1
El emisario trató de convencer a Jacob de que regresar inmediatamente a Pilitz sería peligroso. La vida es muy importante, le dijo, y de todos modos el niño era demasiado pequeño y débil para viajar. Además, en dos días sería Succot, y una fiesta siempre era una fiesta. Propuso a Jacob que lo acompañase a la ciudad y se quedara allí hasta después de Simjat Torá. Pero Jacob no cedió. Deseaba ver al niño y visitar la tumba de Sara. En su habitación tenía algún dinero escondido; tal vez aún no se lo hubieran robado. No podía ponerse a pedir limosna. Durante sus años de esclavitud y peregrinaje Jacob se había habituado a vencer los obstáculos. Ya no le arredraba la distancia ni los bosques oscuros, ni las fieras ni los bandidos. Hasta había perdido el miedo a los demonios y los duendes. Había recobrado fuerzas y tenía que emplearlas. El que hubiese conseguido escapar de los soldados constituía una señal de que el rey no era tan poderoso como había imaginado. ¿Qué sería del poder de los malvados si los justos no se mostraran tan pusilánimes? Los relatos que había oído sobre el comportamiento de los judíos durante las matanzas lo llenaban de vergüenza. Nadie se había atrevido a levantar la mano contra los carniceros mientras éstos asesinaban a comunidades enteras. Aunque los armeros judíos forjaban espadas desde hacía varias generaciones, nunca se les había ocurrido emplearlas para enfrentarse a sus enemigos. Cuando Jacob habló de ello a los judíos de Josefov, éstos se limitaron a encogerse de hombros. La espada no es para Jacob, sino para Esaú; pero ¿debe un hombre aceptar de buen grado su propia destrucción? Wanda le había preguntado a menudo por qué lo permitían los judíos. Los judíos de la Biblia eran heroicos. Jacob nunca había sabido qué responder.
Mientras desayunaba, en compañía del emisario, pan, queso y ciruelas, Jacob aceptó los dos gulden y prometió devolverlos en cuanto le fuera posible. El emisario, que aún debía permanecer unas semanas en Polonia, le indicó la ruta que seguiría. Iban subiendo a la balsa viajeros, caballos, vacas, bueyes y corderos. Entre el griterío de los campesinos, relinchos, mugidos y balidos, el emisario aconsejó a Jacob lo que debía hacer en el futuro. El Mesías no tardaría en llegar; ¿por qué quedarse entonces en Polonia? Ir a vivir a Tierra Santa se consideraba un acto muy piadoso. Cuando llegara el Redentor, los judíos de Israel serían los primeros en saludarlo. Además, un judío respiraba más a sus anchas en el país de los turcos, donde se respetaba la Torá. En Estambul, Esmirna, Damasco y El Cairo vivían muchos judíos ricos. Sí, a veces se dictaban edictos hostiles y se hacían acusaciones falsas, pero ¿catástrofes como las ocurridas en Polonia?, ¡eso nunca! Además, puesto que Jacob había infringido las leyes religiosas de los cristianos, y dado también que los judíos tenían buenos motivos para censurar su conducta, ¿por qué no llevar a su hijo a la Tierra Santa e instalarse en un lugar en el que se mantenía a los hombres cultos? Siempre podría aprender un oficio o dedicarse a los negocios, si quería. Dios mediante, el verano siguiente el niño sería lo bastante fuerte para emprender el viaje. Las palabras del emisario estaban cargadas de encubiertas promesas. Insinuó que el Mesías ya existía y que los cabalistas más esotéricos conocían el lugar en que se hallaba y el momento en que se revelaría.
—Mis labios están sellados —añadió—. Al que ha sido alertado una palabra le basta.
De pronto la balsa empezó a moverse y Jacob saltó a tierra. El emisario le gritó:
—La ayuda y el consuelo no tardarán en llegar. Y nosotros lo veremos.
2
Al amanecer Jacob emprendió el camino a Pilitz, adonde llegó al caer la noche. Los postigos de todas las casas estaban cerrados. Pilitz dormía. Tres cuartos de luna brillaban en el cielo. Ya se habían levantado los tabernáculos de Succot, cubiertos de ramas verdes, aunque no todos estaban terminados. Jacob llevaba en la mano un grueso bastón de roble, y en el bolsillo de la pechera, un cuchillo que Waclaw le había prestado. Tenía muy presente el consejo del Tratado de Abot: «Si alguien se llega a ti para matarte, antes levántate y mátalo a él». Cruzó rápidamente la plaza del mercado y llegó a la casa en que había muerto Sara. No había luz, señal de que el cuerpo ya había sido retirado. Jacob se detuvo en el umbral, paralizado por el terror. Sentía la presencia del cadáver, no de un cuerpo, ni siquiera del alma, sino de algo indefinido y horrible. Empujó la puerta. La luna iluminaba una habitación en ruinas. El suelo estaba cubierto de trapos y paja; habían debido de limpiar el cuerpo allí mismo. Se lo habían llevado todo, sábanas, prendas de vestir, hasta las ollas de la cocina. En el fétido aire de la casa había algo hostil, amenazador. Aunque el verano todavía no había terminado, en aquella habitación se respiraba una humedad propia del invierno. «¿Qué me pasa? ¿Por qué he de tenerle miedo ahora? —se decía Jacob en tono de reproche—. ¿No era una parte de mí mismo, más próxima todavía que mi propio cuerpo?». Sin embargo, dejó la puerta abierta; su respiración era agitada y el corazón le latía con fuerza. Palpó el colchón de paja y de inmediato comprendió que el dinero que allí guardaba había desaparecido. ¡Ladrones! Y apenas había pasado Yom Kippur. Jacob se sintió angustiado, pero también furioso. Habían devastado su casa. Las víctimas de robo se habían convertido en ladrones. Era un mundo de rapiña; todo el que podía robar, robaba; y a pesar de ello se sentarían en el tabernáculo e invitarían a los Santos Huéspedes a unirse a ellos. Los pocos libros que tenía Jacob, también habían desaparecido. «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él».
Después de besar la mezuzá, Jacob abandonó la casa. «Tú serás mi testigo», dijo. Se encaminó hacia el cementerio. Ya desde lejos se veía la nueva tumba, un túmulo de tierra recién removida, separado de los demás. Al acercarse, Jacob descubrió en él una tabla con la siguiente inscripción: «Aquí yace Sara, hija del patriarca Abraham». Se le humedecieron los ojos. Allí estaba Wanda, Sara, la mujer que él había amado. Trató de recitar el Kaddish, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Lo envolvía la oscuridad. ¿Se habría extinguido la luna? Jacob se arrojó al suelo, apretó la cara contra la tumba y susurró: «Aquí me tienes, Sara».
Aguzó el oído, a la espera de que de la tumba saliese la voz de ella. Se le ocurrió una idea macabra: exhumar el cuerpo o, por lo menos, hundir la mano en la tierra para tocarla. Quería besarla otra vez. «Eso está prohibido, es una locura, un sacrilegio», se decía. Aunque constituía un pecado, rezó pidiendo la muerte: «Ya he vagado bastante por este mundo. Todos los que amo están ahí». Mientras, postrado en el suelo, esperaba la muerte, había olvidado a su hijo. Por un instante pareció que las fuerzas le abandonaban. Las piernas perdieron su sensibilidad, como si fuesen de madera, y se le antojó que el cerebro se había convertido en una piedra. Se quedó profundamente dormido, casi como muerto. Al despertar, advirtió que su ruego no había sido escuchado. Se puso de pie y empezó a murmurar el Kaddish. Luego enderezó la tabla, que se había ladeado.
Se limpió la tierra del rostro con la mano y retrocedió unos pasos. Buscó con la mirada una piedra grande. Al igual que el patriarca Jacob, quería depositarla sobre la tumba de su amada esposa. Pero no había ninguna por allí.
Jacob volvió a Pilitz. Al pasar por delante de la casa de estudio, donde ardía una sola vela, se volvió y abrió la puerta. Había un viejo sentado frente a un atril, leyendo un libro. Jacob reconoció en él a Reb Tobías, de cuyos ocho hijos sólo había sobrevivido una hija, la esposa de Naftalí, el comerciante de cueros. A la luz vacilante de la vela, la cara de Reb Tobías, con su barba sucia y enmarañada, aparecía tan oscura como la tierra. Su gabardina abultaba por delante, como la túnica de una embarazada; estaba herniado, y cada dos o tres semanas había que ponerle los intestinos otra vez en su sitio. En todo Pilitz sólo había una persona, una mujer, que supiera hacerlo, y el tener que consentir que una mujer tocara las partes íntimas de su cuerpo atormentaba a Reb Tobías más que el dolor físico. Era medianoche y estaba estudiando la Torá. «Él no es un ladrón, y Dios no lo permita —pensó Jacob—, sino una víctima de los pecados de los demás. Los ladrones son una minoría».
Jacob se quedó contemplándolo, pero el viejo no se movió. Estaba sordo y medio ciego. Tenía que acercarse tanto al libro, que los párpados casi rozaban las letras, mientras canturreaba entre dientes y en tono quejumbroso. Por hombres como ése había preservado Dios a los judíos. De pronto, Jacob descubrió lo que tenía que hacer: convertirse en un asceta, en el hombre que no come carne ni bebe vino ni duerme en cama. Debía hacer penitencia por sus pecados. En invierno se sumergiría en el agua fría, y en verano dormiría en lechos de espino; dejaría que el sol quemara su piel y que las moscas y mosquitos lo picaran. Durante el resto de su vida, y hasta el momento de expirar, haría penitencia y pediría perdón a Dios y al alma bendita de Sara. Tal vez así no tuviera que permanecer mucho tiempo en ese mundo plagado de imperfecciones.
Pero ¿y si en el otro mundo Zelda Lía lo reclamaba para sí? Ella estaría allí con sus hijos. Aunque ¿lo querría a pesar de todo lo que había hecho después de la muerte de ella? Nunca habían estado espiritualmente compenetrados; nunca habían sido el uno para el otro. Seguramente, ella habría ascendido a regiones purísimas en las que él, hombre de pasiones terrenales, no podría entrar. Y en cuanto a los niños, sus almas benditas sin duda estarían en el mismísimo Trono de la Gloria.
3
Jacob sabía dónde vivía la mujer a la que había entregado el niño para que lo cuidase; pero por la noche, cuando todos los postigos permanecían cerrados, le resultaba imposible distinguir su casa de las demás. Era como si el pueblo hubiese cambiado durante su breve ausencia. Aguzó el oído, llanto de un niño. Pero no podía quedarse allí mucho tiempo, de modo que, tras vacilar por un instante, decidió probar suerte con una de aquellas casas. Cogió el aldabón, pero la puerta se abrió antes de que llamara a ella. A la luz de la luna, divisó dos camas y dos cunas. Un hombre gruñó, una mujer se despertó y un niño rompió a llorar.
—¿Quien está ahí? —preguntó el hombre con aspereza.
—Perdón. Soy yo, Jacob, el padre del niño.
Se produjo un silencio violento, en el que hasta el niño dejó de llorar.
—¡Ay de mí! —gimió la mujer.
—¿Te han soltado? —quiso saber el hombre.
—Escapé. He venido a buscar al niño.
—¡Ay de mí! —exclamó la mujer tras otra pausa—. ¿Adónde piensas llevar a una criatura a medianoche? Es demasiado pequeño para viajar. Al menor soplo de viento, Dios no lo quiera…
—No hay más remedio, los soldados me buscan.
—Enciende la luz, vamos —urgió la mujer al marido—. Nos arrestarán a todos. He oído decir que el conde quiere llevarse al niño. ¡Ay, ay…, en qué tribulaciones anda la gente!
—No pienso desprenderme del niño sin el consentimiento de los miembros de la comunidad —dijo el hombre con firmeza—. Ellos me lo dieron, y sólo a ellos puedo devolverlo. No tengo por qué sufrir por los bastardos de los demás.
—Te pagaré por las molestias.
—No es cuestión de dinero.
La mujer se cubrió con un chal, se acercó al fogón y sopló sobre el rescoldo. Luego encendió una mecha y la puso en un vaso de aceite. La llamita iluminó débilmente las paredes sin enlucir, el techo negro de humo, los dos aparadores, uno para alimentos a base de leche y el otro para la carne, en los que había cacerolas y tazones y un pedazo de pasta de amasar en una artesa de madera cubierta con unos trapos. Por toda la habitación había pañales y fajas, y puñados de paja. En un cubo lleno de líquido flotaban basuras. Junto a una de las camas había un orinal. En una cuna estaba el niño que había llorado; en la otra, bajo una colcha bastante sucia, el hijo de Jacob, pequeño, colorado, pelón, con la cabeza grande y los párpados muy pálidos. Tenía cara de viejo y expresión de sufrimiento. Una leve sonrisa rozaba, con reminiscencias de muerte, sus pequeños labios y su frente todavía sin formar. Jacob lo miró fijamente y sólo entonces recapacitó de verdad en que tenía un hijo.
—¿Adónde piensas llevarte a una criatura tan pequeña? —preguntó la mujer, que estaba al otro lado de la cama.
—Es un crimen —dijo el marido, incorporándose a medias en el lecho.
Su prenda de flecos estaba manchada, y tenía plumas de la almohada adheridas al gorro, la barba y los aladares. Sus ojos negros tenían la mirada del hombre atrapado por la domesticidad. Jacob comprendió que tenían razón, pero también sabía que si no se llevaba al niño en ese momento, nunca volvería a verlo. Recordó su sueño y las palabras de Sara, y sé reafirmó tercamente en su propósito.
—Yo cuidaré de él. La noche es cálida.
—No tanto. De madrugada hace frío.
—No quiero que Pilitzki se quede con mi hijo.
Nadie replicó. Era una razón indiscutible. Jacob sacó un gulden.
—Esto, por lo que habéis hecho por el niño. Os daría más, pero me lo han robado todo, hasta los platos.
—Lo sé, lo sé. Los de la sociedad funeraria se excedieron. Creyeron que no volverías.
—Todos menos nosotros participaron del saqueo de la casa —dijo el marido.
—Sacaron el dinero que tenía guardado en el colchón —explicó Jacob—. ¡Cuando apenas había pasado Yom Kippur!
—No ayunes ni robes, me decía mi madre, que en paz descanse —comentó la mujer—. Ella intercederá por nosotros en el Paraíso. La propiedad ajena es sagrada, repetía siempre.
—Por eso vivimos así—señaló el marido.
—¿Adónde te llevas al niño? Aunque es mejor no preguntar.
La mujer empezó a moverse por la habitación. Sacó un cesto, lo cubrió de trapos y pañales, puso al niño dentro y lo tapó con una manta. El niño gimió una vez. La mujer miró a Jacob.
—Hay que alimentarlo a menudo.
—Ya encontraré a alguien.
—¿A quién? ¿Cómo? ¡Oh, madre…! —La mujer se echó a llorar—. ¡Espera! —dijo entonces—. Voy a sacarme leche. ¿Dónde está la botella?
Su marido se levantó de la cama. Por debajo de la rota camisa asomaban unas piernas flacas, torcidas y peludas. Dio la botella a la mujer. El ruido había despertado a los animales. El gato se desperezó, las gallinas comenzaron a cloquear y los gusanos a arrastrarse, y un ratón asomó la cabeza por un agujero del suelo. La mujer se volvió hacia la pared y empezó a sacarse leche. Al cabo de un rato, entregó la botella a Jacob. Había tapado el gollete con un pedazo de tela y le enseñó cómo tenía que sostenerla para que el líquido fuera cayendo gota a gota y la criatura no se ahogara. Jacob comprendía que iba a poner en peligro tanto la vida de su hijo como la suya propia, pues con un niño en brazos no podría defenderse si lo atacaban. Pero no quería dejar en manos de desconocidos o de enemigos al fruto de su unión con Sara. Si debía vivir, viviría. Jacob dio varias veces las gracias al matrimonio, y les dijo que había contraído con ellos una deuda que sólo el Todopoderoso podría pagar. A continuación salió y, en medio de la oscuridad, tomó la dirección del bosque, el Vístula y el embarcadero. Levantó la mirada hacia las estrellas y pensó: «Padre, ¿qué quieres?».
Entonces acudió a sus labios un pasaje de los salmos: «Oh, sálvame para que logre recobrar las fuerzas antes de partir de aquí y dejar de ser».
4
La luna se había ocultado y el bosque estaba en sombras. Jacob avanzaba lentamente por una senda, a tientas, deteniéndose de vez en cuando para escuchar la respiración del niño o comprobar con un beso si estaba lo bastante caliente. Había pasado muchas tribulaciones en su vida, pero nunca había sufrido tanta necesidad como aquella noche. De tanto rezar le dolían los labios. Se puso enteramente en manos de la Providencia, aunque sabía que no obraba bien al confiar en un milagro. Sin embargo, poner su carga en manos de Dios era su último recurso. Sólo le quedaba su fe.
Jacob turbaba con sus pisadas el silencio del bosque. Bajo sus pies se partían las ramas secas; de los matorrales salían volando pájaros, y otros animales se alejaban en busca de cobijo. Mantenía una mano sobre el cesto en que llevaba a su hijo, para protegerlo de las ramas. Se le ocurrían todos los peligros imaginables. En el bosque había osos y jabalíes. Varias veces creyó oír el aullido de un lobo, y echó mano de la estaca que llevaba sujeta del cinturón. Imploraba que se hiciese de día, que saliera el sol, y comprendía que sus ambiguas palabras significaban también: «Que llegue la Redención, que se termine este oscuro destierro». Era más seguro guardar silencio, pero él recitaba en voz alta pasajes de los salmos, el Libro de los Profetas y el Libro de Oración, mientras gritaba a Dios desde el fondo de su corazón: «He llegado al final del camino. Las aguas rugen y se encrespan alrededor. Me faltan las fuerzas para resistir estas penalidades». Sintió entonces deseos de cantar, y entonó una melodía de Yom Kippur, que se convirtió en una de las canciones do la montaña. Cada nota le recordaba a Sara. Y al cantar, lloraba.
De repente, una luz extraña inundó el bosque, y por un segundo Jacob pensó que el Cielo lo había escuchado. Todos los pájaros rompieron a cantar a la vez. Los troncos de los pinos parecían arder. A lo lejos, en un claro, divisó unas llamaradas, y un momento después comprendió que era el sol. Jacob miró al niño, se sentó y le ofreció el trapo empapado en leche. Al principio pareció que el pequeño se rebelaba al no recibir el pecho, pero pronto empezó a chupar. Por primera vez en varias semanas, Jacob sintió alegría. No; no se había perdido todo, aún tenía a su hijo. Si conseguía llegar al Vistula, cruzaría en la balsa y ya encontraría a alguien que alimentara al niño.
En ese instante Jacob supo el nombre que debía poner a su hijo: Benjamín. Como el primer Benjamín, ése era un Ben Oní, un hijo del dolor.
Al poco rato divisó las dunas que bordean el Vístula, y comprendió que no había equivocado el camino. Al salir del bosque buscó con la mirada el embarcadero y se encaminó hacia donde estaba seguro que lo encontraría. Las aguas del Vístula bajaban rojizas y negras; un pájaro grande rasaba la superficie del río con las alas. Las aguas, tranquilas, puras y radiantes, rechazaban la oscuridad de la noche. Comparada con aquella luminosidad, hasta la muerte parecía una simple pesadilla. Ni el cielo ni el río ni las dunas estaban muertos. Todo vivía, la tierra, el sol y cada piedra. El verdadero enigma no era la muerte, sino el sufrimiento. ¿Qué lugar ocupaba éste en la Creación de Dios? Jacob se detuvo de nuevo para mirar al niño. ¿Sufriría ya? Seguramente. Pero esa pena no era por nada que viviese. Su ancha frente estaba arrugada en gesto meditabundo, y sus labios se movían como si hablaran. «Todavía no está aquí por completo —pensó Jacob— todavía piensa en su pasado anterior al nacimiento».
Jacob recordó las palabras que su homónimo dijera en su lecho de muerte: «En cuanto a mí, de regreso de Padán, Raquel murió en la tierra de Canaán por el camino, cuando todavía faltaba para llegar a Efrata; y yo la enterré allí…».
Su nombre también era Jacob; también él había perdido a una esposa amada, hija de un idólatra, entre gentes extrañas; Sara también estaba enterrada por el camino y le había dejado un hijo. Al igual que el Jacob de la Biblia, él cruzaba el río llevando sólo un bastón, perseguido por otro Esaú. Todo seguía igual: el antiguo amor, el antiguo dolor. Tal vez pasaran otros cuatro mil años; en algún lugar, en otro río, otro Jacob lloraría a otra Raquel. O, ¡quién sabe!, quizá fueran siempre el mismo Jacob y la misma Raquel. «Sí; pero la Redención tiene que llegar —pensó—. Esto no puede durar siempre».
Levantó la mirada y dijo para sí: «Guía, Dios, guía. Es tu mundo».