Con esta novela, Isaac Bashevis Singer nos brinda una de sus más hermosas, líricas y profundas historias de amor. El original en lengua yiddish se publicó por primera vez por entregas en los años 1960-1961, en el periódico Forverts de Nueva York, y al ser traducido de aquellas páginas un año más tarde alcanzó un éxito inmediato. El poeta británico Ted Hughes lo calificó como «un libro fogosamente radiante, de intensa belleza».
La narración se sitúa en la Polonia del siglo XVII, un siglo que, si para los europeos occidentales constituyó un fértil período de desarrollo económico y cultural. —Le Gran Siécle francés, el Siglo de Oro español, la Era Isabelina en Inglaterra—, para la población judía de los atrasados países de la Europa del Este representó, especialmente en su segunda mitad, una época de intenso sufrimiento y desesperación. Desde el comienzo de la novela, asistimos a los sucesivos pasos del nacimiento y desarrollo de un amor prohibido, imposible en aquel escenario y al mismo tiempo inimaginable, de no aparecer enmarcado entre dos grandes convulsiones que sacudieron la existencia de las comunidades judías en aquellos tiempos, y cuyos detalles entreteje el autor con extraordinaria fidelidad dentro de la historia de amor.
En el transcurso del año 1648, y a lo largo de los diez años siguientes, se desencadenaron en Ucrania una serie de brutales matanzas de judíos, de una crueldad, virulencia y extensión que sólo serían superados por el genocidio nazi tres siglos más tarde. El aristócrata Bogdán Jmelnitski, al frente de los cosacos y aliándose con los tártaros, se había embarcado en una guerra a muerte para liberar a Ucrania del opresivo dominio polaco. Su odio a Polonia arrancaba de profundas raíces personales, pues siendo él aún soldado raso, un terrateniente polaco le había desposeído de las propiedades que había heredado. Ese odio visceral lo hizo extensible a los judíos, de tal forma que, tras su victoria, difundió entre los siervos polacos el engaño de que sus amos les habían vendido a los judíos, y les sublevó así contra ellos. La alianza entre los cosacos ucranianos y los campesinos polacos diezmó a la población judía.
El protagonista logra evadirse de las masacres, mas termina siendo atrapado en el bosque por bandoleros polacos y vendido como esclavo. Sin las ciegas fuerzas de esta sacudida histórica, Jacob, el maestro y estudioso de la comunidad judía de Josefov, jamás habría llegado a conocer a la campesina Wanda, hija de su amo y encargada de alimentarlo, en una recóndita aldea de la montaña.
No sólo la diferencia de religión y etnia, sino el abismo entre las culturas de su procedencia, se interponen entre los dos jóvenes como un verdadero choque de civilizaciones, para emplear un término actual. Jacob proviene de un mundo regido, a nivel ético, por los mandamientos del Pentateuco —no siempre respetados en su integridad, como bien claro deja el autor— y de una cultura en la cual se concedía tal importancia al estudio que ni el niño más pobre quedaba sin alfabetizar. Wanda, por su parte, procede de una sociedad primitiva, analfabeta, de siervos labradores, aún no del todo emancipados. Sus prácticas religiosas siguen siendo en gran medida de carácter pagano, con un cristianismo cuyos valores apenas habían echado raíces entre ellos, aunque, eso sí, fueron utilizados para difundir la acusación de deicidio como arma contra los judíos.
Es a nivel ético, sin embargo, donde las procedencias de ambos protagonistas se contraponen con mayor intensidad. En la sociedad de Wanda rige la ley del gallinero, el más fuerte picotea (o pisotea, si lo trasladamos a los humanos) al más débil para afirmar su dominancia. Lo vemos en el caso de Jan Bzik, su padre, cuando llegado a la vejez y debilitado, observa que todos, incluyendo su esposa e hijos, esperan impacientes su muerte. Por no hablar de la impunidad de los frecuentes asesinatos y las violaciones.
Que el amor surja entre dos seres pertenecientes a colectivos tan diferentes parece altamente improbable, y el matrimonio, de hecho, materialmente imposible. Si la ley polaca castigaba la unión entre miembros de religiones diferentes con la pena de muerte, la comunidad judía exigía del converso al judaísmo que lo hiciera motivado por el amor al Dios de Abraham y no por el amor a un ser humano. Entre los dos jóvenes, la comprensible atracción física inicial va dando paso a un amor auténtico. A través de ellos el autor nos conduce al fondo del alma de las personas, ahí donde reside lo que les une frente a lo que en la superficie les separa. En ocasiones, es una manifestación artística la que hace aflorar lo universal que se hallaba oculto. Cierto día, Jacob lo descubre entre los pastores, al escuchar su canto: «… Modulando lentamente cada nota con resonancias de vivo sentimiento, como si también él estuviese cautivo y ansiara lanzarse en busca de la libertad. Costaba trabajo creer que esas melodías surgieran de la garganta de unos hombres que comían perros, gatos, ratones de campo y caían en todas las abominaciones imaginables».
El otro gran revelador de la esencia misma de las personas es el amor. El autor nos hace ver que el ser humano es mucho más que su entorno. Jacob y Wanda se nos revelan como seres excepcionales dentro de sus respectivas culturas. Ambos están dotados de una singular belleza, de una elegancia natural y de una inteligencia innata. Con todo, es su dimensión ética la que hace posible su amor. Wanda, pese a la crueldad que la rodea, es sensible y compasiva, cariñosa con el padre, cuyas fuerzas flaquean, y muestra una actitud protectora para con el recién adquirido esclavo, cuya vida pende de un hilo. Es precisamente esa sensibilidad la que le permite conectar con la integridad y la sabiduría del cautivo.
Antes de encontrarse, cada uno de ellos se sentía integrado en su respectiva comunidad, en donde sus vidas eran coherentes y su identidad entera. Esas sociedades no concedían gran valor al amor humano, y ninguno de los dos lo había conocido. Ambos habían vivido matrimonios desgraciados: ella, casada con un hombre borracho de quien sólo recibía maltratos, y Jacob unido en matrimonio previamente concertado a una mujer quejumbrosa y frígida. Los dos jóvenes viven el descubrimiento del amor pasional como un milagro, y al sacrificarse cada uno de ellos en aras de su amor, él arriesgando la vida para volver a buscarla, y ella abandonando todo por él, su relación evoluciona hasta la unión entre dos almas afines.
Siguiéndoles en su viaje por una existencia llena de vicisitudes hasta el rápido desenlace de la trama, se nos revela la simpatía del autor por esta unión al mostrarnos cómo el contacto entre ambas culturas ensancha los horizontes de los amantes y produce una profunda transformación en ambos. Los cinco años que Jacob había pasado en el mundo de Wanda le abrieron los ojos a la hermosura de la naturaleza, despertaron en él el gusto por el trabajo del campo así como por el saludable cansancio físico y el sueño reparador que le siguen. Al regresar a su shtetl natal, «El aire enrarecido de Josefov resultaba insoportable: las ventanas, siempre herméticamente cerradas, y nada más que libros, a todas horas. […]El cuerpo había que ejercitarlo también, al igual que el alma». Además, su mirada hacia sus correligionarios más poderosos ya no será tan ingenua como antes. «Durante los años en que había viajado con Sara [antes Wanda] había visto muchas injusticias que antes ignoraba. Proliferaban los ritos y legalismos, pero nada mitigaba la mezquindad de los hombres; los jefes gobernaban tiránicamente: el odio, la envidia y las rivalidades no cesaban». En Wanda, por su parte, se despierta el ansia del conocimiento, de comprender el mundo y los caminos de su Creador y se revela la faceta espiritual de su personalidad. Jacob habla con ella «de temas como el libre albedrío, el significado de la existencia y el problema del mal», Wanda le hacía preguntas, y él «las contestaba lo mejor que sabía». Ambos compartían la misma indignación ante las injusticias que observaban a su alrededor, tanto en la sociedad polaca como en las comunidades judías.
Sin revelar aquí cómo Bashevis resuelve el conflicto entre lo imposible y lo ineludible, es de destacar que el protagonista, en el momento más bajo de su vida, se salva de su aprieto gracias a un emisario de la Tierra de Israel. Lo que a primera vista podría parecer como un deus exmachina, encaja, sin embargo, en el marco del segundo acontecimiento trágico en la historia del judaísmo europeo del siglo XVII, con el que se cierra la novela. El inmenso dolor causado por las matanzas de Jmelnitski había despertado en los corazones un fuerte anhelo por la llegada del Mesías, que pondría fin al largo exilio europeo y llevaría a su gente de vuelta a la Tierra de Israel Tan intensa fue la demanda popular que no tardó en provocar la aparición, entre los años 1664 a 1666, de un falso mesías en la figura de Shabbetai Tsvi, visionario cabalista, promovido desde Jerusalén por los escritos de un afamado estudioso, de nombre Natán de Gaza. Llegaron a Europa emisarios para atraer a los judíos hacia Tierra Santa y miles de ellos, tanto ashkenazíes como sefardíes, abandonando todo lo que poseían, emigraron a Palestina. Allí toparon con la dureza del Gobierno otomano y, sobre todo, con la desmoralizadora noticia de que el supuesto mesías, capturado por el sultán y obligado a elegir entre la conversión a la fe musulmana o la muerte se había convertido al Islam.
Discretamente aparecen a lo largo de la novela los grandes temas de Isaac Bashevis Singer, y en especial su conflictiva y desafiante relación con Dios. En su autobiografía Amor y Exilio, nos cuenta que desde una edad muy temprana le obsesionaba el tema del sufrimiento, sobre todo de las personas más débiles y, por extensión, de los animales. Ya entonces percibió que «el verdadero enigma no era la muerte, sino el sufrimiento. Sí, ¿qué lugar ocupa el sufrimiento en la Creación de Dios?». Aunque nunca perdió su fe en Dios, no cesó de cuestionar, al igual que el protagonista de esta y otras de sus novelas, las aberraciones que se producen en la Creación (ya se tratara del siglo XVII, como del siglo XX) y mantener «con el Todopoderoso un constante debate». «¿Por qué había creado Dios el mundo? ¿Por qué creyó necesario que existieran el dolor, el pecado, el mal?… Un creador todopoderoso no necesitaba, para mantenerse, del sufrimiento de los niños pequeños ni del sacrificio de Su pueblo a manos de las hordas de asesinos».
Para terminar, en una novela titulada El esclavo no podía faltar una profunda reflexión sobre la esclavitud y, por ende, sobre la libertad. En su fuga Jacob conoce a Waclaw, el barquero, quien se le presenta como el paradigma de la libertad. Su fórmula es el aislamiento y no caer en el afecto hacia nada: «Aquí, con mi balsa, soy libre como un pájaro.» […] «No; el hombre no puede ser totalmente libre —dijo Jacob después de reflexionar—. Alguien debe labrar la tierra, sembrar y cosechar. Hay que educar a los niños.» […] «Sí, es verdad —pensaba Jacob—. […] El hombre lleva un arnés; cada deseo es una hebra de la cuerda que lo ata al yugo».
La conclusión del autor, en este como en otros de sus libros, es que el hombre no puede vivir sin ataduras, y que su libertad consiste en elegirlas por sí mismo. Antes de caer en la esclavitud, Jacob no era libre, sin embargo, para elegir su pareja. Después, siendo esclavo, eligió mantener intacta su atadura con la identidad judía, resistiéndose a la opción de cortarla.
Shabbetai Tsvi, en sus predicaciones, liberaba a los judíos que lo siguieran de la obligación de acatar gran parte de los mandamientos de la religión. Jacob, el protagonista, que tanto había luchado por su cumplimiento durante su esclavitud, rechaza esta clase de libertad.
En esta extraordinaria novela los amantes descubren la libertad precisamente en los momentos en que logran vencer los obstáculos que les impiden ser fieles a sí mismos y vivir plenamente su amor con la persona elegida.
Rhoda Henelde Abecassis