1
Jacob fue de Lublín a Cracovia en carro. Luego se vistió de campesino y, a pie, se dirigió hacia las montañas. El saco que llevaba a la espalda contenía pan, queso, el libro y el chal de oraciones, filacterias, un tomo de la Mishná y regalos para Wanda: un gorro de matrona, un vestido y un par de zapatos. Había trazado sus planes de antemano; evitaría el camino real y seguiría las sendas que se internaban en los bosques. Jacob salió de Cracovia cuando el sol se había puesto. Anduvo toda la noche, consciente de los peligros que lo rodeaban. Las montañas estaban infestadas de fieras y bandidos; se acordaba de las historias que Wanda le había contado sobre vampiros disfrazados de gatos y de yeguas, o brujas que galopaban en la oscuridad cometiendo malas acciones.
Los caminos eran peligrosos por la noche. Jacob lo sabía. La Hija del Rey, la más repugnante de las hechiceras, confundía a los viajeros y los precipitaba en los pantanos. Las ninfas diabólicas habitaban las cuevas y los troncos huecos. Ygeret, Majlat y Jibta extraviaban a los viajeros y los inducían a cometer acciones impuras. Jabriri y Briri contaminaban las aguas de las fuentes y los ríos. Zajulfi, Jejnufi y Mijiaru, supervivientes de la generación que levantó la Torre de Babel, confundían las lenguas de los hombres, los hacían enloquecer o los llevaban a las montañas de la noche. El deseo de ver a Wanda, sin embargo, hacía que Jacob lo arrostrara todo. Aunque el viaje debía conducirlo al pecado, cantaba salmos y pedía a Dios que lo preservara del mal. Sus últimos estudios de la Cabala le habían revelado la doctrina de que todo deseo es de origen divino, incluso el de Zimri por Kozbi, la hija de Zur. La cópula era el acto universal que inspiraba todas las cosas; la Tora, la oración, los Mandamientos y hasta los sagrados nombres de Dios representaban una conjunción misteriosa de los principios masculino y femenino. Jacob no se cansaba de buscar justificaciones: un alma se salvaría de la idolatría; su descendencia no se mezclaría con la de Esaú. Actos tan virtuosos, a la fuerza tenían que inclinar la balanza en su favor.
Aquella noche de verano pasó casi sin que Jacob lo advirtiese. Cuando salió el sol, se vio en un bosque, cerca de un arroyo. Se lavó las manos, recitó la Shemá y pronunció la oración de la mañana, con chal y filacteria. Desayunó pan, queso seco y agua, y, después de dar gracias, apoyó la cabeza en el saco y se quedó dormido. Muchas veces había reparado en la analogía existente entre él y el Jacob de la Biblia. Éste, por el amor de Raquel, se fue de Berseba a Harán y trabajó siete años para conseguirla. ¿No era ella hija de un pagano?
Despertó con estos pensamientos y reanudó la marcha, remontando el curso del arroyo, entre hongos y matas de zarzamoras, observando cuáles eran las plantas comestibles. No estaba seguro del camino, y para orientarse buscaba los cortes que los montañeses hacían en los troncos de los árboles. Muy cerca mugían vacas y se veían hogueras. Mientras el camino subiera, lo llevaría hacia Wanda.
Mediada la tarde, cuando el sol se desplazaba ya hacia poniente, se le apareció de pronto, como surgida del suelo, una figura extraña. Era un hombre de barba blanca, blusa parda y botas de fieltro que llevaba colgado del cuello un rosario con un crucifijo. Se detuvo delante de Jacob, apoyándose en un báculo.
—¿Adónde te diriges, hijo? —le preguntó.
Jacob le dijo el nombre del pueblo.
—Es por ahí —le informó el anciano, señalando el camino.
Antes de irse, bendijo a Jacob. De no ser por el crucifijo, habría pasado muy bien por el profeta Elías. Aunque, pensó Jacob, tal vez fuera emisario de Esaú, enviado por los poderes que querían que judíos y gentiles se mezclaran. Jacob se encontraba ya cerca del pueblo, y apretó el paso. Sentía angustia: Wanda podía haberse casado o haber enfermado, Dios no lo permitiera, o haber muerto. O estar enamorada de otro. El sol se puso, y aunque era verano, el tiempo refrescó. De las montañas se elevaban columnas de bruma. A lo lejos planeaba un gran pájaro, tal vez un águila, sin mover las alas, como si la Cábala lo mantuviera en el aire. Apareció la luna y, una a una, como velas que fueran encendiéndose, empezaron a brillar las estrellas. De pronto se oyó una especie de rugido. ¿Sería una fiera, o quizás el viento?, se preguntó Jacob. Aunque dispuesto a pelear, reconoció que la Providencia estaría justificada al permitir que un predador lo destruyera. ¿Merecía él algo mejor?
Se detuvo y miró alrededor. Estaba tan solo como el padre Adán, no se advertían señales del hombre ni de sus obras. Los pájaros callaban y sólo se oía el canto de los grillos y el murmullo de un arroyo. Una brisa helada llegaba de la montaña. Jacob respiró profundamente, saboreando los olores familiares. ¡Qué extraño, cómo había echado de menos no sólo a Wanda, sino todo aquello! El aire enrarecido de Josefov resultaba insoportable: las ventanas, siempre herméticamente cerradas, y nada más que libros, a todas horas. Aunque estaba cansado a causa de la caminata, se sentía revitalizado por el viaje. El cuerpo había que ejercitarlo también, al igual que el alma. Era bueno para el hombre acarrear pesos, cortar leña, correr, sudar, sentir hambre, sed y cansancio. Levantó la mirada y vio que aparecían más estrellas, grandes y brillantes, allá sobre la montaña. Jacob percibía todos los engranajes celestes que conducían a cada astro por su órbita, haciéndole cumplir su misión. Los pensamientos que lo asaltaban cuando era un niño volvieron a él. Suponiendo que tuviera alas y volase siempre en la misma dirección, ¿llegaría al confín del espacio? Pero ¿cómo era posible que terminase el espacio? ¿Qué había más allá? ¿Acaso era infinito el mundo material? Y si lo era, si el infinito se extendía hacia el este y hacia el oeste, ¿cómo podía haber un doble infinito? ¿Y el tiempo? ¿Cómo era posible que Dios, aun siendo Dios, no hubiera tenido principio? ¿De qué modo se podía ser eterno? ¿De dónde procedían las cosas? Se trataba de preguntas impertinentes, lo sabía, no estaba permitido el formulárselas, pues conducían a la herejía y a la locura.
Siguió andando. ¡Qué extraño y débil era el hombre! Rodeado de eternidad, entre potestades, ángeles, serafines, querubines, mundos arcanos y misterios divinos, y cuanto deseaba era la carne. Sin embargo, la pequeñez del hombre no resultaba menos maravillosa que la grandeza de Dios.
Hizo un alto, sacó de la bolsa un trozo de queso seco y comió. ¿Encontraría ese día a Wanda, o tendría que esperar al siguiente? Temía a los campesinos y a sus perros. Empezó a murmurar oraciones; el esclavo volvía a la esclavitud; el judío se uncía nuevamente al yugo de Egipto.
2
Jacob entró de noche en el pueblo, por los campos y pastizales que se extendían detrás de las chozas. La luna se había ocultado ya, pero había claridad suficiente para distinguir cada casa y cada granero. También se veía la montaña en que había pasado cinco veranos, y constantemente levantaba la mirada hacia ella. Aquellos años se le antojaban un sueño, un milagro lejano, un interludio provocado por artes de hechicería. Gracias a Dios, los perros dormían. A Jacob ya no le pesaban los pies, sus pasos eran ligeros como los de un fauno, y su cuerpo, ingrávido por falta de alimento. Echó a correr por la pendiente hacia la cabaña de Jan Bzik, sin más deseo que encontrar a Wanda. ¿Estaría en la casa? ¿En el granero quizá? ¿Se habría ido a casa de Antek? Pensó en su propia vida, y se sintió admirado de cuanto le había ocurrido. Lo habían esclavizado, habían aniquilado a su familia, y ahora, disfrazado de campesino, iba en busca de su amada. Parecía una de aquellas baladas que cantaban sus hermanas cuando su padre no estaba en casa, pues en su presencia no se atrevían, ya que sabían que él consideraba lasciva la voz femenina.
Jacob se detuvo y trató de recobrar el aliento. Allí estaba la cabaña dejan Bzik. Le temblaban las piernas. Distinguía todos los detalles: el techado de paja, las ventanas, el granero, hasta el tronco en que partía la leña. La perrera parecía vacía. Se acercó sigilosamente al granero y percibió un olor familiar. ¿Se encontraría Wanda allí dentro? ¿Podía confiar en que no se pusiera a gritar, despertando así a todo el pueblo? Recordó la señal que habían convenido durante los meses en que él temía que Antek o Stefan lo atacaran: tres golpes, dos fuertes y uno suave. Hizo la señal. No hubo respuesta. Hasta aquel momento no había comprendido lo peligroso de su empresa. ¿Y si lo descubrían? Tal vez lo mataran por ladrón. Y aunque encontrase a Wanda, ¿adónde irían? Aquella aventura lo exponía a un peligro constante. Los cristianos quemaban a los gentiles que se convertían en judíos. Y tampoco los judíos aceptarían a la conversa. Aún estaba a tiempo de retroceder. Lo ahogaba la angustia. ¿Adónde lo había conducido la pasión? Lentamente, empujó la puerta del granero, mientras se defendía pensando: «Ya no soy responsable de mis actos». Oyó una respiración. Allí estaba Wanda. Con las manos preparadas para taparle la boca si gritaba, se acercó a ella. Entonces la distinguió en la oscuridad: dormía sobre la paja, con los pechos descubiertos, medio desnuda. Él recordó la historia de Rut y Booz. Estaba despierto y, no obstante, soñaba. Dejó el saco en el suelo.
—Wanda.
Cesó la respiración.
—Wanda, no grites. Soy yo, Jacob… —No acabó la frase. Le resultaba imposible hablar.
—¿Quién es? —suspiró ella.
—Jacob. No grites.
Gracias a Dios, no gritó; pero se incorporó bruscamente, como el que delira de fiebre.
—¿Quién es? —repitió, sin comprender.
—Jacob. He venido a buscarte. No grites.
Sin embargo, gritó. Jacob se estremeció al oírla y pensó que los de la casa debían de haberla oído. Se echó sobre ella y, forcejeando en la oscuridad, consiguió taparle la boca. Wanda se desasió y se puso en pie. Jacob volvió a sujetarla, mientras miraba hacia la puerta, esperando ver aparecer por ella a los campesinos.
—Quieta —le dijo, jadeando—. Me mataran. Vengo a buscarte. No conseguía borrarte de mi pensamiento.
Sin darse cuenta de lo que hacía, la abrazaba con fuerza. Quedarse allí representaba un peligro. El granero era una trampa. Jacob sudaba y respiraba entrecortadamente. El corazón le latía con fuerza.
—Tenemos que marcharnos de aquí mientras aún sea de noche —susurró.
Ella ya no se debatía, sino que se abrazaba a él, tiritando como si fuese invierno.
—¿Eres tú de verdad? —la oyó murmurar.
—Sí, soy yo. Rápido, vámonos.
—Jacob, Jacob.
El grito debió de pasar inadvertido, ya que no acudió nadie. Aunque tal vez los campesinos acecharan fuera. De pronto él reparó en que aquélla no era la Wanda de sus sueños. No parecía que fuese a tener un hijo. El sueño lo había engañado. Abrazada a su cuello, ella gemía igual que un animal herido, repitiendo: «Jacob, Jacob…». Él no dudaba de que lo había echado de menos, pero ahora cada minuto contaba. Una y otra vez le repetía que se vistiera rápidamente y se fuera con él. La cogió de las muñecas, la sacudió y le imploro que no se demorase, pues ambos corrían grave peligro. Ella lo atrajo otra vez hacia sí, mientras murmuraba algo que él, nervioso, no lograba entender.
—Tenemos que irnos —advirtió.
—Un minuto.
Ella dio media vuelta y salió del granero corriendo. Jacob la vio entrar en la casa y se preguntó si se lo diría a la vieja. Cogió el saco y salió al aire libre, listo para echar a correr hacia los campos si surgían problemas. Le resultaba difícil creer que la mujer a la que habla despertado fuese Wanda. Estaba más delgada y hasta parecía más pequeña que antes, más niña que mujer. Fuera estaba oscuro y silencioso -era ese momento que precede al alba, cuando la noche roza el día-. El cielo, la tierra, las montañas aguardaban expectantes.
Aunque todavía estaba trastornado y aterrado por lo que acababa de hacer, Jacob también sentía un silencio dentro de sí. Su mente estaba yerta. El resultado de aquella aventura había dejado de preocuparle. Su suerte estaba decidida. Se encontraba más allá de la libertad; era él, y a la vez era otro. Aquella zona de silencio que se había formado en su interior vigilaba como si sus actos fuesen los de un extraño.
Esperó. Wanda no volvía. ¿Habría decidido no irse con él? Al otro lado de las montañas ya debía de haber salido el sol. Lo envolvía la fría oscuridad del amanecer. De pronto, Wanda salió corriendo de la cabaña. Calzaba zapatos y llevaba un pañuelo en la cabeza y un saco a la espalda.
—¿Las has despertado? —preguntó él.
—No, duermen como leños.
3
Para salir del pueblo, Wanda tomó por un camino distinto del que pensaba Jacob. Corría delante de éste igual que una sombra, casi invisible en la oscuridad. A él le temblaban las piernas de tanto andar y dormir tan poco. Tropezaba con las piedras y se metía en las zanjas. Quería pedirle que no corriese tanto, pero no se atrevía a alzar la voz. ¿Cómo era posible que fuese tan deprisa, cargada con aquel saco? Estaba aturdido, como si soñara. Retrocedió sobresaltado al ver que algo surgía ante él en la oscuridad, pero la imagen se desvaneció al instante. Una voz extraña comenzó a hablar en su interior. Sucedían cosas raras, pero Jacob no sabía cuáles. ¿Se había vestido Wanda y hecho el hato sin despertar a su madre ni a su hermana? Se le ocurrió la disparatada idea de que tal vez las hubiera estrangulado.
En aquel momento, un fragmento de día se posó sobre las montañas y las hizo brillar. El cielo enrojeció hacia el este y el sol se alzó tras los picachos. Jacob alcanzó a Wanda y vio que se hallaban en la linde del bosque, cerca de un prado. Ella llevaba el pañuelo con cenefa y el delantal floreado con los que se le había aparecido en el sueño. Sí, había cambiado, estaba delgada y demacrada. Aunque la luz del sol le teñía de rojo la cara, su tez estaba pálida como la de una tuberculosa. Sus ojos parecían mucho más grandes y abultados. Ahora resultaba aún más difícil comprender cómo podía correr tanto.
—Paremos un momento —propuso él.
—Aquí no, en el bosque —respondió ella en voz baja.
Sin embargo, no se detuvieron al entrar en el bosque. Entre los árboles, la figura de Wanda se hizo todavía más huidiza, y Jacob temió perderla de vista. Empezaron a subir una cuesta. Jacob resbalaba en la pinaza. Wanda trepaba como un oso, o como una gacela. Parecía otra. ¿Cómo era posible que hubiese cambiado tanto en tan poco tiempo?
El bosque se iluminó como si acabara de encenderse una lámpara. Una luz dorada envolvió todas las cosas. Los pájaros cantaban y gorjeaban. Caía el rocío. Wanda se detuvo junto a la estrecha entrada de una cueva. Arrojó el saco dentro y se introdujo arrastrándose. Por un instante sus pies se agitaron en el exterior. Jacob metió también su saco y la siguió. Recordaba el comentario del Talmud al pasaje de la Biblia que dice: «Aquel pozo estaba vacío y sin agua», a lo que el Talmud añadía: «Pero había serpientes y lagartos en él». «Bien, lo que tenga que ser, será», pensó Jacob. Era como asomarse a la garganta de un abismo. Resbaló, y ella lo sujetó por los hombros. La humedad lo ahogaba. Tropezó con Wanda y los dos cayeron sobre los sacos. Por fin, la cueva se ensanchó, y Jacob pudo incorporarse. Cuando habló, su voz le sonó ahogada, lejana y extraña.
—¿Cómo descubriste esta cueva? —le preguntó.
—La conocía.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?
Wanda no respondió de inmediato.
—Si hubieses tardado un poco más —dijo al fin—, me habrías encontrado muerta.
—¿Qué te sucede?
Wanda hizo otra pausa.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó—. ¿Adónde te llevaron? Me dijeron que no volverías.
—¿Sabías que los judíos me rescataron?
—Sólo me dijeron que te habían llevado unos diablos.
—¿Qué dices? Pagaron cincuenta gulden a Zagayek. Vinieron en un coche.
—Mientras yo estaba fuera. Mientras regresaba, sin embargo, ya sabía que no te encontraría. No necesitaba que las mujeres me lo dijeran.
—¿Cómo lo supiste?
—Yo lo sé todo, todo. Iba andando al lado de Antek y el sol se volvió negro como la noche. El caballo que montaba Wojciej empezó a reírse de mí.
—¿El caballo?
—Sí; y entonces supe que mis enemigos querían vengarse.
Jacob meditó sobre aquello.
—Yo estaba echado en el granero, y tu hermana entró a llamarme.
—¡Eso es! Lo sé. Cuando llegué al pueblo, todos se reían de mí por mi mala suerte. ¿Cómo supieron los judíos dónde estabas?
—Yo se lo dije al dueño de aquel circo, y él les llevó el mensaje.
—¿Adónde? ¿A Palestina?
—No; a Josefov.
—Te fuiste sin decirme adiós. Fue como si te hubiese tragado la tierra, como si nunca hubiera existido un Jacob. Stefan empezó a acosarme, pero yo le escupí en la cara. Y él se vengó matando al perro. Mi madre y Basha decían que estaba loca o poseída. Los campesinos querían atarme a un árbol, pero escapé a las montañas y me quedé allí hasta que subieron el ganado. Durante cuatro semanas no me llevé a la boca más que nieve y agua del arroyo.
—No fue culpa mía, Wanda. Los judíos habían venido a buscarme, yo tenía que ir con ellos. ¿Qué podía decirles? El coche esperaba. Cuando Zagayek mandó a buscarme creí que iban a ahorcarme.
—Pues deberías haber esperado. No estuvo bien que te marcharas así. Si me hubieras dado un hijo, me habría servido de consuelo. Pero sólo tenía la piedra que habías grabado detrás del establo. Contra ella me golpeaba la cabeza.
—Pero he venido.
Sabía que vendrías. Me llamabas, y yo no tenía fuerzas para esperar. Fui a ver al enterrador para que me tomara las medidas, me confesé y pedí que me enterraran al lado de mi padre.
—Me dijiste que ya no creías en Dziobak.
—¿Qué? Él me llamó, y yo fui. Me arrodillé y le besé los pies. Lo único que quería era que me enterrasen cerca de mi padre.
—Vivirás, pero como hija de Israel.
—¿Adónde me llevas? Estoy enferma. Ahora no puedo ser tu mujer. La bruja me dijo lo que tengo que hacer. Ella y sólo ella te ha traído.
—¿Qué dices, Wanda? No se debe echar mano de encantamientos.
—No has venido por voluntad propia, Jacob. Hice un muñeco de barro con tu imagen y lo envolví en mis cabellos. Compré un huevo de gallina negra y lo enterré en el cruce de caminos, con un pedazo de espejo. En él vi tus ojos…
—¿Cuándo?
—Después de medianoche.
—Eso no se hace, es brujería. No está permitido.
—Por ti mismo no habrías venido. —Se arrojó bruscamente a su cuello y lanzó un alarido que la hizo estremecerse. Llorando, comenzó a besarle la cara y a lamerle la mano. De su garganta escapó un gemido—. Jacob, no vuelvas a dejarme, Jacob.