15

—Esa ha sido la señal para que nos vayamos —dijo Sloane agarrando a Evan y a Tyler por el brazo.

—Vosotros quedaos —dijo Cole malhumorado, mientras se secaba la cara con una servilleta de cóctel y me agarraba por el brazo con la mano que tenía libre—. Ya nos vamos nosotros.

Me zafé de él de un tirón mientras me arrastraba hasta la salida y me detuve en seco cuando cruzamos la puerta.

—¡Maldita sea, Cole! ¿Qué narices estás haciendo? Me prometiste que me contarías el plan. ¿Y vas y te llevas a mi padre del motel sin llamarme siquiera? ¿Tienes idea de lo asustadísima que estaba?

A nuestro alrededor, la gente que acudía al bar después de su jornada laboral nos lanzaba miradas de preocupación al pasar por nuestro lado.

—¡Mierda! —dijo Cole, y volvió a agarrarme del brazo. Esta vez, cuando yo intenté zafarme, me sujetó con fuerza.

El baño de señoras estaba al final del pasillo, y él abrió la puerta de un empujón y prácticamente me tiró adentro.

—Pero ¿qué narices…? —empecé a decir, pero cerré la boca de golpe cuando él también entró al baño.

Una chica de unos veintitantos con pinta de recién licenciada se quedó mirándolo con la boca abierta y nos rodeó con mucho cuidado para salir huyendo.

—Entra —dijo, y me acorraló para que no tuviera más opción de entrar hasta el fondo del elegante aseo o tirarlo al suelo para largarme de allí.

Entré.

El baño del Drake es tan elegante como el resto del hotel, con una alargada repisa de mármol y múltiples asientos para que las damas tengan mucho sitio para poder empolvarse la nariz y cotillear a gusto. Pero lo que hace especial a ese baño es que cada retrete está preparado como un aseo individual totalmente equipado, con su inodoro, su tocador, su espejo, su lavamanos e incluso un pequeño taburete tapizado para sentarse. Además, la puerta va del suelo al techo, lo que permite que la usuaria en cuestión disfrute de una intimidad total.

Cole empujó la puerta del primer retrete vacío y me arrastró a su interior.

—¿Estás loco? —le susurré mientras él cerraba la puerta con el pestillo.

No respondió a la pregunta. En lugar de hacerlo, me agarró por la cintura, me levantó y me sentó sobre el tocador. Lancé un suspiro ahogado, porque me di cuenta por primera vez de lo mucho más fuerte y corpulento que era Cole comparado conmigo.

—Maldita sea, Cole —dije, aunque ya se me habían bajado un poco los humos.

Me separó las rodillas y se colocó entre ellas mientras me presionaba sobre el tocador e invadía mi espacio personal.

—Me has tirado una copa encima —dijo con una voz tan grave y con un tono tan firme que supe que estaba luchando por controlar su malhumor.

—Te lo merecías.

—¿Por qué acudiste a mí para que ayudara a tu padre?

—Ya sabes por qué —espeté—. Porque creía que podías ayudarme.

—¿Y qué narices crees que estoy haciendo?

—No puedes entrar a la fuerza donde te dé la gana y…

—O todo o nada, Catalina —dijo.

—Gilipolleces. Es mi padre; no puedes anularme así, sobre todo porque me habías dicho que me mantendrías informada. Me dijiste que era sumisa, y quizá tengas razón. Pero eso es solo en la cama, Cole. No fuera de ella. No en el mundo real.

Me quedé mirándolo a la cara: se le marcaron las líneas de expresión, se le tensaron las facciones y entrecerró los ojos al mirarme fijamente.

—No tengo ningún interés en privarte de tu independencia —dijo—. Pero nunca hago nada a medias y no pienso estar preguntando una y otra vez cuáles son las normas del trato. Ya sé cuáles son las normas.

—¿Ah, sí? ¿Y cuáles son?

—Las mías —dijo, y supe, por el fuego que ardía en su mirada, que no estábamos hablando sobre las normas relativas al asunto relacionado con mi padre.

Me humedecí los labios con la lengua intentando no perder la compostura.

—Maldita sea, Cole…

—Quítate la ropa.

Me quedé paralizada. La orden me dejó un tanto impactada y, ¡qué narices!, me puso muy cachonda.

—Y una mierda.

Me agarró la camiseta por la parte de abajo y tiró de ella hacia arriba, con lo que dejó el sujetador a la vista.

—O te la quitas tú o te la quito yo.

Sentí cómo se me tensaba el sexo y me ardía la piel.

—Pues quítamela —dije.

Y lo hizo, tiró de la prenda hasta arriba del todo y me obligó a levantar los brazos para sacármela, luego la lanzó al suelo junto a la puerta. Se agachó y posó las manos sobre mi sexo por encima de los tejanos. Yo jadeaba, estaba tan cachonda que me sorprendía no tener los pantalones empapados.

—¿Vas a quitarte el sujetador o tengo que arrancártelo?

Me llevé las manos a la espalda y me desabroché el cierre, me quité el sujetador y lo tiré sobre la camiseta.

—¿Qué haces?

—Justo lo que deseo —respondió mientras me desabrochaba el botón de los tejanos y me bajaba la cremallera—. Son mis normas. —Me metió las manos por dentro de los pantalones y por debajo de las bragas, me penetró con un dedo, y su sonrisa maliciosa se amplió hasta el infinito cuando descubrió que no solo estaba mojada, sino chorreando—. Eres mía. Dilo, Kat.

—Tuya —dije. Ya me costaba emitir siquiera un sonido, como para estar formando frases…

—Y, en cuanto estés desnuda, voy a follarte. Voy a follarte con tanta fuerza que vas a chillar, y los que estén ahí fuera sabrán exactamente qué estamos haciendo.

—Cole, no. —Pero lo dije solo por compromiso, y él lo sabía, ¡joder!, lo sabía. Me había puesto tan cachonda con sus palabras que las protestas que yo pudiera pronunciar no tenían sentido; mi cuerpo decía la verdad. Al imaginar lo que Cole acababa de describir, empezó a palpitarme el sexo y se me tensó alrededor de su dedo; esa era mi forma más elocuente de reconocer lo que realmente deseaba.

Él no se molestó en responder. Se agachó y me quitó los zapatos, me bajó los tejanos hasta los muslos y siguió hasta tenerlos hechos un guiñapo en el suelo. Pero me dejó las bragas puestas, luego me empujó contra la repisa y me puso de espaldas a él. Y quedé de cara al espejo.

Me vi reflejada, con las manos apoyadas en el tocador, los pechos voluptuosos y turgentes, y los pezones oscurecidos por la excitación. Tenía la cara roja, y los ojos algo vidriosos. Y Cole asomaba por detrás de mí, todavía vestido, todo poder y control y puro fuego masculino.

Oí la insinuante música de la cremallera de sus pantalones y luego sentí la presión de su polla contra mi culo.

—Ábrete de piernas, nena —dijo, pero yo ya lo había hecho. Lo deseaba. Tal vez estuviera enfadada, pero Cole había dado la vuelta a la situación, y en lo único que podía pensar en ese momento era en que deseaba sentirlo dentro de mí. Solo tenía que obedecerlo, dejarme llevar y entregarme a las sensaciones.

Lanzó un gruñido grave de satisfacción, se agachó y me acarició por debajo de las bragas.

—¡Oh, sí! —dijo—. Estás lista.

—Sí —susurré, y lancé un suspiro cuando apartó uno de los bordes de la prenda de satén.

—Agáchate. Eso es —dijo, y sentí la insistente presión de su polla y su acometida gradual aunque intensa cuando me penetró.

Tenía las manos en mis caderas y al moverse hacia delante, tiraba de mí hacia atrás. Me llenaba por completo, y la expresión de su rostro, tan pasional y tan intensa, estaba a punto de provocar que me corriera en ese preciso instante.

No se había quitado los pantalones, y la tela me rascaba el culo mientras me la metía por detrás. El hecho de saber que yo estaba prácticamente desnuda y que él seguía vestido —que estaba poseyéndome en ese retrete, y que podía llevarme adonde le diera la puñetera gana— me puso a cien, me seducía, me situaba al borde el éxtasis y me volvía loca de placer.

Dejó una mano en mi cadera, pero con la otra empezó a masturbarme toqueteándome el sexo de forma juguetona. Las sensaciones que me provocaba eran tan intensas que estaba a punto de sucumbir: el roce de sus dedos en mi clítoris, duro como una piedra e hipersensible; las acometidas rítmicas de su pelvis contra mi culo; la forma casi dolorosa en que me llenaba, metiéndomela tan hasta el fondo… y con una fuerza tan constante e inagotable…

Pero entonces, ¡oh Dios!, dejó de tocarme el clítoris para empezar a juguetear con mis pezones. Me los pellizcaba, los apretaba con fuerza y me los retorcía un poco. Las frenéticas oleadas de calor que me recorrían desde los pechos hasta el sexo se sumaban a la sinfonía de sensaciones eróticas que sonaba cada vez con más fuerza en mi interior.

—¿Te duele? —me preguntó al tiempo que me retorcía un poco más los pezones.

—Sí —susurré con la esperanza de que eso lo hiciera parar.

—¿Te gusta?

—¡Dios, sí!

—Mira el espejo —dijo, y me di cuenta de que había cerrado los ojos. Los abrí y vi la imagen más erótica que había contemplado en mi vida. Las manos de Cole retorciéndome los pezones erectos. Mis piernas abiertas, mi sexo húmedo. Mi cuerpo cimbreándose rítmicamente mientras Cole me la metía cada vez más hasta el fondo. Y luego, cuando fue bajando la mano por mi vientre para volver a estimularme el clítoris, mis boca abriéndose por la pasión y todo mi cuerpo estremeciéndose por el persistente y creciente clímax que amenazaba con aniquilarme.

—Dime qué ves —me dijo.

—Soy tuya —dije casi sin aliento—. Estoy a tu merced. Soy tu esclava.

—Siempre que quiera, de la forma que quiera. Dime que te gusta saber que es verdad.

—Sí, me gusta… ¡Oh, Dios, me gusta!

—¿Confías en mí, Kat?

—A ciegas.

—¿Podría hacerte esto, follarte en el baño del puto Drake, si no confiaras en mí?

—No.

—Entonces confía en que sé lo que hago.

Asentí en silencio. Y luego, como ya no podía aguantar más, susurré:

—Por favor…

—¿Por favor, qué?

Puse una mano sobre la suya, que estaba en mi pecho, y le levanté la otra, la que estaba en el clítoris, para que volviera a ponérmela en los pezones.

—Más fuerte.

—¡Oh, Dios bendito! —dijo, y mientras me apretaba más y yo gritaba por el delicioso dolor que me recorrió el cuerpo, sentí que él explotaba dentro de mí, y su descarga nos inundó a los dos.

Pequeños escalofríos dolorosos que se manifestaban en forma de placer me quemaban por dentro y fueron intensificándose hasta que mi propio orgasmo me hizo estremecer. En ese instante Cole dejó de retorcerme los pezones, y el clímax se reinició con tanta intensidad que tuve que sujetarme con fuerza a la repisa para no caer al suelo.

—¿Cómo lo consigues? —pregunté cuando logré volver a hablar—. Estaba cabreadísima contigo, luego apareces de golpe y lo utilizas para hacerme estallar de placer. Y no solo estallar, sino… ¡Oh, Dios, Cole, ha sido una locura!

Esbozó una sonrisa torcida.

—¿Sigues cabreada?

—Sí —reconocí—. Has faltado a tu palabra.

—Quería asegurarme de que tu padre estuviera a salvo lo antes posible —dijo Cole—. Y no he faltado a mi palabra.

—Gilipolleces. Tú…

—Pretendía decírtelo en cuanto te viera. Solo prometí mantenerte informada sobre el plan, Kat. ¡Joder!, en ningún momento te dije nada de avisarte antes o después de actuar.

—Esa es una excusa realmente penosa —dije—. Ya sabías a qué me refería. —Aunque al mismo tiempo empezaba a desinflarme. Maldita sea, Cole tenía razón y había actuado de buena fe. Había movido ficha, y rápido, para proteger a mi padre. Al margen de que pudiera estar enfadada, eso suponía un mundo para mí.

Me puse de puntillas y lo besé.

—No sé lo que ocurrirá mañana, Kat. Pero ahora mismo, en este lugar, eres mía. Y siempre cuido lo que es mío. Y eso incluye a los dos, tanto a ti como a tu padre. ¿Lo entiendes?

Asentí en silencio, porque sí lo entendía.

Humedeció una de las toallas de mano del aseo y me limpió, tratándome con muchísima delicadeza. Suspiré y levanté los brazos para que pudiera volver a ponerme la camiseta por la cabeza.

Estaba cuidándome, vistiéndome y adorándome. Ejercía cierto control sobre mí, sí, pero también fue un momento de delicada sensualidad. Pensé en eso, en la dicotomía del intenso sentimiento de calidez y de seguridad contrapuesto al dolor y al placer de ser fustigada y pellizcada.

Tal como imaginaba, acababa de descubrir algo más: Cole era como yo. No es que necesitara entregarse, sino que necesitaba dominar. No solo había deseado azotarme y pellizcarme, sino que lo había necesitado. En ese momento. La noche anterior. Porque, sin ello, no lograba llegar al orgasmo, como me ocurría a mí.

¿No me había dicho eso cuando me presenté en la puerta de su casa exigiéndole que me follara? «Me gusta», había dicho al hablar de infligirme dolor. «Lo necesito».

Estaba segura de que era capaz de entenderme porque también le había ocurrido algo, aunque yo no supiera qué. Algo que le impedía correrse a menos que pudiera dominar la situación infligiendo un dolor apasionado a su amante.

Me sentí tentada de pedirle que me lo contara. Pero no dije nada. Acabaría contándomelo; por el momento, me bastaba con entenderlo. Y con saber que, de una forma u otra —a pesar de toda la mierda que nos había hecho ser quienes éramos—, habíamos acabado el uno en brazos del otro.