X

1

Los judíos de Pilitz se preparaban para las Fiestas mayores. Se hacía sonar el shofar todos los días para ahuyentar a Satanás, el tentador, que inducía a los hombres al pecado y luego testificaba contra ellos en el cielo. Sara, que había vuelto del castillo a Pilitz, no sólo se preparaba para las fiestas, sino también para dar a luz. Jacob había puesto debajo de su almohada el Libro de la Creación y un cuchillo a fin de protegerla de las diablesas que rondan a las parturientas y atacan al recién nacido, como Lilit o Jibta, que suelen partir el cuello de la criatura. Además, Jacob había comprado a un escriba un talismán que tenía la virtud de mantener alejada a Ygeret, la reina de los demonios, a Majlat, su ayudante, y a las ninfas, que parecían seres humanos pero tenían alas de murciélago, comían fuego y vivían en los troncos de los árboles. Sara practicaba en secreto la magia de su pueblo. Aunque ahora era una hija de Israel que sabía las oraciones que se rezaban en las Fiestas mayores, todavía llevaba un trozo de meteorito colgado del cuello; y tomó la cáscara de un polluelo recién nacido, la mezcló con excremento seco de caballo y cenizas de rana, coció la mezcla en leche y se la bebió. Otro de los hechizos consistía en sentarse, desnuda, sobre un recipiente en el que se hacían arder granos de mostaza para que el humo entrara en su cuerpo. Las mujeres de Pilitz vaticinaban que alumbraría a un varón, ya que no tenía el vientre redondo, sino puntiagudo. Jacob ya había comprado a un mercader ambulante un gorro bordado en oro y una pulsera que protegía del mal de ojo.

El día de Rosh Hashaná fue Jacob quien llevó el rezo, pese a que Gershon se había opuesto tenazmente a que se le concediera tal honor. El sábado anterior, Gershon había retrasado la lectura de la Tora mientras despotricaba contra la comunidad por permitir que un extranjero se colocara ante el pupitre y la representara; pero los ancianos votaron contra él. Jacob, cubierto con el chal litúrgico, entonó El Rey, y Sara no pudo contener las lágrimas. Recordaba el tiempo en el que, harapiento y descalzo, dormía en el establo de su padre. En la actualidad parecía un sabio venerable. Ella también había cambiado. Ahora llevaba un vestido del color del oro, unos pendientes que Jacob había encargado a un joyero y que aún no estaban pagados del todo, y un collar de perlas de imitación. Sostenía en la mano un libro de oraciones, cuyas tapas metálicas reflejaban su imagen, la imagen de una dama. Movía los labios orando en silencio. Jacob la había instruido tan escrupulosamente que sabía más que la mayoría de las mujeres que la rodeaban. Qué extraño era todo: su repentino amor por Jacob, la marcha y el regreso de éste, y sus años de constante peregrinar. Durante aquellos años, la vida de ella estuvo varias veces en grave peligro. Sólo Dios sabía los milagros que habían sido necesarios para rescatarlos a los dos.

A su lado, en la galería de las mujeres, se hallaba Beile Pesje, la esposa de Gershon, vestida de seda y terciopelo y con un collar de perlas auténticas. Pero Sara no le envidiaba sus alhajas; ella se sentía superior. Beile Pesje era vieja y analfabeta, por lo que necesitaba una lectora, y estaba casada con un ignorante incapaz de dirigir los rezos de la comunidad. Sara, en cambio, era joven, sabía leer, entendía un poco el hebreo y era la esposa de un hombre sabio. ¡Si supiesen lo sabio que era Jacob! Y no sólo eso, sino administrador de Pilitzki, lo que le permitía tener acceso al castillo. Los años que separaban a Sara de su vida de campesina se le antojaban una eternidad. A veces le parecía que lo había leído en un libro. Había habido un tiempo en que era Wanda, la esposa de Staj, un campesino borracho. Cada vez que lo recordaba se estremecía, pero a veces pasaba días sin pensar en ello. Se había transformado en judía. Jacob tenía razón: ella había nacido con alma judía y él se había limitado a devolverla al punto de partida.

La voz de Jacob era clara y sonora. A Sara se le nublaba la vista. ¿Qué había hecho ella para merecer aquellas bendiciones? Llevaba al hijo de él en su seno. ¿Por qué, entre todas las mujeres de Polonia, había sido ella la elegida? Su único mérito era el sufrimiento que desde niña la hacía sentirse diferente; la tristeza y la añoranza siempre habían sido sus compañeras. Antes ya de aprender a hablar había tenido extraños pensamientos. A veces lloraba sin motivo. Dormida o despierta, tenía sueños raros cuyo significado no había logrado descifrar hasta ahora. No había querido contárselos a Jacob por temor de que él creyese que estaba loca. Cuando murió su abuelo paterno ella había visto al muerto de pie entre los que lo lloraban, y andando entre los campesinos que llevaban su cadáver al cementerio. Quiso gritarle, pero él se llevó un dedo a los labios para indicarle que callara. Cuando el cortejo llegó al cementerio, la imagen se desvaneció lentamente, igual que la neblina cuando sale el sol.

A la noche siguiente, su abuelo le dejó unas flores sobre la cama.

Había tenido otras visiones. Había visto a Jacob llegar al pueblo, y por eso había rehusado a los otros hombres. Lo cierto era que lo esperaba y deseaba desde niña.

Volvió al presente; las mujeres le hacían señas, pues creían que no había oído a su marido entonar los cánticos ni se había enterado de que había sonado el cuerno de carnero. Hablaban como si ella no estuviese allí. Pero Beile Pesje les advertía de que Sara no era muda, sino una farsante. Aquella mujer la aborrecía de tal modo, que cuando Sara le hizo un gesto con la cabeza para desearle un feliz Año Nuevo, ella le volvió la espalda.

En casa esperaba la cena que Sara había preparado: cabeza de pescado, zanahorias y todos los platos propios de la fiesta de Rosh Hashaná. Jacob bendijo el vino, le pasó la copa para que bebiera y le cortó un pedazo de jalá con miel. Mientras comía, se imaginaba a Dios sentado en un brillante trono en aquel cielo azul pálido, con el Libro de la Vida y la Muerte abierto ante él, mientras los ángeles temblaban y agitaban las alas en derredor y la mano de cada hombre escribía su destino de aquel año. Sara sentía la comezón del miedo. Quizá ya se hubiese decretado su muerte. Si así era, por lo menos que se permitiera vivir a su marido y a su hijo.

Después de cenar, Jacob se fue a la casa de estudio a recitar los salmos. Sara se acostó. Notaba que el niño se movía en su vientre. Pronto llegaría la época de Yom Kippur, en que quienes han perdido a sus padres rezan en memoria de éstos. Pero ¿por quién podía rezar ella? ¿Por Jan Bzik, su padre? Interrogó al respecto a Jacob, que, tras titubear, le dijo que omitiera el pasaje de la oración en el que se mencionan los nombres de los muertos. Porque ella, Sara, no había quedado huérfana por la muerte dejan Bzik. Su verdadero padre era el patriarca Abraham.

2

En mitad de la noche Jacob sintió que lo sacudían por un hombro. Abrió los ojos. Vio a Sara de pie junto a su cama.

—Jacob, ha empezado.

—¿El qué? ¿Los espasmos?

—Sí.

Aunque estaba agotado y tenía mucho sueño, Jacob se levantó rápidamente, bostezando. Entonces recordó, y el miedo se apoderó de él. En la semipenumbra, el abultado cuerpo de Sara semejaba un apretado fardo de dolor.

—Iré en busca de la comadrona.

—Espera. Tal vez tarde todavía —susurró ella.

Él le decía una y otra vez que no pronunciara una sola palabra, ni siquiera durante el parto. Pero ¿quién podía estar seguro de cómo se comportaría la carne en un momento semejante? Jacob sentía que el peligro lo cercaba. Abrió los postigos. La inedia luna que brillaba durante los diez días de arrepentimiento se había ocultado, pero lucían las estrellas. Se preguntó si debía darle algún alimento. Aquel verano, ella había hecho mermelada de uva, de grosella y de mora, y vino de cerezas. Echó una mirada al tonel del agua, observó que estaba medio vacío y decidió sacar más agua del pozo. Nunca habría dejado sola a una mujer que estaba a punto de dar a luz si en la pared no hubiese habido amuletos e inscripciones para protegerla. Pero aun así dejó la puerta abierta y le indicó que recitara el conjuro que un escriba había compuesto para ella. Decía así:

La montaña es alta; el cielo es mi piel.

La tierra es mi calzado; el cielo es mi vestido.

Sálvame, Señor Dios.

Que no me corte la espada,

Que no me hiera el asta,

Que no me muerda el diente,

Que no me cubran las aguas.

En el fondo del negro mar hay una piedra blanca.

En la garganta del halcón se ha clavado un duro hueso.

¡YUHA me guardará!

¡El SADDAI me salvará!

TAFTIFIA será una muralla para mí.

Durante el período comprendido entre Rosh Hashaná y Yom Kippur, los ciudadanos de Pilitz iban por la noche a la casa de estudio a rezar. Ese año Jacob no asistía porque Sara se pondría de parto de un momento a otro. Pero había visto a Gershon ir con los demás. Pocos días antes, aquel hombre autoritario que no paraba de dar órdenes había amenazado con recurrir a la violencia si se permitía que Jacob ocupara el puesto de lector; y hasta había insinuado que lo denunciaría a los nobles. Todos sabían cómo había adquirido Gershon su fortuna; durante las matanzas, un conocido le había dado a guardar joyas y dinero. El hombre murió, y cuando sus herederos fueron a pedir la fortuna de su padre, Gershon negó haber recibido nada, e incluso juró en falso. Y, sin embargo, ahora asistía con su esposa, sus hijas y sus yernos a las oraciones de la noche. ¿Creía que conseguiría engañar al Todopoderoso? A pesar de los treinta y tantos años que llevaba viviendo en el mundo, Jacob aún se asombraba del gran número de judíos que sólo obedecían la mitad de la Torá. Las mismas personas que observaban escrupulosamente los menores ritos y costumbres, incluidos los que no se derivaban del Talmud, infringían despreocupadamente las leyes más sagradas, hasta los Diez Mandamientos. Querían ser buenos con Dios, pero se negaban a serlo con los hombres; mas ¿acaso necesitaba Dios favores de los hombres? ¿Qué desea un padre de sus hijos sino que se amen los unos a los otros? Al inclinarse sobre el brocal del pozo, Jacob suspiró. Así clamaban los profetas. Quizá fuese la causa de que el Mesías no llegara. Sacó un cubo de agua y corrió hacia la casa. Sara estaba en la puerta, retorciéndose de dolor.

—Trae a la comadrona.

Jacob dejó el cubo de agua y echó a correr. Pero cuando llamó a la puerta de la comadrona, nadie contestó. Corrió hacia la casa de estudio y entró en la sección de mujeres, aunque no era correcto. Pero un parto es algo peligroso. Miró alrededor y comprobó que no estaba allí.

—Mi mujer va a dar a luz —dijo en voz alta—. ¿Dónde está la comadrona?

Varias mujeres cerraron bruscamente sus libros de oraciones y lo miraron furiosas por la interrupción. Otras le dieron consejos en voz baja y le informaron de que la comadrona estaba asistiendo a otro parto. Sólo una cerró el libro, se levantó y dijo:

—Nada es más importante que la vida. Iré a ver a tu mujer.

Jacob siguió buscando a la comadrona. Dobló en una calle de suelo desigual. Le habían descrito la vivienda de la mujer que estaba dando a luz, pero al no oír ruido alguno le resultaba imposible adivinar cuál era. Hasta él sólo llegaba el canto procedente de la casa de estudio: «¡Adonai! ¡Adonai! Dios bendito y misericordioso». Qué extraña sonaba la oración en la oscuridad, con aquella entonación característica de los rezos nocturnos. A pesar de todas sus desgracias, los judíos aún bendecían a un Dios misericordioso. Jacob miró alrededor con ojos extraviados, indeciso entre seguir buscando o volver rápidamente a casa. El sudor le corría por la cara y le mojaba la camisa.

—Padre celestial, haz que se salve —dijo en voz alta.

Cuando su primera esposa, que descansara en paz, dio a luz él era poco más que un niño. Lo que sucedía entre las mujeres constituía un misterio para él, protegido como siempre había estado por su madre y sus hermanas, tías y primas. Cuando las mujeres fueron a decirle que era padre y a desearle Mázel Tov, él se encontraba leyendo. Y lo mismo ocurrió cuando nacieron el segundo y el tercero de sus hijos. Pero todo aquello estaba tan lejano que parecía haber sucedido en otra vida. Llamó a la comadrona, y su voz resonó como si se hallara en medio de un bosque. Luego dio media vuelta y corrió a su casa, donde encontró el fuego encendido y una olla de agua hirviendo. La mujer que se había ofrecido a ayudar había sacado sábanas y toallas y encendido una mecha en una lámpara de aceite. Se había subido las mangas y por la expresión de su rostro parecía experta en asuntos de mujeres. De no haber estado ella allí, Jacob le habría preguntado a Sara cómo se sentía. Sara yacía en silencio, con la cara contraída por el dolor.

—¿Has encontrado a la comadrona? —preguntó la mujer.

—No, no la he encontrado.

—Está bien, no te preocupes. Todavía no pasa nada. No creas que es tan fácil. —Y echó más leña al fuego.

Tras la angustia que reflejaban los ojos de Sara se adivinaba una leve sonrisa que parecía decir: «No sufras tanto». Jacob la miró con amor y con asombro. Aquélla era Wanda, la hija de Jan Bzik, la que todas las tardes le subía comida a la montaña. Ahora llevaba en la cabeza el pañuelo de las hijas de Israel y, colgado del cuello, un talismán. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de conjuros y versos de los Salmos, y debajo de la almohada, el Libro de la Creación. Él había arrebatado aquella mujer a los gentiles, la había despojado de padre, de madre, de hermanos y tic toda familia. La había privado hasta del habla, ¿y qué le había dado a cambio? Sólo a sí mismo. La había expuesto a peligros de los que sólo un milagro conseguiría salvarla. Por primera vez comprendió la prueba a que la había sometido. Se acercó a ella y le acarició la cabeza. Ella reaccionó ante ese gesto como una campesina, besándole las manos. Si la otra mujer los hubiera visto, los habitantes de Pilitz habrían tenido un nuevo motivo de comentario y burla.

3

¿Gritan los mudos? ¿Gritan de dolor? Sara lloraba y gritaba, pero no hablaba. Desde el principio, el parto se anunció difícil. A la tarde del día siguiente aún no había dado a luz. Tenía el cuerpo empapado en sudor y los ojos desorbitados. La comadrona entraba y salía de la casa; la ayudaba la vieja que asistía a las campesinas, la cual había abandonado su huerto de nabos para acudir allí y trajinaba con las manos negras de tierra. Las vecinas, enteradas de que el alumbramiento se anunciaba difícil, decidieron visitar a la parturienta. Cada una daba un consejo, que a veces se contradecía con el de las otras. Unas se quedaban hablando con Jacob, en tanto que otras se acercaban a la cama y hacían señas a la muda. Se pusieron en práctica varios métodos mágicos para facilitar el parto. Una madre joven, que estaba criando, se sacó leche del pecho y se la dio a beber a Sara. Alguien llevó un trozo del pan ácimo de Pascua y se lo puso a la parturienta entre los dientes, indicándole que no lo soltara. Una mujer piadosa, conocida por sus buenas obras, puso su mano sobre el vientre de Sara y pronunció un conjuro. Se mandó llamar al hombre que había leído la Torá en Rosh, día de Año Nuevo, el cual, apoyando una mano en la mezuzá, leyó este pasaje: «Abrevia el exilio del cautivo, libéralo para que no muera en el foso». Leyó también el verso que empieza así: «Y el Señor visitó a Sara». Lo leyó tres veces, hasta llegar a las palabras «en cuya hora Dios le habló». Todos sabían que Beile Pesje tenía una taza con una inscripción sagrada que, si se colocaba sobre el ombligo de una parturienta, hacía salir a la criatura —y a veces, si se dejaba mucho rato, hasta los intestinos—. Sin embargo, cuando fueron a pedírsela, Beile Pesje dijo que se había roto.

Anocheció, y como Sara seguía gritando, las mujeres comenzaron a discutir. ¿Y si le daban leche de perra mezclada con miel, o excremento de paloma en vino? Alguien ofreció un pedacito del limón utilizado en Succot y una moneda bendecida por el piadoso rabino Mijal de Zlotjev. Nada surtió efecto. Sólo quedaba una esperanza —el remedio más poderoso de todos—. Fueron en busca de un cordel muy largo, ataron uno de sus extremos a la muñeca de Sara y el otro a la puerta del Arca de la casa de estudio. Sara tiró de él, tal como le indicaron, pero en lugar de abrirse la puerta, se rompió el cordel, lo que constituía un pésimo presagio.

—Me parece que de este horno no va a salir pan —sentenció la comadrona.

—Por lo menos, hay que intentar salvar a la criatura.

Las mujeres hablaban en voz alta, creyendo que no era preciso guardar discreción.

—¿Y qué hará el viudo con un recién nacido?

—Ya encontrará una mujer que lo ayude.

—Y pensar que Dios dispuso ya esta desgracia en Rosh Hashaná —comentó la piadosa.

—No; estás equivocada. La suerte no es definitiva hasta Yom Kippur.

Las palabras que Sara había contenido hasta entonces se escaparon de pronto de sus labios.

—No me enterréis, que todavía no he muerto —dijo en yiddish.

Las mujeres retrocedieron.

—¡Dios mío, habla!

—Otro milagro.

—¿Qué milagro? ¡Si no es muda!

—Gershon estaba en lo cierto.

Una mujer dijo que la cabeza le daba vueltas, y se desmayó.

Jacob no se encontraba presente, pues había ido en busca de otro trozo de pan ácimo; el primero se le había caído de la boca a Sara, y estaba sanguinolento. Todas las mujeres se pusieron a gritar; el tumulto se oía desde la calle. La gente acudió corriendo de todas partes. Las mujeres de la sociedad funeraria se presentaron dispuestas a amortajar a Sara y encender las velas. La habitación no tardó en llenarse de curiosos, y con las apreturas a punto estuvo de romperse la cama de la parturienta. Ésta, despavorida, empezó a gritar en su lengua materna, el polaco:

—¿Qué queréis de mí? ¡Fuera de aquí! Os decís buenos, pero sois unos malvados. Lo único que deseáis es enterrarme y casar a Jacob con una de las vuestras, pero todavía no he muerto. Estoy viva, y mi hijo lo está también. Os alegráis demasiado pronto, vecinos. Si Dios hubiese querido que yo muriera, no me habría hecho pasar todo lo que he pasado.

El polaco que hablaba Sara no era el de los judíos, sino el de los gentiles. Las mujeres palidecieron.

—El que habla es un dibbuk.

—Un dibbuk ha entrado en Sara —gritó una voz en la calle oscura—. Últimamente habían sucedido muchas cosas extrañas, pero los judíos de Pilitz nunca habían oído decir que un dibbuk hubiera entrado en el cuerpo de una mujer en trance de dar a luz, y por añadidura, en los días de penitencia. Llegó más gente aún, corriendo y gritando. Las madres advertían a sus hijas que no fueran a ver el dibbuk si no llevaban dos delantales, uno por delante y otro por detrás. Hasta los niños querían entrar en la habitación donde Sara yacía destapada, pero las mujeres los echaron de allí, sin dejarlos pasar de la puerta. Alguien golpeó la silla donde estaba la lámpara y la mecha de ésta se apagó. Intentaron encenderla en el fogón, pero se derramó el aceite. Los que estaban dentro querían salir, y los de fuera querían entrar. La puerta quedó bloqueada, y empezaron las peleas. Era como si todo Pilitz hubiera perdido la razón. Caían al suelo gorros y pañuelos y se rasgaban vestiduras. A una de las mujeres le arrancaron el collar, cuyas cuentas rodaron por el suelo. Y por encima del tumulto se oían los gritos de Sara. Le asustaba la oscuridad y, en una mezcla de polaco y de yiddish, decía: —¿Por qué está tan oscuro? Todavía no he muerto. No estoy en la tumba. ¿Dónde está Jacob? ¿Ha huido? ¿Se ha olvidado de su Wanda?

—¿Quién es Wanda? —preguntó uno.

—Luz, traedme luz, que me muero —gimió la parturienta.

Alguien encendió una tea. Grandes sombras bailaban en las paredes. A la luz de la llama, todos los rostros parecían desfigurados. La comadrona, que había salido de la habitación, logró abrirse paso hasta el lecho a codazos.

—¿Qué te ha pasado? ¿Quién es Wanda? Empuja fuerte, empuja, hija.

—Es muy grande, muy grande. ¡Se parece a Jacob! —gritó Sara en polaco—. Está desgarrándome por dentro.

—¿Quién eres? ¿Cómo has entrado en el cuerpo de Sara? —preguntó una mujer dirigiéndose al dibbuk.

Sara se dio cuenta entonces de lo que había hecho, y no contestó. Las contracciones remitieron momentáneamente, y quedó exhausta, con el cabello húmedo, el cuerpo bañado en sudor, los labios hinchados y las ventanas de la nariz dilatadas. Las piernas le pesaban como troncos, y sentía los dedos tensos y rígidos. Sabía lo que era un dibbuk; había oído muchas veces a las mujeres hablar de ellos.

—¿Quién eres, di? ¿Cómo has entrado en Sara? —volvieron a preguntar las mujeres.

—He entrado y pienso quedarme —respondió Sara en polaco—. ¿Qué os importa a vosotras? Marchaos. Marchaos todas. No os necesito. Sois mis enemigas.

—¿Quién es Wanda?

—Ella es la que es. Marchaos. Fuera. Dejadme morir en paz. Es lo único que os pido. ¡Tened piedad de mí!

Volvieron los dolores, y Sara lanzó un grito espantoso.

4

A Jacob le dijeron que un dibbuk había entrado en el cuerpo de Sara. Cuando él llegó a la casa, la muchedumbre allí reunida volvió a agitarse. Sin embargo, consiguió abrirse paso.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó, entre enfadado y temeroso.

—Está poseída por un dibbuk —respondió una mujer—. Habla en polaco y se llama Wanda.

Jacob se encogió de hombros.

—¿Dónde está la comadrona?

Sara torció la boca en un gesto burlón.

—La comadrona ya no puede hacer nada por mí —dijo en polaco—. Tu hijo es demasiado grande para mis caderas. Los dos nos vamos para allá —añadió señalando en dirección al cementerio.

Jacob, consciente de que todo estaba perdido, la miraba aturdido por la pena y la vergüenza.

—Salvadla —rogó a quienes lo rodeaban—. Salvadla, por caridad.

—Nadie puede salvarme, Jacob —dijo Sara—. La bruja me advirtió que no viviría mucho. Ahora veo que no se equivocaba. Perdóname, Jacob.

—¡Que traigan al rabino! —gritó una mujer—. Él le sacará el dibbuk.

—Ya es tarde para eso —la disuadió Sara—. ¿Qué va a sacarme? Cuando me enterréis, ya no estaré aquí y no tendréis por qué murmurar sobre mí. No creáis que no oía las cosas horribles que decíais. —El tono de su voz cambió—. Lo oía todo, y tenía que hacerme la tonta. Ahora que voy a morir, quiero que sepáis la verdad. Vosotros os llamáis judíos, pero no obedecéis la Torá. Rezáis y hacéis reverencias, pero murmuráis de todo el mundo y os negáis mutuamente un mendrugo. Gershon, vuestro jefe, es un estafador. Robó a un judío que fue asesinado por los cosacos, y por eso su yerno es rabino, y…

Jacob palideció.

—¿De qué estás hablando, Sara?

—Calla, Jacob, mi pena habla por mí; ya no puedo seguir callada. He guardado silencio durante dos años, pero ahora que me muero debo hablar. Si no hablo, estallaré. Gracias por todo, Jacob. Tú eres la causa de mi muerte, pero no te lo reprocho. ¿Qué culpa tienes? Eres hombre, y encontrarás otra esposa. Ya estaban buscándote novia. La ciudad no consentirá que permanezcas solo por mucho tiempo. Ruega por mí, Jacob, pues he abandonado al Dios de mis padres y no sé si tu Dios me dejará entrar en el cielo. Si algún día ves a Basha o a Antek, cuéntales cómo murió su hermana.

—¿Qué dice? ¿De qué habla esta mujer? —preguntaban unos y otros.

—Es un dibbuk, un dibbuk.

—Un dibbuk, sí. ¿Y qué pensáis hacer? Estaré en la tumba con mi hijo antes de que logréis hacerme daño.

De pronto, Sara empezó a aullar de dolor. Los espasmos volvían. Las mujeres empujaron a Jacob hacia la puerta, recriminándole su presencia, y él se encontró entre los hombres, mujeres y niños que no habían conseguido entrar. De todas partes le llovían las preguntas, pero él no respondía.

—¿Por qué no traen al rabino?

—Ya han ido a buscarlo.

—Primero hay que sacar a la criatura, y después al dibbuk —dijo un hombre.

—¿Por qué no le dejó su taza la mujer de Gershon?

—Es que es tan generosa…

—¿De qué sexo es el dibbuk? ¿Es hombre o mujer?

—Mujer.

—Nunca había oído decir que una mujer entrase en otra.

Se hizo el silencio, y todos escucharon los gemidos de Sara. Los hombres inclinaron la cabeza y las mujeres se taparon la cara con las manos, como avergonzadas de la maldición que había caído sobre Eva. La comadrona asomó la cabeza.

—Pronto, traed la taza. Esto se acaba.

—Déjame entrar —dijo Jacob, impulsándose con brusquedad hacia delante.

—No; ahora no.

En aquel momento entraba procedente de la calle el rabino, seguido de Gershon, su suegro y su cuñado, el matarife ritual. Este último llevaba en la mano un recipiente que al principio algunos tomaron por la taza de Beile Pesje, pero que resultó ser una sartén llena de brasas. El rabino llevaba en el bolsillo un cuerno de carnero.

A una indicación de Gershon, la multitud abrió camino a las autoridades. Detrás, arrastrando una vestidura blanca y un chal litúrgico, iba Joel, el muñidor y sepulturero de la ciudad. Gershon, como correspondía a su categoría, empezó a hablar en tono solemne.

—Mujeres, paso al rabino. Vamos a exorcizar al dibbuk.

—Ahora no pueden entrar los hombres —dijo una mujer desde dentro.

—Pues no vamos a quedarnos aquí esperando.

—No hay ningún dibbuk —dijo Jacob—. No es un dibbuk.

—¿Y qué es entonces? —preguntó Gershon, a pesar de que no se hablaba con Jacob.

—Dejadla en paz.

—En esa habitación hay una mujer que tiene un demonio en el cuerpo; ¿vamos a consentir que contamine a toda la comunidad? —dijo Gershon a la multitud. Y, señalando a Jacob, continuó—: Cuando llegó era un simple maestro, pero ahora es un hombre importante. Y tiene una esposa que está poseída por un diablo. Por culpa de gente así nos son enviadas las plagas.

—Lo primero es sacar al niño —señaló con sensatez una mujer.

—Quizá no haya niño —apuntó otra—. Tal vez se trata del dibbuk.

—Yo he visto la cabeza de la criatura.

—También los demonios tienen cabeza.

—Y pelo.

—No.

—Si muere con la criatura dentro del vientre, toda la comunidad estará en peligro —advirtió el rabino.

—¿Y si hiciésemos sonar el cuerno aquí fuera? —preguntó el muñidor.

—No; antes hay que implorar al dibbuk que abandone su cuerpo —repuso el rabino.

Volvió a hacerse el silencio. Empezaban a cantar los gallos, contestándose unos a otros. Aquellas aves serían sacrificadas la víspera de Yom Kippur; su canto poseía una nota solemne y terrible, como si supiesen lo que les esperaba. Los perros que merodeaban las carnicerías ladraron. Una brisa tibia soplaba de los campos y pantanos; la noche era húmeda y calurosa. Jacob se cubrió la cara con las manos.

—Padre celestial, sálvala.

5

«No diré nada —resolvió Jacob—. Ahora que ella habla, yo debo callar». Se irguió, apretando los labios, decidido a soportar sus tribulaciones hasta el final, seguro ya de que no saldría indemne. Sara, mortalmente enferma, sin duda delirando, había divulgado el secreto que con tanto celo habían guardado hasta entonces. A él no le quedaba sino rezar, pero sus labios se negaban a abrirse. El Cielo había dispuesto el destino de Sara, y había decretado también que él, y probablemente el niño, debían morir con ella. «Debo pronunciar mi confesión», pensó, y murmuró para sus adentros: «Hemos delinquido, hemos renegado de la fe, hemos robado, hemos blasfemado…». Oía hablar a la gente, pero no entendía sus palabras. Sara dejó de llorar, aunque no debía de estar muerta, pues volvían a hablar de sacarle el dibbuk. Los hombres discutían infructuosamente con las mujeres, que habían tomado el mando, para que los dejaran entrar en la habitación. Por fin alcanzaron un acuerdo: ellos se quedarían en la puerta. El rabino conminó al dibbuk a abandonar el cuerpo de Sara, que sin embargo no emitió sonido. A una orden del rabino, el muñidor hizo sonar el cuerno de carnero; un toque largo, tres con sordina y, por último, nueve notas rápidas. A los pocos minutos se detenía ante la puerta de la casa el coche de Pilitzki, acompañado de varios criados que portaban antorchas. El cortejo parecía un ejército de demonios que desfilara por la Gehena. Pilitzki se apeó gritando:

—¿Qué pasa aquí? ¿Acaso el diablo se ha convertido en el amo del lugar?

—Un dibbuk ha entrado en la esposa de Jacob —le explicaron—. Ha estado chillando por su garganta.

—No oigo chillar a nadie. ¿Dónde está esa mujer?

—Va a dar luz. Antes chillaba. Aquí está Jacob.

Pilitzki miró a Jacob.

—¿Qué le ocurre a tu mujer? ¿Ha vuelto a hablar?

—No sé nada, excelencia. Ya no sé qué pensar.

—Para mí está muy claro. Tu mujer tiene tanto de muda como yo de ciego. Quiero hablar con ella.

—Excelencia, aquí no pueden entrar hombres —dijeron las mujeres desde el interior.

—Pues yo voy a entrar.

—Tapadla. Tapadla.

Pilitzki entró en la habitación y llamó a Sara, pero ella no contestó. Las mujeres escuchaban en silencio. Las más jóvenes se habían ido para amamantar a sus pequeños, y muchas de las mayores se fueron a la casa de estudio. El rabino también se había marchado. Gershon seguía en la calle, apoyado contra un árbol, como si se hubiese quedado dormido de pie. Al ver llegar a Pilitzki se quitó el sombrero y estuvo a punto de correr a besar la mano de su amo, pero el conde le volvió la espalda.

Aunque Jacob estaba aturdido por la fatiga porque aquélla era la segunda noche que pasaba en vela, mantenía los ojos abiertos. Había luchado con Dios como el patriarca Jacob, pero su derrota le había costado mucho más que una pierna rota. Él, Jacob, el hijo de Eleazar, había sido destruido totalmente por el Cielo. Ya no temía a nada, ni siquiera la Gehena. Era lo que merecía por haber convivido con la hija de Jan Bzik y haberla convertido de forma ilícita. ¿Qué esperaba? En aquellos tiempos la justicia no conocía la clemencia. Jacob oyó gemir a Sara.

—Excelencia, dejadme morir en paz.

—Conque no eres muda, ¿eh? Nunca lo fuiste. Todo era una farsa que te traías con tu marido.

—Es el dibbuk, excelencia —terció alguien.

—Silencio. No tenéis que explicarme nada. Yo sé muy bien lo que es un dibbuk —dijo Pilitzki, alzando la voz—. Cuando el diablo entra en una mujer, habla con voz de diablo. Y ella habla con su propia voz, la misma que oí cuando creyó que me disponía a castigar a su marido, ¿no es verdad? ¿Cómo te llamas? ¿Sara?

—Dejadme morir, excelencia, dejadme morir.

—Ya morirás, ya. Y cuando el alma salga de tu cuerpo, no seré yo quien se lo impida. Pero de momento todavía vives. Dime, ¿por qué fingías ser muda?

—No puedo decirlo.

—Si tú no quieres decirlo, lo hará tu marido. Le echaremos aceite hirviendo en la cabeza hasta que hable.

—¿Qué queréis de mí, excelencia? ¿No os apiadáis de una moribunda?

—Di la verdad antes de morir. No te vayas a la tumba mintiendo.

—La verdad es que lo amaba y todavía lo amo. No me arrepiento de nada, excelencia. De nada.

—¿Quién eres? Hablas como los montañeses.

—Yo soy hija de Israel, excelencia. El Dios de Jacob es mi Dios. ¿Dónde está el rabino? Quiero confesarme. ¿Y Jacob? Jacob, ¿dónde estás?

Jacob se abrió paso a empujones.

—Aquí está mi marido. ¿Por qué no comes algo? Vecinas, dadle algo de comer. No tengas miedo, Jacob. Yo estaré pronto entre los ángeles, mirándote desde arriba. Me ocuparé de que no sufras daño alguno. Cantaré con los coros de ángeles y rogaré a Dios por ti.

Sara se expresaba en polaco, y las mujeres la escuchaban con la boca abierta. Ni su forma de hablar ni sus maneras eran las de una hija de Israel. Entonces repararon en que no tenía aspecto de judía, en que tenía la nariz pequeña, los pómulos altos y los dientes blancos, grandes y fuertes, muy distintos de los de los judíos.

—¿De dónde eres? —le preguntó Pilitzki—. ¿De las montañas?

—No tengo a nadie, excelencia, ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. A todos los borré de mi mente. Mi padre era un hombre bueno, y si está en el cielo, allí lo encontraré. Y todos vosotros recordad que no debéis hacer a Jacob el menor daño. Buscadle esposa cuando yo haya muerto, si os apetece, pero no lo atormentéis con vuestra cháchara. Yo lo defenderé. Me arrodillaré ante el trono de Dios y rogaré por su seguridad.

—Tú naciste cristiana, ¿verdad?

—Yo nací cuando Jacob me encontró.

—Ahora todo está claro.

—¿Qué está claro, excelencia? Lo que está claro es que me muero y me llevo a mi hijo a la tumba. ¡Y yo que esperaba que Dios me concediera un varón y aún tener unos años de felicidad al lado de mi marido…!

De pronto, Sara se puso a entonar una canción que Jacob había oído muchas veces cuando vivía en las montañas. Era la balada de una huérfana que caía en poder de un espíritu del bosque, el cual la llevaba a la cueva de un duende. Éste la convertía en su concubina, y ella, obligada a sufrir su demoníaco amor, sentía añoranza de las montañas, de los montañeses y de su novio. Sara daba muestras de ya no saber dónde estaba. Tenía las mejillas hinchadas, los ojos entornados y la cabeza descubierta, y seguía cantando con voz ronca. Pilitzki se santiguó. Las mujeres se retorcían las manos. De pronto, Sara enmudeció, como si reflexionara. Luego, empezó otra vez a cantar. Jacob tenía los ojos empañados por el llanto y veía las cosas a través de un velo de lágrimas. Recordó un pasaje del Tratado de Abot: «Quienquiera que profane el Nombre del Cielo en secreto, sufrirá el castigo en público». Quería consolar a Sara, acercarse a ella y enjugar el sudor de su frente, pero le parecía que sus pies se habían vuelto de madera. Pilitzki lo cogió del brazo y se lo llevó de allí.

—Será mejor que te marches de la ciudad —le dijo en tono de conspirador—. Los sacerdotes te quemarán. Y con razón.

—¿Cómo voy a marcharme ahora?

—Ella no tardará en morir. Te compadezco, judío. Por eso te aviso.

Pilitzki subió a su coche y se alejó.