabía que Cole no podría reprimir mucho más tiempo, hasta que me soltó y estuve a punto de gritar de pura frustración.

—Vuelve a la fiesta, Kat —dijo.

Me dio la espalda y regresó lentamente a su despacho.

¿Qué coño estaba haciendo?

—Vete a la mierda, Cole August —le grité, ignorando la ironía de que fuera yo, y no él, la que al final había acabado estallando. Corrí tras él y lo sujeté por la camiseta justo cuando se disponía a cruzar la puerta—. ¿Crees que te tengo miedo? ¿Qué tengo miedo a esto? Pues te equivocas.

—Deberías.

Su voz sonó tan grave y amenazadora como la expresión de su cara.

Estaba al límite. Era evidente a simple vista. Y lo peor era que me daba igual. Yo también estaba al límite. Es más, sentía que me había lanzado de cabeza al abismo y de repente caía sin control, girando sobre mí misma.

No sabía dónde aterrizaría. De lo único que estaba segura era de que quería que fuera Cole quien me atrapara al vuelo.

—Puede que tengas razón —admití—, pero me importa una mierda.

Y entonces, sin saber muy bien lo que estaba haciendo, usé la camiseta a modo de soporte, me puse de puntillas y le cubrí la boca con la mía.

El beso fue como caer a través del infierno para acabar aterrizando en el cielo. Al principio Cole se mostró inflexible, con los labios rígidos y la expresión pétrea. Hasta que sentí sus dedos hundiéndose en mi melena y la otra mano sujetándome por la base de la espalda, tirando de mí hasta que todo mi cuerpo estaba apoyado contra el suyo.

Noté la erección dura como el acero a través de la tela de los tejanos, la punta clavándose en mi abdomen.

¿De verdad me había planteado la posibilidad de rendirme? ¿De alejarme de ese hombre que era capaz de hacerme sentir cosas increíbles?

¿En qué estaba pensando? Menos mal que no había hecho caso de mis propios consejos.

Se movió contra mi cuerpo y a mí se me escapó un gemido de puro placer. De pronto fue como si el sonido hubiera roto algo en su interior y el beso se volvió más salvaje, nuestras bocas unidas como yo quería que lo estuvieran nuestros cuerpos. Su lengua exploraba y saboreaba, me volvía loca y me hacía perder el control hasta proyectarme fuera de mi cuerpo, porque ¿cómo si no iba a sobrevivir a ese subidón de sensaciones?

De repente Cole rompió el beso y se echó hacia atrás respirando con dificultad. Lo cogí por el cuello de la camiseta y tiré nuevamente de él.

—Ni se te ocurra —le espeté, y no me sorprendió descubrir que mi voz sonaba más como un gruñido que como una sucesión de sonidos articulados.

—Dios, Kat.

Temía que aquello fuera una protesta o un intento de rechazarme, así que lo sujeté aún con más fuerza y lo empujé hacia delante hasta hacerle perder el equilibrio. Soltó una maldición y en su rostro vi una mezcla de irritación y de lujuria.

También vi poder, pero el férreo control que había ejercido hasta entonces se había desmoronado por completo y su lugar lo ocupaba un deseo salvaje.

Durante una milésima de segundo, temí haber ido demasiado lejos. Hasta que de pronto se abalanzó sobre mí y ya no quedó lugar para el miedo. Solo para el deseo, la lujuria y la pasión.

Sus manos se cerraron sobre mis hombros y creí oír el sonido de una puerta al cerrarse. La estancia dio vueltas a mi alrededor mientras Cole giraba conmigo y me empotraba contra la pared.

El local que ocupaba la galería era un antiguo almacén y Cole me había empujado contra la pared original de ladrillo. Podía sentir su textura rugosa arañándome la piel de los hombros y de los brazos desnudos, y cada pequeña punzada de dolor no hacía más que aumentar la sensación de emoción al tener por fin las manos de Cole sobre mi cuerpo.

Cerró la mano sobre el cuello de mi vestido y tiró hacia abajo hasta rasgar la tela. Yo ahogué una exclamación de sorpresa, asombrada y encantada mientras él me cubría un pecho con la mano y acariciaba el pezón, que ya estaba erecto y especialmente sensible.

Con la otra mano me levantó la falda y, mientras cerraba los labios sobre mi pecho, apartó las bragas a un lado y gimió al darse cuenta de que yo ya estaba empapada.

—Dios, te has puesto cachonda —me dijo, y me metió los dedos con brusquedad.

Yo estaba mojada y lista para lo que fuera. Mi cuerpo se tensó alrededor de sus dedos tratando de retenerlo, de sentirlo tan cerca como fuera humanamente posible.

—Kat —murmuró Cole mientras se movía del pecho al cuello y de allí a la boca—. Dios, qué bien sabes.

—No pares —le supliqué, mientras me penetraba con los dedos cada vez más adentro.

—No sé cómo lo haces, pero consigues que…

—¿Qué?

—Que sienta —dijo.

—Sí —susurré, sorprendida de que una sola palabra pudiera encerrar tantos significados—. Ah, sí.

Su boca se cerró de nuevo sobre mi pecho y yo me retorcí contra la pared, sintiendo que con cada arañazo que me hacía con los ladrillos enfatizaba la pasión que fluía entre los dos.

Quería sentirlo dentro de mí y le supliqué en silencio que me follara allí mismo, a cambio de nada, solo por el placer de hacerlo. Quería sentir que era suya, que aquel era mi lugar.

A mi derecha, a poco más de un metro de donde estábamos, había un sofá. Cole me cogió de la mano y me arrastró hacia él. Cubrió mi boca con la suya y me martirizó con la lengua, mientras con los dedos tiraba de la falda y me la subía hasta la cintura. Luego me hizo ponerme de espaldas a él y, con las manos sobre mi culo, hizo que me inclinara hacia delante, que me abriera para él, y yo gemí en voz alta porque ¿no era eso lo que llevaba toda la noche esperando? Joder, toda la noche no, ¿todo el año?

Sentí que sus dedos acariciaban la piel enrojecida de mis hombros y contuve la respiración, consciente por primera vez de las rascadas que me habían provocado los ladrillos.

—Te he hecho daño.

—No —repliqué, y sentí que algo se rompía dentro de mí.

Me dolía, sí. Pero me gustaba.

No sabía qué podía querer decir eso, pero sabía que esa era la verdad. Me gustaba el dolor, aunque no el dolor en sí mismo, sino el que procedía de él. De la pasión que compartíamos.

Quería que él tuviese el poder para hacerme daño. Quería que lo conservara como si fuera un regalo. Porque de algún modo eso hacía que yo fuera suya.

Quería explicárselo, que lo entendiera, pero no conseguía dar con las palabras apropiadas.

—Te he hecho daño —repitió él, y esta vez no se me escapó el tono grave y agónico de desprecio hacia sí mismo que destilaba su voz.

—Eso no es verdad —susurré desesperada por tranquilizarlo y maldiciéndome por no haber encontrado antes las palabras—. Por favor, Cole, no.

Pero no me estaba escuchando y de repente me sentí desnuda y expuesta. Empecé a darme la vuelta, a intentar ponerme bien el vestido, pero no pude. Cole tenía una mano sobre mi cintura y la otra sobre mi hombro.

La de la cintura ejercía una presión constante, manteniéndome inclinada hacia delante y a su merced.

La del hombro me acariciaba suavemente la piel enrojecida, que unos segundos antes había ardido con el dolor del placer interrumpido, pero que ya solo escocía, como si se avergonzara.

—Joder —exclamó, y esta vez su voz sonó tan tenue que apenas entendí lo que decía.

—Cole —le dije suavemente—. No pasa nada.

—¿Nada?

Tenía la voz tensa, como si estuviera a punto de explotar. Me soltó y yo me incorporé, alisándome con cuidado el vestido mientras me ardían las mejillas. Uno de los momentos más eróticos y emocionantes de mi vida acababa de torcerse y ya no tenía solución.

Extendió una mano y vi que tenía los dedos manchados de sangre.

—Esto te lo he hecho yo.

—No es verdad —protesté. Me di la vuelta e intenté recolocarme el vestido—. Cole —dije con un hilo de voz—. Por favor. No has hecho nada que yo no quiera.

—¿Qué he hecho? —Su voz sonaba muy dura—. ¿Qué es lo que quieres, Kat? ¿Qué puedes querer de mí? —Extendió de nuevo las manos—. ¿Dolor? ¿Sangre?

—Puede que sí. —Levanté la cabeza y lo miré a los ojos—. Dices que te debo una. Bueno, pues estoy dispuesta a saldar la deuda de la forma que tú quieras.

—No tienes ni idea de lo que quiero ni de lo que estás diciendo.

—Y una mierda —protesté—. ¿Es que no lo entiendes, Cole? Te deseo. Me da igual lo que eso signifique, te deseo.

Algo brilló en sus ojos, algo parecido a la esperanza, pero desapareció antes de que pudiera estar segura de lo que había visto. Dio un paso atrás, y juro que nunca lo había visto tan triste.

—Puede que no tenga mucho autocontrol, pero sí el suficiente. Y no pienso arrastrarte conmigo.

—Cole, por favor.

Dio media vuelta y se dispuso a marcharse, pero al llegar a la puerta se detuvo y me miró.

—Te he roto el vestido.

Acaricié el roto del cuello por el que asomaba el encaje del sujetador y la curva de mi pecho. A pesar de la confusión, de la vergüenza y de la absoluta frustración, sentí la necesidad de romperlo todavía más. De destrozar el maldito vestido de arriba abajo. De quedarme desnuda delante de él. Para tentarlo. Para ponerlo a prueba.

En lugar de eso, lo único que dije fue:

—Sí.

—Le diré a Red que te lleve a casa —dijo él, refiriéndose al chófer que compartía con Evan y con Tyler.

—Y una mierda. Sé volver solita a mi casa.

Nuestras miradas se encontraron y por un momento creí ver arrepentimiento en la suya. Un segundo más tarde ya había desaparecido y Cole se limitó a asentir.

—Coge una chaqueta, si quieres —dijo señalando el perchero que había al otro lado de la estancia.

Y se marchó, dejándome sola en su oficina, con el vestido roto y las emociones hechas igualmente trizas.