1
Terminó la Pascua. Pentecostés llegó y pasó. Al principio, los días estaban tan llenos de incidentes, que a Jacob cada uno le parecía un año. No pasaba una hora, ni un minuto apenas, sin que tropezara con algo nuevo o que casi había olvidado. ¿Era un asunto tan trivial volver a los libros, las ropas y las fiestas judías, después de años de esclavitud entre paganos? Cuando estaba solo en el establo de la montaña o en el granero de los Bzik, le parecía que no quedaba ni rastro de aquel mundo. Jmelnitski y sus cosacos lo habían destruido todo. A veces, casi se convencía de que Josefov nunca había existido y que sus recuerdos eran una ilusión. De pronto se veía otra vez vestido de judío, orando en sinagogas, poniéndose filacterias, usando vestiduras con flecos y comiendo alimentos rigurosamente kosher. Su viaje por carretera de Cracovia a Josefov fue una larga fiesta. Los rabinos y los notables de todas las ciudades salían a recibirlo y lo hacían objeto de grandes agasajos. Las mujeres le presentaban a sus hijos para que los bendijera y le pedían que tocara monedas y pronunciara encantamientos sobre trozos de ámbar. Ya no había forma de ayudar a los mártires; por eso todos colmaban de muestras de buena voluntad a aquel hombre que había sido redimido del cautiverio.
Su hermana Miriam y su sobrina Binele lo esperaban en Josefov. Además de ellas dos, no le quedaban más que unos parientes lejanos. Josefov estaba irreconocible: donde antes había casas ahora crecía la hierba, y se alzaban casas nuevas en los lugares en que antes pacían las cabras. Había tumbas en el patio de la sinagoga. El rabino, su ayudante y la mayoría de los notables eran de otras ciudades. Adjudicaron a Jacob una habitación, y las autoridades reunieron para él una clase de yeshivá a fin de que se ganara la vida enseñando. Su hermana Miriam, que había sido una mujer rica, estaba ahora harapienta y sin dientes. Al ver a Jacob, corrió hacia él gimiendo y no dejó de llorar hasta que regresó a Zamosc. Él llegó a temer que se hubiera vuelto loca. Chillaba, lo abrazaba, daba saltos, se retorcía las manos, se pellizcaba la cara y no cesaba de enumerar las torturas que había sufrido la familia. A Jacob le hacía pensar en las plañideras que, según el Talmud, se alquilaban antiguamente en los funerales. En ocasiones su voz sonaba tan estridente que Jacob tenía que taparse los oídos.
—¡Ay, la pobre Dinah! Le abrieron el estómago y le metieron un perro. Se lo oía ladrar.
»A Moishe Bunim lo empalaron. Estuvo gimiendo toda la noche.
»Veinte cosacos violaron a tu hermana Lía, y después la descuartizaron.
Jacob no era de los que erróneamente opinaban que uno tenía derecho a olvidar cómo se había torturado a los muertos. Lo que la Biblia decía de Amalek podía aplicarse a todos los enemigos de Israel. Sin embargo, rogó a Miriam que no acumulara sobre él tantos horrores a la vez. Había un límite para lo que la mente humana era capaz de aceptar. Un hombre no podía abarcar tantas atrocidades ni lamentarse de ellas debidamente. Hubo de proclamarse un nuevo Tisha Bov y un nuevo decimoséptimo día de Tamuz. El año no era lo bastante largo para llorar y orar por cada uno de aquellos santos. Jacob deseaba huir y esconderse en alguna casa en ruinas, donde estar en silencio, pero no había un lugar tranquilo en todo Josefov. La ciudad era un hervidero. Se levantaban paredes, se techaban edificios, en todas partes se veía hombres que mezclaban cal o acarreaban ladrillos. Había nuevas tiendas en la plaza, y en los días de mercado los campesinos acudían en tropel a la ciudad para vender sus productos a los judíos. A su regreso, Jacob se vio inmediatamente envuelto en actividades religiosas. Era la época de cocer el matvá, y él ayudó a preparar los de los más piadosos ciudadanos, sacando agua y enrollando la pasta. En la primera noche de la Pascua recibió a varias viudas en su séder. Le resultaba extraño hablar de los milagros ocurridos en Egipto ahora que un nuevo faraón había conseguido lo que el viejo faraón había sido incapaz de realizar. No existía en el Talmud ni una plegaria ni un precepto ni un pasaje que no le pareciera distinto. Sus preguntas sobre la Providencia se hacían cada vez más perentorias e insistentes, y descubrió que había perdido la facultad de contenerlas.
Sin embargo, observó con asombro que aquello que él encontraba nuevo, ya era viejo para los demás. Los chicos de la yeshivá reían y se gastaban bromas unos a otros. Los jóvenes más brillantes discutían de teología moral. Los comerciantes se ocupaban de ganar dinero, las mujeres murmuraban como de costumbre, y el Todopoderoso observaba su habitual silencio. Jacob comprendió que debía seguir el ejemplo de Dios: cerrar la boca y olvidarse del necio que moraba en su interior y de sus inútiles preguntas.
Así pasaban rápidamente los días, Pascua, Pentecostés… El cuerpo de Jacob había regresado, pero su alma continuaba errante. Y su situación había empeorado, pues ya no tenía nada que esperar. Para huir de sus pensamientos se mantenía ocupado todo el día, enseñando, estudiando, rezando y recitando salmos. Otras ciudades habían donado a Josefov libros viejos y apolillados, que Jacob reparaba pegando las páginas y añadiendo las letras y palabras que faltaban. La nueva casa de estudio no tenía bedel, y Jacob ocupó el cargo. Empezaba el trabajo al amanecer y no paraba hasta que el cansancio lo vencía. Si su pensamiento sólo podía formular quejas contra el cielo y recordar escenas de lascivia en un granero de las montañas, entonces se trataba de un pensamiento impuro. Que quienes tenían una mente limpia se entregaran a la meditación.
Las piadosas mujeres que lo cuidaban trataban de compensarlo de sus años de destierro, lo que hacía que entre ellas y su pupilo se desarrollase una guerra no declarada. Si le hacían un colchón de plumas, él se pasaba la noche tendido en el suelo. Si le preparaban sopas y caldos, él sólo quería pan duro y agua del pozo. Cuando algún visitante lo interrogaba sobre sus años de cautiverio, él contestaba secamente. ¿Qué otra cosa podía hacer? Las ventanas de la casa de estudio se abrían a la colina donde estaban enterrados su esposa y sus hijos. Allí, en la hierba nueva, pastaban las vacas. Sus padres, sus parientes, sus amigos, habían sido torturados. De niño, compadecía al vigilante del cementerio de Zamosc, que había pasado la vida cerca de la casa de purificación, pero ahora toda Polonia era un gran cementerio. Aunque quienes lo rodeaban se habían acostumbrado a ello, a él le resultaba imposible. Su única salida era dejar de pensar y de desear. Estaba decidido a no seguir preguntando. ¿Cómo iba uno a justificar los tormentos sufridos por un semejante?
Un día en que estaba solo en la casa de estudio, Jacob dijo a Dios: «No dudo de que seas el Todopoderoso, ni que todo lo que Tú haces sea con el mejor de los fines, pero yo no puedo obedecer el mandamiento según el cual debo amar a mi Dios. Sencillamente no puedo. Al menos en esta vida».
2
¡Qué vergüenza, desear a una campesina y no adorar al Creador! Uno debería enterrarse vivo en señal de arrepentimiento. Pero ¿qué hacer con el vil cuerpo y sus deseos? ¿Cómo acallar al criminal que se escondía dentro de él? Jacob estaba tendido en el suelo, completamente inmóvil. Por la ventana abierta penetraba la noche. Seguía el curso ascendente de las constelaciones y veía las estrellas deslizarse de tejado en tejado, parpadeando con un brillo más blanco que el del sol. El mismo Dios que daba a los cosacos fuerzas para cortar cabezas y rajar estómagos dirigía y mandaba aquel ejército celeste. La luna flotaba en un halo nacarado, y su cara redonda, que según los niños era la de Josué, miraba fijamente a Jacob.
Durante el día Josefov era una confusión de ruidos: golpes de hacha, chirriar de sierras, carros que llegaban de los pueblos vecinos cargados de grano, verduras, leña y enseres, caballos que relinchaban, vacas que mugían, niños que recitaban el alfabeto, el Pentateuco, los comentarios de Rashi, la Guemará. Los mismos campesinos que habían ayudado a los carniceros de Jmelnitski a saquear las casas de los judíos, partían ahora leña, cortaban ripias, cubrían suelos, fabricaban fogones y pintaban paredes. Un judío abrió una taberna en la que los campesinos bebían vodka y cerveza. La aristocracia había borrado de su memoria el recuerdo de las matanzas y volvía a arrendar sus campos, bosques y molinos a los judíos. Era preciso tratar con asesinos y estrecharles la mano para cerrar un trato. Corría el rumor de que también ciertos judíos se habían beneficiado de la catástrofe, comerciando con géneros robados y desenterrando los bienes de los refugiados. Las esposas abandonadas también constituían tema de murmuraciones. Aquellas mujeres iban de ciudad en ciudad en busca de sus maridos, o de testigos que afirmaban que habían muerto. Muchos judíos no habían sido lo bastante fuertes para resistirse a la conversión, y el Gobierno polaco dispuso que quienes hubieran recibido el bautismo contra su voluntad podían reintegrarse a su religión.
Lo que causaba mayor sensación, sin embargo, era el caso de las mujeres judías que, tras ser obligadas a contraer matrimonio con cosacos, huían de la estepa y regresaban a su patria. Una de ellas, Tirza Tamma, llegada a Josefov poco antes de Jacob, había olvidado el yiddish. Su primer marido aún vivía, pues durante la matanza había conseguido escapar a los bosques, donde había subsistido a base de raíces. Pero no reconoció a Tirza Tamma; de hecho, negaba que fuese ella. La mujer había mostrado en la casa de baños las señales que la identificaban, un lunar pardo en el pecho y otro en la espalda. No obstante, su petición de que obligaran a su marido a divorciarse de su segunda esposa le fue denegada. Al escuchar del tribunal que su marido no se divorciaría de su segunda mujer sino de ella, Tirza Tamma insultó a la comunidad en lengua cosaca y trató de entrar en su antigua casa por la fuerza a fin de hacerse cargo de su gobierno. Otra mujer estaba poseída por un dibbuk. Había una muchacha que ladraba como un perro. Una novia, cuyo marido había sido asesinado el día de la boda, sufría una melancolía profunda y pasaba las noches en el cementerio, vestida con su traje nupcial. Jacob advertía que, aun cuando habían pasado varios años desde la tragedia, las heridas seguían siendo profundas. Además, se temían nuevas guerras o insurrecciones. Los cosacos de las estepas preparaban una nueva invasión de Polonia, y los moscovitas, los prusianos y los suecos mantenían las espadas en alto. Los nobles polacos no hacían más que fornicar, azotar a los campesinos y pelear entre sí por la distribución de honores, títulos y privilegios.
Sólo por la noche reinaba el silencio, roto tan sólo por el canto de los grillos y el croar de las ranas. La suave brisa traía los aromas de las flores, las hierbas y el grano que maduraba en los campos. Jacob era capaz de distinguir cada uno de esos olores. Oía a los animales moviéndose en la espesura. Había jurado solemnemente que arrancaría a Wanda de su corazón y no volvería a pensar en ella. Era una hija de Esaú que lo había arrastrado al adulterio, una mujer que quería abrazar su fe por motivos impuros. Además, ella estaba lejos. ¿De qué servía la nostalgia? Sólo podía ser causa de pecado y malos pensamientos. Jacob recordó a los lisiados que había visto durante el viaje, y en el mismo Josefov, hombres sin nariz, sin orejas, sin lengua. Cada vez que lo acometía el deseo, se acordaba de ellos. El sufrimiento de aquellos desdichados debía preocuparle más que sus sueños de lujuria en el regazo de la hermana de sus verdugos. Decidió castigarse: cada vez que pensara en Wanda, ayunaría hasta la puesta del sol. Confeccionó una lista de mortificaciones: piedrecillas en los zapatos, una piedra debajo de la almohada, engullir la comida sin masticar, no dormir. La deuda que había contraído al permitir que Satanás le echara el lazo, debía saldarse de una vez y para siempre. Pero Belial era insistente como las ratas. ¿Quién era la rata? ¿El propio Jacob? ¿Alguna fuerza ajena a él? Sabía muy bien que existía un Espíritu del Bien y un Espíritu del Mal. En él, este último era más fuerte y tenía más cosas que decir. En el momento en que Jacob se quedaba dormido, el Mal tomaba posesión de él, llevaba a sus oídos la voz de Wanda, le revelaba el cuerpo desnudo de ésta, lo convertía en un hombre inmundo. A veces, hasta despierto oía la voz de ella llamándolo: «Jacob, Jacob». El sonido procedía del exterior, no de dentro de él: la veía trabajando en los campos, moliendo el grano, llevando la comida al nuevo vaquero. Vivía dentro de él, y no encontraba el modo de echarla. Estaba a su lado, debajo de su manto cuando oraba, y estudiaba con él la Torá. «¿Por qué me enseñaste en qué consiste ser judío si pensabas dejarme entre los idólatras?», se lamentaba. «¿Por qué me llamaste a tu lado para rechazarme después?». Él veía sus ojos, la oía sollozar; caminaba a su lado entre los animales del campo. Volvieron a bañarse juntos en el arroyo de la montaña y la llevó en sus brazos hasta el lecho de paja. Balaam ladraba, los pájaros de la montaña cantaban. La oía murmurar: «Más…, más…». Le susurraba palabras al oído, le mordía la oreja, y luego se la besaba.
Los casamenteros querían que Jacob contrajera matrimonio, y entre los que le buscaban novia se encontraba uno de los hombres que lo habían rescatado. Al principio, Jacob no quería ni oír hablar de ello. No pensaba volver a casarse; deseaba vivir solo. Sin embargo, se le respondía que no debía tomar un camino tan peligroso. ¿Por qué exponerse a diario a la tentación? Además, había que obedecer el precepto de: «Creced y multiplicaos». Entre las candidatas había una viuda de Hrubyeshoiv que en breve iría a Josefov para conocerlo. Tenía una tienda de granos en el mercado de la ciudad y una casa que los cosacos habían olvidado incendiar. La viuda era unos años mayor que él y tenía una hija ya muy crecida, pero eso no representaba un obstáculo. El judío no tienta al Mal negando el cuerpo, sino que pone éste al servicio de Dios. Jacob sabía que no podría amar a aquella mujer de Hrubyeshoiv, pero tal vez a su lado hallara el olvido.
La lucha que sostenía consigo mismo lo dejaba expuesto; por las noches no lograba conciliar el sueño y durante el día estaba cansado. Le faltaba paciencia para enseñar, y perdió interés en la Torá y en la oración. Mientras estaba en la casa de estudio, añoraba el aire libre, soñaba con volver a recoger hierba, a trepar por las rocas y cortar leña. Los judíos lo habían rescatado, pero él seguía siendo esclavo. La pasión lo atenazaba como un dogal. Los perros de Egipto lo perseguían, y era incapaz de despistarlos.
Un día en que estaba explicando en la casa de estudio qué había que hacer con los cuernos de los carneros sacrificados en el holocausto, entró un niño y le dijo:
—Mi padre quiere verte, Reb Jacob.
Jacob se estremeció, como le sucedía desde hacía un tiempo siempre que veía a un niño.
—¿Quién es tu padre?
—Moishe Zakolkower.
—¿Sabes qué quiere de mí?
—Ha llegado la viuda de Hrubyeshoiv.
Los chicos se echaron a reír, y Jacob se sonrojó, confuso.
—Recitad la Guemará mientras estoy fuera —dijo.
Antes de salir del edificio, empero, oyó a sus alumnos golpear la mesa y discutir. Eran chicos activos, acostumbrados a jugar al lobo y al cordero, al escondite y a correr, y siempre estaban riendo y bromeando. Uno de los principales objetivos de su buen humor era el taciturno Jacob, constantemente sumido en sombríos pensamientos. El que fueran a presentarle a una futura esposa constituía un nuevo motivo de chanza. Jacob caminaba al lado del niño, después de decidir que no pasaría antes por su casa para cambiar su ropa de diario por su traje de gabardina de los sábados. El niño, que había nacido después de que se produjera la matanza, le hablaba de un pájaro que había entrado por la ventana de su dormitorio.
Llegaron a la nueva casa de Moishe Zakolkower, más bonita que la que habían incendiado los cosacos. Al entrar en el vestíbulo Jacob percibió olor a comida, chuletas y cebolla frita. La puerta de la cocina estaba abierta y distinguió a la segunda esposa de Moishe —la primera había sido asesinada—frente al fogón. Otra mujer amasaba pasta, y una muchacha machacaba pimienta en un mortero. Por un instante Jacob vislumbró una escena del pasado, y entonces se abrió la puerta de la sala y Moishe, el hombre que había pagado las monedas de oro a Zagayek, lo invitó a entrar. Allí todo era nuevo: las paredes, los suelos, las mesas, las sillas y, en las estanterías, libros llegados de Lublín, recién encuadernados. Los malvados destruían, los judíos creaban. Volvían a publicarse libros judíos y sus autores iban por las ciudades buscando suscriptores. Jacob sentía una punzada en el corazón cada vez que el pasado resurgía. Los vivos tenían que seguir viviendo, sí, pero esta afirmación constituía en sí misma una traición a los muertos. Recordó una canción que había oído en una boda: «¿Qué es la vida sino una danza entre tumbas…?». Sí, el que se encontrara allí a fin de conocer a su futura esposa representaba un escándalo. Su mujer y sus hijos estaban enterrados a pocos metros de aquel lugar. Sin embargo, era mejor tomar esposa que pasar la vida deseando constantemente a una gentil.
Moishe y Jacob estaban hablando de asuntos de la comunidad cuando entró la señora de la casa con unos pastelillos y una fuente de cerezas —la hospitalidad de los ricos—. Ruborizándose, se disculpó por no estar debidamente vestida y asintió con la cabeza, como diciendo: «Sé lo que estás pensando, pero no puedes hacer nada; éste no es un mundo de hombres». Por fin llegó la viuda de Hrubyeshoiv. Se trataba de una mujer bajita y gorda que llevaba un vestido de seda, esclavina de raso y gorro de matrona, adornado con perlas y cintas de colores. Tenía una cara redonda y con tantos pliegues que parecía hecha de muchas piezas pegadas entre sí, y sus ojos eran negros y blandos como la pulpa que se encuentra en el aguardiente de cerezas. De su cuello colgaba una cadena de oro con un medallón, y en sus dedos brillaban varias sortijas. Exhalaba un olor a miel y canela. Miró a Jacob con perspicacia.
—¡Vaya hombretón! —exclamó—. Ojalá no caiga sobre ti el mal de ojo.
—Todos somos como Dios nos ha creado.
—Cierto, pero mejor grande que enano.
Tenía una voz plañidera y al mismo tiempo cantarína, y constantemente se enjugaba la nariz con un pañuelo de batista. Les contó que el coche que la había llevado a Josefov había perdido una rueda y que habían tenido que parar en una herrería para que lo repararan. A continuación suspiró y empezó a abanicarse, mientras les hablaba de su tienda de granos y de lo difícil que era conseguir la mercancía que los clientes deseaban. Rehusó el refresco que le ofreció la esposa de Moishe, pero luego se ablandó y tomó una copita de vino de arándanos acompañada de tres galletas. Unas migas cayeron entre los pliegues de la esclavina, y ella las recogió y se las comió. Sí, gracias a Dios, su negocio era próspero, pero no se fiaba de las muchachas que la ayudaban.
—La mano del extraño sólo sirve para atizar el fuego —sentenció mirando a Jacob de soslayo—. En una casa hace falta un hombre, de lo contrario, todo se pierde.
Jacob advertía que lo encontraba atractivo y habría firmado el convenio preliminar allí mismo. Pero él vacilaba. Era vieja y melosa, además de demasiado astuta. Él no quería pasar el resto de su vida vigilando a los empleados y regateando con los clientes. Aquella mujer necesitaba un marido que se dedicara en cuerpo y alma a las cosas materiales. Explicó que pensaba construir otra ala en la casa y ampliar la tienda. Cuanto más la oía, más triste se sentía Jacob. «He dejado de formar parte de este mundo —se dijo—. La boda no favorecería a ninguno de los dos».
—Yo no soy comerciante por naturaleza —reconoció.
—¿Y quién nace comerciante? —preguntó ella, cogiendo con sus dedos regordetes un puñado de cerezas.
A continuación procedió a interrogar a Jacob acerca de sus años de cautiverio, tema que por lo general se soslayaba, pues los judíos consideraban perdido el tiempo pasado entre paganos y, por consiguiente, era preferible no hablar de él; pero una mujer rica no tenía por qué ajustarse a las convenciones. Jacob le habló de Jan Bzik, del establo de la montaña en que pasaba los veranos y del granero donde dormía en invierno.
—¿Cómo conseguías comida cuando estabas en las montañas?
—Me la subían del valle.
—¿Quién te la subía? ¿El campesino?
—No; su hija.
—¿Soltera?
—Viuda.
—¿Recogías hierba en Sabbat?
—Nunca dejé de observar el Sabbat —respondió Jacob—. Ni comí alimentos que no fueran kosher. —Le daba vergüenza hacer alarde de su piedad.
La mujer meditó sobre aquellas palabras y luego, mientras tendía la mano hacia las galletas, observó:
—¿Qué elección tenías? ¡Ay, lo que esos asesinos nos hicieron…!
3
Era mediodía. Los chicos se habían ido a comer, unos a sus casas y otros a aquellas donde se alojaban. Jacob estaba solo en la casa de estudio, preparando una clase. Le gustaba sumirse de nuevo en el estudio de los libros; sin embargo, le desagradaba ganarse la vida enseñando. La mayoría de sus alumnos se aburría en clase, y los inteligentes perdían el tiempo con nimiedades o complicando lo evidente. Los años que había pasado alejado de la Tora le habían hecho cambiar. Ahora advertía cosas que antes se le escapaban, y que una ley de la Tora generaba una docena de leyes de la Mishná, y cinco docenas de la Guemará; en los comentarios más recientes, las leyes eran tan numerosas como las arenas del desierto. Cada generación añadía sus propios preceptos, y durante sus años de destierro se dio una nueva interpretación al Shulján Aruj y se añadieron nuevas prohibiciones. Acudió a su mente un pensamiento sarcástico: si aquello continuaba así, llegaría el día en que nada sería kosher. ¿De qué vivirían entonces los judíos? ¿De pedazos de carbón encendido? Y ¿por qué esos mandamientos y prohibiciones no habían preservado a los judíos de las atrocidades de los cosacos? ¿Qué más quería Dios de su martirizado pueblo?
Además, al mirar alrededor Jacob advirtió que la comunidad observaba las leyes y costumbres referidas al Todopoderoso, pero infringía impunemente el código de conducta del hombre para con el hombre. Cuando él llegó a la ciudad, poco antes de la Pascua, sus habitantes estaban enzarzados en una disputa. Como escaseaba la harina para el matvá, el rabino, que no había encontrado ninguna prohibición en la ley mosaica, en el Talmud ni en Maimónides, autorizó a la comunidad a comer alubias y guisantes durante las fiestas. Esta disposición indignó a varios ciudadanos; a unos, porque querían demostrar lo piadosos que eran, y a otros, porque estaban enemistados con el rabino. Rompieron las ventanas de la casa de éste y le clavaron clavos en su banco del muro oriental. Uno de aquellos fanáticos fue a ver a Jacob para sondearlo acerca de si estaría dispuesto a aceptar el cargo de rabino. Sí, hombres y mujeres que hubieran preferido la muerte antes que infringir la más nimia de las leyes rituales, calumniaban a su prójimo y trataban a los pobres con desprecio. Los sabios dominaban a los ignorantes; los ancianos se repartían los privilegios y beneficios entre sí y sus familiares, y explotaban al pueblo; los prestamistas ahogaban a sus clientes con sus exigencias —burlando la ley contra la usura— las mercancías se acaparaban para provocar la escasez. Algunos llegaban a engañar en el peso y la medida. Pero cuando Jacob entraba en la casa de estudio, los veía a todos reunidos, tanto a los furiosos como a los altivos, a los serviles como a los deshonestos. Rezaban y cavilaban, levantaban altas torres de legalismos mientras infringían los Mandamientos de Dios. La catástrofe había empobrecido a la comunidad, pero en la ciudad aún quedaba mucho odio y mucha envidia. Moishe Zakolkower dijo a Jacob que no faltaban quienes deseaban impedir su boda con la viuda de Hrubyeshoiv. Se había recibido una carta en la que se formulaban denuncias contra Jacob.
Sin embargo, lo que más preocupaba a Jacob eran sus propios pensamientos, pues sabía que estaban inspirados por sentimientos indignos. Satanás quería demostrarle que puesto que la corrupción era general, se podía tomar el pecado a la ligera. El Espíritu de Dios respondía: «¿Por qué miras lo que hacen los demás? Mírate a ti mismo». Pero Jacob no vivía en paz. En todas partes oía a la gente afirmar con los labios lo que negaba con los ojos. La envidia y la avaricia se escondían bajo un manto de piedad. Los judíos no habían sacado ninguna enseñanza de su desgracia; al contrario, el sufrimiento los había envilecido.
Cuando estudiaba cantando le resultaba difícil no mezclar en sus cánticos las melodías de los pastores de la montaña. A veces, incluso sentía nostalgia del establo. Su amor hacia los judíos era sincero mientras estaba lejos. Entonces no recordaba las miradas huidizas y las lenguas afiladas de los mezquinos, sus trucos, estratagemas y peleas. Sí, sufría a causa de la brutalidad de los pastores, pero ¿qué podía esperarse de aquella gente?
El contrato de matrimonio estaba casi terminado, la fecha de la boda se había fijado para el viernes siguiente a Tisha Bov. La viuda todavía podía tener hijos a pesar de que ya estaba cerca de los cuarenta, y deseaba un varón. Los aduladores consideraban a Jacob un hombre rico a causa de su futura esposa, y lo abrumaban con sus cumplidos. Pero él no conseguía dormir, indeciso como estaba acerca de aquel matrimonio. La viuda necesitaba a un comerciante, a un hombre sociable, y él era retraído y solitario. Los años de esclavitud lo habían apartado de la vida; parecía sano, pero por dentro estaba deshecho. Continuamente rebuscaba en la Cábala y en los libros de filosofía. A veces, el deseo de huir lo acometía con fuerza, pero no sabía adonde. Dudaba de todo, con esa duda que, como reza el dicho, «el corazón no comparte con los labios». Durante sus años de cautiverio no había probado la carne, y la idea de alimentarse de las criaturas de Dios había llegado a repugnarle. En Sabbat se comía carne y pescado, pero aquellos alimentos se le atragantaban. Los judíos trataban a los animales como los cosacos a los judíos. Las palabras «cabeza», «cuello», «hígado» y «mollejas» le producían escalofríos. Al sentir la carne en la boca lo asaltaba la sensación de estar devorando a sus propios hijos. Varias veces, después de la cena del Sabbat, había tenido que salir a vomitar.
Estaba solo en la casa de estudio, aunque no estudiaba, sino que hojeaba libro tras libro. Tal vez encontrara la respuesta en Maimónides. O en el Juzari. ¿Estaría quizás en El deber del corazón o en La viña? Leía varias palabras, volvía la página, abría otro libro por la mitad, pasaba varias hojas. Puso el rostro entre las manos y cerró los ojos. Deseaba a Wanda y deseaba morir. Tan pronto como su deseo de ella se mitigaba, pedía la muerte. «Padre celestial —decían sus labios, como si se moviesen por su propia voluntad—, llévame de aquí».
Se oyeron pasos, y entró una trabajadora de la caridad con un tazón de sopa. Jacob la miró atentamente. Era coja, tenía una verruga en la nariz y pelos en el mentón y, sin embargo, aquella mujer representaba la santidad. Sus ojos reflejaban candor y bondad. Había perdido a su marido y a sus hijos, y aun así no demostraba amargura ni envidia; no se quejaba ni murmuraba. Ella lavaba la ropa de Jacob, le hacía la comida, lo servía como una criada y no consentía ni que le diera las gracias. Cuando la elogiaba, se limitaba a decir: «¿Para qué, si no, hemos sido creados?».
Puso el tazón encima de la mesa y le acercó el pan, la sal, un cuchillo y una jarra de agua para que se lavara las manos; luego se retiró humildemente hasta la puerta, a esperar que él terminase. ¿Cuál sería la razón de su bondad?, se preguntó Jacob. Sólo los sabios actuaban así. Aunque ella fuera la única representante de la virtud en todo Josefov, aún podría ser testigo de la misericordia de Dios. Ésa era la mujer con la que él se casaría. Le preguntó si, de hallar un buen marido, estaría dispuesta a contraer matrimonio. Sus ojos se empañaron.
—Si Dios quiere, en el otro mundo, con mi Baruj David.
4
Una noche, Wanda lo visitó en sueños. Jacob la vio en carne y hueso; su cuerpo aparecía bañado de luz y había lágrimas en sus ojos. Comprendió que estaba embarazada. Exhalaba olor a campo y a heno recién segado.
—¿Por qué me dejaste? —murmuró—. ¿Qué será de tu hijo? Tendrá que criarse entre paganos.
Jacob despertó sobresaltado; la aparición permaneció un instante en el umbral de la vigilia. Cuando al fin se disolvió, quedó una huella luminosa en la oscuridad, como si acabara de apagarse una lámpara. El oír de nuevo la voz de Wanda lo hizo temblar. Casi le parecía sentir el calor de su cuerpo. Aguzó el oído, esperando que volviera a aparecerse. Se quedó dormido. Ella regresó entonces; llevaba un delantal floreado y en la cabeza un pañuelo con una cenefa. Lo abrazó y lo besó. Él tuvo que inclinarse hacia delante a causa del hijo que ella llevaba en su seno. Sintió en los labios el sabor de sus lágrimas.
—Es tuyo —le dijo ella—. De tu carne y de tu sangre.
Él despertó una vez más, y esa noche ya no concilio el sueño. La había visto, iba a tener un hijo de él. Jacob empezó a recitar salmos. El cielo comenzó a teñirse de escarlata por el este. Jacob se levantó y se lavó las manos. De pronto, todo estaba claro. La ley lo obligaba a rescatar a Wanda y a su hijo de los idólatras. Ahora disponía de dinero, pues en su calidad de heredero universal de su suegro había recibido cincuenta gulden por el solar de la plaza donde en el pasado se alzaba la casa. Metió sus pertenencias en un saco de yute y se dirigió a la casa de estudio. Reb Moishe, que siempre era uno de los primeros en entrar en la casa de Dios, había abierto ya su Guemará y estaba estudiando. Miró a Jacob con los ojos como platos al ver entrar a Jacob con un saco a la espalda.
—¿Adónde vas?
—A Lublín.
—Pero ya se ha fijado la fecha de la boda.
—No puedo casarme.
—¿Qué pasará con tu clase?
—Ya encontraréis a otro maestro.
—¿Por qué, y así, tan de repente?
Como no quería mentir ni decir la verdad, Jacob no respondió. Sacó veinte gulden de una bolsa.
—Aquí hay una parte del dinero que la ciudad gastó para rescatarme.
Reb Moishe se tiró de la barba con expresión de asombro.
—Devuelves dinero a la comunidad —murmuró—. Después de esto, cualquier día puede llegar el Mesías.
—Seguramente servirá de ayuda.
—¿Y qué le digo a la viuda de Hrubyeshoiv?
—Que no habíamos nacido el uno para el otro.
—¿Piensas volver?
—No lo sé.
—¿Qué vas a hacer? ¿Recluirte?
Sin esperar a que hubiera quorum, Jacob volvió la cabeza y comenzó a pronunciar la plegaria de la mañana. El día anterior había oído que aquella mañana salía un coche para Lublín. Terminó rápidamente sus oraciones y se fue en busca de Leibush, el cochero. Se dijo que si se cruzaba con alguien que llevara un recipiente lleno, sería señal de que había sitio en el coche y de que el Cielo aprobaba el viaje. Y he aquí a Calman, el aguador, con dos cubos de agua.
—Bueno, siempre cabe uno más —dijo Leibush.
La mañana era cálida y el pueblo estaba tranquilo. Terminaba el mes de Siván. Las mujeres, soñolientas y tocadas con gorro, abrían los postigos y asomaban la cabeza. Los hombres se dirigían a la casa de estudio, llevando en una bolsa el libro de rezos y la filacteria. Las vacas eran llevadas a pastar. Por el este se elevaba un sol grande y dorado, pero el rocío seguía cayendo sobre la hierba y los árboles jóvenes, plantados después de la destrucción. Los pájaros cantaban y picoteaban los granos de avena que caían del morral de los caballos. En una mañana semejante costaba creer que éste fuera un mundo en que se asesinaba a los niños o se los enterraba vivos y donde la tierra todavía se nutría de sangre como en los días de Caín.
—Siéntate a mi lado, en el pescante —dijo Leibush a Jacob.
El resto de los pasajeros era en su mayoría mujeres que iban de compras a Lublín.
Una de las mujeres había olvidado algo. Otra tuvo que ir corriendo a casa para dar de mamar al bebé. Un hombre llevó un paquete para que fuese entregado en la posada de Lublín. A causa de todo ello el coche partió con retraso. Dos hombres, comerciantes, que iban sentados entre las mujeres, intercambiaban con éstas chistes picantes y frases de doble intención. Jacob oyó mencionar su nombre, y a continuación el de la viuda de Hrubyeshoiv. Él la había humillado sin proponérselo. «Hagas lo que hagas, caes en el pecado», pensó. Jacob había leído libros de ética, llenos de consejos para evitar las trampas del mal, pero Satanás siempre era más listo que uno. Él participaba en todas las transacciones comerciales y en los matrimonios; no había empresa humana que se le escapase: bastaba tocar una cosa para hacer daño a alguien. Si uño triunfaba, por honrado que fuera provocaba la envidia. Pero ¿por qué se encontraba él camino de Lublín? Hubo de admitir que no lo sabía. Quería pedir consejo a los rabinos más sabios de la ciudad, haría lo que ellos le dijeran. Sin embargo, sabía muy bien que iba en busca de Wanda, como uno de aquella chusma de israelitas que querían volver a Egipto y a la esclavitud por una olla de carne. Pero ¿podía permitir que su hijo se criara entre paganos? Jacob nunca había pensado que la gentil fuera a quedar encinta. Generalmente, él se retiraba y derramaba el semen, como Onán.
«Bueno, que vaya o deje de ir no importa —decidió Jacob—. Haga lo que haga, estoy perdido». El coche había empezado a moverse sin que él lo notara y pasaba junto a unos campos en los que los campesinos arrancaban hierbas y trasplantaban. ¡Qué bello era el paisaje y qué contrario a su estado de ánimo! En su interior había duda, disensión y discordia, mientras que los campos transpiraban armonía, paz y fertilidad. El cielo estaba azul, el aire, cálido, olía a miel, y las flores exhalaban su perfume. Una mano invisible había modelado cada tallo, cada brizna de hierba, cada pétalo, cada oruga y cada mosca. Cada mariposa lucía en las alas un dibujo exclusivo; cada pájaro cantaba con una voz única. Jacob respiró profundamente. Entonces advirtió lo mucho que había echado de menos el campo. Los trigales, los árboles; cada planta era un regalo para la vista. «Si pudiese vivir en un verano perenne, sin hacer daño a nadie…», murmuró mientras el coche entraba en un pinar que, más que un bosque, parecía una mansión celestial. Los árboles eran altos y rectos como pilares, y sobre sus verdes copas descansaba el cielo. Broches, sortijas y monedas de oro estaban incrustados en los troncos. La tierra, alfombrada de musgo y de otras plantas, despedía una fragancia embriagadora. Un pequeño arroyo cruzaba el pinar, y en las piedras que surgían de sus aguas se posaban pájaros que Jacob no había visto en las montañas. Todas aquellas criaturas sabían lo que se esperaba de ellas. Ninguna trataba de rebelarse contra el Creador. Sólo el hombre actuaba con malicia. Jacob oía a las mujeres murmurar sobre todo Josefov. Levantó la mirada y contempló aquella celosía de ramas y agujas en las que parecían brillar piedras preciosas. La luz que se filtraba a través de ellas tenía los colores del arco iris. Los cuclillos cantaban y los picos de los pájaros carpinteros tamborileaban en los troncos. Los mosquitos eran motas negras y fugaces que volaban en círculo, rápidamente. Jacob cerró los ojos, como negándose el placer de contemplar tanto esplendor. Una luz rosácea se transparentaba a través de sus párpados. Oro mezclado con azul, verde con púrpura, y de aquel torbellino de color surgía la imagen de Wanda.
5
Una gran multitud llenaba la casa de la comunidad de Lublín. No se había reunido el Consejo de las Cuatro Naciones, pero sí el Consejo de Polonia. Por las salas deambulaban esposas abandonadas que solicitaban autorización para volver a casarse, «novias cosacas» que regresaban de las estepas y la ortodoxia rusas, y viudas cuyos cuñados se negaban a celebrar la ceremonia del levirato o exigían el pago de sumas exorbitantes. Con ellas se mezclaban los maridos cuyas esposas se habían fugado o habían enloquecido y que necesitaban, para contraer nuevamente matrimonio, la autorización de cien rabinos; los padres que buscaban futuros yernos; los autores que pedían el refrendo de la autoridad religiosa; los contratistas que buscaban socios para trabajar en el negocio de la construcción, y los que sólo buscaban testigos para un testamento. En la casa de la comunidad de Lublín se llevaban a cabo actividades sociales y transacciones comerciales. Los comerciantes hacían circular muestras; los orfebres y plateros exhibían sus mercancías; los escritores pregonaban sus libros y discutían con los impresores y los corredores de papel; los usureros discutían sus préstamos con los constructores y contratistas; los administradores de las haciendas llevaban objetos que sus amos gentiles deseaban pignorar o vender, como una mano de marfil labrado adornada de rubíes, peines y horquillas de oro para el pelo, o una pistola de plata con culata de nácar y diamantes incrustados.
A pesar de los disturbios, el comercio de Polonia seguía en manos de los judíos, quienes hasta traficaban en ornamentos eclesiásticos, a pesar de que la ley se los prohibía. Los mercaderes judíos iban a Prusia, a Bohemia, a Austria y a Italia; importaban sedas, terciopelos, vino, café, especias, joyas y armas, y exportaban sal, aceite, lino, mantequilla, huevos, centeno, maíz, cebada, miel y pieles. Ni la aristocracia ni los campesinos entendían de negocios. Los gremios polacos se protegían con toda clase de privilegios, pero sus productos eran más caros que los de los judíos y, a menudo, de inferior calidad. En casi todos los señoríos había artesanos judíos, y aunque el rey hubo de prohibir a éstos que hicieran de boticarios, el pueblo no confiaba en otros. Los médicos judíos estaban muy solicitados, y a veces los llamaban hasta del extranjero. Los curas, en especial los jesuitas, lanzaban invectivas desde el púlpito contra la medicina infiel, publicaban libelos, y pedían al Sejm y a los gobernadores que vedaran a los judíos la práctica de la medicina, pero en cuanto algún clérigo caía enfermo, de inmediato llamaba al médico judío.
Jacob había ido a Lublín para pedir consejo al rabino o a los miembros del Consejo, pero vagaba por la ciudad sin hacer nada. El Sabbat llegó y pasó. Cuanto más meditaba en ello, mejor comprendía que nadie podía ayudarlo. Él conocía bien la ley. ¿Encontraría en algún sitio a un hombre capaz de determinar la autenticidad de una visión o pesar en la balanza qué transgresión era mayor, si abandonar un hijo a los idólatras o convertir a una mujer carente de verdadera vocación? Una vez más, Jacob recordó el dicho según el cual «algo que se hace por egoísmo en ocasiones acaba convirtiéndose en una buena acción», y lo discutió consigo mismo. Al niño que empezaba a asistir al jéder se le daban pasteles, caramelos y almendras para inducirlo a amar la Torá. ¿No se hablaba de un converso como de un recién nacido? ¿Quién conocía los motivos de todos aquellos que en el pasado se habían convertido al judaísmo? Ningún santo era totalmente abnegado. Jacob decidió tomar el pecado sobre su conciencia e instruir a Wanda en los dogmas de su fe. Ahora que el Gobierno polaco autorizaba a los judíos conversos a abrazar de nuevo su religión, Wanda podría pasar por una de ellos. Nadie se preocuparía de indagar. Ella se afeitaría la cabeza, se pondría un gorro de matrona, y él le enseñaría las leyes.
En Lublín se conocía a Jacob como al hombre de Josefov que había sido esclavo durante muchos años. Al hablar así, le daban de lado. Los eruditos le hablaban como si fuese un simplón que hubiera olvidado todo lo aprendido. Cuando pronunciaban una palabra en hebreo o citaban el Talmud, lo repetían en yiddish, por si no lo había entendido. Cuando él estaba presente, cuchicheaban entre sí y sonreían con suficiencia, como suele hacer la gente de la ciudad cuando habla con un rústico. Los ancianos le preguntaban cómo se había comportado durante su esclavitud; ¿había observado el Sabbat y las leyes concernientes a la comida? ¡Qué extraño que no hubiese intentado escapar, sino que esperara a que lo rescatasen! Jacob llegó a pensar que debían de estar enterados de algo horrible que no se atrevían a decirle a la cara. ¿Sabrían lo de Wanda? Tal vez Zagayek hiciera algún comentario al grupo que había ido a rescatarlo. En tal caso, su secreto ya andaría de boca en boca.
Desde el primer momento observó la diferencia que existía entre él y los otros, y a medida que transcurrían los días de su estancia en Lublín, más evidente se le hacía el contraste. Él era alto, rubio y de ojos azules, y la mayoría de ellos bajos, morenos y de ojos oscuros. Eran muy aficionados a los chistes rebuscados y doctos, tomaban rapé, fumaban, sabían el nombre de todos los contratistas ricos, estaban al corriente de las bodas y de qué judío gozaba del favor de tal o cual noble. Todo eso constituía una novedad para Jacob. «Me he convertido en un campesino», se decía en tono de reproche, pero entonces recordaba que antes de la desgracia no eran muy distintas las cosas. También antes los rabinos, los ancianos y los ricos formaban un bando, y él, otro. Siempre lo habían mirado con recelo, como si sospechasen que por sus venas corría sangre de gentiles. Pero ¿cómo iba a ser eso posible, si descendía de una familia eminente y sus abuelos y los padres de éstos habían sido rabinos polacos?
Más extraña todavía le resultaba la actitud de los judíos que, a pesar de haber sufrido la peor calamidad de su historia, hacían como si no la recordasen. Gemían y suspiraban, pero sin sentimiento. Los rabinos y los ancianos volvían a pelear por cuestiones de dinero e influencia. El problema de las esposas abandonadas y las «novias cosacas» les brindaba la ocasión de exhibir sus dotes de casuistas en largas peroratas que muy poco tenían que ver con el espíritu de la ley. Los desdichados peticionarios debían esperar semanas y hasta meses un veredicto que podía haberse dictado en unos cuantos días. El Consejo de las Cuatro Naciones se había encargado de la tarea de recaudar los impuestos de la Corona, además de los que servían para su propio mantenimiento, y en todas partes se oían quejas de que los gravámenes no se distribuían de forma equitativa y la tasa era excesiva. De vez en cuando, un acusador atacaba a los hombres eminentes y amenazaba con quejarse a la Administración y acusarlos en la sinagoga antes de la lectura de la Torá o esperarlos en la calle y darles de palos. El hombre en cuestión entraba de inmediato a formar parte de la camarilla, se le ofrecían unas migajas y se lo enviaba a que cantase las alabanzas de los mismos individuos a los que antes había atacado. Jacob incluso oyó hablar de emisarios que se apropiaban indebidamente del dinero que recaudaban, o que se reservaban unos porcentajes abusivos. Después de la catástrofe, el vientre de muchos rabinos y ancianos aumentó de tamaño, y en el cogote de éstos se marcaban rollos de grasa. Cubrían su carne de seda, terciopelo y piel de marta. Estaban tan gordos que se tambaleaban. Hablaban un lenguaje casi incomprensible hecho de alusiones veladas, guiños y cuchicheos. A las puertas de la casa de la comunidad, hombres iracundos tildaban de ladrones a aquellos dirigentes y vaticinaban que sus pecados acarrearían epidemias y desgracias.
Sí, Jacob comprendía que los codiciosos eran despreciables, pero también estaban los otros, los generosos, más numerosos que aquéllos. Gracias a Dios, no todos los judíos eran como los ancianos de la comunidad. En la casa del Señor aún se estudiaba, se rezaba y se entonaban salmos. Muchas personas todavía mostraban las heridas que les habían causado los cosacos. Jacob veía lisiados por doquier, hombres sin orejas, sin dedos, sin nariz, sin dientes y sin ojos. Y todos cantaban Santifiquemos y Alabado seas, escuchaban los sermones y estudiaban la Mishná. Se encendían velas para conmemorar el aniversario y se lloraba a los muertos.
Cuando paseaba por las estrechas callejas, Jacob advertía la espantosa miseria en que vivía aquella gente. Muchos se hacinaban en agujeros oscuros; los comerciantes trabajaban en tiendas semejantes a perreras. Las zanjas hedían. Mujeres harapientas, muchas de ellas a punto de dar a luz, recogían astillas y excrementos para encender el fuego. Niños medio desnudos y descalzos, cubiertos de costras y llagas, con las piernas raquíticas, los ojos ulcerosos, el vientre hinchado y la cabeza deforme. Se había declarado alguna clase de epidemia y continuamente pasaban ataúdes seguidos de mujeres que lloraban. Un muñidor hacía sonar el cepillo de las limosnas y gritaba:
—¡La caridad os librará de la muerte!
En todas partes se veían locos, otro recuerdo de los cosacos.
A Jacob le daba vergüenza pensar constantemente en Wanda cuando tanta gente se moría de hambre ante sus ojos. Allí, un groschen podía salvar una vida. Continuamente cambiaba monedas de plata por otras de menor valor para dar limosnas, pero lo que daba era muy poco frente a tanta necesidad. Los mendigos lo perseguían, tirándole de la chaqueta, bendiciéndolo y maldiciéndolo. Lo abucheaban, le escupían y le arrojaban piojos. Apenas podía zafarse de ellos. ¿Dónde estaba Dios? ¿Cómo permanecía en silencio ante tanta necesidad? A no ser que, Dios no lo quisiera, a no ser que… no hubiese Dios.