1
La criatura llegó al mundo al día siguiente. Era un varón, y lloraba demasiado fuerte para un recién nacido. Sara no salía de su letargo, y las mujeres tomaron al niño a su cuidado. Una mujer que estaba criando y tenía gran abundancia de leche le dio el pecho. Era la víspera de Yom Kippur y todo el pueblo estaba ocupado en los preparativos de la fiesta. Gershon, sin embargo, exigió que los ancianos de la comunidad se reunieran de inmediato. Lo que se dijo en aquel cónclave secreto nunca se supo, pero el rabino prohibió a los jóvenes del jéder que leyeran la Shemá junto al lecho de Sara y vetó la asistencia a la ceremonia que solía celebrarse el Sabbat siguiente al nacimiento de un varón a fin de pedir paz para éste. El rabino fue aún más lejos, y dijo a su cuñado, el matarife ritual, que era asimismo el encargado de practicar las circuncisiones, que por el momento no circuncidara al niño. Todo Pilitz estaba escandalizado. Los menos instruidos, incapaces de comprender la decisión del rabino, afirmaban que con su actitud Gershon instigaba a su yerno a humillar a Jacob. Sin embargo, los que conocían el Talmud entendían la razón del veredicto. Según la ley, el niño nace en la fe de la madre. Saltaba a la vista que Sara era gentil; su mismo nombre demostraba que se había convertido al judaísmo; pero ¿qué tribunal rabínico reconocería la conversión de un gentil cuando un acto semejante se castigaba con la muerte? ¿Cómo iba a aceptarla la comunidad, si ello representaba una acusación criminal? Dios no lo permitiese. Eso sólo podría provocar males y desgracias. En la casa de estudio exigió Gershon que se excomulgara a Jacob, que fuera públicamente expuesto en una carreta tirada por bueyes y expulsado de Pilitz. «¡Qué delito tan horrendo!», exclamaba Gershon. Jacob, impulsado por un mero deseo carnal, había hecho pasar a una gentil por hija de Israel. Hasta los que antes apoyaban a Jacob se mostraban de acuerdo con Gershon. Pero dado que éste había perdido el favor de Pilitzki, se escogió a otro emisario para que explicara la decisión adoptada por los judíos.
Al día siguiente, Sara seguía desasistida. Las mujeres se negaban a visitarla, pues sabían que de acuerdo con la ley polaca ella también había cometido un crimen que se castigaba con la pena capital. Sólo una vieja iba de vez en cuando a preguntar por ella y a llevarle caldo de pollo, que Sara era incapaz de tragar. Yom Kippur empezaría a la puesta del sol, y aunque se consideraba un acto piadoso comer antes del día de ayuno, Jacob no tenía alimentos en la casa, y si los hubiese tenido no habría podido probar un solo bocado. Sentado al lado de la cama, recitaba salmos. La mujer que estaba criando se había llevado al recién nacido a su casa, pero Jacob no podía visitarlo porque nadie quería quedarse junto a Sara. Aunque de todos modos lo más probable era que la familia de la amamantadora no lo hubiese dejado entrar en la casa, ya que si bien aún no había sido oficialmente excomulgado, pronto lo sería. Advirtió que los vecinos del pueblo ya no pasaban por delante de su puerta. Todos sus actos constituían una ofensa al Gobierno, a la comunidad y a Dios. Se avergonzaba hasta de recitar los salmos. ¿Cómo podían sus labios pronunciar aquellas sagradas palabras? ¿Cómo iba a ser aceptada su oración? Pronto recibiría su merecido. Cualquier día lo quemarían en la hoguera.
Sentado al lado de la enferma, con el Libro de los Salmos entre las manos, hizo balance de su vida. Habían asesinado a toda su familia; durante cinco años había sido esclavo de Jan Bzik, en el verano durmiendo en el establo, con las vacas, y al llegar el invierno en el granero, con los ratones. Sí, había deseado a la hija de Jan Bzik y la había tomado por esposa; pero ¿acaso el autor de los salmos, el rey David, no había deseado a Betsabé? Si la Biblia debía tomarse en sentido literal, David había cometido un pecado mucho más grave que el suyo. Y Dios lo había perdonado. ¿Por qué no iba a perdonar a Jacob, que nunca había enviado a nadie a morir en el combate?
Jacob, sin embargo, sabía que hasta esos pensamientos estaban prohibidos. El Talmud explicaba que el rey David no había pecado, ya que Uria, el hitita, había dejado una carta de divorcio para Betsabé antes de partir a la guerra. La Guemará y el Midrash defendían asimismo a los personajes de la Biblia. Sin embargo, aquellas grandes figuras de la antigüedad también experimentaban deseos carnales y se casaban con mujeres que no pertenecían a su nación. Moisés tomó por esposa a una etíope, y Miriam fue atacada por la lepra por calumniarlo. Judá, que dio su nombre a los judíos, se relacionó con una mujer que había tomado por prostituta. Y el mismo rey Salomón, el más grande de los sabios, se casó con la hija del faraón y, no obstante, el Cantar de los Cantares y los Proverbios eran sagrados. ¿Y qué pensar de los judíos actuales? ¿Obedecían todos ellos lo que mandaba la Torá? Durante los años en que había viajado con Sara había visto muchas injusticias que antes ignoraba. Proliferaban los ritos y legalismos, pero nada mitigaba la mezquindad de los hombres; los jefes gobernaban tiránicamente; el odio, la envidia y las rivalidades no cesaban. Antes de Yom Kippur los judíos se reconciliaban entre sí, pero a la noche siguiente ya empezaban otra vez las peleas. Tal vez fuera ésa la causa por la que Dios enviaba a hombres como Jmelnitski, el destierro duraba tanto tiempo y el Mesías no llegaba.
Jacob sumergió un dedo en agua y humedeció los labios de Sara; se inclinó, le tocó la frente y le susurró unas palabras. Por su aspecto, se habría dicho que ella ya estaba en el más allá, absorta en la contemplación, escuchando, o esa impresión le daba a Jacob, las respuestas a esas preguntas imposibles de contestar que suelen formular los vivos. Le temblaba el mentón y le latían las venas de las sienes, como si estuviera discutiendo con los altos poderes. ¿Era eso?, parecía decir la sonrisa que de vez en cuando dibujaban sus labios. ¿Cómo iba a saberlo ella, la hija de Jan Bzik? Ni en un millón de años lo habría sospechado.
«Es buena —pensaba él— una santa, mil veces mejor que cualquiera de ésos. ¿Acaso han estado en el cielo para saber qué prefiere Dios?». El miedo y la angustia, el aislamiento en que se hallaba, hacían que se rebelase. Estaba dispuesto a pelear hasta con el mismísimo Dios. Claro que Dios era el único Dios, terrible y omnipotente, pero por lo menos cabía esperar que Su justicia fuese universal. Él no podía ser un tirano como Gershon, que adulaba a los fuertes y escupía a los débiles. ¿Acaso era Sara culpable de los padres que había tenido? ¿Había sido libre para elegir el seno del que había de nacer? Si una criatura como ella debía arder en la Gehena, entonces hasta en el cielo había iniquidad.
Anochecía, y los judíos iban a orar calzados con zapatillas o sólo con medias. Llevaban vestiduras blancas, chales rituales y mitras bordadas en oro. Las mujeres lucían esclavinas, tocas de fantasía y vestidos de cola. En las ventanas ardían cirios. Se oían lamentos procedentes de las casas. Todos los judíos de Pilitz habían perdido a alguien en las matanzas, y de pronto la cólera de Jacob se disipó para dejar paso a la compasión. Un pueblo torturado. Un pueblo escogido por Dios para el dolor, sobre el que había derramado todas las penalidades del Libro del Castigo.
Se abrió la puerta y entró la vieja con medio pollo, un jalá y un trozo de pescado, para que Jacob comiese algo antes de empezar el ayuno. Ningún otro judío se acercaba a aquella casa; pero la mujer, a su edad, ya no tenía nada que perder. Su cara era amarilla como la cera y seca como un higo, y las arrugas que surcaban su frente recordaban la escritura de un antiguo pergamino. Se quedó unos momentos junto a la cama de la enferma, mirando a Jacob con una comprensión maternal en sus ojos todavía jóvenes. Le temblaba la barbilla salpicada de pelos cuando, con un esfuerzo considerable, le dijo:
—Que tu oración para pedir un buen año sea escuchada. Todo puede arreglarse todavía. Dios es bueno —añadió alzando la voz en tono plañidero.
Pasada la medianoche, Sara abrió los ojos. Movió los labios, y Jacob oyó su voz ahogada, que parecía llegar de muy lejos. Tuvo la sensación de que aquellos sonidos no salían de su cuerpo. Se inclinó sobre ella y la oyó murmurar en polaco:
—Jacob, ¿ya es Yom Kippur?
—Sí, Sara, es la víspera de Yom Kippur.
—¿Por qué no estás en la sinagoga?
—Iré en cuanto te repongas.
Sara cerró los ojos y meditó sobre esas palabras. Jacob creyó que se había dormido. Cuando volvió a abrir los ojos, dijo:
—Pronto moriré.
—No; te pondrás mejor y vivirás muchos años.
—Mis pies ya están muertos, Jacob.
Él trató de que tomase un poco de caldo, pero ella no abrió la boca, y la sopa resbaló por su barbilla. Jacob permaneció inclinado sobre su mujer, apretándole las manos. Había rezado mucho durante los últimos días y las últimas semanas, pero ya había perdido toda esperanza, y con ella el deseo de orar. El Cielo no había oído sus ruegos. Las puertas de la misericordia habían permanecido cerradas para él. Miró a Sara y comprendió que la había asesinado. Si no la hubiese tocado, si ella hubiera seguido en el pueblo, todavía estaría sana y llena de vida. Todo pecado, por pequeño que sea, termina en asesinato, se dijo Jacob. Sentía un amor como no había conocido nunca, pero también un profundo desconsuelo. La habitación estaba en silencio. Dos velas colocadas en un cajón de arena crepitaban y parpadeaban. A Sara se le había deslizado el pañuelo de la cabeza, y su cabello, corto como el de un muchacho, tenía el color de la paja y del fuego. Jacob no sabía qué hacer. ¿Debía llamar a alguien? ¿Molestar a la gente en un día festivo? Además, nadie podía ayudarlo. Se quedó sentado en un taburete al lado de la cama, incapaz hasta de pensar. Se hizo un gran vacío en su interior. «¡Aplástame, Padre celestial, aplástame! —exclamó, y repitió las palabras del salmista—: Mi pena está constantemente delante de mí». No deseaba más que morir con ella. Había olvidado al niño. Quería bajar a Seol, de donde nadie vuelve.
De pronto, Sara abrió los ojos y habló con voz firme y clara, como si hubiese sanado:
—Jacob, mira a mi padre.
Jacob miró alrededor.
—¿Qué dices?
—¿No lo ves? Está ahí. —Sara tenía la mirada fija en la puerta—. Buenas noches, padre. Vienes a buscar a tu Wanda. No la has olvidado. Pronto iré contigo, padre. Pero aguarda, aguarda unos minutos. Qué buen aspecto tienes, padre, todo resplandeciente.
Jacob volvió la cabeza hacia la puerta, pero no vio nada. Sara guardó silencio. Los ojos empezaban a hundírsele en las cuencas, y sus pupilas se contraían y empañaban. Jacob la llamó, pero ella no respondió; ni siquiera dio señales de haberlo oído. Luego dijo:
—También veo a la abuela. Qué hermosa estás. Siempre fui tu nieta preferida. Has venido a buscarme. ¡Cómo te quería! Y a mi padre también. Ahora estaremos juntos para siempre.
—¡Sara! —gritó Jacob—. Te pondrás bien. Tienes un hijo.
—Sí.
—Tienes que vivir… para él y para mí.
—No, Jacob.
Él siguió llamándola, pero Sara no contestó. Sus ojos permanecían cerrados. Yacía absorta en meditaciones que nadie debía interrumpir. Algo estaba ocurriendo en su interior. Jacob se daba cuenta de que el viaje que iba a emprender no sería fácil. Parecía envuelta en una disputa con una fuerza externa, discutiendo, peleando con ella. Cualquiera que fuese el poder que la expulsaba de este mundo, al parecer tampoco estaba dispuesto a aceptarla en la muerte. Se formulaba una acusación, y sus ojos vidriosos parecían implorar: «No sigas, no sigas. Estoy cansada; déjame en paz». Jacob trató de que se confesase, de que muriera pronunciando las palabras «Escucha, oh Israel», pero ya era demasiado tarde para eso. ¡Qué extraño que el espíritu de aquellos gentiles hubiera llegado hasta allí, y precisamente en la noche de Yom Kippur! Sin embargo, ¿quién conoce los secretos del ciclo y de la tierra? Jacob se volvía una y otra vez hacia la puerta. Quizás él también acabara viendo el espíritu de Jan Bzik.
Dio una cabezada y cayó en el dulce olvido del sueño. Al despertar, miró a Sara y comprendió que había muerto. La mandíbula estaba desencajada; tenía un ojo abierto y el otro cerrado. Su rostro resultaba irreconocible. La lucha había terminado, y aquellos labios agrietados parecían decir: «He pasado por todo; ahora estoy bien». Su rostro transmitía serenidad; aquélla ya no era la Sara enferma, atormentada y martirizada, la que, separada de los judíos y de los gentiles, había perdido su patria y su lengua. El cadáver, fuera al fin del alcance del bien y del mal de este mundo, perdonaba. El cuerpo de Sara estaba allí, pero su espíritu había subido a alturas a las que la carne no puede llegar. Jacob creyó verla entrar en una mansión celestial. No lloró, y aun así se le humedecieron las mejillas. Su amor había empezado con el deseo, y nueve años después se encontraba velando el cuerpo de una santa. Jacob sabía que la sociedad funeraria se negaría a sepultarla en un cementerio judío. Además, los gentiles lo amenazaban cruelmente. Sin embargo, nada que tuviera relación con este mundo le parecía importante. En presencia de aquella paz, se vio libre de toda ansiedad. Se inclinó y besó la frente de Sara.
—Alma bienaventurada.
Se abrió la puerta y entraron varios hombres y mujeres de la sociedad funeraria. Un hombre alto, con gorro de piel y vestidura blanca, le gritó:
—¿Qué haces? Eso está prohibido.
—Se ha vuelto loco —dijo otro.
Una mujer acercó una pluma a la nariz de Sara. La pluma no se movió.
3
Gershon rompió de nuevo la costumbre y convocó una reunión de los ancianos y de los miembros de la sociedad funeraria inmediatamente después de Yom Kippur. Al cabo de una hora de debates, se llamó a Jacob. Éste se hallaba velando el cadáver, pero el muñidor lo relevó. La esposa del rabino le ofreció vino y pastel, que Jacob rechazó.
—Para mí ha comenzado otro Yom Kippur —dijo.
—Deberías comer algo. Un día de ayuno es suficiente —le advirtió el rabino.
Ante la insistencia de los presentes, Jacob tomó una cucharada de arroz y un vaso de agua. La asamblea quería que dijese nada menos que toda la verdad.
—Lo que has hecho afecta a la seguridad de toda la comunidad —señaló el rabino—. Si faltamos a la ley, ponemos la ciudad en peligro. Sabes muy bien lo mucho que hemos sufrido. Así pues, dinos la verdad. Si has pecado, no te avergüences. Estamos en la noche siguiente a Yom Kippur, y los judíos hemos sido purificados.
El discurso era innecesario, porque Jacob estaba decidido a decir la verdad. En cuanto empezó a hablar, todos callaron. Explicó quién era y quiénes habían sido su padre y su abuelo; que unos bandoleros polacos lo habían capturado y vendido a Jan Bzik; que había tenido relaciones ilícitas con la hija de Bzik; que los judíos de Josefov lo habían rescatado; que su nostalgia de Wanda lo había impulsado a volver al pueblo, y que ella, que no conseguía hablar correctamente el yiddish, había decidido hacerse pasar por muda. En el silencio de la casa de estudio podría haberse oído el vuelo de una mosca. De vez en cuando, alguno de los oyentes suspiraba. No era el primer relato asombroso que escuchaban los allí reunidos. Desde las matanzas se oían las historias más extrañas: judíos que se hacían cristianos o mahometanos, hijas de Israel convertidas en esposas de los cosacos o vendidas a los harenes, mujeres que después de casarse en segundas nupcias encontraban a su primer marido. ¡Eran historias para transmitir de generación en generación! Pero que un joven instruido y de buena familia se enamorase de una campesina y la convirtiese, a despecho de las leyes judaicas y de las gentiles, era inaudito. Gershon escuchaba apretando los puños, con los amarillentos ojos desorbitados y moviendo el bigote nerviosamente. Los otros se miraban y sacudían la cabeza. En cuanto Jacob hubo terminado de hablar, Gershon dijo:
—Has traicionado a Israel. ¡Eres un monstruo!
—No es momento para predicar moralidad —intervino un hombre de barba blanca, uno de los ancianos de la ciudad.
—Ya conoces la ley —continuó el rabino, titubeando—. Tu hijo no es judío. La madre no se convirtió con el consentimiento de la comunidad.
—Iba al baño ritual y observaba las leyes.
—Eso ahora no importa. No fue aceptada. Además, también nosotros estamos sujetos a las leyes de este país.
—Corren tiempos difíciles. ¿Es culpa del niño?
—Nació y fue concebido en pecado.
—¿Tiene que quedar incircunciso?
—¡Coge a tu bastardo y márchate! —gritó Gershon—. No vamos a pagar tu impudicia con nuestra cabeza.
—¿Qué hacemos con el cadáver? —preguntó el hombre de la barba blanca.
—Enterrarlo en el cementerio es imposible.
Jacob se levantó y se fue, mientras ellos seguían discutiendo. Cruzó lentamente las calles con la cabeza inclinada. Al fin sabía lo que era él: una rama desgajada del árbol. Lo excomulgarían, con seguridad. Quería ver al niño, pero decidió que era más importante velar el cadáver. Durante las noches y los días que había pasado sentado junto a la cama de la enferma, meditó profundamente. Lo sucedido no era casual. Todo había sido ordenado previamente. Sí, existía el libre albedrío, pero el Cielo también fijaba sus órdenes. Ahora sabía que siempre había estado movido por un poder más fuerte que él. ¿Cómo, si no, habría encontrado el camino de Josefov al pueblo de las montañas? Sus pies lo habían guiado. Y Sara había insinuado que moriría de parto antes incluso de estar embarazada. La noche anterior recordó sus palabras, y comprendió que Sara debía de poseer el don de la profecía. Pero ¿a quién iba a contarle esas cosas? ¿Quién le creería?
No obstante, ahora por lo menos entendía su religión, cuya esencia era la relación entre el hombre y sus semejantes. Resultaba sencillo cumplir los deberes para con Dios. ¿No tenía Gershon dos cocinas, una para la leche y otra para la carne? Los hombres como Gershon engañaban al prójimo, pero comían matvá preparado de acuerdo con los preceptos más rigurosos. Calumniaban al vecino, pero exigían que la carne fuera estrictamente kosher. Envidiaban, atacaban y odiaban a los otros judíos, mas para rezar se ponían un segundo par de filacterias. En lugar de molestarse en inducir a un judío a comer cerdo o a encender fuego en Sabbat, Satanás llevaba a cabo una labor mucho más sencilla y provechosa fomentando aquellos pecados más profundamente arraigados en el hombre.
¿Y qué podía hacer Jacob? ¿Convertirse en profeta y corregir al pueblo? ¿Él, que había desobedecido la Torá?
Al llegar a casa relevó al muñidor y se sentó de nuevo junto al cadáver. Éste yacía en el suelo, con los pies apuntando hacia la puerta, tapado con un abrigo de Jacob. Detrás de la cabeza ardían aún los cabos de vela de la víspera. La noche anterior, varias veces le pareció que Sara se movía; le destapó la cara y trató de despertarla, pensando que quizás hubiese sufrido un ataque de catalepsia. Pero con cada hora que pasaba el cuerpo se ponía más rígido, sufría alteraciones. Era fácil comprender que Sara estaba cada vez más lejos de este mundo. Jacob le levantó los párpados y vio que tenía los ojos en blanco. Hasta aquella expresión de entereza se había desvanecido. Evidentemente, ya no estaba allí. Incapaz de seguir mirándola, Jacob volvió a taparle la cara. Sacó el salterio del estuche y se puso a recitar el salmo que dice: «Líbrame del cieno, no dejes que me hunda… El oprobio me ha roto el corazón y desfallezco… Oh Dios, ven a liberarme; Yahvé, corre en mi ayuda…».
4
El sonido de cascos de caballo retumbó en la noche. Jacob sabía lo que aquello significaba. La puerta se abrió bruscamente y por ella asomó la cabeza de un soldado del regimiento de dragones, con casco empenachado y bigote retorcido. Al ver el cadáver, titubeó por un instante; luego dijo:
—Si eres Jacob, acompáñame.
—¿Quién velará el cadáver?
—Vámonos. Tengo órdenes.
Jacob se inclinó y miró por última vez el rostro de Sara, que parecía sonreír. Le había cerrado la boca, pero las mandíbulas volvían a abrirse; era como si los dientes ya no encajasen en las encías, y la lengua estaba hinchada y negruzca. Quería despedirse de ella, mas no sabía cómo. «Debería llevarme algo de ropa, una camisa», pensó, pero no se movió. Volvió a cubrir el cadáver.
—Está bien. Vamos.
Al salir a la calle recordó su chal litúrgico y sus filacterias, y pidió al soldado que le permitiera volver por ellos. El soldado le cerró el paso. La luna, en su cuarto creciente, había cruzado el firmamento hacia el horizonte. Todos los postigos estaban cerrados. Hasta los grillos y las ranas callaban. Un soldado a caballo sujetaba por las riendas la montura del que había entrado a buscarlo. Jacob tenía la sensación de que todo aquello ya le había ocurrido, o que lo había soñado. Pensó en gritar a los vecinos que no abandonaran el cuerpo de Sara, mas una infantil timidez lo contuvo. Temblaba, pero no de miedo, sino de frío. Recordó que la noche anterior un ratón se había acercado al cadáver y había tenido que ahuyentarlo. Pero ¿qué importaba que lo comieran los ratones o lo devoraran los gusanos? El primer soldado sacó una larga cadena, ató uno de sus extremos a la muñeca de Jacob y el otro a la silla de montar. El segundo dragón echó pie a tierra para ayudar a su compañero. Entre los dos manejaban al prisionero como si fuese un buey que llevaran al matadero. Sólo hablaban entre sí. Hasta aquel momento Jacob no se acordó del niño. Bueno, no tendría padre ni madre. Había nacido con mala estrella. Jacob pensó en pedir a los soldados que le permitieran ir a ver a su hijo, pero comprendió que se negarían. Miró fijamente las rendijas del postigo, por las que se distinguía el resplandor de las velas que ardían junto al cadáver. «¿Sabe ella lo que me pasa? —se preguntó—. ¿O su alma ya está tan lejos que ha perdido todo contacto con este mundo?». Los dragones cabalgaban despacio, y Jacob andaba detrás de ellos. Comprendió que lo llevaban a otra ciudad. Pilitz quedó atrás. Pasaban junto a unos campos que ya habían sido cosechados. Caminaba hacia la muerte, y sin embargo respiraba profundamente, llenándose los pulmones del aire fresco de la noche. Desde hacía varios días no se había movido del lado de la cama, velando primero a la enferma y después su cadáver. La inactividad y el aire enrarecido lo enervaban. Se había desacostumbrado a no utilizar su cuerpo. Sus pies querían movimiento y sus manos pedían trabajo. Caminaba entre los dos caballos, temiendo a cada momento que le pisaran un pie o le aplastaran las costillas, aunque era más honroso morir así que acabar en la horca. Pensó en recitar unos salmos, pero la charla de los soldados le distrajo. El más alto de los dos, el que había arrestado a Jacob, decía:
—¿Y cuántos amigos crees tú, Czeslaw, que habrá tenido Kasia?
—Más que pelos hay en tu cabeza.
—Pues sólo ha parido un bastardo.
—Medio grivnik te bastará para conquistarla.
—De todos modos, tiene ángel.
—Todo es falso. Con un ojo te sonríe a ti, y con el otro a tu peor enemigo. Te llena de besos, pero en cuanto das media vuelta, te maldice a ti y a tu madre. Luego se va a la iglesia a confesar que sin querer ha pisado una cruz hecha de pajas.
—Eso es verdad. Ahora no habla más que de casarse.
—¿Y por qué no? En cuanto sea tu mujer, te mandará a paseo. Tú te pudrirás en campaña y ella hará lo que se le antoje. Cuando llegues a casa, te dirá que le duele la barriga. Con los de fuera bailará, y a ti te gruñirá. Y cada año te obsequiará con un bastardo.
—Bueno, con alguna tengo que casarme.
—¿Por qué?
—¿Pretendes que me case con mi caballo?
—Tu caballo te sería más fiel que Kasia.
Jacob se preguntaba cómo era posible que un hombre que acababa de ver la muerte cara a cara hablase así. ¿Acaso no pensaban aquellos dos soldados en su propio destino? Lo llevaban al patíbulo y ni siquiera se les ocurría preguntar por qué. Como si sospechasen lo que estaba pensando, los hombres callaron. El paso de los caballos se hizo más lento, Jacob, acariciado por la brisa, se sentía más tranquilo que nunca, y levantó la mirada al cielo. Sí, allí estaba el cielo todavía, creado por el mismo Dios que había hecho al jinete y al caballo, y fuertes las cadenas. De pronto, Jacob pensó que a veces las cadenas se rompían. En ningún sitio estaba escrito que el hombre tuviera que consentir en su propia destrucción. Su estado de ánimo cambió bruscamente. Estaba furioso. Las fuerzas que dormitaban en su interior acababan de despertar. Al fin sabía lo que debía hacer. Sintió ganas de reír a carcajadas. Advirtió que la luna se había ocultado. Se acercó a Czeslaw, el más bajo de los dos soldados, y dio un codazo al caballo. El animal salió al galope monte abajo. El soldado más alto gritó y echó mano a la espada. Jacob tiró bruscamente de la cadena y la silla de montar se partió en dos. El caballo dio un traspié y a punto estuvo de caer. Cuando recobró el equilibrio, también se desbocó. Jacob echó a correr por los campos con una agilidad que incluso a él le sorprendió. Allí no había ningún lugar donde esconderse, pero los dragones no se arriesgarían a exponer las patas de los caballos persiguiéndolo entre los rastrojos. Muy pronto todo quedó en silencio y la oscuridad envolvió a Jacob.
«Tengo que encontrar un bosque antes de que salga el sol», se dijo, asombrado de lo que acababa de ocurrir. Pero ¿en qué dirección tenía que correr? Había burlado a los fuertes y roto la cadena de la esclavitud, y sin embargo no se sentía eufórico. Siguió avanzando a ciegas. Perdió la noción del tiempo. Sentía en la mano el peso de la cadena que arrastraba. Se agachó y comenzó a palpar el suelo, sin saber qué buscaba. Encontró una piedra y se valió de ella para abrir la cadena. ¿Dónde podía ocultarla? No vio ninguna zanja ni arroyo por allí. Como hacen los perros con los huesos, cavó un hoyo con las manos y enterró la cadena. Estaba medio dormido; sabía que se encontraba en el campo y, sin embargo, al mismo tiempo era como si se hallase en Josefov. Le sorprendió descubrir que Gershon y la viuda de Hrubyeshoiv eran marido y mujer. ¿Cómo era posible? La esposa de Gershon no había muerto. ¿Acaso habían derogado el edicto del rabino Gershon, Luz de la Diáspora? Jacob sacudió la cabeza para aclarar sus pensamientos, se puso en pie y siguió caminando por entre los rastrojos. En la oscuridad, el cielo y la tierra se confundían. Oyó un suspiro y comprendió que no era de hombre ni de bestia, sino de una de esas criaturas que aletean en la noche; notó en la frente algo húmedo y caliente, como saliva. La tierra parecía oscilar bajo su cuerpo. Caminaba arrastrando los pies, como si éstos ya no formaran parte de él. Vio ante sí un charco brillante y rojo como la sangre del que se elevaban bucles de humo y pavesas, igual que de un pueblo incendiado. Cayó de bruces al suelo, vencido por el sueño.
Cuando despertó, era de día. Sobre los campos flotaban volutas de niebla. Un cuervo pasó graznando en vuelo bajo. A su izquierda, sobre la línea del horizonte, que semejaba una cinta azulada, se extendía un bosque, y asomando por encima de él, como la cabeza de un recién nacido, pequeña y roja de sangre, apareció el sol.
5
Jacob dormía, tendido en el bosque; pero hasta en sueños apretaba en su mano un grueso garrote. Hacía calor y el sol se filtraba por entre las ramas de los pinos. El suyo era el sueño profundo de los que han perdido toda esperanza. Cada vez que despertaba se preguntaba: «¿Adónde voy? ¿Por qué escapé?», y el cansancio volvía a vencerlo. Soñó que estaba en el establo de la montaña y que Wanda le llevaba comida. La veía subir desde la peña, vestida de reina, cubierta de alhajas y prendas de púrpura, con una corona en la cabeza y jarras de oro para la leche en las manos. ¿Cuándo, se preguntaba él, habían hecho a Wanda reina de Polonia? ¿Dónde estaba su séquito? ¿Por qué necesitaba jarras de oro para la leche? Tenía que ser un sueño. Despertó. En el bosque se oía cantar a los pájaros. Le dolía el estómago a causa del hambre. Volvió a dormitar. «Hoy es su funeral —se dijo, y despertó—. La enterrarán como a un animal, fuera del recinto». Su dolor era tan profundo que le costaba mantenerse despierto. El sueño lo drogaba como un narcótico.
Otra vez estaba con ella, pero ahora era Wanda y era Sara; Sara-Wanda, la llamaba, asombrado por la combinación de los dos nombres. Qué extraño, también Josefov y la aldea de las montañas se habían convertido en un solo lugar. Wanda era su esposa, y él estaba en la biblioteca de su suegro cuando ella le llevaba la fruta del Sabbat. Las matanzas y los años de esclavitud no eran más que un sueño; pero cuando se lo decía a Wanda, ésta palidecía y los ojos se le llenaban de lágrimas.
—No, Jacob; todo ocurrió.
Al oírla hablar, supo que estaba muerta.
—¿Qué debo hacer ahora?
—No temas, Jacob, esclavo mío.
—¿Adónde debo ir?
—Llévate al niño.
—¿Adónde?
—Al otro lado del Vístula.
—Quiero continuar a tu lado.
—Todavía no.
—¿Dónde estás?
Ella no contestó. Su sonrisa le hizo abrir los ojos, y por unos instantes su imagen, blanca y luminosa, permaneció entre los árboles. Jacob alargó la mano, y entonces desapareció. Volvió a quedarse dormido, y cuando despertó, el sol se ponía ya, bañaba los arbustos del bosque con su luz rojiza, mientras sobre las copas de los pinos llameaba el cielo. Jacob recordó que desde su huida no se había puesto filacterias, pero como aquél era su primer día de luto, le estaba vedado orar con ellas. Empezó a buscar algo que comer entre la maleza: los arándanos se habían secado, pero no las zarzamoras, y comió en gran cantidad. Mas seguía hambriento. Aunque había anochecido, los murmullos del bosque no cesaban. Entre las ramas sonaban siniestras risas, gritos de aves nocturnas. Un pájaro repetía una y otra vez su aviso estridente, cual si de un profeta se tratase. La luna asomó y comenzó a caer un relente finísimo, como pasado por un tamiz celestial. El musgo exhalaba un olor cálido y picante. A Jacob le dolía la cabeza. Avanzaba por entre una maraña de helechos y troncos, pues comprendía que no podía quedarse donde estaba. Allí se moriría de hambre o acabaría devorado por los lobos. Pero no encontraba un camino que le permitiera salir. Entre los árboles distinguió una figura, corrió hacia ella gritando, y la vio desvanecerse. Oía voces alrededor, y se preguntó si habría caído ya en manos de los demonios. Para protegerse, recitó el Escucha, oh Israel, y luego trató de concentrarse en cada una de las letras de la palabra Yahvé. Al rodear un pantano, se le hundió un pie en el cieno; las piñas le golpeaban el rostro como arrojadas por manos invisibles. Resbalaba en la pinaza, mientras caminaba en dirección a la luna. Aquel bosque era virgen, y sin embargo, Jacob sabía que incluso allí la Providencia cuidaba de cada mata y de cada larva. Escuchaba las voces que sonaban a su alrededor; cada una era única, pero en conjunto formaban la voz inimitable del bosque. Agotado, se sentó sobre una capa de musgo al lado de un tronco. Sintió la muerte cerca y llamó otra vez a Wanda.
Las fuerzas lo abandonaban, y de pronto la tierra se le apareció próxima e invitadora. «La tumba es un lecho —pensó—, un lecho muy confortable. Si los hombres lo supieran, no tendrían tanto miedo».
6
Las dunas descendían como gradas, y en el fondo divisó Jacob las aguas del Vístula, tranquilas, profundas, en parte plateadas y en parte de un verde oscuro, casi negro. Andando y soñando, había llegado hasta la linde del bosque. El paisaje era tan yermo como el primer día de la Creación. Jacob caminaba, y la luna caminaba con él. Aquellas arenas estriadas, casi blancas como la tiza en algunas zonas, le hicieron pensar en los desiertos de que habla el Pentateuco. Ante la visión del río apresuró el paso —no había probado el agua desde la víspera—. Cuanto más se acercaba a él, más ancho le parecía. Al llegar a la orilla se inclinó para beber con las manos, y entonces se acordó de la historia de Gedeón, del Libro de los Jueces. Se sentó a descansar y a gozar de la fresca brisa. En la superficie del agua veía temblar redes de sombra que parecían arrojadas por pescadores invisibles. Las estrellas fugaces caían del cielo sobre las ondas y las mariposas nocturnas centelleaban. Jacob se habría echado a dormir de buena gana, pero algo le advertía que no lo hiciera y, venciendo el cansancio, trepó a lo alto de unas peñas y miró alrededor. A lo lejos, a su derecha, distinguió algo que podía ser una barcaza, una balsa o un molino. Bajó a la orilla y se encaminó hacia allí.
Al acercarse descubrió que se trataba de una balsa amarrada a unos postes mediante gruesas sogas. Cerca de la balsa había una cabaña y una perrera. Cuando Jacob llegaba al embarcadero, un perro corrió ladrando hacia él, y al momento salió de la cabaña un hombre. Era moreno como un gitano, iba descalzo y medio desnudo, tenía el pelo largo y rizado, y llevaba los pantalones subidos hasta las rodillas. Mientras reprendía al perro con voz áspera, se adelantó hasta Jacob y le dijo:
—La balsa no sale por la noche.
—¿Adónde lleva?
—¿Adónde? A la otra orilla.
—¿Hay alguna ciudad allí?
—A un paso.
—¿Cómo se llama?
El desconocido informó a Jacob y, tras una breve pausa, le preguntó:
—¿Judío?
—Sí, judío.
—¿Sin equipaje?
—No tengo nada.
—Si eres mendigo, ¿dónde está el saco?
—Este bastón es todo lo que poseo.
—La vida… Unos mucho y otros nada. He visto de todo en este mundo. ¿Qué ha pasado? ¿Te robaron?
—No me preocupan los ladrones —respondió Jacob, asombrado de sus propias palabras.
—Tienes razón. ¿Qué podemos perder? No te llevarán más que los pantalones. De todos modos, me he procurado una lanza, y el perro ya lo has visto. Los de por aquí se llevarían hasta la balsa si se les presentara la ocasión. Aunque, ¿adónde irían? Un día, en medio del Vístula, el ganso de una aldeana saltó al agua. Entre dos hombres tuvieron que sujetar a la mujer para que no se arrojara detrás del animal. Finalmente atrapamos al ganso, y le pregunté a la mujer: «Pero ¿sabes nadar?». «No», respondió, «ni una brazada». «Entonces, ¿por qué ibas a tirarte?». ¿Sabes qué me contestó? «El ganso es mío, ¿no?». ¿De dónde eres?
—De Josefov.
—Eso debe de estar lejos. Nunca lo he oído nombrar.
—Lo está.
—En fin, la gente viene y va. Ni siquiera los reyes se quedan quietos. Y todo el mundo viene aquí, suecos, moscovitas, Jmelnitski… Quien posee espada quiere vivir de ella. Pero alguien debe trabajar, o acabaríamos mascando trapos. Yo no soy nadie, pero tengo ojos, y si algo me sobra es tiempo. Pienso mucho. Imagino que estarás hambriento.
—No tengo dinero.
—Te corresponde un pedazo de pan —dijo el barquero—. Hasta los presidiarios reciben pan y agua. —Entró en la cabaña y volvió con una rebanada de pan y una manzana—. Toma. Come.
—¿Hay un cántaro para lavarme las manos?
—Sí. ¿Para qué quieres lavarte?
Jacob se lavó las manos con el agua que le llevó el barquero y se las secó con la chaqueta. Después de dar gracias, mordió el pan.
—Te debo reconocimiento, pero antes he de dar gracias a Dios.
—A mí no me debes nada, ni a Dios. Tengo pan, y te lo doy. Si no lo tuviese, saldría a pedir limosna. Dios es dueño de todas las cosas, pero quienes las reciben son los ricos.
—Dios es el creador de todas las riquezas.
—Si es que hay Dios. ¿Tú lo has visto? Una vez tuve un pasajero, un aristócrata, que afirmaba que Dios no existía.
—¿Quién era ese aristócrata?
—¡Un loco! Pero hablaba con sentido. ¿Qué sabe uno? En la India adoran a las serpientes. Los judíos se ponen cajitas negras en la cabeza y se cubren con mantos. Lo sé. Muchos solían usar esta balsa. Pero vino Jmelnitski y por el Vístula empezaron a bajar tantos cadáveres que las aguas hedían. Y eso es lo que su Dios hizo por ellos.
—Los malvados serán castigados.
—¿Dónde? En Parchev había un conde brutal que mató a latigazos a cientos de campesinos, y vivió hasta los noventa y ocho años. Sus siervos prendieron fuego al castillo, pero empezó a llover y todo se salvó. El conde murió apaciblemente, mientras bebía una copa de vino. Y digo yo: los gusanos se comen a buenos y malos por igual.
—Y, sin embargo, tú me has dado pan.
—No lo tomes como un insulto, pero también doy de comer a los animales hambrientos.
7
El barquero, que se llamaba Waclaw, invitó a Jacob a entrar en su cabaña y le dio una almohada de paja. En la casa no había más que un banco, por lo que Jacob se echó en el suelo.
—Si una cosa he aprendido en la vida —dijo el barquero—, es no tomar afecto a nada. Tú posees una vaca o un caballo, y te conviertes en su esclavo. Te casas, y eres el esclavo de tu mujer, de sus bastardos y de su madre. Mira a Pilitzki, toda la vida temiendo que le roben, y mientras tanto están desangrándolo. Cuando se casó con esa perdida, bastaba que ella mirara a un hombre dos veces para que él le mandase los padrinos. Es la peor zorra que existe a este lado del Vístula. Es una inmundicia. Ha tenido por amante a un caballo semental y, ¿cómo no?, al cochero también. ¿Sabías que su propio marido le busca los amantes? Si eso no es ser un esclavo… Cuando oigo esas cosas me digo: «Waclaw, a ti eso nunca te ocurrirá. Tú no vas a ser esclavo de nadie». Yo no soy un plebeyo. Por mis venas corre sangre noble. Cierto que no sé quién era mi padre, pero ¿qué importa eso? Mi madre era de buena familia. Querían ponerme de aprendiz en casa de un zapatero y casarme con su hija. Ella traía su dote y todo lo demás. Y traía también a una madre, una abuela y varias hermanas. Puse pies en polvorosa. Aquí, con mi balsa, soy libre como un pájaro. Pienso lo que me viene en gana. Dos veces al día vienen los pasajeros, y hago mi trabajo. El resto del tiempo nadie me molesta. Ni siquiera voy a la iglesia. ¿Qué busca el cura? Ponerme otra cuerda al cuello.
—No; el hombre no puede ser totalmente libre —dijo Jacob después de reflexionar.
—¿Por qué?
-—Alguien debe labrar la tierra, sembrar y cosechar. Hay que educar a los niños.
—-Que los eduquen los demás.
—A ti te dio el ser y te crió una mujer.
—Yo no se lo pedí. Ella quiso a un hombre y lo consiguió.
—Pero si viene un niño hay que alimentarlo, vestirlo y educarlo, para que no crezca como un animal salvaje.
—Que crezcan como quieran.
Waclaw empezó a roncar. «Sí, es verdad —pensó Jacob, medio dormido a su vez—, el hombre lleva un arnés; cada deseo es una hebra de la cuerda que lo ata al yugo». Jacob se durmió, despertó, volvió a dormirse y despertó sobresaltado. ¿Qué debía hacer? ¿Marcharse y abandonar al niño? Pero ¿adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Volver a casarse? Ya se había casado dos veces, y sus dos esposas y tres de sus hijos habían muerto. En ningún lugar estaría él mejor que a su lado.
Un viento frío procedente del Vístula soplaba, y Jacob trató de darse calor con su propio cuerpo. Su cerebro estaba despierto, y él se oía a sí mismo roncar. No podía quedarse allí por mucho tiempo; pronto acudiría gente al vado, y tal vez los soldados anduviesen buscándolo. Aunque acaso fuera mejor que le cogiesen y lo ahorcaran.
Jacob cayó en un sueño profundo, y para cuando abrió los ojos ya brillaba el sol.
—Has dormido bien, ¿eh? —-dijo Waclaw, que estaba a su lado.
—Estaba agotado.
—Sigue durmiendo. No hay nada mejor. Si aparece algún forastero, te lo diré.
—¿Por qué haces esto por mí?
—Tu cabeza debe de valer un par de grivniks… —repuso Waclaw, y le hizo un guiño.
Cuando Waclaw salió cerrando la puerta tras de sí, Jacob oyó ruido de carros y comprendió que debía de haber algún camino por las dunas. Empezaron a pasar carros, haciendo temblar las paredes de la cabaña, mientras a través de las rendijas llegaba un olor a estiércol, alquitrán y salchichas. Se oía hablar a mucha gente, aunque todavía era temprano y faltaban horas para que saliese la balsa. En la cabaña no había agua para lavarse, por lo que Jacob recitó Yo te doy gracias, una oración que puede decirse sin necesidad de abluciones. «Alma bendita —murmuró—, ¿dónde estás? Ya habrán enterrado tu cuerpo como si fuese carroña». Pensó en el niño, que era hijo suyo y de Sara, y nieto del rabino Eleazar de Zamosc y de Jan Bzik. No podía abandonarlo. ¿Acaso el primer Jacob no había criado a los nietos de Tera y Labán? Su hijo debía ser instruido en la Torá. Para Dios, cuyos designios precisan de la vida y de la muerte, no existe la buena cuna. En los molinos de Dios, hasta la paja se convierte en harina.
Se puso en pie, se acercó a la pared y miró por las rendijas. Fuera parecía haber un mercado. Por todas partes vio aldeanos, carros, bueyes, cerdos y terneros. En la balsa, cerca de un saco, había un hombrecito extraño; lucía un chal litúrgico y filacterias, estaba de espaldas a Jacob y tenía el rostro vuelto hacia el este. Su gabardina blanca y su chal bordado eran distintos de los que se veían en Polonia; llevaba sandalias y medias blancas. Se inclinaba tanto al rezar, que la filacteria de su cabeza casi rozaba el suelo. Parecía recitar las dieciocho bendiciones. Cuando se volvió hacia él, Jacob vio que el desconocido tenía una barba blanca que le llegaba hasta el pecho, y comprendió que aquel hombre le había sido enviado. Era tal su degradación, que el cielo ya no confiaba en su juicio, sino que iba guiándolo, paso a paso, por el camino que debía seguir. Jacob no pudo permanecer en la cabaña por más tiempo: tenía que salir y presentarse al desconocido.
8
El hombre terminó sus oraciones, guardó las filacterias en sus estuches y se puso una abaya, la chaqueta que llevan los mensajeros de Tierra Santa y los judíos de Egipto, Yemen y Persia. Jacob se acercó y lo saludó con un «shalom», esperando que el otro le contestara en arameo o hebreo, pero el forastero le habló en yiddish.
—Judío, ¿eh? Esto es un hervidero de gentiles; pero yo digo mis oraciones dondequiera que me encuentre.
—Debes de ser un emisario de Tierra Santa.
—Sí, soy un emisario. La necesidad es grande en la Tierra de Israel. Este año sufrimos una gran sequía y, además, una plaga de langostas. Cuando los árabes tienen problemas, ¿qué les queda a los judíos? Hay hambre por todas partes. Y también sed. El agua se compra por tazas. Pero los judíos que están esparcidos por el mundo son compasivos. Si les tiendes la mano, te dan.
—¿Cuándo regresas?
—Ya voy de vuelta; pero todavía he de visitar varias comunidades. Luego embarcaré en Constanza.
—¿Cómo viven los judíos en Tierra Santa?
El emisario reflexionó antes de responder.
—¿Cuáles? Depende. La mayoría son pobres y carecen de lo esencial. Pero hay unos cuantos ricos. Todos nos quedamos mudos de estupor al enterarnos de lo que pasaba aquí en Polonia. Cuando supimos lo de Jmelnitski, cuyo nombre sea borrado, tuvimos un segundo Tisha Bov. Visitamos las tumbas sagradas y el Muro de las Lamentaciones, y oramos. Pero no conseguimos nada. Las matanzas debieron de ser decretadas de antemano. ¿Cómo vamos a saber nosotros lo que ocurre en el cielo? Desde la destrucción del templo se ha acentuado el rigor de la ley. Pero hay señales, muchas señales, que anuncian que está próximo el fin de los días.
—¿Qué señales?
—Sería largo de contar. El Libro de Daniel dice claramente a los que entienden que la redención llegará en el año 5426. No creas que no hacemos nada. Los cabalistas trabajan mucho y han descubierto toda clase de portentos. Claro que todo está en manos de Dios, pero el poder de los santos nombres puede conseguir mucho. Hombres santos y puros vestidos de blanco estudian estos misterios. ¿Eres hombre de Torá?
—He estudiado.
—¿Has indagado en el Zóhar?
—Alguna vez.
—Bien. Los hombres sagrados lo gobiernan todo. Como dice la Guemará, hay un ángel para cada brizna de hierba. Y si es así, sólo mediante las combinaciones sagradas se producirá la redención. Nuestros cabalistas ayunan, se pasan la noche estudiando, y al amanecer visitan las tumbas de los santos. La generación de los mayores se fue; nos hemos quedado sin nuestro piadoso rabino Isaac Luria, y sin los rabinos Jaim Vital y Shlomo Alkabetz. Pero el tabernáculo de la paz de Safed todavía existe, y Yefta es el Samuel de esta generación. Sin embargo, ¿puede un hombre vivir sin pan? Hasta el rabino Janina, el hijo de Dusso, precisaba todas las semanas su parte del pan de san Juan. Los judíos de todo el mundo deben contribuir con su aportación. ¿Cómo te llamas?
—Jacob.
—Dame un poco de lo que sea, Reb Jacob —dijo el emisario, y sacó una hucha de madera.
Jacob enrojeció.
—No me creerás, pero no tengo ni medio groschen.
La hucha desapareció rápidamente.
—¿Cómo puedes viajar sin dinero?
—Estoy de luto. Debería observar el shivá.
—¿Y por qué no lo observas?
—Estoy huyendo de los gentiles.
—Entonces eres tú quien debe recibir la limosna. ¿Importa el lugar en el que sufra un judío? Todos somos hijos del mismo Padre. ¿Por qué huyes?
Jacob no sabía si llorar o reír. Debía contar su historia, divulgar los secretos que había guardado durante años. Es así, empero, que hechos aparentemente fortuitos conducen a un fin predeterminado.
—Entra en la cabaña —dijo—. Es una larga historia, y no debo ser visto.
—¿Te lo permitirá el barquero?
—Él me deja usarla.
Antes de sentarse en el banco, el emisario comprobó que no hubiera en él tela tejida de lino y fibra de madera. Sus piernas eran tan cortas que no llegaban al suelo. Jacob le puso un tronco debajo de los pies. Luego, apoyado contra la pared, le refirió todo, sin ocultarle nada, desde el día en que los cosacos lo habían hecho prisionero hasta la noche en que había escapado de los soldados. El emisario asentía, hacía muecas, se mordisqueaba la barba, se llevaba la mano a la frente y, de vez en cuando, hasta se tiraba de los aladares. Extendía las manos, enarcaba las cejas y se mesaba la barba. Sus ojos expresaban a un tiempo tristeza, compasión y asombro. De vez en cuando suspiraba profundamente. Cuando Jacob acabó de hablar, el emisario se tapó la boca con las manos, que eran pequeñas y huesudas, y sus labios, semiocultos por el bigote, comenzaron a moverse como si recitase una plegaria o un conjuro. Al cabo de un rato, bajó las manos. Su rostro había cambiado, estaba más ceniciento, más tenso, y las bolsas debajo de los ojos eran más pronunciadas.
—La comunidad tiene razón. Tu esposa era una gentil, y tu hijo también lo es. El niño sigue a la madre. Ésa es la ley. Pero detrás de la ley hay misericordia. Sin misericordia no podría haber ley.
—Sí, sí…
—¿Cómo has podido hacer algo semejante? Bueno, lo hecho ya no tiene remedio.
—Estoy dispuesto para aceptar mi castigo.
—¿Qué dices? Todo eso ocurrió a causa de las matanzas y las destrucciones. No quieras saber las cosas que he visto. Pero tú eres hombre instruido.
—No estaba en mi mano obrar de otro modo.
—Al parecer no lo estaba. Existe el libre albedrío, pero existe también la predestinación. «Aunque todo está previsto, se ofrece la elección». Toda alma debe cumplir su misión, o no habría sido enviada a este mundo. Los hijos de Quetura también eran hijos de Abraham.
—¿Qué puedo hacer ahora?
—Salvarte y salvar a tu hijo. Lo primero es circuncidarlo. Cuando sea mayor, tal vez deba convertirse; no recuerdo bien qué dice la ley al respecto, pero, entretanto, ha de ser educado como judío. En algún sitio está escrito que antes de que llegue el Mesías, todos los gentiles piadosos habrán sido convertidos.
—No recuerdo ese pasaje.
—Está en el Talmud, o quizás en el Midrash, ¿qué importa? Te daré dos gulden, y cuando tengas dinero, Dios mediante, ya los devolverás, no a mí personalmente, sino a otro emisario, lo mismo da. El dinero va a Tierra Santa. Es extraño que me encontraras aquí: tenía que predicar un sermón, y habría recaudado una buena suma. Pero de pronto sentí el deseo de viajar. Así dispone el Cielo las cosas.
Los dos hombres quedaron unos momentos en silencio. Luego el emisario dijo:
—Si ya ha sido enterrada, hoy estás obligado a rezar. Toma mi chal y mis filacterias. Te esperaré, y después desayunaremos.