V

1

En el pueblo casi nunca se hablaba de la escasez de comida y, a pesar del hambre, la Navidad se celebraba con gran solemnidad. Aunque muchos campesinos ya habían sacrificado sus cerdos y hasta los lechones, quedaba carne suficiente para la comida de la fiesta. Tampoco faltaba el vodka. Los niños iban de casa en casa cantando villancicos. Los mayores recogían regalos, y uno de ellos los acompañaba disfrazado de lobo. Como en la iglesia había goteras, el nacimiento se instaló en el granero de Zagayek. Allí se representó también la función navideña, con la adoración de los Reyes. No faltaron báculos, barbas de lino, la estrella dorada, ni nada de lo necesario para la función, todo lo cual se guardaba de un año para otro. Pero los corderos eran de verdad, y con sus balidos alegraban un poco a los deprimidos campesinos.

Aquel invierno era muy duro. ¡Enfermedades y epidemia! En el cementerio había aumentado el número de tumbas grandes y pequeñas, y los vendavales derribaron la mayor parte de las nuevas cruces de madera. Pero al fin había llegado el tiempo de la alegría, Zagayek repartía juguetes entre los niños y harina blanca entre las mujeres para que hicieran las hostias. Wanda sabía por Jacob que el Dios en el que creían los judíos no tenía hijo ni se dividía en tres personas. A pesar de ello, tuvo que participar en la fiesta y asistir con los demás a la Misa del Gallo. Hasta tomó parte en la función y permaneció al lado de Stefan en el grupo de los santos, con una aureola en la cabeza. Stefan llevaba una máscara, barba blanca y mitra, apestaba a alcohol y, de vez en cuando, le pellizcaba y le susurraba al oído palabras obscenas.

Wanda le pidió varias veces a Jacob que entrara en la cabaña y participase de la fiesta. El mismo Antek, su enemigo, trató de hacer las paces con él durante la festividad. Dentro de la cabaña había un árbol de Navidad adornado con cintas y guirnaldas. La madre había preparado galletas, cerdo asado, coles rellenas y otros platos. Les hacía falta otra persona para completar el número de comensales, pero Jacob se mantuvo inflexible. No se trataba de comida kosher; todo aquello era idolatría, y más valía morir que participar en semejantes ceremonias. Permaneció en el granero y comió pan seco, como de costumbre. A Wanda le dolía el que se aislara y escondiese de los demás. Las muchachas se burlaban de él, y también de ella, ya que Jacob era su amante. La madre habló claramente de la necesidad de librarse del maldito judío que había llevado la desgracia a la familia. Wanda tomaba más precauciones para visitarlo por las noches, pues sabía que los hombres querían hacerle daño. Planeaban sacarlo del granero y obligarle a comer cerdo. Alguien sugirió que lo echaran al río o lo castraran. Wanda le dio un cuchillo para que se defendiera y empezó a beber vodka para ahuyentar la amargura de su corazón.

El tercer día después de Navidad, el pueblo celebraba la fiesta de Turón, en honor del antiguo dios de los caballos, el valor, el viento y la fuerza. Dziobak había pedido que se suprimiera aquella fiesta pagana, ya que con el nacimiento de Jesús todos los ídolos habían sido privados de su poder y, además, en las ciudades nadie se acordaba ya de tales fiestas. Pero la gente del pueblo no le hacía caso y se organizaban bailes en casa de Zagayek y en las chozas. Los músicos, con flautas, címbalos y tambores, tocaban El zapaterito, El pastor, La paloma, Buenas noches y El lamento del moribundo, que hacían llorar a las mujeres. Los jóvenes bailaban la polca, la mazurca, el cracoviak y el goralski. Todos olvidaban sus penas. Los trineos, cargados de chicos y chicas, se deslizaban sobre la nieve haciendo sonar los cascabeles de los arneses. De vez en cuando, pasaba una narria tirada por un perro. Wanda había prometido a Jacob que no participaría en aquella algazara pagana, pero a cada hora que transcurría se sentía más intranquila. Tenía que bailar y beber con los campesinos. Mientras estuviera en el pueblo, debía ser como ellos. Su plan de huir con Jacob y abrazar su fe hacía más necesario el fingimiento. Entró en el granero con las mejillas rojas y los ojos brillantes, dio unos besos rápidos a Jacob, escondió el rostro en el pecho de éste y se echó a llorar.

—No te enfades conmigo —le dijo—. Ya me siento extraña en mi propia casa.

2

Según el calendario de Jacob, corría el primer mes de Nisán y faltaban dos semanas para la Pascua. Ni una sola vez en todo su cautiverio probó el pan durante esta fiesta, y pasaba los ocho días con leche, queso y verdura. Había vuelto el frío y acababa de caer una gran nevada. Antek fue a un pueblo vecino a comprar otra vaca y llevó consigo a Wanda para que le aconsejara. Ella se vio obligada a acompañarlo, pues temía que si se peleaba con él la emprendiese contra Jacob. Éste pasó la mañana ordeñando las vacas y cortando leña. Era el trabajo que más le gustaba. El hacha subía y bajaba, y las astillas saltaban. Los pedazos más grandes los partía metiendo cuñas a golpes de martillo. Poco a poco, fue creciendo el montón hasta alcanzar una altura considerable. Entró en el granero para descansar, se echó, cerró los ojos y empezó a soñar con Wanda; pero aquel sueño no sucedía en el pueblo. Sintió que lo sacudían y abrió los ojos. La puerta del granero estaba abierta y Basha se encontraba cerca de él.

—Levántate —le dijo—. Te llama Zagayek.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha mandado a uno de sus hombres.

Jacob se levantó; comprendía perfectamente lo que había ocurrido. Zagayek debía de haberse enterado de sus planes de fuga, y en tal caso era el fin. Pocos días antes, Stefan había profetizado a Wanda que el judío sería liquidado. «Bien, ha llegado mi hora», pensó Jacob. Hacía años que esperaba el final. Le temblaban las rodillas, y al cruzar el umbral de la puerta se agachó, cogió un puñado de nieve y se frotó con él las palmas de las manos para poder rezar. «Hágase Tu voluntad, y que mi muerte redima todos mis pecados», musitó. Por un instante pensó en salir corriendo, pero enseguida comprendió que sería inútil. Estaba descalzo y no tenía pelliza. «No, no correré —decidió—. He pecado, y merezco el castigo». El hombre de Zagayek lo esperaba fuera. No iba armado.

—Deprisa—dijo a Jacob—. Los señores aguardan.

—¿Qué señores?

—¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

«De manera que van a juzgarme», pensó Jacob. Los ladridos del perro hicieron salir de la choza a la vieja, que se quedó plantada en el vano de la puerta, ancha, achaparrada, con la tez amarilla, mirándolo con sus inexpresivos ojos oblicuos. Basha se hallaba a su lado; era otra de esas personas que lo aceptan todo con docilidad bovina. El perro dejó de ladrar y bajó la cola. Jacob se alegraba de que Wanda no presenciase aquello. Quizá para cuando ella regresara ya hubiese terminado. Pensó en recitar Escucha, oh Israel, pero decidió dejarlo para cuando le pusieran la soga al cuello. Sentía un nudo en el estómago y tenía frío. Hipó, eructó y empezó a recitar el salmo tercero; pero al llegar al verso que dice «Mas Tú, oh Dios, eres mi coraza, mi gloria y quien sostiene mi cabeza», se detuvo. Ya era tarde para alimentar semejantes esperanzas. Al pasar por delante de la vieja y de Basha, las saludó, pero ellas permanecieron impasibles. Lo único que asombraba a Jacob era que su acompañante no sólo no estuviese armado, sino que no le atara las manos. «En fin, todo ha de terminar», pensaba Jacob mientras avanzaba con la cabeza inclinada y paso mesurado. Hacía años que sentía curiosidad por el más allá. Ahora sólo deseaba que la agonía acabara cuanto antes, y estaba dispuesto a glorificar el Nombre de Dios si le exigían que lo negara o blasfemase.

Las mujeres se asomaban a la puerta y lo miraban con rostro inexpresivo. Unos perros lo seguían ladrando, y otros movían la cola pacíficamente. Un pato se cruzó en su camino. «Vas a vivir más que yo», pensó Jacob, como si así pretendiera consolarlo. Se despidió del mundo y del pueblo. «Que no enferme de dolor», rogó pensando en Wanda. No estaba destinada a alcanzar la verdad, y sentía pena por ella. Levantó la mirada y vio que el cielo era nuevamente azul y primaveral. La única nube que se veía semejaba un unicornio de cuello muy largo. Las montañas, a las que había pensado huir para escapar de la esclavitud, parecían mirarlo desde lejos. «Ha sido dispuesto que vaya con ellos», se dijo pensando en sus padres, en su esposa y en sus hijos.

El hombre lo condujo a casa de Zagayek. Delante de la puerta había un carro cubierto enganchado a un tronco de caballos. Por su aspecto no debía de ser de la región. Los caballos estaban cubiertos con mantas, y sus arneses tenían adornos de latón. Del eje trasero del carruaje colgaba un farol. Jacob subió por unos limpísimos escalones hasta el primer piso de la casa. Casi había olvidado que existían las escaleras; pero, al parecer, en el centro de la aldea había un pedazo de la ciudad. Al cruzar el vestíbulo percibió el olor a coles. Estaban preparando la comida de mediodía. Una de las puertas, con picaportes de latón como los que había en casa de sus padres, estaba abierta, y lo que allí vio le pareció salido de un sueño. Alrededor de una mesa había tres judíos con barba, aladares y casquete. Uno de ellos llevaba la chaqueta desabrochada y le asomaba un poco el chal con flecos. Jacob creyó reconocer a otro, pero en su confusión no lograba recordar dónde lo había visto. Los miraba boquiabierto, y ellos también a él. Por fin uno le preguntó en yiddish.

—¿Eres Jacob de Zamosc?

—Sí —respondió con acento polaco.

—¿El yerno de Reb Abraham de Josefov?

—Sí.

—¿No me reconoces?

Jacob lo miró fijamente. El rostro le resultaba familiar, pero no conseguía recordar dónde lo había visto. «Conque todavía no ha llegado el día de mi muerte», pensó. No comprendía qué estaba ocurriendo, pero le cohibía estar descalzo y vestido como un campesino. Todo estaba helado dentro de sí; se sentía tímido como un niño e incapaz de hablar. «Quizá ya esté al otro lado», pensó. No se le ocurría qué decir. No acertaba con el yiddish. Se abrió otra puerta, y apareció Zagayek, robusto, con la nariz colorada y las guías del bigote puntiagudas como colas de rata. Llevaba una chaqueta verde ribeteada y botas de media caña. La fusta que sujetaba en la mano tenía por mango una pata de conejo. Aunque todavía era temprano, ya había bebido lo suficiente para andar con paso vacilante.

—¿Y bien? ¿Es ése su judío? —preguntó a voces.

—Sí; es él —balbuceó el hombre que acababa de hablar con Jacob.

—Bien. Entonces, pueden llevárselo. ¿Dónde está el dinero?

Uno de los judíos, un hombre pequeño y rollizo con barba en forma de abanico y los ojos oscuros y muy separados, extrajo una bolsa de su chaqueta y, silenciosamente, empezó a contar monedas de oro. Zagayek comprobó si eran auténticas intentando doblarlas, una a una, entre el índice y el pulgar. Sólo entonces Jacob comprendió lo que estaba ocurriendo: aquellos judíos habían ido a buscarlo. Estaban rescatándolo. El que le resultaba conocido era de Josefov, uno de los patricios de la ciudad. De pronto, Jacob se sintió violento, como si los casi cinco años que llevaba viviendo en aquellas montañas hubieran surtido su efecto en aquel instante, convirtiéndolo en un campesino embrutecido. No sabía dónde esconder las manos encallecidas y los pies sucios. Se sentía avergonzado de su chaqueta rota y de su melena revuelta y larga hasta los hombros. Sintió el deseo de hacer una reverencia a los judíos y estrecharles la mano igual que lo haría un labriego. El hombre que había contado las monedas de oro levantó la mirada.

—«Alabado seas, Tú que resucitas a los muertos».

3

La rapidez con que a partir de ese momento se sucedieron los hechos provocó que Jacob sintiese vértigo. Zagayek le dio la mano y le deseó buen viaje. Los judíos lo condujeron fuera y le indicaron que subiera al carro. Frente a la casa de Zagayek se habían reunido varias personas, pero entre ellas no había ningún familiar de Jan Bzik. Antes de que Jacob atinara a pronunciar una sola palabra, el cochero —un gentil al que Jacob no había visto antes— hizo restallar el látigo y el carro empezó a bajar la cuesta. Jacob pensó en Wanda, pero no habló de ella. ¿Qué podía decir? ¿Cómo pedir a aquellas personas que también se llevaran de allí a la campesina que se había convertido en su amante? Además, Wanda no estaba en el pueblo, por lo que ni siquiera tenía modo de despedirse de ella. Acababan de rescatarlo con la misma rapidez con que lo habían esclavizado. En el carro, todos empezaron a hablarle a la vez, confundiéndolo de tal modo que apenas entendía lo que decían. Casi le pareció que se expresaban en una lengua extranjera. Le echaron una manta sobre los hombros y le pusieron un casquete en la cabeza. Sentado entre ellos, se sentía desnudo. Poco apoco, se acostumbró a sus gesticulaciones, a sus palabras y a su olor, y les preguntó cómo se habían enterado de su paradero.

—El dueño de un circo nos lo dijo.

Jacob quedó otra vez en silencio.

—¿Qué ha sido de mi familia? —preguntó después.

—Tu hermana Miriam vive.

—¿Nadie más?

No contestaron.

—¿He de rasgarme las vestiduras? —preguntó, más a sí mismo que a ellos—. He olvidado la ley.

—Sí, debes hacerlo por tus padres. Pero no por tus hijos. Han pasado más de treinta días.

—Sí, ya es un hecho lejano —admitió Jacob, empleando el término técnico.

Aunque hacía tiempo que sabía que sus seres queridos habían muerto, se sintió afligido. De la familia sólo quedaba Miriam. Coma temía preguntar detalles, permaneció en silencio, mirando al frente. Los demás hablaban entre sí de las prendas de vestir que necesitaba: una camisa, vestidura con flecos, pantalones, zapatos. Uno observó que habría que cortarle el pelo, y otro abrió una bolsa de cuero y hurgó en su interior. El tercero le ofreció pastel, vodka y mermelada. Jacob rehusó la comida; debía guardar luto, al menos por un día. De pronto recordó cómo se llamaba el hombre de Josefov: Reb Moishe Zakolkower, uno de los siete ciudadanos más prominentes de Josefov. La última vez que Jacob lo había visto aún era un joven, con muy poca barba.

—Es casi exactamente la historia de José y sus hermanos —observó uno de los hombres.

—Ya que hemos vivido para ver este día, entonemos una bendición —terció otro, y procedió a recitar—. «Oh Tú, que eres mi sostén y me has conservado hasta este día…».

—Y yo tengo que decir: «Has sido misericordioso» —murmuró Jacob, como para demostrar que él también era judío y no se habían equivocado al rescatarlo.

Mientras lo decía, sin embargo, comprendió que había cometido un error. Lo correcto era alabar a Dios y nada más, y su propia voz le sonaba tan áspera que le avergonzaba hablar en presencia de hombres tan distinguidos. Sus compañeros eran de baja estatura, pero él rozaba el techo del carro con la cabeza. Se sentía violento, y el olor del coche le resultaba tan extraño que le costaba trabajo no estornudar. Había que dar las gracias a aquellos hombres, pero él desconocía la fórmula adecuada para el caso. Cada vez que trataba de decir algo, el yiddish y el polaco se confundían en su cabeza. Al igual que el ignorante que va a hablar con hombres sabios, Jacob sabía por anticipado que se pondría en ridículo. Finalmente, preguntó:

—¿Quién ha quedado en Josefov?

Los hombres, que parecían estar esperando esa pregunta, empezaron a hablar al mismo tiempo. Los cosacos prácticamente habían arrasado la ciudad y degollado, quemado o ahorcado a la mayoría de sus habitantes. Algunos, empero, consiguieron sobrevivir, casi todas las viudas o ancianos, y unos cuantos niños que se habían escondido en buhardillas y sótanos o habían huido a las aldeas vecinas. Mencionaron algunos nombres que Jacob conocía y otros que nunca había oído, ya que Josefov contaba con nuevos habitantes. El carro seguía bajando la pendiente; por el toldo se filtraba el sol y la conversación se mantenía en el mismo tono elegiaco. Cada frase terminaba con la palabra «asesinado». De vez en cuando, Jacob oía decir: «cayó durante la epidemia». Sí, el Ángel de la Muerte había estado muy ocupado. A la matanza y al incendio había seguido la enfermedad, durante la cual las personas morían como moscas. A Jacob le costaba comprender tanta calamidad. Pero, como suele ocurrir, algunos se habían salvado. Sus interlocutores parecían abrumados por un gran peso, y Jacob bajó la cabeza. Era como si hubiese dormido durante setenta años, igual que el legendario Jonei, y despertado en otra época. Josefov ya no era Josefov. Todo había desaparecido: la sinagoga, la casa de estudio, el baño ritual, la casa de los pobres. Los asesinos incluso habían arrancado las losas sepulcrales. No habían logrado salvar ni un solo capítulo del Rollo Sagrado, ni una página de los libros de la casa de estudio. La ciudad estaba habitada por idiotas, lisiados y locos.

—¿Por qué tuvo que ocurrimos esto a nosotros? —preguntó uno de los hombres—. Josefov era un hogar de la Torá.

—Fue voluntad de Dios —respondió otro.

—Pero ¿por qué? ¿Qué pecados habían cometido los niños? Los enterraron vivos.

—La colina que se alza detrás de la sinagoga tembló durante tres días. A Hanan Beris le arrancaron la lengua, y a Beila Itje le cortaron los pechos.

—¿Qué daño les habíamos hecho nosotros?

Nadie conocía la respuesta a esas preguntas, y todos levantaron la mirada hacia Jacob, como si esperasen que las contestara. Pero él permaneció callado. La explicación que había dado a Wanda según la cual para que hubiese libre voluntad era necesario el mal y para que hubiese clemencia era necesario el dolor, le parecía ahora endeble y hasta blasfema. ¿Necesitaba el Creador la ayuda de los cosacos para revelar Su naturaleza? ¿Era ello motivo suficiente para que se enterrara vivos a los niños? Pensó en sus hijos, en el pequeño Isaac, en Breina, en el bebé; imaginó que los arrojaban a una fosa de cal y los enterraban vivos. Le pareció oír sus gritos ahogados. Aunque aquellas almas subieran a la más espléndida mansión y recibieran las mejores recompensas, ¿podía eso borrar el sufrimiento y el horror? Jacob se preguntó cómo había sido capaz de olvidarlos siquiera por un instante. Con su olvido se había hecho también culpable de asesinato.

«Sí, soy un asesino —se dijo—. No soy mejor que ellos».