22

Katrina Laron, la diosa del hogar.

Así me sentía cuando me detuve en medio de la sala de estar de mi nueva casa, rodeada de cubos de pintura, de sábanas, de pinceles y de rodillos.

Los de la mudanza debían personarse al día siguiente, y esperaba tener la sala de estar pintada para que cuando llegaran los muebles pudiera adecentar una estancia y sentir que había conseguido algo.

Eso no quería decir que hubiese terminado con la sala. Aún me quedaba lidiar con el suelo, comprar las cortinas, reparar las ventanas que parecían propensas a atascarse hiciera el tiempo que hiciera y ocuparme del resto de detalles fantásticos e irritantes que implicaba ser propietaria.

Hacía tres horas que era dueña de la casa y ya estaba perdidamente enamorada de ella.

Y hablando de perdidamente enamorada, escuché la cadencia familiar de los pasos de Cole en el porche y me di la vuelta justo en el instante en que abría la puerta mosquitera.

Bajo el brazo llevaba dos obsequios envueltos para regalo: uno grande y uno pequeño. La otra mano sujetaba una caja de herramientas sobre la que hacía equilibrios un ramo de rosas.

—¿Para mí?

—No. Me gusta llevar regalos y rosas allí donde voy con mis herramientas. Le da un carácter más festivo a las reformas.

Puse los ojos en blanco y me acerqué corriendo para echarle una mano antes de que se le cayera todo y reclamar mi beso.

—Felicidades —dijo después de besarme tiernamente en los labios—. Estás preciosa. Te sienta bien ser propietaria.

Teniendo en cuenta que llevaba el pelo recogido bajo una gorra de béisbol, unos pantalones cargo manchados de pintura y una camiseta de Disneyland, sabía que mentía. Aun así, agradecí el piropo.

—Todavía no tengo nada para poner las flores —dije echando un vistazo a la sala como si un precioso jarrón de cristal fuera a materializarse por arte de magia—. Pero creo que hay un vaso de Taco Bell en la basura. Podemos usarlo.

Cole procedió a desenterrar el vaso y a echarle agua mientras yo retiraba el papel y el plástico de las flores. Las colocamos sobre la repisa de la chimenea y reculamos para admirarlas.

—Ahora la sala está mucho más acogedora.

—Hay más cosas. —Cole señaló los dos paquetes que descansaban en el suelo.

Sintiéndome como una niña el día de Navidad, sonreí.

—No tenías que traerme nada, pero me encanta.

Rió y señaló el paquete más grande.

—Primero ese.

Lo levanté, y enseguida advertí que bajo el envoltorio se ocultaba una obra de arte enmarcada.

—Espero que sea un original de Cole August —dije—. El precio de sus cuadros se está disparando.

—Ese hombre tiene verdadero talento. Adelante, ábrelo.

Lo abrí y ahogué un grito al ver la figura del lienzo. Mi figura. Este retrato era diferente del que colgaba en la galería, y tampoco lo había visto en su estudio. En él aparecía desnuda, de espaldas al espectador, con las manos planas sobre una pared roja. Tenía las piernas ligeramente abiertas, lo suficiente para no resultar obscena pero sí insinuante. Y el tatuaje era inconfundible. Para quien no fuera capaz de leerlo, también aparecía escrito con delicadas letras sobre la pared. Ad Astra. «A las estrellas».

—Es increíble —dije con franqueza—. Impactante y provocativo. ¿Cómo has podido pintarlo tan deprisa? Quiero decir, ¿de dónde has sacado el tiempo?

—No es nuevo. Lo pinté el año pasado. —Me miró a los ojos y esbozó una sonrisa al reparar en mi cara de asombro—. Lo tenía en la pared de mi despacho del Destiny. Pensé que quedaría mejor aquí.

—¿Un año? Pero… —Volví a mirar el retrato y las lágrimas se me agolparon en la garganta—. Cuánto tiempo hemos perdido, Cole.

Se acercó y me rodeó la cintura.

—En ese caso, tendremos que asegurarnos de no perder ni un solo segundo más.

Me retuvo un largo instante. Luego me plantó un beso en la coronilla.

—Quiero que abras el otro, pero primero tengo una noticia que darte. El terreno es nuestro y tenemos la escritura. La propiedad está ahora fuera del alcance de las manos avariciosas de Ilya Muratti y en las arcas del recién creado Casino Building and Investment Trust, del que Damien Stark es accionista principal y yo presidente y segundo inversor.

—¿Y a Damien no le importa enfrentarse a Muratti?

—Ni a él ni a mí. Nosotros no le hemos traicionado, no le hemos robado el terreno. Lo compramos en una transacción en condiciones de igualdad a un vendedor que no quería vendérselo a Muratti.

Se llevó mi mano a los labios y la besó.

—Como medida de precaución, Damien pidió a su abogado que llamara a Michael Muratti, el hijo de Ilya. Stark tiene muchos contactos, por lo que le fue fácil decirle a Michael que un pajarito le había contado que el plan de Ilya de falsificar el testamento había fracasado; no con esas palabras, claro; y preguntarle si tomarían represalias, porque en ese caso Damien podría decidir desprenderse de la propiedad.

—¿Y?

—Michael no tiene el más mínimo interés en jugar a las revanchas. Ellos perdieron la propiedad, nosotros la adquirimos, fin de la historia. Tiene intención de llevarse a su padre a Italia para una reunión familiar y confía en poder convencerle de que se retire allí. Quiero que tu padre siga en el Drake unas semanas más, por lo menos hasta que Muratti abandone el país, aunque creo que este asunto quedará pronto en el olvido.

—¿En el olvido? —repetí—. A costa de millones de dólares. Damien ha debido de poner una fortuna. Y probablemente tú también. Señor —dije al comprender por primera vez el verdadero alcance de sus actos—, no puedo creer que hayas hecho eso por mí y por mi padre.

—En primer lugar, haría cualquier cosa por ti. En segundo lugar, ni a Damien Stark ni a mí nos gusta tirar el dinero por la ventana. El precio era alto, sí, pero ese terreno tiene una ubicación excelente. Para serte franco, espero que el mal criterio de tu padre acabe añadiendo unos cuantos millones a mi cuenta.

—Vaya. —Asentí con la cabeza—. No me hace gracia que hayáis corrido semejante riesgo, pero al menos eso es un consuelo. Brindo por que ahora seáis aún más asquerosamente ricos que antes —dije alzando una copa imaginaria.

Cole levantó otra copa imaginaria y brindó conmigo antes de entregarme el segundo regalo. Tenía forma de rectángulo y estaba envuelto en un papel rosa, y cuando lo sacudí no oí absolutamente nada.

—Ni idea de qué puede ser —dije.

—Pues tendrás que abrirlo para averiguarlo.

Eso hice, con cuidado al principio, hasta que perdí la paciencia y rasgué el papel.

El rectángulo resultó ser un estuche de terciopelo con una bisagra de metal. Un joyero.

Miré intrigada a Cole, cuyo semblante permanecía imperturbable. Lo abrí y ahogué un grito al ver la gargantilla que refulgía sobre el terciopelo negro. Estaba hecha de docenas de cubos de oro aplastados y unidos con pequeñas bisagras, una joya que hacía pensar en princesas egipcias.

—Es preciosa.

—La hice pensando en ti. Te prometo que quedará aún más bonita en tu cuello.

—¿La has hecho tú? —Pasé los dedos por la intrincada joya, admirando los detalles y el tiempo invertido en ella.

—Sí. Y ahora —dijo Cole quitándomela de las manos con suavidad— quiero vértela puesta.

Siguiendo sus instrucciones, me levanté el cabello y le di la espalda para que pudiera ponérmela. En la casa aún no había espejos, así que utilicé el de la polvera que llevaba en el bolso. Pese al extraño ángulo, podía ver que la gargantilla era más que una joya exquisita. Era arte. Era una declaración.

Era un collar, y era mío.

Es más, significaba que yo era de Cole.

La acaricié con los dedos, temblando levemente porque el obsequio me había conmovido.

—Gracias —susurré—. Es perfecta.

—Lúcela esta noche —dijo.

—¿En la fiesta? —pregunté refiriéndome al cóctel en el yate de Evan.

—Sí, y también después.

—¿Después?

—En el Firehouse. —Sus palabras, aunque simples, destilaban pasión—. Si todavía quieres ir, te llevaré esta noche.

Si no fuera por el agua que nos rodeaba, el yate que Evan mantenía amarrado en el puerto de Burnham —llamado His Girl Friday— podría parecer un apartamento de lujo.

Vale, quizá fuera una exageración, pero lo cierto era que el barco era enorme, confortable y además podía acoger esa fiesta de entre treinta y cincuenta invitados, número que fluctuaba porque era una recepción informal donde los amigos llegaban para tomar unas copas y transmitir sus felicitaciones por la futura boda antes de poner rumbo a su excitante noche en la ciudad.

Aunque puede que estuviera proyectando. Que yo esperara que mi noche con Cole fuera excitante —dada la promesa del Firehouse— no quería decir que los demás invitados tuvieran planes igual de interesantes.

Llevábamos en la fiesta no más de media hora y ya me estaba impacientando. Injusto, supongo, teniendo en cuenta que el motivo de ese cóctel era brindar por la inminente boda de mi mejor amiga, pero mentiría si dijera que no estaba deseando largarme. Quería explorar ese antro. Quería conocer sus secretos.

Quería entender lo que Cole deseaba y necesitaba.

Sobre todo, estaba terriblemente intrigada.

Y los dos cosmopolitan que ya me había tomado no habían conseguido tranquilizarme. En lugar de eso, notaba una agradable vibración dentro de mí. La clase de vibración que, si no me controlaba, podría volverme lo bastante audaz para acercarme insinuantemente a Cole y susurrarle obscenidades al oído a fin de que se diera un poco de prisa.

Me pareció un plan tentador —un plan que estaba contemplando de verdad— hasta que Flynn se me acercó en la cubierta.

—Hola —dije abrazándolo por el cuello—. Te he echado de menos. —En realidad no había pasado tanto tiempo, pero yo ya estaba en la casa y él seguía en el apartamento. Y a decir verdad, pasaba casi todo el tiempo con Cole, lo que quería decir que los ratos con mi compañero de piso quedaban relegados.

Injusto, quizá, pero así era con los amores nuevos.

—¿Ya has empezado a embalar tus cosas? —le pregunté—. El contrato de alquiler está a punto de terminar.

—Lo sé. De hecho, quería hablarte de eso.

Fruncí el entrecejo.

—¿Qué ocurre?

—He decidido conservar el apartamento. No es que no me encante compartir casa contigo, pero había olvidado lo mucho que me gusta vivir solo.

En mi cabeza estallaron las alarmas.

—Flynn, vivir solo no merece el esfuerzo. Ya me entiendes.

Meneó la cabeza, entre divertido y contrito.

—Con mi nuevo trabajo puedo permitírmelo.

—¿Nuevo trabajo?

Ladeó la cabeza, mirándome con extrañeza.

—¿Cole no te lo ha contado? Estoy dirigiendo la barra principal del Destiny.

—Ah. —Tras quedarme cortada unos instantes, le di un abrazo—. Lo siento, estaba… Olvídalo, es genial —acerté a decir al fin. Y lo decía en serio. El Destiny era un lugar de trabajo fantástico y estaba segura de que Flynn ganaría mucho más dinero allí. Lo que me había dejado pasmada, y aún me tenía desconcertada, era que no estaba segura de las motivaciones de Cole. Teniendo en cuenta que había olvidado comunicarme la pequeña noticia, presentía que sus razones no eran del todo inocentes.

—Teníamos una vacante —dijo Cole cuando lo acorralé poco después.

—Ya. Y supongo que tu oferta no tiene nada que ver con el hecho de que no te gustara la situación de mi compañero de piso, ¿verdad?

—Yo diría que todos salimos ganando. Flynn consigue un sueldo más alto y mejores condiciones, y tú —añadió pasando un dedo por la intrincada gargantilla— tienes una casa para ti sola. Sinceramente, las posibilidades son infinitas.

Intenté en vano mantener la seriedad.

—Y ahora que lo pienso —dijo dando unos golpecitos a la gargantilla—, creo que deberíamos empezar a despedirnos de la gente.

Eso hicimos, entreteniéndonos un poco más cuando llegamos a Angie, no solo para agradecerle la fiesta sino para esperar con ella a que el guardia de seguridad del puerto se llevara a un hombrecillo enjuto que Angie había visto sentado en uno de los bancos del muelle.

—Al principio pensé que era un invitado —explicó—, pero cuando vi que no se movía del banco y que no apartaba la vista del barco, me dio mal rollo.

El guardia de seguridad que se había llevado al hombre llamó a Angie por teléfono justo antes de que Cole y yo nos marcháramos para decirle que era un turista de Kansas que, al parecer, pensaba que contemplar una fiesta en el barco de un ricachón estaba entre las cosas que tenía que hacer antes de morir.

—La gente es rara —comentó Angie, y como no podía rebatírselo, ni siquiera lo intenté.

Seguía pensando en eso cuando Cole detuvo el Range Rover frente a la entrada del Firehouse, donde aguardaba el aparcacoches. Bajó y rodeó el vehículo para abrirme la portezuela. Dediqué unos instantes a contemplar el edificio de aspecto anodino que ocultaba lo que imaginaba que eran docenas de fantasías y de aventuras. Las posibilidades me intrigaban y me inquietaban a la vez, y miré a Cole en busca de aliento.

Me cogió la mano con un gesto automático y en lugar del aliento que necesitaba sentí distancia. El estómago se me encogió, y no pude evitar preguntarme si el problema era yo, o si a Cole le preocupaba que no fuera capaz de soportar las cosas que sucedían ahí dentro.

—Señor August —dijo una rubia joven y bonita que iba prácticamente en cueros—, bienvenido de nuevo. —Me obsequió con una sonrisa y devolvió su atención a Cole—. ¿La sala de siempre?

—Sí —respondió él, y tuve que reprimir un gesto de sorpresa al oír la tensión en su voz. Tensión que no hizo sino aumentar una vez que, ya inscritos, me puso una mano en la espalda para conducirme por un pasillo oscuro.

Habíamos dado solo dos pasos —y mis ojos no se habían acostumbrado aún a la penumbra— cuando se detuvo.

—No.

Fue lo único que dijo antes de dar media vuelta, agarrarme del brazo y arrastrarme hacia la salida.

—¡Cole! —aullé cuando pasamos como una flecha junto a la atónita recepcionista y llegamos a la calle—. ¿Qué demonios te pasa? ¿Es por mí? ¿Es por Michelle?

—Este no es lugar para ti.

—Maldita sea, Cole, pensaba que ya lo habíamos superado. Puedo hacerlo. Quiero hacerlo.

—Lo sé. —Sus palabras eran quedas y destilaban dureza—. Pero yo no quiero que lo hagas.

Di un paso atrás.

—Vale, empecemos de nuevo. ¿Qué he hecho? ¿Por qué estás enfadado conmigo?

Su rostro pareció venirse abajo.

—Joder —espetó antes de propinar una patada al neumático del Range Rover que el mozo había recogido del aparcamiento—. Maldita sea, Kat, no es contigo con quien estoy enfadado, sino conmigo. ¿Es que no lo entiendes? No quiero que entres ahí, y no porque piense que haya algún problema con el Firehouse o contigo.

Se colocó frente a mí y me enjugó una lágrima que no sabía que había derramado.

—Es por lo que significas para mí —continuó con tanta dulzura que mis lágrimas empezaron a manar libremente—. Es porque yo venía aquí porque necesitaba algo que no podía conseguir en ningún otro lugar, porque necesitaba una garantía. Pero ya no la necesito. Si de verdad eres mía como dices, de la manera en que espero y creo que eres mía, ya no necesito este lugar. ¿Entiendes lo que te digo?

Asentí entre aleccionada y sorprendida.

—¿Y te parece bien?

¿Bien? Con cada palabra, con cada caricia, Cole me estaba diciendo lo mucho que yo significaba para él. ¿Cómo no iba a parecerme bien?

Y sin embargo…

Cole, que había estado escudriñándome hasta ese momento, frunció el entrecejo.

—Vaya, nena, lo siento. Si quieres entrar, no pasa nada. Lo entiendo.

—No, no —repuse—. No es una cuestión de que quiera entrar o no. Sloane me habló un poco de este lugar, y si te soy sincera, la idea de tener público no me hace mucha gracia.

—¿Pero?

Me encogí de hombros y desvié la mirada.

—Supongo que quiero vivir la experiencia. —Reuní valor para buscar sus ojos y tropecé con una mirada llena de ternura y de comprensión—. Quiero lo que podría tener ahí dentro contigo.

Cole apretó la mandíbula y asintió.

—De acuerdo, entremos.

Lo agarré del brazo, negando con la cabeza.

—No me has entendido. Quiero que me lleves allí, pero me da igual si es en el Firehouse, en tu habitación, en mi casa o en el asiento de atrás del Range Rover. ¿Entiendes lo que te digo? Lo quiero todo, Cole. Todo lo que eres y todo lo que tienes que ofrecer. Reconozco que el Firehouse me intriga, pero tampoco es tan importante. Y si no quieres que entremos, no pasa nada. —Me llevé la mano a la gargantilla que me había regalado—. La luciré donde tú quieras. Mi único deseo es que me lleves hasta el final.

—He estado pensando en eso —dijo Cole con un brillo extraño en los ojos—. Estaba esperando el momento adecuado para sacar el tema.

Ladeé la cabeza.

—¿De qué estás hablando?

—En lugar del Firehouse, quiero llevarte a nuestro cuarto de juegos.

Enarqué las cejas.

—¿Con juguetes sexuales y esas cosas?

Rió con regocijo.

—Caray, Kat, eres fantástica. Sí, con juguetes sexuales y esas cosas.

Volví a ladear la cabeza y crucé los brazos.

—Lamento decirlo, pero creo que no tenemos un cuarto de esos. Y si resulta que sí lo tenemos, me jode que no te hayas molestado en mencionarlo hasta ahora.

—Porque todavía no existe, pero en vista de que te has quedado con una habitación libre, se me ocurre que podríamos darle un uso de lo más interesante.

Tenía que reconocer que su planteamiento era impecable.

Durante los días que siguieron dividimos nuestro tiempo entre Home Depot y Forbidden Fruit, la sex shop del barrio que Cole me enseñó y en la que pasaba fascinantes ratos fisgoneando.

No obstante, lo que encontré aún más interesante fue que Home Depot se convirtiera en nuestro destino principal. Yo estaba fascinada con la pintura corporal comestible —a la que pretendía que Cole diera un buen uso, dadas sus innatas aptitudes artísticas—, pero él tenía toda su atención puesta en las maderas, los tubos, las escuadras y los tornillos.

Era un poco desconcertante la cantidad de ferretería que estaba entrando en ese cuarto. Y, a decir verdad, tenía la sensación de que Cole estaba intentando superar el montaje del Firehouse, fuera cual fuese.

Estaba fabricando una cruz de San Andrés, la cual, para ser franca, era el primer artilugio que quería probar. Pero también tenía algo que parecía un potro y un trozo de tubo con unas correas en los extremos para los tobillos que, según me explicó, era una barra separadora.

Había una pared con ganchos y pasadores diversos para permitir posturas diferentes. Una araña de luces que Cole me dijo que serviría —una vez montada debidamente— de barra superior para un columpio sexual que había encargado.

Teniendo en cuenta lo mucho que me habían gustado los columpios a los cinco años, la idea de combinar un columpio y sexo me llenaba el estómago de mariposas.

Además de todas esas cosas, Cole tenía al menos una docena de artilugios y de aparatos en fase de creación de los que no me había hablado.

—Confía en mí —decía.

Y como yo confiaba, le dejaba a solas con su bricolaje mientras yo me dedicaba a guardar los objetos más íntimos en bonitas cestas y a elegir los colores del cuarto, lo cual no me resultó difícil porque tenía claro que quería un morado oscuro, y si Cole no estaba de acuerdo, tendría que volver a pintar él mismo la habitación.

Acababa de pasar el rodillo por una de las paredes cuando me di la vuelta y vi que me estaba mirando.

—No te atrevas a decirme que lo estoy haciendo mal —le advertí—, porque lo único que estoy haciendo es pintar una pared de morado. Y hasta alguien como yo, que solo sabe dibujar muñecos de palitos, puede hacerlo.

—Quítate la ropa y colócate delante de la pared.

Fruncí el entrecejo.

—¿Cómo?

—Se me ha ocurrido una idea.

Afilé la mirada, pero Cole remarcó su exigencia enarcando las cejas.

—A sus órdenes, señor —dije, y me quité los pantalones cortos y la camiseta con parsimonia.

—Levanta los brazos como si hicieras saltos de tijera. Toma. —Me tendió las gafas protectoras que llevaba cuando utilizaba la sierra circular—. Por si acaso.

—¿Por si acaso?

No respondió. Y como sabía lo que me convenía, obedecí. Me puse las gafas, levanté los brazos y me eché a reír cuando empezó a sacudir un pincel mojado, salpicándonos a mí y a la pared, hasta crear la silueta de una mujer en una postura que parecía de júbilo.

—Otra —dijo Cole mientras yo me reía y cambiaba de pose. Y así hasta que la pared quedó cubierta de dinámicas siluetas… y yo de pintura.

—Estás preciosa. —Se acercó y pasó un dedo por las manchas de mi piel para jugar a conectar los puntos—. Me gusta pintarte —susurró en un tono lleno de promesas.

—Me toca —dije—. Fuera esa ropa.

Pero no lo pinté. En lugar de eso me abracé a él y transferí la pintura de mi cuerpo al suyo. Cole se rió y me tumbó en el suelo, que por suerte estaba cubierto de sábanas.

Resbalamos el uno contra el otro —acariciándonos, jugando con la pintura, riendo como niños— hasta que la energía cambió y se volvió más caliente, más apasionada.

—¿Qué estamos haciendo? —pregunté, porque no podía reprimir más tiempo esa pregunta—. ¿Qué somos el uno para el otro?

—Todo —respondió Cole tirando de mí para besarme.

Y cuando su boca envolvió la mía y su dulce sabor me arrancó un gemido, supe que tenía razón.

—¿Qué te parece? —preguntó destapándome los ojos para que pudiera ver la cruz de San Andrés terminada. Estaba montada frente a una pared de espejos, sobre un cubo de madera que permitía rodear la cruz y ver por el espejo el rostro de la persona ligada a la misma.

Era de madera pulida y el acolchado de cuero parecía cómodo.

Noté que el cuerpo se me tensaba solo de mirarla. Había deseado esa cruz desde que Cole había propuesto crear un cuarto de juegos. Qué demonios, desde que me puso en aquella cruz imaginaria en mi coche y me flageló la espalda con la fusta de flecos.

—Cole —dije, y descubrí el apremio en mi voz.

—Lo sé, yo también. Pero creo que esta noche tienes otros planes.

Fruncí el entrecejo, porque era cierto. De hecho, estaba poniéndome los pendientes frente al tocador de mi dormitorio, preparándome para irme, cuando Cole me había llevado al cuarto de juegos para enseñarme la cruz.

—Solo querías provocarme.

—Cómo me conoces. —Se colocó detrás de mí y me abrazó por la cintura.

Yo llevaba puesta una minifalda Lucky Brand y una camiseta de pico. Cole introdujo una mano por dentro del escote y de la copa del sujetador.

Con la otra me desabrochó la falda, deslizó dos dedos bajo las bragas y me penetró.

—Estás mojada —susurró—. Eres una niña mala.

—Tú me ha puesto caliente —repliqué—. Ahora tendré dolor de huevos toda la noche.

—Pero que muy mala —prosiguió, y me pellizcó el pezón lo bastante fuerte para hacerme gritar y conseguir que mi sexo se aferrara a sus dedos—. Un adelanto de lo fuerte que voy a follarte cuando vuelvas a casa.

—Un adelanto demasiado breve —protesté—. Creo que deberías hacer que me corra y dejarme satisfecha antes de que me vaya a contemplar hombres medio desnudos paseándose por un escenario.

—Ni lo sueñes. Además, me gusta la idea de que vuelvas caliente y mosqueada. Tendré una razón más para azotar este precioso culo.

Retiró la mano rozándome el clítoris en el proceso y arrancándome un gemido de placer y de frustración.

Hice el trayecto hasta casa de Angie alterada, y el alcohol y los hombres medio desnudos de The Castle —nuestra primera parada de la despedida de soltera de Angie— no me ayudaron a calmarme. No porque me interesaran, pero mi reputación de típica mujer norteamericana se habría ido al traste si no hubiera apreciado por lo menos los cuerpos de esos bailarines, aun cuando la mayor parte del tiempo se diluyeran en mi mente fantasiosa para ser sustituidos por Cole.

Fue una celebración informal, pues Angie había decidido abandonar la idea de una fiesta multitudinaria y salir a divertirse solo con Sloane y conmigo. Nuestra última noche de mujeres en la ciudad antes de convertirse en la esposa de Evan Black.

Habíamos empezado en The Castle porque las copas allí eran fuertes, los tíos estaban buenos y los dueños conocían a nuestros hombres, lo que nos permitió sacarles algunos bailes especiales de más a un palmo de la cara de Angie. Bailes que Sloane y yo grabamos con el móvil para enseñárselos a Evan.

Una vez entonadas, pedimos a Red que nos llevara a Forbiden Fruit. La idea era comprarle a Angie juguetitos para su luna de miel —y a ese respecto se nos fue un poco la olla—, pero yo también tenía que hacer compras personales, y antes de volver a la limusina compré un regalo para Cole y para mí, algo a lo que esperaba dar algún uso muy pronto.

La última parada, naturalmente, fue el Destiny, con cuyas bailarinas Sloane y yo nos habíamos confabulado para que se llevaran a Angie a los camerinos, la vistieran y le permitieran obsequiar a Evan con un baile privado.

Era otro momento iPhone, pero Sloane tendría que ocuparse sola. Yo estaba demasiado concentrada en el hombre que estaba hablando con Flynn en la barra sin apartar los ojos de mí.

—En una escala del uno al diez, ¿cuán borracha estás? —me preguntó Cole cuando me abracé a su cuello y lo besé con vehemencia.

—Estoy muy borracha —dije—. Muy, muy borracha. Pero tengo un regalo para ti.

—¿No me digas? Me alegra saber que has pensado en mí mientras estabas de juerga con las chicas.

Dejé la caja de Forbidden Fruit sobre la barra y le susurré algo al oído mientras paseaba la mano por su muslo y dejaba que mis dedos buscaran su polla ya erecta.

—Solo pensaba en ti —dije—. En tus manos, en tu polla, en tu boca. —Señalé la caja—. Ábrela.

Levantó la tapa y encontró una fusta de flecos de cuero negro idéntica a la que había conseguido materializar en mi imaginación.

Levantó la vista y en sus ojos descubrí el mismo brillo de expectación que refulgía en los míos.

—Llévame a casa —le ordené rozándole nuevamente la oreja con los labios—. Llévame a casa ahora.

—Por supuesto —dijo, y juro que infringimos una docena de normas de tráfico y que llegamos a casa en poco más de media hora. Una hazaña que casi desafiaba las leyes de la naturaleza.

—Voy a follarte —anunció una vez en el cuarto—. Esta noche voy a tomarte de todas las maneras posibles, pero primero te quiero en la cruz. Quiero tu espalda roja. Quiero que tu cuerpo cante.

Me limité a asentir con la cabeza, pues tenía la boca demasiado seca para formar palabras.

Sin esperar a que me lo ordenara, me coloqué en la cruz. Y mientras lo hacía sentí que la realidad y la fantasía se fusionaban. Ya lo había experimentado antes. El contacto de las ligaduras en las muñecas y los tobillos. La presión del cuero acolchado contra la piel.

Y luego —sí— la mordedura afilada del primer azote, y del segundo, y de muchos otros mientras el dolor iba en aumento, pero también el placer. Un placer que crecía bajo el dolor y se elevaba como la lava de un volcán que no tardaría en estallar y cubrirlo todo.

Y así fue. Adrenalina, endorfinas, polvo mágico. Desconocía la causa y tampoco me importaba. Lo único que sabía era que había cruzado una línea, como en la fantasía. E igual que Cole me había guiado en el coche a través de palabras, me estaba guiando a través de la carne.

Estaba flotando. Estaba perdida. Estaba extasiada. Y el hecho de que esa clase de sexo, donde el morbo suave daba paso a cosas más fuertes, me atrajera tanto no hacía sino reafirmar mi certeza de que Cole y yo encajábamos a la perfección.

Un hecho que Cole demostró de una forma mucho más literal cuando me sacó de la cruz. Gemí contra su cuerpo sintiéndome viva y terriblemente excitada. Tenía el cuerpo débil y lánguido, pero el sexo caliente y mojado, y los senos sensibles.

Me colocó boca abajo sobre la cama, una postura con la que pensé que trataba de protegerme los hombros, todavía doloridos por los azotes, pero resultó ser mucho más.

Me pasó la mano despacio por la espalda y se inclinó sobre mí para besarme. Me abrió las piernas y me penetró con fuerza, y su mano en mi clítoris me llevó aún más alto y más lejos.

Sentía su polla caliente, maravillosa y familiar dentro de mí, o por lo menos así fue hasta que noté el lubricante en sus dedos y, a renglón seguido, el pulgar contra mi ano.

—Voy a tomarte por aquí —anunció—. Necesito tenerte de todas las maneras posibles. Necesito sentir que me exprimes.

Asentí, incapaz de decir palabra, pues mientras Cole hablaba había estado haciendo cosas increíbles, provocándome, ensanchándome, preparándome, así que cuando me apretó la polla contra el ano estaba lista, por lo menos todo lo lista que podía estar.

Entró. Despacio y con suavidad, pero aun así ahogué un grito de dolor.

—¿Duele?

—Sí —confesé—. Pero me gusta —añadí con la misma franqueza.

—Iré despacio —dijo—. Joder, nena, estás preciosa.

—No te detengas —le ordené—. Lo quiero todo.

—Glotona.

—Sí —convine, y ahogué otro grito cuando se hundió un poco más dentro de mí. Volví a sentir dolor, pero después de eso se produjo un milagro, porque el dolor se convirtió en placer, tal como había sucedido en la cruz.

—Más fuerte —le exigí—. Por favor, Cole, quiero el resto de ti.

—¿Estás segura? —preguntó, y cuando asentí me embistió una vez más, provocando oleadas de dolor y de placer en todo mi cuerpo.

Su gemido coincidió con el mío, y empezó a follarme fuerte, como había prometido. Fuerte, rápido y hondo, hasta que explotó en mi interior y cayó desplomado sobre mí. Luego, apretándome contra él, me acarició perezosamente el clítoris hasta hacerme alcanzar el éxtasis.

Después de eso yací entre sus brazos. Tenía la cruz frente a mí, y me quedé un rato mirándola.

—Gracias —dije al hombre acurrucado contra mí.

—¿Por qué?

—Por todo, pero en estos momentos por eso. —Señalé la cruz—. He sentido cosas que no había sentido nunca. Me he sentido viva. Me he sentido… —Me interrumpí antes de pronunciar la palabra que quería decir. «Amada». En lugar de eso, terminé el pensamiento con «especial».

Permanecimos un rato tendidos sobre la cama. Luego Cole se levantó y caminó hasta la cruz. Se detuvo unos instantes frente a ella y se volvió hacía mí.

—Vas a tener que abrochar esas correas —dijo, y sentí un temblor en el cuerpo.

—¿Estás seguro, Cole?

—Claro. Quiero eso de ti, si estás dispuesta a dármelo.

Asentí, aunque tenía que reconocer que estaba nerviosa. Y cuando Cole se colocó en la cruz, le até a toda prisa los tobillos y las muñecas. Me volví hacia el espejo y al verlo allí, desnudo y ligado, sentí que algo cambiaba dentro de mí, como la sensación cuando caes de un bordillo. Ese hombre —ese hombre fuerte, ese hombre herido— se estaba dando a mí. Estaba entregándome su confianza, sus emociones, su alma y su corazón.

Me sentí pequeña y algo asustada. Tenía miedo de no hacerlo bien, miedo de convertir lo que había entre nosotros en algo malo en lugar de bello.

Me miró por el espejo y en sus ojos vi comprensión.

Encogí un hombro en un gesto que podría haber sido de disculpa.

—Me da miedo hacerlo mal —reconocí quedamente para ocultar lo ridícula que me sentía.

—Lo harás bien, nena —dijo—. Ve poco a poco.

Así lo hice, tratando de imitar lo que él había hecho, deseando darle el mismo placer que él me había dado a mí. Empuñé la fusta de flecos, la sacudí de la manera que él me había enseñado y se me escapó una mueca de dolor en los dos primeros intentos, que resultaron ser sumamente flojos.

Cole me miró entonces a los ojos y la pasión que vi en ellos me inyectó fuerza. Probé de nuevo y esa vez noté el impacto. Y supe que lo había hecho bien por el gemido de placer que salió de su garganta.

Necesité algunos azotes más para encontrar el ritmo, y aunque mis golpes no eran ni de lejos tan precisos como los de Cole, me manejaba bien. Y mientras lo azotaba —mientras veía los flecos quemarle la piel— sentí crecer dentro de mí un poder primitivo, un poder que parecía aumentar con la intensidad de sus gemidos.

—Kat —dijo al rato, arrancándome del trance sensual en el que me había sumido.

Cuando me volví hacia el espejo, nuestras miradas se encontraron. Y la autoridad que vi en sus ojos me desarmó, me arrebató el poder y lo puso a él de nuevo al mando pese a seguir ligado a la cruz con las piernas y los brazos abiertos.

—Desátame —dijo, y me apresuré a obedecer.

En cuanto le quité las ligaduras, me levantó en brazos y me llevó a la cama.

—¿Tienes idea de lo alucinante que ha sido? —preguntó maravillado.

Asentí con la cabeza, incapaz de hablar, segura de que se me saltarían las lágrimas si decía algo. Porque, efectivamente, había sido alucinante, y también lo era la unión que compartíamos. Esa nueva intimidad que no podía ser sustituida ni siquiera por la forma en que me abrazó, la forma en que me abrió, la forma en que se hundió dentro de mí.

Y cuando estallamos juntos y volví a acurrucarme entre sus brazos, dejé que las lágrimas brotaran libremente, demasiado emocionada para poder contenerlas.

—No, nena, no —dijo mientras me acariciaba el pelo y me besaba la sien—. Has estado fantástica. De veras, ha sido increíble. Tranquila —añadió, y siguió diciéndolo mientras yo luchaba por dejar de llorar para poder hablar.

—No estoy dolida —dije al fin—. En serio. Tú que ves dentro de mí, ¿cómo es posible que no lo sepas? —Inspiré hondo—. No estoy dolida, sino todo lo contrario. Estoy impactada. Estoy abrumada. Todavía no puedo creer lo unida que me siento a ti en estos momentos.

—Catalina. —Eso fue todo lo que dijo antes de apretarme contra su cuerpo y besarme con furia. Cuando se apartó, vi una pasión en su rostro que no creía haber visto antes y que confié en retener para siempre en mi memoria.

Una pasión que me emocionó, pero fueron sus palabras lo que hizo que el mundo desapareciera bajo mis pies.

—Te quiero.

Me aferré a su cuerpo con el corazón palpitante.

—Cole. —No fui capaz de decir nada más.

Me acarició el pelo, me observó detenidamente y me cubrió la frente de besos.

—Ay, nena —murmuró—. Lo siento, lo siento mucho.

—¿Lo sientes? —Noté que la voz me temblaba—. ¿Sientes haber dicho que me quieres?

—Siento no habértelo dicho antes. Pensaba que lo sabías.

—Lo sabía. Lo sé. —Cerré los ojos y unas lágrimas calientes me resbalaron por las mejillas—. Pero temía que no fueras a decirlo nunca.

—Lo he dicho cada vez que te tocaba —susurró—. Cada vez que te miraba.

—Es verdad —reconocí, y con una sonrisa añadí—: Yo también te quiero. Más de lo que puedo expresar. Más incluso de lo que puedo imaginar.

Me dio un beso lento y tierno.

—¿Recuerdas cuando te dije que el sexo puede jodernos? —preguntó pensativo.

Asentí.

—Es cierto, pero debí ser más concreto. El sexo ocasional, el sexo con la persona equivocada, el sexo desapegado, todo eso puede joderte la cabeza. Pero lo que tenemos nosotros, el sexo combinado con el amor, cariño, creo que eso es lo que nos hace plenos.