1
Los cosacos volvieron a atacar Polonia y de nuevo masacraron judíos en Lublín y sus alrededores. Los soldados polacos acabaron con muchos de los supervivientes. Luego, los moscovitas invadieron por el este y los suecos por el norte. Eran tiempos de desórdenes y, no obstante, los judíos tenían que atender sus negocios, vigilar el cultivo de las tierras arrendadas, tomar dinero prestado, pagar impuestos y hasta casar a las hijas. Se edificaba una casa, y al día siguiente era incendiada. Se prometía una joven y a los pocos días era violada. Un hombre era rico, y al otro día estaba en la ruina. Un día se celebraban banquetes, y al siguiente funerales por los mártires. Los judíos iban de aquí para allá continuamente. Se iban de Lemberg y volvían a Lemberg; se iban de Lublín y volvían a Lublín. Una ciudad era lugar seguro hoy y mañana amanecía sitiada. Un hombre rico despertaba una mañana y descubría que tenía que echarse al hombro unas alforjas de mendigo. Comunidades enteras de judíos se convertían al cristianismo, y aunque algunos después volvían a su fe, otros se quedaban en las tinieblas. Polonia estaba llena de esposas abandonadas, mujeres violadas, novias que habían dejado al esposo gentil y hombres rescatados o evadidos de las cárceles. Pero en cuanto los judíos recobraban el aliento, volvían al judaísmo. ¿Qué otra cosa iban a hacer? ¿Abrazar la religión del asesino?
Unos cuantos judíos, supervivientes de ciudades incendiadas y saqueadas, se instalaron en Pilitz, un pueblo de la margen opuesta del Vístula, después de obtener el permiso del señor. La guerra contra los suecos había arruinado a Adam Pilitzki, el conde, pero ni siquiera los suecos podían robar tierra, cielo y agua. Los campesinos volvían a arar y a sembrar, y la tierra, empapada con la sangre de inocentes y culpables, daba nuevamente trigo y centeno, alforfón y cebada, fruta y verdura. En su retirada, el ejército sueco había incendiado el castillo del conde Pilitzki, pero un aguacero había apagado el fuego. A la retirada de los suecos siguió una rebelión de los campesinos, en el transcurso de la cual uno de los administradores de Pilitzki fue muerto a puñaladas. Pilitzki armó a sus arrendatarios y atacó a los rebeldes. Mandó colgar a unos cuantos y a otros los hizo azotar. Ordenó que las cabezas de los ejecutados fueran clavadas en picas y exhibidas como advertencia a los siervos. Los pájaros las picotearon hasta no dejar más que los huesos.
Pilitzki no tenía tiempo para los asuntos del señorío, y además era mal administrador; sus administradores polacos eran borrachos, holgazanes y ladrones. Cierto que los judíos también robaban lo que podían pero con ellos el señor contaba con el recurso del látigo. A un judío se lo podía azotar igual que a un campesino, encerrar en una pocilga e incluso decapitar. Además, el judío era ahorrativo, guardaba dinero y lo prestaba con interés. Y si uno se arruinaba quedaba el recurso de hacer tratos con él.
Aunque Adam Pilitzki ya tenía cincuenta y cuatro años, parecía mucho más joven. Era alto, de piel oscura, tenía el cabello castaño, aún sin toques de gris, los ojos negros y una pequeña perilla. Tras pasar su juventud en Francia e Italia, había regresado a su patria lleno de lo que él llamaba ideas nuevas. Durante un tiempo coqueteó con el protestantismo, pero el capricho pasó y acabó convertido en católico ferviente y enemigo de la Reforma. Los propietarios de los alrededores lo consideraban un extravagante. No hacía más que hablar de la caída de Polonia. Los gobernantes eran unos bribones, ladrones, pura chusma. Él no había tomado parte en las guerras de los cosacos ni de los suecos, pero tildaba de cobardes a sus compatriotas. Juraba por lo más sagrado que en Polonia era posible comprar a cualquiera, desde el último funcionario del Ayuntamiento hasta el rey. A pesar de que bebía mucho y tenía fama de libertino, constantemente repetía frases de las diatribas del reverendo Skarga. En sus tierras estaba vigente aún el jus primae noctis, que en el resto del país había caído en desuso. Se murmuraba que su hija se había ahogado en el río después de que él la hubiese poseído. Su hijo se había vuelto loco y había muerto de ictericia. Se decía que Teresa, su esposa, era su alcahueta y la amante del cochero. Según otra versión, Teresa copulaba con un caballo. El matrimonio se había vuelto muy religioso. Cuando el monasterio de Czestochowa fue sitiado y Kordecki resistió heroicamente, ellos entraron en un verdadero frenesí de fervor.
El castillo de Pilitzki estaba lleno de parientes de ambos que, a pesar de pertenecer a la aristocracia, hacían de criados. Cierta vez en que la condesa Pilitzki encontró un agujero en un mantel, arrojó una copa de vino a la cara de una prima. Exigía que semanalmente se hiciera un inventario de los manteles, toallas, camisas, ropa interior, objetos de plata y porcelanas que había en el castillo. Cuando Adam Pilitzki se enfadaba, cogía una vara y azotaba a las viejas criadas. Él y su esposa acabaron por dilapidar la gran fortuna que habían heredado. En el vecindario se decía que lo único que quedaba de las joyas de Teresa Pilitzki era una horquilla de oro. Adam Pilitzki no perdía ocasión de vaticinar que Polonia no conocería la paz mientras no se matara a todos los protestantes, cosacos y judíos —sobre todo a estos últimos, que habían sobornado en secreto al traidor Radziszewski y conspiraban con los suecos—. Pilitzki había dado su palabra a los sacerdotes de que, cuando Polonia se viera libre de enemigos, ni un solo judío pondría los pies en sus tierras. Sin embargo, como de costumbre, el conde hizo todo lo contrarío de lo que había prometido. Primero permitió que se instalara un contratista judío, quien pronto empezó a quejarse de que no tenía quorum. Al poco tiempo se autorizó a los judíos a construir una sinagoga. Alguien murió, y hubo que disponer un cementerio. Finalmente, los judíos trajeron un rabino y un matarife, y Pilitz no tardó en convertirse en comunidad judía. Adam Pilitzki maldecía y escupía, pero los judíos habían contribuido mucho a mantenerle a flote. Los judíos se encargaban de que los campesinos labraran la tierra, levantaran las cosechas y segaran el heno. Pagaban a Pilitzki el grano y el ganado en efectivo, repararon el estanque donde el conde almacenaba los peces y construyeron una granja. Hasta introdujeron en la finca panales de miel. Pilitzki ya no tenía que buscar sastre, zapatero, peletero ni campanillero. Los artesanos judíos restauraron su castillo, arreglaron el tejado y reconstruyeron las cocinas. Los judíos podían hacerlo todo: encuadernar libros, reparar los suelos, poner vidrios en las ventanas y enmarcar cuadros. Si alguien caía enfermo, el médico judío le hacía una sangría, le aplicaba sanguijuelas y echaba mano de gran variedad de medicinas. Un joyero judío hizo una pulsera para la condesa Pilitzki y, en lugar de dinero, aceptó un pagaré. Incluso los jesuitas, a pesar de sus denuncias y libelos, trataban con los judíos y se servían de sus habilidades como artesanos.
Al principio, Pilitzki contaba a los judíos que se instalaban en sus propiedades, pero pronto perdió la cuenta. No entendía su lengua y casi no distinguía a un judío de otro. Continuamente advertía:
—Como los polacos no cambien radicalmente, surgirá otro Jmelnitski. De todos modos, el país se hunde.
2
Un día llegaron a Pilitz un hombre y una mujer con sacos al hombro y sendos hatillos en la mano. Los judíos salieron de sus tiendas y talleres para recibirlos. El hombre era alto, de hombros anchos, ojos azules y barba castaña. La mujer, que llevaba pañuelo a la cabeza y era bastante más joven que él, casi parecía gentil. Él se llamaba Jacob. Cuando le preguntaron de dónde procedía, nombró una ciudad lejana. Las mujeres pronto averiguaron que la esposa era muda, y se asombraron de que un hombre tan apuesto hubiese hecho semejante casamiento. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué maravillarse? Los matrimonios se hacían en el cielo. Jacob dijo que su mujer se llamaba Sara, y de inmediato la apodaron Sara la Muda.
Los judíos preguntaron si Jacob era hombre instruido, pues necesitaban un maestro.
—Conozco uno o dos capítulos del Pentateuco —respondió Jacob, titubeando.
—Es todo lo que se necesita.
Era primavera, la época entre Pascua y Pentecostés. Así pues, Pilitz ya tenía escuela. Jacob y su esposa muda fueron alojados en una habitación. Se les prometió una casa si él resultaba ser un buen maestro. Pilitz tenía muchos bosques, y la madera era barata en la ciudad. Al nuevo maestro se le dio una mesa, un escabel y una vara de azotar; él se fabricó un puntero y escribió en un papel las letras del alfabeto. La mayoría de los niños estaba en los primeros grados, y las clases se impartían debajo de un árbol. Jacob y sus alumnos se sentaban a la sombra y él les enseñaba el alfabeto y a leer sílabas y palabras, instruyendo a cada uno de acuerdo con su edad y conocimientos.
Como se construía mucho, por todas partes se apilaban troncos y tablones. Los niños se hacían columpios con trozos de tabla, y casitas con astillas y virutas. El pueblo no tenía maestra, de modo que algunos padres enviaban también a sus hijas para que Jacob les enseñara sus plegarias y un poco de escritura. Las niñas hacían pastelillos de barro y cantaban y bailaban en corro. Los niños y niñas más pequeños jugaban a papás y mamás. El marido iba a la sinagoga a rezar, su esposa le preparaba la cena y se la servía en un plato roto. El pan era un trozo de corteza; la sopa, arena, y la carne, una piña. Jacob extravió su vara de azotar. Nunca pegaba ni castigaba a sus alumnos, sino que les pellizcaba cariñosamente las mejillas o los besaba en la frente. Aquellos niños habían nacido después de la catástrofe.
La comunidad cobró enseguida afecto a Jacob, de quien se compadecía por tener una esposa muda. Cierto que Sara se comportaba como una buena judía —iba al baño ritual, lavaba y salaba la carne, el viernes preparaba el budín del sábado, quemaba un trozo de masa de jalá, bendecía las velas; el Sabbat se la veía en el sector de la sinagoga destinado a las mujeres moviendo los labios como si orara—, pero a veces hacía cosas impropias de la esposa de un maestro: se quitaba los zapatos y andaba descalza, o reía a carcajadas, enseñando unos dientes perfectos, de campesina. Sara la Muda trabajaba con la habilidad de una mujer del campo, partía leña, cuidaba del huerto que había plantado detrás de la casa y lavaba la ropa en el río. Cuando terminaba su colada, ayudaba a otras mujeres que tenían niños pequeños. Era muy fuerte, y trabajaba para todo el mundo —y por nada—. Una vez se desnudó delante de las mujeres y comenzó a nadar en el río. Convencidas de que se ahogaría en el remolino, las mujeres, que no sabían nadar, empezaron a chillar. Pero Sara cruzó el remolino sin ningún temor. Su público quedó atónito. Era muda e inconsciente. Como un animal.
Aquel incidente fue pronto seguido por otro que dio nuevo motivo de murmuración a las gentes de Pilitz. Había empezado la construcción de la casa de Jacob, y en las tareas no sólo ayudaba éste, sino también Sara, a pesar de estar embarazada, pues había dejado de asistir al baño ritual. Jacob iba al bosque, talaba los árboles, pulía los troncos con el hacha y los acarreaba hasta el pueblo. Sara manejaba troncos y tablones igual que un hombre. La casa no costó ni un groschen a la comunidad. Y Jacob tampoco era tan rústico como se creía. Un sábado el lector se quedó sin voz y Jacob leyó el rollo; varias veces se le había visto abrir una Guemará en la casa de estudio. Cuando rezaba, se ponía en un rincón, se balanceaba, y de vez en cuando suspiraba. No hablaba de su pasado, y la comunidad comenzó a pensar que debía de haber perdido a toda su familia en las matanzas. Si alguien trataba de entrar en conversación, él se alejaba diciendo: «Lo pasado, pasado. Hay que empezar de nuevo».
Los hombres lo respetaban y las mujeres lo apreciaban. Los sábados por la tarde, cuando las matronas se reunían a las puertas de las casas, comentaban que Sara la Muda tenía más suerte que seso. Nadie negaba que era joven, bonita y saludable, pero ¿qué podía hacer un hombre con una muda? A un marido le gusta hablar con su mujer y oír sus opiniones. ¡Qué desgracia, Dios no lo permitiese, si el hijo se parecía a la madre! Esas cosas ocurren. Una mujer, reputada por su ingenio, comentó:
—Bueno, no faltará quien afirme que una mujer muda es una bendición. Donde no hay lengua, no hay tormento.
—Bah, palabras.
—Más vale muda que ciega.
—¿Os habéis fijado que cierra los postigos en cuanto oscurece? —preguntó una joven.
—¿Y eso qué demuestra?
—Que lo quiere.
—¿Y quién no iba a quererlo?
Cuando llegaba el Sabbat, Sara la Muda cambiaba su pañuelo por un gorro, calzaba zapatos puntiagudos y se ponía un delantal bordado y un vestido de flores que había traído de lejos. Cuando iba a la sinagoga llevaba el libro de oraciones en una mano y en la otra un pañuelo. (Eso estaba permitido porque el pueblo había sido rodeado con un cerco de alambre que eliminaba la prohibición de transportar objetos en Sabbat). Cuando las mujeres trataban de hablarle por señas, ella sonreía y negaba con la cabeza, como si no las entendiese. Aunque se burlaban, ellas no podían sino reconocer que tenía buenos sentimientos. Visitaba a los enfermos y les friccionaba el cuerpo con trementina y alcohol. Asaba manzanas y ciruelas para repartirlas entre los alumnos de su marido en la tarde del Sabbat. Su vientre se abultaba y las mujeres calculaban que daría a luz hacia Succot o a primeros del mes de Jeshvan.
Y como los mudos también son sordos, las mujeres hablaban sin miramientos en su presencia. Una vez en que Sara estaba sentada ante el libro de oraciones abierto, una mujer comentó:
—Ésa lee como el gallo sacrificial.
—Puede que alguien la haya enseñado.
—¿Cómo se enseña a un mudo?
—Tal vez se quedó muda de un susto.
—No parece asustada.
—Quizá los asesinos le cortaran la lengua.
Las mujeres le pidieron que les enseñara la lengua. Al principio Sara pareció no entender, pero luego se echó a reír, y se le marcaron unos hoyuelos en las mejillas. Sacó una lengua sonrosada, puntiaguda como la de un perro.
3
Lo de fingirse muda no fue idea de Jacob, sino de Wanda, cuando comprendió que aprender el yiddish le llevaría demasiado tiempo; las pocas palabras que sabía las pronunciaba como los gentiles. Hubo que desechar la idea de hacerse pasar por «novia cosaca» que sólo hablaba la lengua de la estepa, ya que tampoco la conocía. No sabía mentir, y no habrían tardado en descubrirla. Ella y Jacob tuvieron que pasar muchas penalidades y peligros hasta que Wanda al fin decidió simular que era muda. Se fueron al lejano Pilitz porque en Lublín y sus alrededores Jacob era muy conocido, pues casi todo el mundo había oído hablar del esclavo al que habían rescatado de su cautiverio. Por la noche, cuando Sara, que era como se llamaba a todas las mujeres que se convertían al judaísmo, cerraba los postigos, Jacob la instruía en su religión. Ya le había enseñado las oraciones y a escribir en yiddish, y ahora los dos estudiaban el Pentateuco, los libros de Samuel y los Reyes, el Código de la Ley Judía, y él le contaba historias de la Guemará y el Midrash. Su diligencia era asombrosa, y su memoria, buena. Muchas de las preguntas que hacía eran las mismas que formulaban los comentaristas. Cuando le hablaba, Jacob no se atrevía a levantar la voz. No sólo temía a los gentiles y sus leyes, sino también a los judíos, que si se enteraban de que su esposa era una conversa lo expulsarían del pueblo. La presencia de Sara en Pilitz representaba un peligro para la ciudad. Si llegaba a conocimiento de las autoridades polacas que una joven cristiana había sido inducida a abrazar el judaísmo, habría represalia. Sólo Dios sabía las acusaciones que les harían. Los curas no necesitaban más que un pretexto. Y si los judíos entraban en sospechas, los ancianos investigarían de inmediato las circunstancias de la conversión y sospecharían con razón que Sara había abjurado de su religión por Jacob —puesto que las cuestiones especulativas poco interesan a las mujeres— y él sería excomulgado.
Los parentescos y alianzas matrimoniales de los hombres cultos inspiraban tanta curiosidad e interés que Jacob prefirió no divulgar que era hombre de estudio, y mantenía escondidos los escasos libros que había llevado consigo. Construyó su casa con gruesas paredes y, oculta al mundo exterior por unos árboles, hizo en ella una pequeña alcoba sin ventanas, donde él y su amada esposa pudieron estudiar en secreto. Sí, habían vivido juntos de manera ilícita, pero después habían observado la ley de Moisés y de Israel poniéndose bajo el dosel. Ahora Sara creía fervorosamente en Dios y en la Torá y obedecía todas las leyes. A veces se equivocaba, hacía las cosas al revés, según su mentalidad de campesina, o hablaba de modo impropio, pero Jacob la corregía suavemente y le hacía comprender la razón de cada ley y cada costumbre. Jacob advirtió que enseñando a los demás también se aprende; al corregir la conducta de Sara, responder a sus dudas y enderezar sus errores se aclaraban para él muchos problemas en los que de otro modo no habría reflexionado. A menudo, las preguntas de ella exigían respuestas que no eran de este mundo. Preguntaba: «Si es pecado matar, ¿por qué permitió Dios que los israelitas hicieran la guerra y matasen a viejos y niños?; si los pueblos no judíos, como el suyo propio, no conocían la Torá, ¿cómo reprocharles que fuesen idólatras?; si el padre Abraham era un santo, ¿por qué echó al desierto a Agar y a su hijo Ismael con un odre de agua?». Sin embargo, la pregunta que con mayor frecuencia se repetía era por qué sufrían los buenos y prosperaban los malos. Jacob le decía una y otra vez que él no podía explicar todos los enigmas del mundo; pero Sara insistía:
—Tú lo sabes todo.
Él le había advertido en muchas ocasiones lo que tenía que hacer en los días impuros, recordándole que mientras menstruaba no estaba permitido que se sentara en el mismo banco que él, cogiera un objeto de sus manos o comiera en la misma mesa a menos que sus platos estuvieran separados por una pantalla. Jacob no debía sentarse en su lecho ni ella en el de él, y ni siquiera los cabezales de las camas podían tocarse durante el período. Pero éstas eran las cosas que Sara olvidaba o pasaba por alto, pues no se avenía a permanecer apartada de Jacob. En pleno período, era capaz de echarle los brazos al cuello y besarlo. Jacob la rechazaba y le decía que la Torá prohibía tales actos, pero ella tomaba a la ligera estas restricciones, y a él le dolía. En asuntos menos importantes se mostraba muy escrupulosa. Sumergía todos los platos en el baño ritual y hacía preguntas sobre la leche y la carne. A veces, olvidando que era muda, rompía a cantar. Jacob temblaba, no sólo por el peligro de que alguien la oyese, sino porque una piadosa hija de Israel no debía incitar a la sensualidad con el sonido lascivo de su voz. Tampoco había consentido que la asistenta del baño le afeitara la cabeza como a las demás mujeres, a pesar de que Jacob se lo había pedido, y ella misma se cortaba el pelo valiéndose de unas tijeras; a veces, algunos rizos asomaban por el borde del pañuelo.
Aunque Jacob había construido una casa, Sara le decía todas las noches que quería marcharse de Pilitz. No podía callar durante toda la vida, y temía por su hijo. A los niños hay que enseñarles a hablar y darles amor. Cuando quería saber si su yiddish había mejorado, Jacob le aseguraba que lo hacía muy bien, pero no era así. Pronunciaba mal, alteraba la construcción de las frases y decía las cosas al revés. A veces, sus errores hacían reír a Jacob. Bastaba oírla pronunciar unas cuantas palabras para comprender que había nacido gentil. Desde que estaba embarazada, Jacob tenía más miedo que nunca. Una mujer en trance de dar a luz es incapaz de contener los gritos. A menos que sufriese en silencio los dolores del parto, Sara se delataría.
Sí, el día en que Jacob salió de Josefov para regresar al pueblo donde había vivido cinco años como esclavo, se echó sobre los hombros una carga que cada día resultaba más pesada. A sus años de esclavitud forzosa seguía ahora una esclavitud que duraría mientras viviese. «La Gehena es para los hombres, no para los perros», había oído decir una vez a un aguador. Sin embargo, aunque él había transgredido la ley, había salvado a un alma de la idolatría. Por la noche, cuando Sara y Jacob estaban acostados en sus camas, colocadas en ángulo recto —la habitación no era lo bastante grande para que una estuviese a los pies de la otra—, cuchicheaban durante horas sin cansarse. Jacob le hablaba de la vida moral, amenizando la explicación con breves parábolas. Ella le hablaba de su amor. A menudo recordaban los veranos que él había pasado en el establo, cuando ella subía la comida. Aquellos días les parecían lejanos y borrosos como un sueño. A Sara le resultaba difícil imaginar que el pueblo aún existía, y que Basha y Antek, y seguramente su madre, vivían en él. Jacob le dijo que, según la ley, ella ya no formaba parte de aquella familia. Un converso era como un recién nacido, y tenía una nueva alma. Sara era como Eva, nuestra madre, que había sido hecha de una costilla de Adán; su marido constituía su única familia.
—Pero mi padre sigue siendo mi padre —replicó Sara, echándose a llorar por Jan Bzik, que tras llevar una vida tan dura estaba enterrado entre idólatras—. Tendrás que hacerle entrar en el Paraíso. Si él no va, yo tampoco.
4
Los campesinos, que en esa época estaban muy atareados en los campos preparando la recolección, apenas llevaban productos a la ciudad. Los buhoneros judíos iban al campo con fardos a la espalda para comprar pollos, mijo y grano. Sara, que necesitaba provisiones, cogió un saco y se fue, a pesar de que Jacob le había dicho que no era ocupación para una mujer embarazada, y mucho menos para la esposa de un maestro. Pero Sara sentía nostalgia de los prados. En cuanto salía de Pilitz, se quitaba los zapatos y se los colgaba del hombro. Las mujeres sonreían burlonamente al verla pasar, preguntándose:
—¿Cómo regateará la muda?
La presunta sordera de Sara hacía que las mujeres no se recataran de hablar mal de ella en su presencia. La llamaban estúpida, golem, simplona. Se compadecían de Jacob por tener en casa a semejante calamidad. Presumían que su padre debía de ser rico y que le habría dado una buena dote para casarla. De todos modos, Jacob era un necio por haber contraído matrimonio con semejante desgraciada. A Sara se le saltaban las lágrimas al oírlo, pero tenía que seguir sonriendo. Los campesinos no disimulaban su desprecio. Se pasaban el dedo por la garganta y señalaban hacia el camino, fingiendo que llegaban los cosacos. Pan Pilitzki, decían, estaba infestando de piojos judíos el país, y profetizaban guerras, epidemias y hambre, la venganza del Cielo por dar cobijo a los asesinos de Dios. A Sara le resultaba difícil permanecer callada.
Por la noche, a solas con Jacob, repetía llorando las palabras de los judíos.
—No debes decir eso —la reprendía Jacob—. Es una calumnia, un pecado casi tan grave como comer cerdo.
—¿De modo que ellos pueden insultarnos y yo he de callar?
—No; ellos tampoco se comportan bien.
—Bueno, pues todos lo hacen, incluso Breina. Y ella es la esposa de un anciano.
—Todos serán castigados en el Cielo. Los libros sagrados advierten que quienes murmuren, se burlen o hablen mal de otras personas, serán arrojados a los fuegos de la Gehena.
—¿Todos?
—En la Gehena no falta el espacio.
—Pues la esposa del rabino también se reía.
—En el Cielo no hay favoritos. Cuando Moisés pecó, fue castigado.
Ella permaneció pensativa.
—No —dijo al fin—, hablar mal del prójimo no puede ser un pecado tan grave como comer cerdo, o de lo contrario nadie se atrevería a hacerlo.
—Ven, te enseñaré lo que dice la Torá.
Jacob abrió el Pentateuco, le tradujo el texto y le explicó de qué modo interpretaba cada pecado la Guemará. Varias veces se acercó a la puerta para asegurarse de que no había nadie escuchando ni mirando por el ojo de la cerradura.
—¿Por qué los judíos obedecen unas leyes y desobedecen otras? —susurró Sara.
Jacob sacudió la cabeza con expresión de tristeza.
—Siempre ha sido así. Los profetas ya lo denunciaban. Por eso fue destruido el templo. Es más fácil no comer cerdo que dominar la lengua. Ven aquí, te leeré un capítulo de Isaías.
Jacob buscó el Libro de Isaías y comenzó a traducir el primer capítulo. Sara lo escuchaba con asombro. El profeta decía lo mismo que Jacob: Dios ya no quería más sacrificios de bueyes ni de corderos; los hombres no debían comparecer ante él con las manos ensangrentadas. El profeta comparaba a los ancianos de Israel con los señores de Sodoma, a la que Dios había destruido. Aunque era tarde, la mecha seguía ardiendo en la vasija, y en torno a la llama volaban las mariposas nocturnas. En el techo tremolaba la sombra de la cabeza de Jacob. Detrás del fogón cantaba un grillo. El miedo y el amor se mezclaban en Sara. Temía al Dios severo que vivía en el Cielo, oía cada palabra y leía cada pensamiento; temía a los campesinos que deseaban volver a matar judíos y a enterrar vivos a los niños, y se preocupaba por los judíos que provocaban al Todopoderoso al obedecer sólo una parte de la Tora. Prometió no repetir las murmuraciones que llegaban a sus oídos, aunque todavía no se lo había dicho todo. En la ciudad se rumoreaba que uno de los comerciantes estafaba en el peso, y que durante las matanzas un hombre había robado a su socio. Sara había oído decir que los judíos eran el pueblo elegido y le hubiese gustado saber por qué se lo favorecía cuando cometían tales delitos. Sin embargo, estaba claro que Jacob era bueno. Si Dios lo amaba tanto como ella, viviría eternamente.
En sus oraciones, Sara decía a Dios que sólo tenía a Jacob, que nunca podría amar a otro hombre. Se había unido a aquella comunidad, pero se sentía extraña en ella. Aunque había huido de los campesinos, no había logrado convertirse en un judío más de Pilitz. Jacob era para ella esposo, padre y hermano. En el instante en que se apagaba la mecha ella lo llamó a su cama.
—Mira la gentil —dijo Jacob en tono de chanza—, ¿no sabes que una hija de Israel no debe ser impúdica, o su esposo se divorciará de ella sin concederle asignación?
—¿Qué le está permitido hacer a una hija de Israel?
Tener hijos y servir a Dios.
Quiero darte una docena de hijos.
Antes de acostarse, él le contaba historias de hombres y mujeres justos. Ella le preguntaba cómo era el Paraíso y qué ocurriría cuando llegara el Mesías. ¿Seguiría Jacob siendo su esposo? ¿Tendrían que hablar hebreo? ¿La llevaría al templo reconstruido? «Cuando llegue el Mesías —le decía Jacob—, cada día será tan largo como un año, el sol brillará siete veces más, y los santos se alimentarán de leviatán y de toro salvaje, y beberán el vino preparado para los días de redención».
—¿Cuántas esposas tendrá cada hombre? —preguntó Sara.
—Yo sólo te tendré a ti.
—Para entonces ya seré vieja.
—Siempre seremos jóvenes.
—¿Qué vestido llevaré?
Para ella, dormir con Jacob representaba un anticipo del Paraíso. A menudo deseaba que la noche no acabara nunca y seguir escuchando las palabras de él y sintiendo sus caricias. Aquellas horas en la oscuridad constituían su recompensa por lo que debía sufrir durante el día. Cuando se dormía, regresaba en sueños a su pueblo natal, entraba en la cabaña donde había vivido, o se veía en la montaña. Sucedían cosas extrañas en las que intervenían Antek, Basha y su madre. Su padre vivía y le daba consejos, y aunque Sara, al despertar, olvidaba sus palabras, el eco de aquella voz perduraba en sus oídos. A veces soñaba que Jacob la abandonaba, y entonces lloraba dormida. Jacob siempre la despertaba.
—¡Oh, estás aquí, gracias a Dios! —exclamaba ella.
Y él sentía en la cara el calor de sus lágrimas.
5
A mediodía entró en la plaza un coche tirado por cuatro caballos, con dos cocheros delante y dos lacayos detrás. Uno de los cocheros hizo sonar el cuerno de caza. Los judíos de Pilitz se echaron a temblar. Pilitzki casi nunca iba al pueblo con tanta pompa, y mucho menos en verano, antes de la recolección. Llevaba la espada al cinto y al parecer estaba ebrio. Saltó del coche y desenvainó la espada gritando:
—¿Dónde está Gershon? Voy a cortarle la cabeza, voy a descuartizarlo y a echar ácido en sus heridas. A él y a toda su familia. Los arrojaré a los perros.
Algunos judíos se escondieron, otros corrieron a echarse a los pies de Pilitzki. Las mujeres empezaron a gemir. Los niños de la clase de Jacob salieron corriendo al oír el tumulto para ver al señor, el coche y los caballos, que erguían la cabeza en su lujoso arnés. Uno de los aduladores de Gershon se apresuró a ir a advertirle de que Pilitzki estaba borracho y lo buscaba. Gershon era el hombre más poderoso de Pilitz, pues tenía arrendados los campos del señorío y los administraba como si le perteneciesen. En el pueblo se le consideraba hombre poco escrupuloso. Se había construido una gran casa y procurado tres yernos, todos de familias ricas, que habían sido designados, respectivamente, rabino, matarife ritual y contratista oficial. El último suministraba la harina en Pascua y había construido la sinagoga. Gershon se reservó el cargo de celador de la sociedad funeraria, y hacía pagar precios exorbitantes por las sepulturas, a pesar de que Pilitzki había donado las tierras para el cementerio. Gershon se encargaba también de recaudar los impuestos, usurpando las funciones de los siete ancianos de la ciudad, a quienes les habían sido conferidas por el Consejo de las Cuatro Naciones. En Pilitz, los impuestos se calculaban con arreglo a la base de que los amigos y aduladores de Gershon pagaban poco o nada, y todos los demás se doblaban literalmente bajo el peso de los tributos. Gershon era un ignorante, pero se había atribuido el título de «nuestro maestro», y no consentía que el cantor entonara las dieciocho bendiciones hasta que él las había dicho para sí. Cuando se le antojaba tomar un baño de vapor a mitad de semana, el asistente de los baños tenía que calentar el agua a expensas de la comunidad.
Las víctimas de sus estafas amenazaban con denunciarlo a Pilitzki y al Consejo de Lublín, pero Gershon no temía a nadie. Tenía amigos en el Consejo y guardaba en su poder un pagaré de mil gulden firmado por Pilitzki. Además, era amigo íntimo de otros hacendados enemigos de éste. Al parecer, Gershon había olvidado que los judíos vivían en el exilio. Sí, Pilitzki le buscaba, y lo mejor que podía hacer Gershon, al decir de sus amigos, era ponerse a cubierto en algún sótano o buhardilla hasta que se calmaran las iras del señor de Pilitz. Pero Gershon no estaba dispuesto a que lo tomasen por cobarde. De modo que se puso su abrigo de seda, su gorro de marta, se ciñó una faja a la cintura y salió al encuentro del conde Adam Pilitzki. Aunque vestía de rabino, Gershon tenía la oronda figura de un carnicero. Su nariz era chata, sus labios gruesos y su vientre abultado como el de una embarazada. Tenía un ojo más grande y situado más arriba que el otro, y unas cejas gruesas e hirsutas. No sólo era agresivo, sino también terco. Cuando pronunciaba un discurso, de cada tres palabras que decía, una era un barbarismo; peroraba hasta que todos se dormían, por lo que la oposición nunca tenía ocasión de expresar su parecer.
Gershon se acercó lentamente a su señor. No iba solo, sino acompañado de su séquito: los carniceros, los tratantes en caballos y los hombres de la sociedad funeraria, quienes obtenían toda clase de prebendas y a los que ofrecía dos banquetes al año. Antes de que Gershon atinara a abrir la boca, Pilitzki le espetó:
—¿Dónde está el toro castaño?
Gershon meditó unos momentos y respondió:
—Lo vendí al carnicero, excelencia.
—¡Judío asqueroso…! ¡Has vendido mi toro!
—Excelencia, mientras tenga en arriendo las tierras del señorío, puedo disponer.
—Conque puedes disponer, ¿eh? ¡Cogedlo! Vamos a colgarlo ahora mismo.
Todos los judíos, hasta los enemigos de Gershon, comenzaron a gritar, horrorizados. Gershon trató de hablar y retrocedió unos pasos, pero los lacayos lo sujetaron.
—¡Traed la cuerda! —ordenó Pilitzki.
Algunos judíos cayeron de rodillas, se postraron y empezaron a hacer reverencias como cuando en la fiesta de Yom Kippur el cantor repite el oficio ritual del antiguo templo de Jerusalén. Las mujeres chillaban. Gershon se debatía. Se le soltó la faja.
—¡Un palo, traedme un palo!
—Podemos colgarlo de la farola, excelencia.
Jacob, a quien los gritos le recordaron el día en que los cosacos habían atacado Josefov, se acercó corriendo. La esposa de Gershon se abrazaba a las rodillas de Pilitzki, que intentaba desasirse y había levantado la espada como si fuera a cortarle la cabeza. Las mujeres se agitaban, revolvían y gritaban como locas. Una se arañaba la cara, otra se cogía los senos, una tercera azuzaba al marido para que hiciera algo. Gershon era un hombre tosco; los judíos de Pilitz no lo querían, pero no podían consentir que se le ahorcara sumariamente. Las nueras de Gershon se abrazaban desconsoladas. El rabino se postró también a los pies de Pilitzki. Se le había caído el casquete, y arrastraba por la tierra sus largos aladares. Era casi como si las matanzas hubiesen empezado otra vez. En lugar de desarmar a los criados de Pilitzki, lo cual habrían podido hacer fácilmente, los acólitos de Gershon estaban boquiabiertos y paralizados de asombro ante su propia impotencia. Pero ¿cómo iba un judío a desafiar a un noble polaco? Entonces, de la casa de estudio salió el bedel portando el Santo Rollo, como si ello fuera a calmar el furor de Pilitzki. Unos gritaban al anciano que se acercara, otros le hacían señas de que retrocediera, escandalizados por el sacrilegio. Él vacilaba, tambaleándose sobre sus flacas piernas, como a punto de a caer. Al verle oscilar así, un clamor de lamento se elevó del pueblo. Jacob estaba atónito; comprendía que no debía hablar, pero sabía que no podría permanecer callado. Se adelantó rápidamente hacia Pilitzki y se quitó el sombrero.
—Excelencia, no se mata a un hombre porque ha vendido un toro.
En la plaza se hizo el silencio. Todos sabían que Gershon había declarado la guerra a Jacob debido a que éste había ocupado el puesto del lector. A Gershon no le gustaban los hombres cultos; si hubiera sabido que Jacob era un hombre capaz de entender tanto un texto como las notas al pie, jamás habría consentido en su nombramiento. Ahora Jacob salía en su defensa. Pilitzki, desconcertado, miró fijamente a ese otro judío.
—¿Quién eres?
—Soy el maestro.
—¿Cómo te llamas?
—Jacob.
—¡Ah! ¿Así que tú eres el que robó a Esaú la primogenitura? —dijo Pilitzki, y soltó una carcajada inhumana.
Al oír la risa del conde de Pilitz, todos la corearon, tanto los hombres de éste como los habitantes del pueblo. ¿Se trataría acaso de una de esas bromas que los terratenientes polacos gastaban a sus arrendatarios judíos? Aquellas bromas inspiraban terror a éstos, pues muchas terminaban de manera desastrosa. Pero los hombres seguían sujetando a Gershon, que era el único que no se reía. Sus ojos, del color del ámbar, no habían perdido ni un ápice de arrogancia, y por entre el mostacho se veía su grueso labio contraído en una torva mueca que dejaba al descubierto unos dientes separados y amarillos. Semejaba un animal acosado a punto de sucumbir en una pelea con un adversario más fuerte. Pilitzki se retorcía de risa, daba palmadas, se cogía las rodillas y jadeaba. Los que se habían arrodillado se pusieron en pie y, aliviados, empezaron a aullar con frenesí. Hasta el rabino se echó a reír. Las mujeres se abrazaban, trémulas, llorando de risa.
—Mommalas, poppalas, tsitselas —gritó Pilitzki en tono burlón, y volvió a carcajearse, y toda la comunidad lo coreaba. Cada rostro presentaba una expresión, una mueca particular. Al ver a una vieja que había perdido el gorro y exhibía una cabeza tan mal rasurada que semejaba la piel de una oveja recién esquilada, las mujeres se echaron a reír otra vez, pero ahora su risa era auténtica.
De pronto, todos callaron. Pilitzki soltó una carcajada final y volvió a arrugar el ceño.
—¿Quién eres y qué haces aquí? —preguntó a Jacob—. Contesta, judío.
—Soy el maestro, excelencia.
—¿Y qué enseñas? ¿Cómo robar al amo? ¿Cómo envenenar los pozos? ¿Cómo usar sangre de cristianos para preparar pan ácimo?
—Dios nos libre, excelencia. La ley judaica lo prohibe.
—¿Que lo prohibe? Ya lo sabemos, ya. Vuestro maldito Talmud os enseña a engañar a los cristianos. Os han echado de todas partes, pero el rey Casimiro os abrió nuestras puertas de par en par. ¿Y cómo nos lo pagáis? Habéis establecido aquí una nueva Palestina. Nos ridiculizáis y nos maldecís en hebreo, escupís en nuestras reliquias y blasfemáis contra nuestro Dios diez veces al día. Jmelnitski os dio una lección, pero no tuvisteis bastante. Amáis a todos los enemigos de Polonia, sean suecos, moscovitas o prusianos. ¿Quién te ha dado permiso para venir aquí? —gritó agitando un puño hacia Jacob—. Esta tierra es mía, no vuestra. Mis antepasados vertieron su sangre por ella. No quiero que enseñes a los niños judíos a profanar mi patria. Ya tenemos bastantes parásitos. Estamos más muertos que vivos.
Pilitzki interrumpió su invectiva. Echaba espuma por la boca. Los judíos se miraron de nuevo unos a otros, llenos de pánico. Algunos comenzaron a inclinarse, dispuestos a echarse una vez más al suelo para pedir clemencia. Los ancianos se hacían señas. El rabino recogió su casquete y se lo puso, sucio como estaba. La mujer que había perdido el gorro se lo caló, aunque torcido, con el adorno de cuentas encima de una oreja. Los hombres de Pilitzki volvieron a sacudir a Gershon, como si quisieran soltarle la ropa. El bedel seguía tambaleándose, sujetando el rollo. Evidentemente, aquello acabaría mal. Hombres y mujeres iban separándose de la multitud y desaparecían, unos en sus tiendas, otros en sus casas, y se encerraban.
—¡No huyáis, judíos! —gritó Pilitzki—. No tenéis escapatoria. Os estrangularé allí donde os encuentre. Cuando termine con vosotros, maldeciréis el día en que vuestra desdichada madre os sacó de su podrido vientre.
—Magnánimo señor, no escapamos. Poderoso benefactor, esperamos vuestra licencia.
—¡Te he hecho una pregunta! —gritó Pilitzki volviéndose hacia Jacob—. ¡Contesta!
Jacob no recordaba qué le había preguntado. Pilitzki tendió el brazo como si quisiera agarrarlo por el cuello de la camisa, pero el maestro era demasiado alto para él.
—Perdón, excelencia. —Jacob inclinó la cabeza—. He olvidado la pregunta.
Pilitzki, que también la había olvidado, se mostró confuso. Había observado que, a diferencia de los demás, aquel judío hablaba bien el polaco. Su cólera se disipó y sintió algo parecido a la vergüenza por haber hecho semejante escena ante aquellos desgraciados, supervivientes de las matanzas de Jmelnitski. Siempre se había considerado un hombre magnánimo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y a su mente acudieron plegarias a Jesús y a los apóstoles. Desde que era un muchacho tenía la certeza de que moriría joven; una adivina le había vaticinado una muerte prematura. Ahora buscaba la mejor forma de poner fin a semejante saturnal. En su turbulento espíritu se mezclaban la contrición y la cólera. ¿Debía pedir perdón a los judíos, ese pueblo voluntarioso elegido por Dios? Notaba un regusto amargo en la boca y un cosquilleo en la nariz. «Yo no haría nada de esto si mi vida no fuese un caos —pensó—. Esa maldita me ha perdido». De pronto, sintió el impulso de arrojar monedas a la multitud. Eso les demostraría que no era un Amán. Pero cuando metió la mano en el bolsillo, recordó que no tenía ni un groschen, y entonces se compadeció de sí mismo. «Esto es lo que esos judíos han hecho conmigo —pensó—, chuparme la sangre hasta dejarme seco». Reparó en el viejo bedel, que seguía tambaleándose con el Santo Rollo al hombro, y gritó:
—¿Por qué habéis sacado el rollo? ¿De qué va a serviros? Sería mejor que practicarais lo que dice en lugar de usarlo para disimular vuestros delitos. ¡Llévalo otra vez a la sinagoga, granuja!
—¡Guarda el rollo! —imploraron varias voces—. ¡Guarda el rollo!
El señor de Pilitz se había ablandado, y los judíos lo advirtieron. El bedel llevó el rollo a la casa de estudio con paso vacilante. Pero los hombres todavía sujetaban a Gershon, por si su amo cambiaba de opinión. Pilitzki paseó una torva mirada por la multitud, como si buscase otra víctima. En ese momento entró en la plaza Sara la Muda con un haz de hierbas en el delantal. Como se encontraba en el campo, no había oído el tumulto provocado por la llegada del conde y no sabía lo ocurrido. Vio el coche y los caballos, vio a los hombres de Pilitzki, al propio Pilitzki y a Jacob, que, con el sombrero en la mano, se mantenía en actitud humilde delante del señor de Pilitz. Sara levantó los brazos, soltó un grito y las hierbas que llevaba en el delantal cayeron al suelo. Había ocurrido lo que temía desde hacía tiempo. Sus pesadillas constituían presagios infalibles. Se abrió paso entre la gente hacia donde estaba Jacob y se arrojó a los pies de Pilitzki gritando frenéticamente. El conde palideció y retrocedió unos pasos. Ella lo siguió, arrastrándose, cogida a sus rodillas.
—Ten piedad, Pan —imploró en polaco—. Misericordia, buen señor. Él es todo cuanto tengo. Llevo un hijo suyo en las entrañas. Mátame a mí en su lugar. Mi cabeza por la de él. Déjalo en libertad Pan, déjalo.
—¿Quién es esta mujer? Levántate.
—Perdónalo, señor. Perdónalo. No ha hecho nada malo. Es bueno, señor, un santo.
Jacob se inclinó para levantarla y, de pronto, se detuvo aterrado. Hasta aquel momento no reparó en que Sara, al hablar, acababa de delatarse. En la confusión, nadie parecía comprender lo ocurrido. Los hombres enarcaban las cejas y extendían los brazos, las mujeres se cogían la cabeza. Los criados de Pilitzki soltaron a Gershon. Incluso los caballos, que hasta entonces habían estado absortos en equinas meditaciones ajenas a las luchas de los hombres, volvieron la cabeza. Gershon estaba asombrado y ofendido. Como suele ocurrir a los hombres dominantes, le mortificaba que ocurrieran cosas que escapaban a su control y comprensión. Una mujer se llevó las manos a las mejillas y exclamó:
—¡Ahora sí que lo he visto todo!
—¿Qué es esto? ¿Quién es esta mujer? —exigió saber Pilitzki.
—Es una muda, excelencia.
—¿Qué? ¿Muda?
—Más muda que un pez, señor. Sorda y muda.
—Sí, excelencia, muda. Muda.
Los gritos llegaban de todas las direcciones.
—Eh, rabino, ¿es eso verdad? ¿Es muda esta mujer? —preguntó Pilitzki volviéndose hacia el rabino.
—Sí, excelencia. Es la esposa del maestro. Es sordomuda. Esto es un milagro.
—Hijos, me desmayo.
Una mujer cayó al suelo.
—¡Socorro! ¡Agua, agua!
—¡Oh, Dios mío!
Otra mujer se desmayó también.
Jacob se inclinó y levantó a Sara, que se apoyó flácidamente en su hombro, sollozando, sujeta por su brazo. Pilitzki descansó la mano en el puño de la espada.
—¿Qué es esto, judío? ¿Una farsa?
—No, excelencia. Es sorda y muda. Sorda como una tapia y muda como un pez.
—Sí, señor, todos sabemos que es muda —atestiguaron varias voces.
—¿Estaríais dispuestos a jurarlo?
—No inventamos nada, señor.
—Tú, judío, ¿de verdad es muda tu mujer?
—Sí, excelencia.
—¿Y siempre lo ha sido?
—Desde que nos casamos.
Jacob no consideraba que eso fuese una mentira, ya que Sara había asumido su papel antes de contraer matrimonio. A su alrededor, las mujeres gritaban que en efecto así era, y por sus maridos y sus hijos juraban que aquélla era Sara la Muda y que todos sabían que no podía hablar. Los hombres de Pilitzki contemplaban la escena boquiabiertos, mientras su amo meditaba sobre tan extraño suceso.
—Judíos, no creo ni una palabra de lo que decís. Es otro de vuestros embustes. Pretendéis ponerme en ridículo. Recordad que si mentís os desollaré vivos y prenderé fuego a la sinagoga con todos vosotros dentro. Os voy a asar lentamente como que me llamo Adam Pilitzki.
—Excelentísimo señor, os decimos la verdad.
6
Pilitzki comprendió que los judíos no mentían. Estaba claro, por sus caras de asombro, que se hallaba ante un milagro. Adam Pilitzki llevaba esperando uno desde que habían empezado las guerras y las invasiones. Se necesitaba un milagro para salvar Polonia. La resistencia del prior Chodecki en Czestochowa y la campaña de Stefan Czanecki contra los suecos, que habían aglutinado a los ejércitos polacos y reavivado la causa del catolicismo, parecieron ser ese milagro. De pronto se anunciaban por doquier nuevas maravillas. Una imagen de la Virgen había derramado lágrimas verdaderas, que la gente del pueblo había recogido en un cáliz de plata. En las torres de las iglesias, las cruces de piedra ardían a medianoche. Ejércitos de muertos, vestidos con los uniformes de cien años atrás, marchaban contra los enemigos de Polonia y los desalojaban de posiciones fortificadas. Se veía galopar a fantasmagóricos jinetes. Héroes legendarios, con casco y coraza, mandaban cargas de caballería blandiendo lanzas y espadas. Monjas y frailes que gozaban del Paraíso desde hacía muchos años, volvían en carne mortal y vagaban por el país consolando a la gente y exhortándola a rezar.
Aquí la campana de una iglesia tañía sola, allí un viejo carruaje bajaba una pendiente y desaparecía a través de un muro. Los pájaros hablaban con voz humana, y un perro había librado de una emboscada a un batallón. En un pueblo había llovido sangre, y en otro peces y sapos. En una iglesia en que faltaba el vino para la misa, y la Madre de Dios había abierto los labios y de ellos había brotado el vino. Una vieja casi ciega había visto navegar por el cielo un barco flameante que hacía ondear la bandera polaca. Esas señales y prodigios habían revigorizado el espíritu de la nación y fortalecido su fe.
Sin embargo, Adam Pilitzki no había visto ningún milagro, y eso le contrariaba. El diablo subvertía y negaba los milagros de Dios de mil maneras; en todo corazón se ocultaba un germen de duda. Muchas veces, cuando Pilitzki no lograba dormir pensando en lo que ocurría en el país, Lucifer se acercaba a él y le susurraba al oído: «¿Acaso no hablan todos de milagros? Los ortodoxos griegos, los protestantes y hasta los infieles turcos. ¿Cómo se explica el hecho de que Dios cabalgue a veces con los protestantes y les dé la victoria? ¿Por qué no les envía las plagas de Egipto o derrama sobre sus cabezas una lluvia de piedras como la que cayó sobre Gog y Magog?». Pilitzki escuchaba a Lucifer; en el fondo, tal vez creyera que el hombre no es más que un animal que vuelve al polvo, y por eso disculpaba los desafueros de su esposa.
La rebelión de sus siervos y la crueldad con que la había sofocado fueron nuevas causas de mortificación para su espíritu. Sabía que por su culpa sufrían viudas y huérfanos. Por las noches, soñaba con cadáveres de ahorcados, con los pies azulencos, los ojos vidriosos y la lengua fuera. Tenía calambres, jaquecas y picores. Había días en que pedía la muerte o pensaba en el suicidio. Ni el vino ni el vodka lo calmaban ya, ni los placeres de la carne eran tan intensos. Constantemente buscaba nuevas sensaciones para prevenir la impotencia. Era tal la perversión de Teresa, la muy bruja, que ahora sólo sus infidelidades conseguían despertar el deseo de Adam. La obligaba a describir detalladamente sus aventuras, y cuando ella agotaba el repertorio, le exigía que inventase otras. Marido y mujer se habían arrastrado mutuamente a un sórdido laberinto de vicios. Uno alcahueteaba para el otro y viceversa. Ella lo observaba mientras él pervertía a las campesinas, y él la espiaba cuando ella estaba con sus amantes. Él la había amenazado muchas veces con matarla, y ella, entre bromas y veras, le decía que le echaría veneno en la comida. Pero los dos eran muy piadosos, se confesaban, encendían cirios y daban dinero para la construcción de iglesias y monumentos religiosos. Muchas veces, al abrir la puerta de su oratorio privado, Adam Pilitzki se encontraba a Teresa arrodillada ante el altar, estrechando un crucifijo contra su pecho y con las mejillas bañadas en lágrimas.
Teresa hablaba de entrar en un convento, y Pilitzki pensaba en hacerse fraile.
El conde nunca hubiera logrado describir los tormentos que había padecido durante los últimos años. Sólo Dios, que conoce las tentaciones y los peligros que acechan al hombre, y que mira compasivamente las debilidades y locuras de sus criaturas, sabía lo mucho que la vergüenza y el remordimiento le habían hecho sufrir. Lo que necesitaba el señor de Pilitz era una señal de que un ojo sobrenatural lo contemplaba, una prueba de que algo más que el ciego azar gobernaba el mundo. Por lo visto, el Cielo al fin había decidido poner fin a sus dudas.
Pilitzki contempló a Jacob y Sara, que abrazaba a su marido. No; aquello no era un engaño. Veía el modo en que se miraban unos a otros los judíos, y observaba las miradas de incredulidad que dirigían a la pareja. Sintió un nudo en la garganta; tenía que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar. Luego, al recordar que la muda había llamado «santo» a Jacob, dijo con voz firme:
—Perdóname, Jacob, no quise insultarte. Si realmente eres santo como afirma la muda, te respeto aunque seas judío.
—Bondadoso señor, yo no tengo nada de santo, soy un hombre normal, un judío como cualquier otro, acaso peor que muchos.
—Todos los santos son modestos. Eh, vosotros, soltad a ese granuja de Gershon. Ya le ajustaré las cuentas en otra ocasión. Has dejado de ser mi arrendatario, Gershon. No vuelvas a poner los pies en mis tierras ni te presentes ante mí, o soltaré a los perros.
—Su excelencia me debe dinero —dijo Gershon. No le temblaba la voz, y por su actitud se veía que no temía la cólera de los grandes señores—. Yo he arrendado las tierras del señorío. Tengo en mi poder el contrato y vuestro pagaré.
—¿Eh? Tú no tienes nada, judío. Con esos papeles puedes limpiarte…
—Eso no es justo, señor. La palabra de un hombre es sagrada. En Polonia hay tribunales.
—¿Pretendes llevarme ante los tribunales, judío? ¡Estás loco! Ya estarías colgado del extremo de una cuerda y los pájaros picotearían la carne de tu cabeza, como dice la Biblia, de no ser por lo que acaba de ocurrir. ¡Ladrón, estafador! Me han dicho que robas hasta a los judíos. Ya me enteraré y me ocuparé de que seas castigado. Y en cuanto a los tribunales, no temo a nadie. Yo soy el tribunal, la ley y la autoridad suprema en mis tierras. Polonia no es Francia, donde el rey tiraniza a los nobles. Aquí nosotros tenemos más poder que el rey. Ponemos reyes y los quitamos. Consérvalo en la memoria, y conservarás la cabeza sobre los hombros.
—Yo pagué por el contrato.
—Lo que pagaste, ya te lo has cobrado con creces. No quiero más tratos contigo. Fuera de aquí, si no quieres que te rompa todos los huesos.
Hubo un murmullo entre los judíos. Los amigos y parientes de Gershon rogaban a éste que se fuera de la plaza de inmediato. Su esposa y su hija le tiraban de las mangas y le suplicaban que entrase en casa. Pero Gershon sacudía la cabeza y arrugaba la nariz. A pesar de que un judío nada podía hacer contra un noble, Gershon no tenía intención de dejarse arruinar sin pelear. Tenía amigos que eran más ricos e influyentes que Pilitzki. Sabía que el señor de Pilitz había infringido todas las leyes de la Iglesia y del Estado. Además, estaba metido en pleitos que amenazaban con llevarlo a la ruina. La aristocracia todavía observaba su código y exigía que los pagarés y los contratos fuesen atendidos, incluso los extendidos a los despreciables judíos. Gershon dio un paso adelante.
—Yo conservaré el arrendamiento hasta que venza el contrato.
—Tú no eres más que un perro muerto.
Adam Pilitzki giró bruscamente, desenvainó la espada y se abalanzó sobre Gershon. Los judíos chillaron.