10

—Genial —espeté—. Pero mantente alejado de mí, Cole. Mantente alejado de mí y de mi padre. Y, ya que estamos, sal de mi vida.

Di media vuelta y me dirigí airada hacia la puerta. Me agarró del brazo y me hizo retroceder.

—Te voy a ayudar en lo de tu padre, pero del resto nada.

—No. Esto no es una negociación. Ya te he dicho lo que quiero. No quieres ayudarme con mis condiciones, pues no me ayudes. Aparta de mi camino.

—¿Por qué?

—Porque ya estaba en deuda contigo por el certificado de contratación. Estoy harta de estar en deuda contigo, Cole. Estoy harta de deberte y no poder pagarte como quiero.

—No voy a arrojar a tu padre a los lobos.

—Pues fóllame —dije.

—Kat.

—¿Un límite infranqueable? Menuda chorrada. No me digas lo que quiero y lo que no, ni lo que puedo o no tener. Soy una mujer adulta, joder. Sé lo que quiero, lo que necesito. Pero como eres tan puñeteramente terco…

Me dirigía a él cabreadísima. Como él. Lo notaba en el brillo de su mirada. A Cole no lo desafiaban a menudo. No estaba segura de que supiera bien qué hacer conmigo.

—¿Cómo te convenzo de que no me das miedo? ¿Así? —Me agarré la blusa por el bajo y me la quité bruscamente por la cabeza. La tiré a un lado—. ¿Así?

El sujetador fue lo siguiente y, en cuanto lo lancé al suelo, agarré a Cole de la mano y tiré hasta quedarme allí mismo, justo delante de él.

Antes de que pudiera pensar o protestar, lo obligué a cogerme los pechos y, mientras él inspiraba entre los dientes, le solté las manos para desabrocharme los pantalones cortos. Me bajé la cremallera, me los quité y colgué los pulgares del elástico de mi diminuto tanga de encaje.

—No —dijo, cubriéndome la mano con una de las suyas.

Le dediqué una mirada de puro desafío y seguí adelante.

Me agarró de la mano y tiró de mí tan fuerte que me estampó en su pecho. Hice un aspaviento y me encontré de pronto respirando con dificultad en la pequeña hondura de la base de su garganta.

—Lo haré —me dijo al oído, y me gruñó esas palabras mientras las acompañaba con acciones, de modo que oí su voz firme y decidida acompañar melodiosa el brutal rasgón de tejido cuando me arrancó del cuerpo el encaje y me dejó completamente desnuda, tremendamente excitada y absolutamente entregada a él.

—¡Cole! —grité, pero él me acalló, atrapándome la boca con la suya. Aquel no fue un beso sensual. Fue brutal, despótico. Ardiente.

Al tiempo que me destrozaba la boca con la lengua y los dientes, deslizó las manos por mis brazos hasta las muñecas, me las agarró y me las llevó a la espalda.

La incómoda postura me provocó una mueca de dolor.

—¿Te he hecho daño?

Negué con la cabeza. Me dolía un poco, pero no se lo iba a decir, claro.

Apretó, forzando aún más el ángulo y haciéndome gritar, porque aquello sí dolía, pero me gustaba. Me gustaba estar a su merced. Me gustaba saber que estaba bajo su control. Y me gustaba, sobre todo, lo que le estaba viendo hacer con mi tanga roto: atarme las manos para sujetarme los brazos a la espalda.

Me condujo al sofá e hizo que me inclinara sobre el brazo de cara al cojín. Se inclinó sobre mí, acariciándome el culo desnudo con su sudor y rozándome la espalda con el pecho. Me mordisqueó la oreja mientras me penetraba con un dedo.

No me lo esperaba y grité tanto de sorpresa como de placer. Estaba húmeda (joder, ¿alguna vez lo había estado tanto?) y mi cuerpo se contrajo avaricioso alrededor de aquel dedo, anhelando mucho más. Todo lo que pudiera obligarle a darme.

—¿Y si te dijera que quiero hacerte daño?

Sacó el dedo y volvió a penetrarme con fuerza, esta vez con dos dedos, luego con tres. Y todas las veces se me contrajeron las entrañas, agradecidas, porque eso era lo que quería, dejarme llevar, ser libre, ser suya.

—¿Y si te dijera que me la pones dura y que a veces pierdo el control? Tengo que lidiar con muchas mierdas, Kat, y tú ya tienes bastante con las tuyas.

—Pero te necesito —murmuré.

—¿Qué harías —prosiguió como si no me hubiera oído— si te dijera eso? Si te contara que me pone el dolor. Que me gusta. Que lo necesito. ¿Te entraría por fin en esa cabecita dura que te equivocas conmigo? ¿Saldrías corriendo?

—No —susurré con el aliento entrecortado—. Te suplicaría. Te rogaría que me utilizaras. Que me hicieras daño. Que me hicieras lo que quisieras. —Ladeé la cabeza para verlo un poco—. Tú me haces sentir, Cole. ¡Y quiero sentir más!

Noté que disminuía la presión de su cuerpo sobre mi espalda.

—¿Qué coño has dicho?

—Lo digo en serio, Cole. Nunca he…

—¿Nunca has hecho esto?

—No, digo, sí. Sí que lo he hecho. Pero nunca… —Inspiré hondo. Teniendo en cuenta que me tenía desnuda e inclinada sobre el brazo de un sofá, con el culo al aire, resultaba ridículo que fuera tan remilgada y comedida con las palabras—. Nunca me había excitado tanto. Eso es lo que quería decir.

Con suavidad, me agarró por la cintura y me ayudó a levantarme. Me llevó hasta el sofá, se sentó y me atrajo hacia sí para que me sentara a horcajadas encima de él, con las rodillas en los cojines y el sexo completamente a su merced.

Aprovechando la postura, me penetró con tres dedos.

—Dime —me pidió—, dime cómo te sientes.

—Excitada —contesté.

—No, móntame mientras hablas.

—¿Que haga… qué?

Tenía la otra mano en mi cintura y, a modo de demostración, me subió y me bajó para que me follara con sus dedos.

—No creo que pueda hacer eso con las manos atadas.

—Harás eso y más —me aseguró—. Dímelo ahora mismo.

Me alcé y los músculos de mis muslos protestaron, porque hacía mucho que no entrenaba como es debido. Pero merecía la pena. Me hundí todo lo que pude sobre él, con fuerza, y él me levantaba cada vez que yo bajaba, penetrándome cada vez más. Me llenaba, y la sensación era magnífica.

Eso, unido al roce de mi clítoris con su mano, me hacía sentir un delicioso cosquilleo por todo el cuerpo. Y, sí, la esperanza de estallar quizá, solo quizá, en brazos de Cole esa noche.

Me pellizcó el pezón con fuerza, un toque interesante que me hizo jadear al tiempo que un millón de pequeños escalofríos se propagaban por todo mi ser para reunirse finalmente en mi clítoris, acercándome más, muchísimo más.

—Has dejado de hablar —dijo—. Quiero oírte. Háblame. Hazme sentir lo que tú sientes.

—Me tienes encendida. Como esos extras de cine que se dejan envolver de llamas azules. Creo que ardo, Cole. Siento que mi cuerpo entero es mi centro. Como si fuera a explorar en un millón de trozos si me pasas la yema del pulgar por los pezones.

—Son muy receptivos —dijo estimulándome la areola, trazando en ella círculos suaves y lentos y rozándome el pezón sensible con la yema del dedo.

Grité asombrada cuando lo hizo y mi sexo se contrajo alrededor de sus dedos, aún hundidos en mi interior.

—Parece que a la señora le gusta esto. La próxima vez habrá que probar los cepos en los pezones —sentenció, y casi lloré de alegría al saber que habría una próxima vez.

Ignoraba lo que descubriría en brazos de Cole. ¿Un nuevo lado de mí misma? ¿Una nueva forma de placer? ¿Reaccionaría así solo con él? ¿O habría descubierto un lado aún por explorar de mi sexualidad?

Ni idea. Lo único que tenía claro era que haría lo que me pidiese.

—Quizá te sorprenda, teniendo en cuenta lo dura que me la has puesto y que tengo la mano metida en tu coño, pero hoy has pasado a la categoría de guarra.

—¡Guarra! De eso nada. Yo solo…

—Y eso exige un castigo —dijo con la firmeza suficiente para callarme.

—Ah.

Me retorcí y el roce con su mano me obsequió con deliciosos resultados.

—¿Te han zurrado alguna vez?

—No.

Lo decía completamente en serio. Jamás me habían zurrado, ni de niña.

—Date la vuelta —dijo sacando los dedos—. Ponte en mis rodillas.

Mi primera reacción fue preguntarle si había perdido el juicio. Pero sabía que no. En lo relativo al sexo, mi experiencia había sido bastante convencional, pero leía libros y revistas y sabía que los azotes eran corrientes y, a juzgar por lo que decían los artículos, bastante excitantes.

Sabía también que aquello era muy poca cosa en el baremo del sado serio y me pregunté hasta dónde llegaría cuando Cole decidiera que era hora de pasar a mayores.

La idea y las posibilidades me estremecieron.

—Me gusta eso —señaló Cole, pasándome un dedo por la piel—. Me gusta verte expectante. Nerviosa. Excitada.

—Lo estoy —dije.

—¿Demasiado para ti?

—Qué va —le aseguré, y a punto estuve de derretirme en el fuego lento y prolongado de su sonrisa.

Pensé que me diría algo más, pero lo único que hizo fue pedirme que me inclinara sobre su rodilla. Me sentí un poco estúpida, pero se me pasó enseguida con el dolor punzante de su palma contra mi culo desnudo. Grité, tomé aire apretando los dientes y una sensación cálida y dolorosa se propagó por mi ser, asistida de los círculos atenuantes que Cole describía con su mano.

—Creí que usarías una pala o algo.

—¿Y negarme el placer de azotar un culo tan bonito? —preguntó, mientras me daba otro azote. Y otro y otro. Cuando iba ya por la octava palmada, yo ya estaba tan cerca del orgasmo que sabía que un azote más me catapultaría como una bala a un abismo al que llevaba más de diez años sin llegar.

Sin embargo, paró y me dejó excitada, aturdida y confundida.

Rió, sin duda al ver mi expresión.

—Te gusta —dijo.

Afirmaba, no preguntaba, pero yo asentí igual.

—Ven. —Y me llevó al suelo, a una alfombra gruesa—. Quiero saborearte.

Esperaba que me hiciera tumbarme y me abriera de piernas. En cambio, fue él quien se tumbó boca arriba. Yo me puse a horcajadas sobre su cara, separando tanto las piernas que casi me dolía. «Dolor», había dicho, y era cierto, pero la postura tenía algo: la tensión de la cara interna de mis muslos; el ángulo en que su lengua jugaba con mi clítoris; el modo en que me acariciaba el culo con la mano izquierda, paseándola por la piel aún dolorida, y tirando hacia abajo de vez en cuando para poder chuparme más fuerte o meterme más la lengua.

Y la forma en que después me buscó el pecho y me pellizcó el pezón mientras me excitaba el sexo con la lengua.

En resumen, era un hombre orquesta, dándome placer con lametones y caricias, produciéndome dolor con pellizcos en los pezones, pequeños azotes e incluso mordisquitos fuertes en el clítoris, extremadamente sensible.

Como una sinfonía, dolor y placer se fueron amplificando, luces y sombras en una espiral interminable, augurándome un clímax sensacional.

Al contrario que en la sinfonía, ignoraba si alcanzaríamos la cumbre. A fin de cuentas, jamás había llegado a eso con un tío y, pese a lo ocurrido esa noche —todas esas nuevas sensaciones y esas espléndidas vivencias—, un orgasmo era un orgasmo, y no podía desprenderme del recuerdo y la vergüenza de haberle permitido a aquel capullo patético que me tocara allí.

Pero Cole no era él. Nunca lo sería. No era ni una serpiente ni un gusano. Cole pedía lo que quería, no te lo robaba como un ladrón por la noche.

Cuando Cole me tocaba, no me daban ganas de esconderme. Al contrario, me animaba.

Pensé en Cole, su boca en mi clítoris, sus dedos en mi pezón, en el placer que me estaba produciendo por todo el cuerpo.

Pensé en él y volé un poco más alto y me pregunté si sería posible.

Y, al oír su voz rotunda y apremiante diciéndome «córrete, córrete ya, Catalina», me estiré todo lo que pude, alcé la mano hasta la estrella más cercana y supe que era un día de milagros.

Porque mientras trataba de desentrañar aquella inconcebible verdad, mientras Cole me llamaba y me instaba a precipitarme, «ya, ya, ya», mi ser estalló en millones de puntos de luz que titilaban, explotaban, refulgían y vibraban para, por fin, quedarse quietos y satisfechos.

Y, sobre todo, contentos.