1
Habían transcurrido casi veinte años, y Pilitz, convertido en ciudad, pertenecía al hijo de uno de los acreedores de Pilitzki, que había tomado posesión del señorío tras un largo pleito. El conde de Pilitz y Teresa, su esposa, habían muerto. Él había llevado a cabo por fin su amenaza de ahorcarse. De inmediato la viuda comenzó una aventura con un joven aristócrata arruinado y, loca por él, le entregó lo poco que le quedaba. Un día el joven desapareció, y Teresa, enferma de melancolía, se encerró en una buhardilla del castillo, de la que no volvió a salir. Sus primos y demás parientes la abandonaron. Cuando el nuevo propietario fue a expulsarla, el administrador la encontró muerta, rodeada de sus gatos. Los campesinos comentaban que, aunque había fallecido hacía varios días y los gatos estaban hambrientos, ninguno de ellos había tocado el cadáver, lo que constituía una prueba de lo agradecidos que son los animales.
El castillo había sido reconstruido, pero el joven propietario casi nunca estaba allí, pues pasaba la mayor parte del tiempo en Varsovia o en el extranjero. El administrador le robaba y el menor de los yernos de Gershon, tan granuja como su suegro, arrendaba ahora las tierras del señorío. Los campesinos pasaban mucha hambre, la mayoría de los judíos eran muy pobres, y sin embargo la ciudad crecía. Los artesanos gentiles competían ahora con los judíos, y los sacerdotes enviaban delegaciones al rey para pedirle que revocara los antiguos privilegios de los segundos. Pero cuando a un judío le prohibían ejercer un oficio, no tardaba en practicar otro. Los judíos extraían la trementina de los árboles, enviaban troncos a Danzig por el Vístula, elaboraban cerveza y vodka, preparaban hidromiel, fabricaban tejidos, curtían pieles y hasta comerciaban en minerales. Y aunque los moscovitas afilaban las espadas y los cosacos atacaban a la menor oportunidad, entre invasión e invasión todos compraban productos polacos. Los comerciantes judíos ampliaban los créditos, negociaban con rusos, prusianos, bohemios e incluso italianos. Había bancos judíos en Danzig, Leipzig, Cracovia, Varsovia, Praga, Padua y Venecia. El banquero judío no malgastaba el dinero en lujos, sino que guardaba su capital en una bolsa que metía en su prenda de flecos y se quedaba en la casa de estudio, rezando. Sin embargo, cuando daba una carta de crédito a alguien, éste tenía la seguridad de que al presentarla en París o en Amberes, recibiría su dinero.
En la época de Sabbetai Zeví, el falso Mesías que después se puso el fez y se convirtió en mahometano, Pilitz se hallaba dividido. La comunidad excomulgó a los seguidores de aquél, quienes a su vez maldijeron en público al rabino y a los ancianos. Los hombres no sólo se insultaban mutuamente, sino que se atacaban. Algunos miembros de la secta arrancaron el tejado de sus casas, guardaron sus enseres en barricas y baúles y se dispusieron a huir a la Tierra de Israel. Otros se dedicaron a la Cábala, trataban de sacar vino de las paredes o de crear palomos por los poderes arcanos del Libro de la Creación. Los hubo que abandonaron la Torá pues creían que con la llegada del Mesías la ley quedaba anulada. Otros creyeron hallar en la Biblia insinuaciones de que el camino de la redención estaba en el mal, y se entregaron a toda clase de abominaciones. Había en Pilitz un maestro que poseía una imaginación tan viva, que mientras oraba con su chal y sus filacterias, pensaba que estaba copulando y hasta llegaba a eyacular. La secta maldita consideraba esto una hazaña tan grande, que lo eligió como jefe.
Al cabo de un tiempo, la mayoría de los judíos reconocieron su error, comprendieron que Satanás los había seducido y renegaron del falso Mesías. Sin embargo, algunos siguieron conspirando y mantuvieron su perniciosa idolatría. Se congregaban en las ferias de lejanas ciudades y se daban a conocer mutuamente por medio de signos. Grababan las iniciales SZ en los libros, herramientas y demás mercancías que vendían en sus tiendas y exhibían talismanes inventados por Sabbetai Zeví. No sólo los unía la ilusión de que Sabbetai Zeví volvería y reconstruiría Jerusalén, sino también el interés. Formaban asociaciones, comerciaban y se favorecían mutuamente e intrigaban contra sus enemigos. Si acusaban de estafa a alguno de ellos, sus amigos testificaban en su favor y procuraban inculpar a otro. Pronto se hicieron ricos y poderosos. En sus reuniones se burlaban de los justos y comentaban lo fácil que era engañarlos.
La ciudad creció y creció, el cementerio y las tumbas se extendieron hasta el lugar en que estaba enterrada Sara, cuya sepultura fue tema de debate. Algunos ancianos decían que sus restos debían ser exhumados y enterrados en otro lugar, ya que, según la ley, no era judía y constituía un sacrilegio dejar su cuerpo entre los de los piadosos. La oposición mantenía que desenterrar sus huesos no sólo sería una mala acción, sino que podía tener consecuencias funestas. Además, la tabla que marcaba la tumba se había deshecho y nadie sabía a ciencia cierta dónde se hallaba ésta. Así pues, lo mejor sería dejar las cosas como estaban. Y el cementerio siguió creciendo. Como suele ocurrir en las ciudades nuevas, donde no hay libro de crónicas ni ancianos que transmitan de viva voz las historias tradicionales, Sara pronto fue olvidada y ya casi nadie se acordaba de Jacob. Muchos de sus contemporáneos murieron; habían llegado nuevos ciudadanos; Pilitz tenía ahora una sinagoga de piedra, una casa de estudio, un asilo para los pobres, una hostería y hasta unos retretes públicos para quienes se avergonzaban de usar el arroyo. Junto al cementerio estaba la cabaña de Reb Eber, el sepulturero.
Un día del mes de Ob apareció en el cementerio un hombre alto, de barba blanca, vestido con gabardina y sombrero blancos, calzado con sandalias, con un saco al hombro y un bastón en la mano. No tenía aspecto de judío polaco. Ceñía su cintura una faja ancha como la que usan los emisarios de Tierra Santa. Caminaba entre las tumbas, apartando la hierba con el bastón e inclinándose para leer las lápidas. Eber, que lo observaba desde la ventana, se preguntó qué haría aquel hombre en el cementerio. ¿Buscaría a alguien? La ciudad no era antigua; allí no había tumbas de santos. Eber salió a indagar.
—¿Qué buscas? Yo soy el guardián de esto.
—¿Sí? Estaba aquí la tumba de una conversa, Sara, hija del patriarca Abraham. La enterraron a cierta distancia, pero veo que el cementerio ha crecido.
—¿Aquí una conversa? ¿Tiene lápida?
—No; una tabla.
—¿Cuándo murió?
—Hace unos veinte años.
—Yo sólo llevo seis aquí. ¿Era algo tuyo?
—Mi esposa.
—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Jacob. Viví aquí. Poco después de las matanzas.
—¿Estaba autorizada la conversión en Polonia?
—Ella tenía un alma judía.
—No sé… El lugar está cubierto de maleza. Hace varios años que añadieron otra parcela. Toda la ciudad ayunó.
2
Jacob siguió buscando, palpando con el bastón y olfateando el suelo; luego se tendió en la hierba y susurró unas palabras a la tierra. Cuando entró en la ciudad, el sol ya se ponía. Se detuvo y miró con asombro alrededor. Era un Pilitz diferente, con gente distinta. Fue a la casa de estudio. En la menorá ardía una sola vela, y sobre las mesas había estanterías llenas de libros. Jacob cogió uno, lo abrió, besó sus páginas y volvió a dejarlo en su lugar. Luego tomó otro y se sentó. Venía de la Tierra de Israel para desenterrar los restos de Sara y llevárselos. Su hijo, Benjamín Eleazar, era lector de una yeshivá de Jerusalén. Jacob nunca le había hablado del origen de su madre. Hay verdades que deben permanecer ocultas. ¿Por qué turbar su espíritu? Benjamín Eleazar poseía una inteligencia prodigiosa, y a los trece años ya indagaba en la Cabala. Era la época de Sabbetai Zeví, y tanto el padre como el hijo habían sido momentáneamente engañados por el falso Mesías. El emisario que encontró Jacob en el embarcadero era uno de sus legados, y en su senectud se hizo mahometano.
Jacob había pasado por grandes pruebas durante aquellos veinte años. El viaje a Jerusalén había durado varias semanas y el barco había sido atacado por los piratas. Jacob había visto asesinar a la mitad del pasaje. El niño había contraído disentería, y habría muerto si Sara no se hubiese aparecido en sueños a Jacob para darle el remedio. Él también había caído gravemente enfermo. En cuanto se hubo repuesto, un turco lo acusó de robo, y el capitán decidió colgarlo. Se desató entonces una tempestad, y el barco estuvo tres días varado. Cuando Jacob llegó a Jerusalén, la ciudad sufría hambre. Además, casi no había agua potable. Cada tres o cuatro años se producía una epidemia en la ciudad. Jacob estaba presente el día en que Sabbetai Zeví fue expulsado de Jerusalén y conoció a Natán de Gaza y a Samuel Primu. Durante los días de su error, había llevado los talismanes de la secta maldita y había comido en Tisha Bov y el decimoséptimo día de Tamuz. Poco le faltó para que adoptara el fez, como todos los demás. Sólo Dios sabía los milagros que le habían sucedido. Para relatar lo que había visto y sufrido no le habrían bastado siete días con sus siete noches. Es imposible describir su tormento cuando advirtió que se hundía en el abismo. Hasta ese viaje a Polonia estuvo lleno de peligros, con lo que corroboró que cada momento tiene su desgracia. Todos los días presenciaba un nuevo milagro. Pero el que Benjamín, a los veinte años, ya fuese instructor en una yeshivá y yerno de un rabino, era un verdadero regalo del Cielo. El Cielo había dispuesto que Jacob no muriera como un hereje, así como que Sara y él dejaran descendencia.
La desaparición de la tumba de Sara representó un duro golpe para Jacob, cuyo viaje, al parecer, había sido en vano. Jacob quería enterrar los restos de Sara en el monte de los Olivos y preparar a su lado una tumba para sí. Esperaba que, ya que no había podido estar junto a ella en vida, por lo menos su cuerpo descansara a su lado cuando hubiese muerto.
En fin, todo lo que hacía Dios era para bien. A medida que pasaba el tiempo, más clara le aparecía a Jacob esta verdad. Un ojo vigilaba, una mano guiaba, y cada pecado tenía su finalidad. Ni siquiera Sabbetai Zeví había llegado en vano al mundo. Muchas veces, al parto verdadero precede un falso parto. En su viaje de Tierra Santa a Polonia a través de los países dominados por los turcos, Jacob había descubierto muchas cosas que antes no comprendía. Cada generación tiene sus tribus perdidas. Siempre hay alguien que ansia volver a Egipto. Siempre hay espías asustados, como Sansón, Abimelej, Jetró y Rut. Caen las hojas, pero las ramas quedan; el tronco conserva sus raíces. Los hijos extraviados de Israel viven en todos los países. En toda comunidad hay siempre un grupo que se separa. Los hombres florecen y se secan igual que las plantas. El Cielo escribe la historia, y sólo allí se conoce la verdad. Al fin, cada hombre sólo es responsable de sí mismo.
Cuando Jacob simpatizaba con la secta de Sabbetai Zeví, éstos lo instaban a que volviera a casarse. Podía elegir entre mujeres ricas y de buena familia. El nunca había estado libre de deseos carnales, pero un poder más fuerte que la pasión lo obligaba a decir que no. Y después, cuando se hubo arrepentido, el rabino y los cabalistas también trataron de hacerle comprender que, de acuerdo con la ley y la Cábala, debía buscar nueva compañera. Pero él jamás se avenía, una voz interior gritaba que no. A menudo le parecía que Sara aún estaba con él. Ella le hablaba, y Jacob respondía. Lo acompañaba en sus visitas a las ruinas y las tumbas sagradas, le prevenía de toda clase de peligros y le daba consejos relativos a la crianza de Benjamín. Si él olvidaba alguna vez la olla en la lumbre, ella lo llamaba cuando la comida estaba a punto de quemarse.
¿Cómo iba él a explicar estas cosas? Lo habrían tomado por un loco o un poseso; pero todo corazón tiene secretos que no se atreve a revelar.
Jacob asintió mirando el libro que tenía abierto ante sí. ¡Qué maravilla que en todas partes hubiera libros y casas de estudio! Nunca había olvidado los años pasados en las montañas cuando tenía que hurgar en su memoria en busca de fragmentos de la Torá. Cada vez amaba más los libros. Muchas veces estuvo tentado de responder a los que intentaban persuadirlo de que se casase, que su esposa era la Torá. No pasaba día sin que leyera unos cuantos capítulos de la Biblia. El Midrash lo había leído muchas veces. Su amor hacia la Torá no se enfrió ni siquiera cuando pertenecía a la secta de Sabbetai Zeví. Un capítulo de los salmos era como el maná que tiene para cada uno su sabor preferido. Jacob se refrescaba con las verdades morales de los Proverbios y satisfacía su hambre con pasajes de la Mishná. Todo lo que estudiaba se lo explicaba a Sara, unas veces en yiddish y otras en polaco, como si ella estuviese sentada a su lado. Durante el viaje, le fue mostrando las olas, las islas, los peces voladores y las constelaciones. «¡Mira, Sara, las maravillas de Dios!». Para un judío era peligroso andar solo por los caminos de Tierra Santa, pero Jacob cruzaba con ella el desierto por entre árabes con sus caravanas de camellos. Sara lo libraba de todo mal. Árabes de mirada torva y puñal al cinto le daban higos, dátiles y tortas, y le ofrecían su hospitalidad para la noche. Muchas veces había tropezado con serpientes venenosas, que huían de él. «Tú pisarás al león: bajo tus plantas tendrás a la culebra y al dragón».
Pero ¿por qué había sido inducido a emprender aquel largo viaje si no había de encontrar los restos de Sara para llevárselos a Tierra Santa? Su hijo trató de disuadirlo. Los cabalistas discutieron con él, aduciendo que en Tierra Santa se necesitaba de todos los judíos. Las convulsiones que acompañaron el nacimiento del Mesías casi habían terminado, y los signos indicaban que la batalla entre Gog y Magog era inminente. Satanás estaba confeccionando una lista de graves acusaciones. El señor de Edom se aprestaba para el combate. Pronto se libraría la batalla en que las huestes enemigas tratarían de volcar la balanza de la misericordia. Y entonces Asmodeo, Lilit, todos los demonios y duendes ladrarían, silbarían, escupirían y echarían espuma por la boca, y, conducidos por la serpiente original, los perros, víboras, halcones y hienas marcharían a Batsra, donde tendría lugar el conflicto final. Estando la Redención en juego, no se podía prescindir de un solo judío piadoso, de una oración, de una bendición, ni de una buena obra. Jacob era necesario allí, no en un país lejano. También Sara se oponía a su marcha: «¿Por qué traer mis huesos si muy pronto las cavernas subterráneas estarán llenas de esqueletos hasta la Tierra de Israel?». Sin embargo, por primera vez en veinte años Jacob no se dejó convencer. Una fuerza irresistible lo impulsaba a emprender el viaje.
Mucho había perdido Jacob, pero todavía le quedaban los libros sagrados donde buscar consuelo. Hacía tiempo que se había resignado a la pérdida de los bienes de este mundo y del venidero, y servía a Dios sin esperanza, preparado en todo momento para el fuego de la Gehena.
3
Los hombres que entraban en la casa de estudio para la oración de la noche saludaron al desconocido y le preguntaron de dónde venía.
—De la Tierra de Israel —respondió él—. Pero en otro tiempo viví aquí, en Pilitz.
—¿Cómo te llamas?
—Jacob. Entonces se me conocía por Jacob el maestro, o Jacob el marido de Sara la Muda.
Se oyeron grandes exclamaciones. Aunque la mayoría de los presentes no lo habían conocido, algunos de los habitantes más antiguos lo recordaban bien. El hombre cuya esposa había amamantado al hijo de Jacob se llevó las manos a la cabeza y corrió a dar la noticia a su mujer. Ella entró en la casa de estudio, donde se hallaban los hombres, y se puso a gritar como si rezase por algún enfermo.
—Amigo, ni un solo día he dejado de pensar en vosotros. ¿Y el niño?
—Enseña en una yeshivá de Jerusalén, y es padre de tres criaturas.
—¡Bendito sea Dios, que me ha dejado ver este día! —Y empezó a llorar otra vez.
El cantor tuvo dificultades para mantener en silencio a la congregación hasta después de la oración de Minjá, y al acabar las dieciocho bendiciones se reanudó el tumulto. Aunque pocos habían conocido a Jacob y a su esposa, la muda, eran muchos los que habían oído hablar de ellos. Hasta en los pueblos de los alrededores llegó la historia de cómo Jacob había escapado de los soldados y se había presentado en Pilitz a medianoche para llevarse a su hijo. La historia fue muy popular mientras los mesianistas predominaban en Pilitz. Aquella secta, que creía en la acción directa, sostenía que Israel debía empuñar la espada de Esaú o mezclarse con su descendencia mediante el matrimonio hasta que todos los hijos de Abraham formaran una sola nación. Citaban a Jacob y a Sara como precursores de la Redención. Hasta el nuevo señor de Pilitz miraba con agrado la nueva secta de Sabbetai Zeví. En aquella época, aún era visible la tumba de Sara; todavía estaba en su lugar la tabla, y las mujeres acudían allí a rezar.
Sin embargo, cuando se supo en Pilitz que Sabbetai Zeví había abrazado el Islam, el jefe de la sociedad funeraria ordenó a sus hombres que allanaran la tierra sobre la tumba de Sara. Poco después se agregó la nueva parcela al cementerio, y muy pronto nadie se acordaba ya de dónde estaba enterrada aquélla. Al enterarse de que Jacob había vuelto de la Tierra de Israel, los que en secreto seguían a Sabbetai Zeví fueron a darle la bienvenida y uno lo invitó a su casa. Pero Jacob, que no quería ser huésped de nadie, respondió que dormiría en el asilo. Al oír mencionar el nombre de Sabbetai Zeví, escupió y dijo con energía:
—Que su nombre y su recuerdo sean borrados para siempre.
Le hicieron muchas preguntas acerca de lo que le había sucedido. Él les habló de la Tierra de Israel, de los judíos que allí vivían, de las yeshivás, de las tumbas sagradas, de las ruinas. Les explicó que los verdaderos cabalistas estaban tratando de provocar el Fin de los Días. Les describió el Muro de las Lamentaciones, la Doble Cueva y la tumba de Raquel, y les mostró unas monedas turcas. Un joven le pregunto si durante la travesía había visto alguna de aquellas criaturas que eran mitad pez y mitad ser humano y cantaban tan dulcemente que uno tenía que taparse los oídos para no morir de placer. Jacob dijo que él no había visto ninguna. Mucho después de terminada la oración de la noche, los hombres seguían allí charlando. ¿A qué se debía la presencia de Jacob?, preguntó uno. Cuando él respondió que había viajado para desenterrar los restos de Sara para llevarlos a Tierra Santa, se hizo un largo silencio. Al fin, el jefe de la sociedad funeraria comentó:
—Es como buscar una aguja en un pajar.
—Por lo visto, no tenía que ser —dijo Jacob.
Los hombres empezaron a darle la espalda. Todos habían oído hablar del traslado a la Tierra de Israel de los restos de santos y de grandes personajes, pero que, al cabo de veinte años un hombre volviera en busca de los huesos de una mujer que había sido enterrada como un animal… Era muy extraño. Unos murmuraban que el viajero debía de haber perdido el juicio, otros empezaron a sospechar que pertenecía a la secta herética, y otros, en fin, dedujeron que se trataba de un farsante y que nunca había estado en la Tierra de Israel. Los seguidores de Sabbetai Zeví se acercaron a él, pero Jacob discutía cuanto decían. Finalmente, los más viejos se marcharon, y sin Jacob. Al cabo de un rato entró la mujer que había cuidado del niño. Le llevaba kashe y caldo de buey; pero él le dijo que nunca comía carne, ni pescado, ni nada que procediera de criatura viviente, incluidos el queso y los huevos.
—Entonces, ¿de qué vives? ¿De carbones encendidos?
—De pan y aceitunas.
—Aquí no hay aceitunas.
—También tomo rábanos, cebolla o ajo, con el pan.
—¿Y cómo haces para conservar las fuerzas?
—Dios da las fuerzas.
—Bueno, pues come el pan.
Jacob se lavó las manos en la vasija del agua y se sentó a comer el pedazo de pan seco. Unos cuantos muchachos que tenían turno de estudio a aquella hora de la noche empezaron a reírse del forastero.
—¿Por qué temes a la carne?
—Nosotros también somos carne.
—¿Qué comes en Sabbat?
—Lo mismo que los demás días.
—No estás autorizado a mortificarte en Sabbat.
—Nadie está autorizado a mortificar a nadie.
—¿Qué echas en el pudín del Sabbat?
—Aceite de oliva.
—Si todo el mundo hiciera lo que tú, ¿de qué iba a vivir el matarife ritual?
—Se puede vivir sin matar.
Uno de los jóvenes trató de demostrar a Jacob que estaba infringiendo la ley, mientras los demás se pellizcaban, ahogaban la risa y cuchicheaban entre sí. Aunque sabía que estaban burlándose de él, les contestaba seriamente y con claridad. Jacob, que tenía modos muy personales de pensar y obrar e interpretaba la Torá a su manera, estaba acostumbrado a provocar suspicacia y burlas. De niño era ya un caso especial. Dejando aparte su breve asociación con los seguidores de Sabbetai Zeví (e incluso cuando formaba parte de aquella secta se había mantenido un poco al margen), Jacob siempre había sido un solitario. Su propio hijo, Benjamín Eleazar, solía reprocharle su extraña conducta. En Tierra Santa, la comunidad quería mantenerlo con los fondos recaudados para ayuda de los sabios, pero él se negaba a aceptar caridad y realizaba los trabajos más duros, como cavar zanjas, limpiar letrinas o acarrear pesadas cargas como las que solían transportar los asnos. También le ofrecían trabajos fijos, pero él no quería permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Un día se iba a Safed, otro día, a Shejem; a veces se llegaba hasta Jaffa o vagaba por el desierto en dirección al mar Muerto. Cuando tenía sueño, se echaba en la arena y utilizaba una piedra a modo de almohada. Hasta se llegó a murmurar que Jacob no había nacido judío, sino que era converso. Pasaban los años, y algunos de los que lo trataban no sospechaban que era un hombre instruido y lo consideraban un ignorante.
Jacob siempre fue el mismo, en Zamosc, en Josefov, en la aldea de la montaña, en Pilitz y en Jerusalén. Para él, sus pensamientos estaban muy claros; pero los demás los encontraban confusos. A veces lo acusaban de terco y desobediente, puesto que de acuerdo con la Torá uno debía aceptar el criterio de la mayoría y seguir a los jefes de cada generación. Pero ni aun en pensamiento podía Jacob ser de otra manera ni olvidar los años pasados en las montañas, en el establo de Jan Bzik, rodeado de animales y de pastores salvajes. Los años pasados junto a Sara habían dejado su huella. Tenía mucha paciencia con los débiles, pero se resistía a los fuertes. Podía permanecer mucho tiempo callado, mas cuando hablaba siempre decía la verdad. Había hecho largos viajes sólo para devolver media piastra. Se atrevía a desafiar a turcos y árabes armados. Tomaba a su cargo las tareas más difíciles, transportaba a los paralíticos y limpiaba a los enfermos infestados de piojos. Los hombres lo rehuían, pero las mujeres piadosas lo consideraban un santo, uno de los treinta y seis hombres justos que son los pilares del mundo.
Ahora, sentado en la casa de estudio, Jacob se reprochaba haber hecho aquel viaje. Del dinero que había ahorrado no le quedaba suficiente para el regreso. Se había colocado en una situación en que estaba obligado a pedir ayuda a los demás y, Dios no lo permitiese, existía la posibilidad de que enfermase en Polonia o en el barco, donde a los que mueren se los arrojaba al mar. «Estoy loco —se decía—. Mi madre, que en paz descanse, tenía mucha razón cuando me llamaba cabeza hueca». Cuando terminó la lectura que se había fijado, se encaminó al asilo. Los muchachos le dijeron que podía dormir en la casa de estudio, pero para él eso habría constituido un sacrilegio. Su norma era hacer siempre lo más difícil. A veces el propio Jacob se asombraba de las cargas que imponía a su cuerpo y a su alma.
4
Jacob abrió la puerta del asilo y entró. En la oscuridad oyó un murmullo de ronquidos, suspiros, gruñidos, y la tos nerviosa de aquéllos cuyo descanso había interrumpido.
—¿Quién es? —preguntó una voz de hombre.
—Un viajero.
—¿A medianoche?
—Aún no es medianoche.
—Ya se ha apagado la vela.
—Puedo prescindir de ella.
—¿Ves en la oscuridad?
—Me echaré en el suelo.
—Por ahí tiene que haber paja. Espera, te la daré.
—No te molestes.
—Cuando me despierto, ya no consigo pegar ojo en toda la noche.
Jacob permaneció quieto, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y su olfato al hedor. Aunque era verano, todas las ventanas estaban cerradas. No había luna, pero el cielo estaba cuajado de estrellas. Jacob empezó a distinguir las formas de los hombres y mujeres que allí dormían. Estaba acostumbrado a todo aquello, al olor y a los lamentos; en todas partes era igual, en Tierra Santa, en el país de los árabes y los turcos, en Polonia. Dondequiera que se hallase, Jacob iba siempre al asilo, para ayudar a los viejos y enfermos. Los lavaba, les daba fricciones de trementina y les ponía paja limpia. Ahora alguien lo ayudaba a él, disponiendo una brazada de paja en el suelo. Jacob había leído la Shemá antes de entrar, para no tener que pronunciar palabras sagradas en aquel sucio lugar, y sólo tenía que pronunciar la última oración antes de dormir. Se tendió en el suelo, estirando las piernas con cuidado, para no tocar a nadie. Una mujer protestó:
—Se pasan la noche por ahí, y ahora vienen a despertar a los pobres enfermos. ¡Ojalá se les caigan las piernas!
—No maldigas, mujer, no maldigas. Ya tendrás tiempo de dormir.
—Sí, cuando me muera, tal vez.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? —preguntó a Jacob el hombre que le había llevado la paja.
Estaba tendido sobre un banco, cerca de él.
—Vengo de Tierra Santa.
—¿No serás Reb Jacob, el que estuvo hoy en la casa de estudio? —preguntó el hombre con asombro.
—Sí, lo soy.
—¿Y nadie te ofreció una cama? Tú has vivido aquí. Me acuerdo del día que llegaste. Eras el maestro. Le enseñaste el alfabeto a mi hijo. No hace mucho hablábamos de ti.
—No puede ser el mismo Jacob —dijo una mujer.
—Sí, el mismo.
—No es de extrañar que a Pilitz lo llamen Sodoma —dijo el hombre—. Pero hasta en Sodoma había un Lot que daba cobijo a los forasteros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jacob al hombre.
—Leibush Mayer.
—Reb Leibush Mayer, en los demás no debemos buscar el mal, sino el bien. ¿Cómo sabes que nadie me ha invitado? La verdad es que varios hombres lo han hecho. Pero yo no acostumbro ser huésped de nadie. ¿Qué tiene de malo el asilo?
—En el asilo se pudran mis enemigos —masculló la mujer que había maldecido a Jacob.
—Él sabrá por qué lo hace —lo defendió Leibush Mayer—. ¿Cuántos de vosotros sois de Pilitz? Sabe el diablo de dónde habréis venido. Llegáis a Pilitz y os coméis la ciudad. Pero yo fui de los primeros en venir. Sólo había tres casas. Fue poco después de las matanzas. Gershon, maldito sea, ya se había apoderado de las tierras de Pilitzki. En aquellos tiempos ni siquiera teníamos quorum. Yo vine con Menasha, mi hijo menor. Había perdido a mi esposa y a mis otros dos hijos. Ahora también Menasha se ha ido. Yo era carpintero, y aquí había mucho trabajo. Teníamos un tutor, pero se marchó antes de que tú llegaras —añadió, volviéndose hacia Jacob—. Iba a venir otro maestro de más allá del Vístula. Y entonces apareciste tú. Me acuerdo como si fuese ayer. ¿Qué saben esos desgraciados? Mi Menasha aprendió mucho contigo. A los pocos meses ya sabía leer.
Y entonces reemplazaste a Gershon como administrador de las tierras. ¡Y cuántas cosas ocurrieron por aquella época! Hemos hablado mucho de ti, ya lo creo. La semana pasada, sin ir más lejos, les conté a estos desgraciados toda tu historia. Y ahora te presentas. Pero ¿por qué has vuelto de Tierra Santa?
Jacob no respondió de inmediato.
—He venido para visitar la tumba de mi esposa —dijo al fin.
—¿La has encontrado? Los de la sociedad funeraria la borraron. Reb Jacob, no creas que no había gente de tu parte. —El tono del hombre cambió—. Recuerdo la reunión en casa del rabino la noche siguiente a Yom Kippur. Yo asistí. Sí, era un simple carpintero, pero me invitaron. ¿No era cabeza de familia? ¿No conocía las letras pequeñas? Me quedé en la puerta y escuché. «No seáis tan crueles», quería gritarles, «¿no lo han castigado ya bastante?». Pero Gershon, que sus huesos se retuerzan en la tumba, me amenazó con el puño. ¿Y quién dictó el veredicto? El rabino, el yerno de Gershon. Todos sabíamos quién era el verdadero rabino. Y Gershon fue también quien te denunció a los sacerdotes. Ante el mismo Dios lo juraré. Gershon echaba chispas cuando se enteró de que te habías llevado al niño. Casi arruinó al que dejó que te lo llevaras. ¿Vive?
—Sí, y ya tiene tres hijos.
—¿Dónde está?
—En Jerusalén.
—¿Cómo conseguiste llegar allí con un niño tan pequeño?
—Es largo de contar.
—Querían hacerme miembro de la sociedad funeraria, pero yo no estaba dispuesto a lamerle las botas a Gershon. Ni siquiera limpiaron como es debido el cuerpo de tu esposa, sino que la echaron en el hoyo con la misma ropa que llevaba puesta. Yo estaba allí y lo vi. El bedel iba a recitar el Kaddish, pero Gershon se lo prohibió. Te robaron cuanto tenías. Empezaron a saquear la casa cuando el cadáver todavía estaba en el suelo. Hasta la escoba se llevaron. Y lo revolvieron todo, buscando dinero.
—Hace tiempo que los perdoné.
—Sí, tú los perdonaste, pero ¿los perdonó Dios? En el Cielo está todo escrito, desde el pecado más grande hasta el más pequeño. Gershon cayó enfermo antes del año. Siempre tuvo mucho vientre, pero entonces se le hinchó como un tonel. No había edredón lo bastante grande para cubrirlo. Y su hipo hacía temblar a la ciudad entera. Sara, tu esposa, que en gloria esté, no descansaba en paz. Tal vez no debiera decírtelo, pero se aparecía en sueños a algunas mujeres y se quejaba: «Estoy desnuda, sin sudario». También la vieron caminar por la habitación donde murió. Hasta en verano hacía frío allí. Todos sabían por qué la visitaba. Luego aquella casa la compró un gentil.
—Ahora ya no existe —dijo Jacob.
—Se quemó. Una noche empezó a arder como la paja. Las mujeres juraron que habían visto su imagen entre las llamas.
—¿La imagen de quién?
—De tu esposa.
5
Jacob despertó antes del amanecer. Sentía un peso en el corazón; tenía el estómago hinchado y las extremidades, muy débiles. «¿Estaré enfermo? ¿Qué me pasa?», se preguntó. Tenía la lengua áspera y le daba vueltas la cabeza. Nunca se había encontrado tan mal. No tenía fuerzas ni para incorporarse. Permaneció echado, mirando, atónito, por la ventana la bola roja del sol que asomaba por el este. El alba era como el anochecer; los pájaros cantaban débilmente. ¿Tanto polvo había en los cristales de la ventana? ¿Estaban empañados sus ojos? Se incorporó con esfuerzo en un codo y miró alrededor. Vio hombres y mujeres sobre montones de paja, entre basura y harapos; viejos, enfermos, paralíticos, algunos con la cara desfigurada, roncando, gimiendo o resoplando por la nariz. Se dejó caer de espaldas y cerró los ojos.
No dormía, y sin embargo vio a Sara a su lado, rodeada de luz y vestida con ropajes luminosos. Irradiaba la alegría del amanecer. Le sonreía igual que una madre, que una esposa, con un amor como él no había conocido hasta entonces, le dijo:
—Mázel Tov, Jacob. Ya hemos estado separados bastante.
Jacob abrió los ojos. Al fin conocía la verdad: había llegado su hora. «Entonces, ¿para eso he venido, para morir? ¿He de morir aquí y no en Tierra Santa?». Le pareció un duro mandato: su hijo y sus nietos habían quedado allí; Benjamín Eleazar no se enteraría de su muerte, y no sabría que tenía que recitar el Kaddish. Pero Jacob se dijo que no debía protestar de lo dispuesto por el Señor. Si era mandato del Cielo, debía aceptarlo. «Todo lo que hace Dios es para bien». Jacob miró el saco en que llevaba su chal litúrgico, sus filacterias y unos libros, un Pentateuco, un tomo de la Mishná y un libro de oraciones. «¿Cómo pronunciar palabras sagradas en un lugar tan inmundo?», se preguntó. Quería rezar, pero sus labios no se movían. Al fin, empezó a murmurar un capítulo de los salmos, omitiendo los nombres de Dios. «Ninguno puede en modo alguno redimir al hermano ni pagar a Dios rescate por él… Que viva para siempre y no conozca la corrupción».
Quedó amodorrado; despertó; se durmió y volvió a despertar. En cuanto cerraba los ojos, los sueños acudían en tropel. Eran fantasmas que corrían y gritaban y hacían cosas indescriptibles. Cuando Jacob abría los ojos, sus siluetas permanecían por un instante recortadas en el contraluz, hablando un lenguaje que él entendía sin necesidad de oírlo. Estaba tendido, dormido en apariencia, cuando un hombre de encrespada barba gris y piel terrosa y arrugada se levantó del banco y lo sacudió.
—Ya es de día, Reb Jacob.
Jacob se movió.
—No querrás llegar hasta tu Shemá, ¿verdad?
—No tengo agua para lavarme las manos.
—Lávatelas en la barrica. Aquí nadie trae jarras.
—Me parece que no estoy bien.
—¿Qué? Amarillo sí estás.
El hombre le tocó la frente y frunció el entrecejo.
—Traeré al médico.
—No, no te molestes.
—Cuidar a los enfermos es un deber sagrado.
El hombre se puso el ropón y los zapatos, y salió. Al poco rato empezaron a despertarse las mujeres y los niños; bostezaban, tosían y estornudaban. Una vieja empezó a maldecir. Todos se despiojaban. Aunque tenía la nariz tapada, Jacob percibía el hedor. Los gusanos corrían por el suelo y las paredes. Los rabinos habían reprobado muchas veces que en los asilos los hombres y las mujeres durmieran en una misma habitación; pero la práctica subsistía y se justificaba aduciendo que Satanás no tenía poder alguno sobre los enfermos y los viejos. Allí no existía el pudor. Una mujer se descubrió unos pechos que parecían sacos vacíos. Jacob apartó la mirada. Siempre había deseado morir a la sombra de las sagradas ruinas, cerca de las tumbas de los santos, rodeado de ascetas y cabalistas, y que lo enterraran en el monte de los Olivos. Se había imaginado a sí mismo llevando los restos de Sara al monte, donde pensaba erigir una sola lápida para los dos. Y a su hijo Benjamín Eleazar, de pie ante su tumba, recitando el Kaddish. Pero era una suerte que hubiera tenido la buena idea de llevar consigo una bolsita llena de tierra de Israel. Yacía en el suelo, en silencio, mientras unos chiquillos semidesnudos gateaban por encima de él.
—Como si esto no estuviese ya bastante lleno, el diablo tenía que traer a otro —lo reconvino una mujer.
Jacob tardó bastante en caer en la cuenta de que se refería a él; quiso disculparse, pero le faltaban las palabras y las fuerzas para hablar. Escuchaba lo que se desarrollaba en su interior. ¿Cómo había podido ocurrir tan rápidamente? Cuando se acostó, era un hombre fuerte, y al despertar, un moribundo. Su estómago había dejado de digerir, sus intestinos estaban paralizados y sentía flojos los dientes. Generalmente, por las mañanas tenía que orinar, pero esa mañana ni siquiera sentía necesidad de ello. Por entre los párpados entornados veía comer a las mujeres y a los niños, y la escena se le antojó totalmente irreal. Pero al fin, con un gran esfuerzo, se levantó. Se lavó las manos en la barrica y salió con paso inseguro para, antes de rezar, expulsar de su cuerpo la orina. Vuelto de cara a la pared, apenas consiguió sacar unas gotas. El calor era agobiante. El sol abrasador. Junto al asilo, entre basuras y excrementos, crecían hierbas y flores silvestres —blancas y amarillas, bolitas de pelusa, briznas de hierba finas como cabellos—. Volaban las mariposas, y sobre un montón de boñigas de cabra zumbaban, como si celebraran una asamblea, las moscas azules y doradas. Un soplo de viento llevó por un instante el limpio perfume de los campos, pero enseguida cambió de dirección y se impregnó del olor de las letrinas. Flotaban plumas en el aire, como en un matadero. Los gallos cantaban, las gallinas cloqueaban y los gansos graznaban. En un parche de hierba, un cuervo picoteaba las tripas de una gallina. Jacob lo miraba con la boca abierta. Pronto tendría que dejar este mundo. Volvió al asilo y trató de levantar el saco. No podía quedarse allí. La habitación, como le había dicho aquella mujer, ya estaba llena. Una cosa era acercarse a los pobres para ayudarlos, y otra ocupar el espacio que ellos necesitaban. Apenas podía levantar el saco, que la víspera le parecía ligero. Cuando al fin consiguió echárselo al hombro, dijo a todos:
—Quedad en paz. Y perdonadme.
—¡El pobre hombre está enfermo, no dejéis que se marche! —gritó la mujer que le había reprochado su presencia allí.
—¿Adónde vas, Reb Jacob? —le preguntaron varios.
—A la casa de estudio.
—Es terrible, ¡si apenas puede andar! —exclamó otra mujer.
—Dadle un poco de agua.
—Gracias. No es necesario. No os ofendáis.
Jacob besó la mezuzá y se dirigió hacia la casa de estudio, que estaba al otro lado de la calle. Caminaba a pasitos cortos, deteniéndose con frecuencia a descansar. Se oían las voces de los hombres que rezaban y de los muchachos que estudiaban. Se detuvo en el vestíbulo y trató de hacer un resumen de su vida, pero su cerebro estaba tan remiso como sus intestinos. No le quedaba más que el cansancio. Aun así hizo otro esfuerzo y antes de pronunciar las palabras que se suelen decir al entrar en un lugar sagrado, humedeció los dedos en la pila de cobre. Recordaba haber leído en un libro de ética que incluso el que muere en la cama es mártir. El mero acto de morir es ya ofrenda de un sacrificio.
6
Durante la oración, Jacob se desmayó y cayó de bruces, envuelto en el chal y las filacterias. Se produjo una gran consternación en la casa de estudio. Lo levantaron, y un hombre que no tenía hijos lo llevó a su casa y lo acostó en una habitación. Su esposa se encargó de cuidar de Jacob.
Llamaron a Janina, el médico, que le administró toda clase de remedios —sangrías, sanguijuelas, infusiones—, pero sin resultado. Jacob se debilitaba por momentos. Su voz era casi inaudible. A la mañana siguiente, pidió el chal y las filacterias, mas no tuvo fuerzas para ponérselos. Los hombres de Pilitz iban a verlo. El rabino fue también. Jacob le pidió que recitara la confesión. «Y por el pecado», añadió, como se dice en Yom Kippur, y sin fuerza siquiera para cerrar las manos trató de darse golpes en el pecho. Recordó lo fuerte que había sido en un tiempo y lo débil que era ahora. Ni siquiera era capaz de dar media vuelta en la cama o de abrir la boca y tragar una cucharada de agua caliente.
Jacob sólo deseaba dormir. Permanecía con los ojos cerrados, absorto en una actividad que los sanos desconocen. No pensaba, pero algo en su interior rozaba ya las verdades sublimes. Ante él surgían imágenes de la nada: fueron a verlo su padre, que en paz descanse, su madre, que en paz descanse, sus hermanas, Zelda Lía, los niños, Sara. Hasta Jan Bzik, que ya no era un campesino, sino un santo del Paraíso, lo visitó. Discutían entre ellos, pero sin hostilidad, y también consultaban con Jacob. Ambas partes tenían razón, y aunque Jacob no estaba seguro de cuál era el problema ni de su significado, se sentía asombrado. «Si los hombres supiesen estas cosas cuando todavía están fuertes —sé decía—, servirían al Señor de manera muy distinta. A ninguno le faltaría confianza. Nadie sentiría tristeza». Pero ¿cómo comunicar esas verdades a los vigorosos? Imposible. Había un muro impenetrable entre Jacob y quienes le visitaban. Todos le deseaban una pronta recuperación, murmuraban las consabidas frases de consuelo y esperanza y le daban toda clase de consejos, pero aunque él los oía, sus palabras le parecían vacías, carentes de todo cuanto le interesaba. No quería restablecerse; ya no necesitaba su cuerpo, ni sentía ningún afecto por él.
En otras ocasiones se había encontrado fuera de su cuerpo, mirándolo como si de una prenda de vestir desechada se tratara. El cuerpo estaba envuelto en sábanas, bien arropado en la cama, enfermo, amarillo y encogido. «Ya has cumplido —le decía Jacob— estás roto y sucio de pecado y debes ser purificado». En una noche, Jacob, el sano, se había separado del moribundo y, cruzando campos, montañas y mares, había llegado hasta la casa de Benjamín Eleazar en Jerusalén. Entró en la habitación donde, a la luz de una lámpara de aceite, estaba estudiando su hijo, habló con él, le hizo una señal, pero Benjamín Eleazar, absorto en la lectura, no respondió. Al poco rato, un poder misterioso lo hizo volver a Pilitz, y Jacob quedó nuevamente prisionero de su cuerpo y de sus sufrimientos.
La agonía de Jacob había empezado. Respiraba con dificultad y de su garganta escapaban palabras sueltas en yiddish y en polaco. Por un instante los presentes pensaron que había muerto, pero cuando un miembro de la sociedad funeraria le arrimó una pluma a la nariz, ésta se movió. A su modo, su cuerpo se rebelaba contra la sentencia de muerte. Trataba de resistir, de volver a funcionar, de digerir, eliminar, eructar y sudar, pero sus esfuerzos eran como las convulsiones de un animal sacrificado. El corazón aleteaba igual que un pájaro herido, la sangre remoloneaba en las venas, los ojos ya no veían la llama. La vela de su vida chisporroteaba, y los que estaban al otro lado, los que esperaban a Jacob del modo en que los familiares que están en la orilla esperan que atraque el barco, lo llamaban y le tendían la mano. Jacob vio a Sara cerca de Zelda Lía y, aunque sus pensamientos ya no eran terrenos, se sorprendió. Claro que allí arriba las cosas sucedían de modo distinto…
Aunque su cuerpo murió, Jacob estaba tan ocupado saludando a los que habían ido a recibirlo, que no miró hacia atrás. Su oscuro camarote, lleno de harapos e inmundicias, quedaba a sus espaldas, en el barco. Ya lo limpiarían quienes debían continuar viaje por los mares tempestuosos. Él, Jacob, había llegado.
Los hombres de la sociedad funeraria levantaron el cadáver, abrieron la ventana y recitaron la justificación del mandato de Dios. Colocaron a Jacob con los pies hacia la puerta y encendieron sendas velas a los lados de su cabeza. Los hombres piadosos se congregaron para recitar los salmos. Por todo el distrito corrió la noticia de la muerte de Jacob. Aunque durante veinte años había vivido oscuramente en la Tierra de Israel, su conducta no era ignorada y se le consideraba un hombre justo. La parte antigua del cementerio estaba llena desde hacía mucho tiempo, de modo que se le asignó un lugar en el sector nuevo. Limpiaron el cuerpo y lo llevaron a la casa de estudio, donde el rabino pronunció la oración fúnebre. Cuando el enterrador empezó a cavar la tumba de Jacob, la azada tropezó con unos huesos. El hombre removió la tierra con cuidado y no tardó en aparecer un cadáver que aún no se había descompuesto del todo, quizá porque el terreno era allí arenoso y seco. Por el esqueleto y los trozos de tela, las mujeres de la sociedad funeraria dedujeron que se trataba de una mujer. El cráneo todavía estaba cubierto de unos cabellos rubios y muy pronto se hizo evidente que aquélla era la tumba de Sara, que había sido inhumada sin sudario, con su propio vestido. La comunidad la había enterrado fuera de los límites del cementerio, pero los muertos se habían acercado hasta donde se encontraba y la habían acogido entre ellos. El mismo cementerio lo había dispuesto; Sara pertenecía al pueblo judío, y era un cuerpo santificado.
Todo Pilitz estaba conmocionado. Las mujeres lloraban y los devotos ayunaban. Eran muchos, incluidos niños y muchachas, los que visitaban aquel cadáver que, tras permanecer veinte años enterrado, aún era reconocible. El cementerio estaba tan concurrido como en el mes de Elul, cuando se visitan las tumbas. Todos veían en el hecho la mano de la Providencia. Era como uno de aquellos milagros antiguos, la señal de que existe un Ojo que vigila y una balanza en la que todo se pesa, hasta los actos del desconocido. Los ancianos convocaron una reunión y decidieron enterrar a Jacob cerca de Sara.
Y tal fue el fallo del juicio. Jacob, envuelto en un chal litúrgico, con fragmentos de arcilla en los ojos y una rama de mirto entre los dedos, fue enterrado cerca de Sara. Y la comunidad erigió una lápida para los dos, en desagravio por la injusticia que Gershon y los suyos habían cometido con Sara. Después de los treinta días de luto, el tallista empezó a labrar la piedra. En la cimera había dos palomas frente a frente, con los picos juntos en un beso. Como la ley mosaica prohíbe las imágenes, no se esculpió más que el contorno. Se grabaron profundamente los nombres de los difuntos: Jacob, hijo de Eleazar, y Sara, hija del patriarca Abraham. Jacob fue honrado con el título de «nuestro santo maestro», y junto al nombre de Sara se grabó la línea de los Proverbios: «¿Quién puede encontrar a una mujer virtuosa?».
El epitafio se completó con un pasaje de la Biblia que rodeaba sus nombres:
«Amables y agraciados en vida, no fueron separados a la hora de la muerte».