IX

1

Jacob era consciente de que había perdido el control de sus actos. Satanás tocaba la flauta y él bailaba al son de su melodía. «La transgresión engendra la transgresión», decía el Tratado de Abot. Y así era en su caso. Su pasión por una mujer prohibida lo había inducido a mentir. Toda una comunidad judía —no una sola persona, sino una multitud de ellas— había sido engañada y creía que su esposa era muda. Ahora, las mujeres que padecían algún mal acudían a ver a Sara, que ya estaba en el octavo mes de gestación, para pedirle que les impusiera las manos y las bendijese. Y los ancianos de Pilitz insistían en que Jacob debía aceptar el ofrecimiento del conde. Gershon había perdido el contrato, y Pilitzki les advirtió que si Jacob se negaba a ser su administrador, buscaría uno en otra ciudad. Y hasta amenazó con expulsar de Pilitz a los judíos. Una comisión de ancianos, presidida por el rabino, visitó a Jacob para intentar convencerlo. Gershon dio a entender que no se oponía al convenio. Que Jacob administrase las tierras por el momento. Gershon estaba convencido de que el maestro, que no sabría distinguir el trigo del centeno, resultaría un pésimo administrador, con lo que Pilitzki llegaría a la conclusión de que Gershon era indispensable.

Como suele ocurrir en los asuntos de los hombres, todas las relaciones eran complejas y se basaban en el engaño. ¡Desgraciado el hogar que descansa sobre la mentira! Pero ¿qué alternativa tenía Jacob? Si decía la verdad, Sara y él serían quemados en la hoguera. Por sagrada que fuese la verdad, la ley no permitía que uno se inmolara por ella.

Por las noches, cuando no lograba conciliar el sueño, Jacob hablaba así a Dios: «Ya sé que he perdido la otra vida; pero, de todos modos, Tú sigues siendo Dios y yo Tu criatura. Castígame, Padre. Me someto a Tu escarmiento de buen grado».

El castigo podía llegar en cualquier momento. Faltaba poco para que Sara diese a luz, y en semejante trance era casi seguro que gritaría o hablaría. Tarde o temprano se sabría la verdad. Jacob aguardaba a que la espada cayese sobre él, y entretanto trabajaba. Había mucho que hacer. Dios había bendecido los campos con una cosecha abundante. Ese año, ni los ejércitos suecos ni los polacos habían pisoteado los sembrados. Jacob madrugaba y se acostaba tarde; el señor de Pilitz esperaba beneficios. Gershon también confiaba en sacar provecho. Jacob, a diferencia de Gershon, no tenía contrato, sino que se limitaba a vigilar a los campesinos y a tratar con los comerciantes de granos. Por toda paga recibía lo imprescindible para vivir.

Resultaba extraño verse otra vez en el campo, rodeado nuevamente de vegetación. Sara y Jacob vivían en la casa que Gershon se había construido cerca del castillo. La de Jacob, así como la escuela que había empezado a edificar, había quedado sin terminar. La comunidad se puso a buscar otro maestro. Entretanto, alguien impartía unas cuantas horas de clase al día a los niños, y todo el mundo comentaba, en tono de broma, que puesto que Jacob administraba Pilitz, quien debía hacerse cargo de la escuela era Gershon.

Jacob siempre había pensado que en este mundo todo es transitorio. ¿Qué era el hombre? Hoy vivo, mañana en la tumba. El Talmud comparaba el mundo con una boda; el poeta de la liturgia decía del hombre que recordaba a una nube a la deriva, como una flor que se marchita, como un sueño que se desvanece. Sí, todo pasa. Pero Jacob nunca había percibido tan intensamente la calidad efímera de las cosas. Una semana maduraba el trigo en el campo; a la siguiente el campo estaba vacío. Los días eran claros y despejados, pero pronto llegarían las lluvias y las nieves. Jacob se había convertido en un hombre importante en Pilitz, hasta el punto de que tenía acceso al señor del castillo. Cuando se cruzaba con los campesinos, éstos se quitaban el sombrero y le daban el tratamiento de «Pan». Los judíos lo conocían por «el marido de la santa». Jacob sabía que todo aquello acabaría en el bochorno y el cadalso, pero entretanto se ocupaba de la recolección, la trilla y el almacenamiento del grano. Supervisó la labranza de otoño y la siembra de la cosecha de invierno. Lo que había aprendido durante sus años de esclavitud le resultaba muy útil ahora. Y cuando Sara y él se retiraban a descansar, no sólo hablaban de la Torá, sino también de la hacienda. Aunque Jacob no llevaba las cuentas, poco a poco salían a la luz las prácticas fraudulentas de Gershon. Cierto que también Pilitzki robaba a los campesinos, y que quien roba a un ladrón no comete pecado. Sin embargo, Gershon había quebrantado el octavo Mandamiento, había creado enemigos a Israel y había cometido sacrilegio. Bueno, todo el mundo tiene tentaciones.

Jacob había prosperado, pero sabía que su ascenso era de esos acerca de los que se ha escrito: «El orgullo antecede a la caída». Los campesinos no trataban de engañarlo, como hacían con Gershon, sino que seguían sus instrucciones y hasta le brindaban consejos. Los habitantes del castillo, tanto los parientes de Pilitzki como los criados, lo respetaban. Los perros, cuya ferocidad hacía temblar a Gershon, sin que nadie supiera por qué se encariñaron con Jacob de inmediato y empezaban a mover la cola en cuanto él se acercaba a las puertas del castillo. En éste todos eran amables con él, y la condesa envió a una doncella a ayudar a Sara la Muda, que iba a tener un hijo. El propio Pilitzki disfrutaba conversando con Jacob, a quien elogiaba por su excelente polaco. Mientras que Gershon era un ignorante incapaz de responder a las preguntas de su patrón acerca de los judíos y su religión, Jacob contestaba citando textos sagrados. Acostumbrado como estaba a tratar lúcidamente temas difíciles, inventaba parábolas adecuadas a la mente de un gentil. Pilitzki le formulaba las mismas preguntas que Sara.

Un día en que Pilitzki se encontraba con Jacob en la biblioteca mostrándole una concordancia en latín con notas al margen en hebreo, entró la condesa. Jacob se puso de pie e hizo una profunda reverencia. Teresa Pilitzki era una mujer baja, rolliza, de cara redonda, cuello corto y pecho alto. Su cabello rubio, recogido en la coronilla con un gran moño, le recordó a Jacob una rosca de Rosh Hashaná. Llevaba un vestido plisado de seda negra, adornado con cintas, y de su cuello colgaba un crucifijo de oro y pedrería. Tenía la nariz pequeña, los labios gruesos, los ojos negros y brillantes, y la frente lisa. A Jacob le habían dicho que la condesa se comportaba como una ramera, pero observó que, a pesar de sus carnes, se movía con agilidad, casi con los andares de una niña. Al ver a los dos hombres, Teresa sonrió, con lo que se le formaron sendos hoyuelos en las mejillas.

—Es Jacob —dijo Pilitzki con un guiño.

—Sí, te he visto muchas veces desde mi ventana. —La condesa tendió la mano a Jacob, que, tras una leve vacilación, volvió a inclinarse y se la llevó a los labios. «Otro pecado más», pensó Jacob mientras besaba la mano, enrojeciendo hasta la raíz del pelo.

Pilitzki se echó a reír.

—Bueno, ahora que eso está hecho, bebamos una copa.

—Perdonadme, excelencia, pero mi religión me lo prohíbe.

Pilitzki se puso tenso.

—Ah, vaya, de modo que te lo prohíbe tu religión. Así que se puede estafar a los cristianos, pero no beber con ellos. ¿Y quién lo prohíbe? El Talmud, naturalmente, que también os enseña a engañar a los cristianos.

—En el Talmud no se menciona ni una vez a los cristianos; sólo se habla de idólatras.

—El Talmud considera idólatras a los cristianos. Tu pueblo dio la Biblia al mundo, pero después negasteis al Hijo de Dios, separándoos así del Padre. Hoy os castiga Jmelnitski; mañana, otro atamán continuará el castigo. Los judíos no conocerán la paz hasta que acepten la verdad…

La condesa frunció el entrecejo.

—Adam, esas discusiones no conducen a ninguna parte —dijo.

—No, no quiero callar la verdad. Ese Gershon era un granuja y, además, un asno. No sabía nada, y ni siquiera conocía su propia Biblia. Jacob, por el contrario, no sólo parece honrado, sino, además, instruido. Por eso quiero hacerle unas preguntas.

—Ahora no, Adam. Tiene mucho trabajo en los campos.

—¿Se van a ir los campos acaso? Siéntate, judío. No voy a hacerte daño. Siéntate aquí. ¡Muy bien! La condesa y yo creemos que la fe no debe imponerse a nadie. Aquí no tenemos Inquisición, como en España. Polonia es un país libre, demasiado libre para su desgracia. Por eso camina hacia la ruina. Deja que te haga una pregunta. Hace mil años que esperáis al Mesías. ¡Qué digo mil! Más de mil quinientos, y el Mesías no llega. La razón es clara. Ya ha venido y ha revelado la verdad de Dios. Pero sois un pueblo testarudo y os mantenéis aparte. Consideráis que nuestra carne es impura y nuestro vino, una abominación. No se os permite que os caséis con nuestras hijas. Os creéis el pueblo elegido por Dios. Bien, ¿qué ha elegido Él para vosotros? Que tengáis que vivir en juderías oscuras y llevar emblemas de tela amarilla. Yo he viajado y he visto cómo viven en el extranjero los judíos. Son ricos y sólo piensan en el dinero. En todas partes los tratan como a las arañas. ¿Por qué no lo piensas bien y abandonas el Talmud? Tal vez, después de todo, los cristianos tengan razón. ¿Ha visitado alguno de vosotros el cielo?

—Esas discusiones religiosas son estúpidas —protestó Teresa Pilitzki.

—¿Qué tienen de estúpido? La gente ha de hablar de estas cosas. Yo no me dirijo a él con enojo, sino de igual a igual. Si es capaz de convencerme de que los judíos tienen razón, me haré judío. —Pilitzki soltó una carcajada.

—No puedo convencer a nadie, excelencia —dijo Jacob, que empezaba a tartamudear—. He heredado la fe de mis padres, y la sigo lo mejor que sé.

—Los idólatras también tienen padre y madre. Y a ellos les dijeron que una piedra es Dios. Pero vosotros, los judíos, pedisteis la destrucción de sus templos y la muerte de todos sus hijos. El Antiguo Testamento lo dice. ¿Acaso no demuestra eso que uno no debe seguir forzosamente la fe de sus padres?

—Los cristianos también creen que la Biblia es sagrada.

—Naturalmente. Pero hay que pensar con lógica. Todo el mundo, menos vosotros y los turcos infieles, ha aceptado el cristianismo. Vosotros, los judíos, os creéis más listos que todos los pueblos de Europa y del mundo. Está bien, Dios os ama. Pero ¿qué clase de amor es ése? A vuestras esposas las violan y a vuestros hijos los entierran vivos.

Jacob tragó saliva con dificultad.

—Esos actos fueron cometidos por los cristianos.

—¿Qué? Los cosacos tienen de cristianos lo que yo de discípulo de Zoroastro. Los únicos cristianos son los católicos. Los ortodoxos rusos son tan idólatras como sus aliados los turcos. Y los protestantes son aún peores. Pero nada de esto es relevante, judío.

—Ninguno de nosotros conoce los designios de la Providencia, señor. Los católicos también sufren. Guerrean los unos contra los otros… —Jacob dejó la frase por la mitad.

Adam Pilitzki meditó un momento acerca de aquellas palabras.

—Sí, naturalmente, sufrimos —concedió—. Dice la Biblia que el hombre ha nacido para sufrir. Pero nosotros sufrimos por una causa. Nuestras almas se purifican con nuestros sufrimientos y suben al Cielo. Pero para el no creyente, el verdadero tormento empieza después de la muerte.

Teresa Pilitzki sacudió la cabeza.

—Pero ¿adónde pretendes llegar, Adam? La verdad es indemostrable. Sólo se encuentra aquí —añadió señalándose el corazón.

—Eso es cierto, excelencia —musitó Jacob.

—Bien, supongo que sí; pero ¿de qué te sirve aferrarte tan tercamente a tu fe? Aunque equivocados, a vuestra manera honráis a Dios, y vuestras sinagogas siempre están llenas. Una vez, en Lublín, pasé por delante de uno de vuestros lugares de oración. ¡Qué cánticos fervorosos! Parecían salir de mil gargantas. Pero pocos años después diez mil judíos eran asesinados. Hablé con personas que vieron entrar a los cosacos en Lublín. Murieron más judíos pisoteados por otros judíos que a manos de los invasores. Y mientras sucedían estas cosas, ¿era menos azul el cielo? ¿Dejaba de brillar el sol? ¿Dónde estaba el Dios que tanto alabáis y al que invocáis, el Dios a quien llamáis vuestro Padre? ¿Cómo explicas esto, judío? ¿Cómo es posible que estos recuerdos os dejen dormir por las noches?

—Cuando estás cansado, tus ojos se cierran solos.

—Ya veo que rehúyes contestar.

—Tiene razón, Adam, mucha razón. ¿Qué va a decir? ¿Podemos nosotros explicar nuestras desgracias mejor que él las suyas? Buscar una respuesta constituye en sí mismo una blasfemia. Lo sabes muy bien.

Pilitzki la miró echando la cabeza hacia atrás.

—No sé, Teresa. A veces pienso que los epicúreos y los cínicos tenían razón. ¿Has oído hablar de Demócrito, judío?

—No, excelencia.

—Demócrito fue un filósofo que sostenía que todo lo gobierna el azar. La Iglesia ha proscrito sus obras, pero yo las leo. No creía en Dios ni en los ídolos. El mundo, según él, era el fruto de unas fuerzas ciegas.

—No repitas esas herejías —lo interrumpió Teresa Pilitzki.

—Quizás estuviera en lo cierto.

—Adam, por favor…

—De acuerdo. Me retiro a descansar. Tus ojos se cierran solos… —dijo, repitiendo las palabras de Jacob—. ¿No querías hablar con Jacob, Teresa?

—Sí.

—Entonces, adiós, y nada temas de nosotros. ¿De verdad es muda tu mujer?

—Sí, excelencia.

—Eso significa que también entre los judíos ocurren milagros, ¿no?

—Sí, excelencia.

—Bueno, me voy a dormir un poco.

2

Al salir de la habitación, Pilitzki lanzó una mirada por encima del hombro. Jacob se inclinó. La condesa movió lentamente su abanico de plumas de pavo real.

—Siéntate. Eso es. ¿Adónde conducen esas discusiones? Uno debe confiar en que Dios sabe gobernar el mundo. Cuando los suecos ocuparon estas tierras, fui azotada en mi propio castillo. Creí que aquello era el final. Pero el Todopoderoso dispuso que siguiese viviendo.

Jacob palideció.

—¿Os azotaron, excelencia?

—La vara no entiende de rango —la condesa sonrió—. Lo mismo pega a un duque que a una dama o a la mismísima alteza real. De hecho, los soldados lo encontraban más divertido, por ser yo una aristócrata.

—¿Y por qué lo hicieron, excelencia?

—Porque dije «no» a su general. Mi esposo estaba escondido, y no tenía quién me protegiera. Si mi pretendiente hubiese sido joven y apuesto o, por lo menos, sano —el tono de su voz cambió—, tal vez me hubiera sentido tentada. «En la guerra y en el amor todo es lícito», dicen, pero con aquel mono feo, nunca. Lo miré y le dije: «Señor, prefiero la muerte».

—Yo creía que esa conducta sólo era propia de moscovitas y cosacos.

—¿Y que los suecos eran ángeles? No, Jacob, todos los hombres son iguales; pero, con franqueza, no los critico. Las mujeres sólo los utilizan para una cosa. El niño necesita mamar, y le da igual que el pecho sea de una campesina o de una princesa. Pues los hombres son como los niños.

La condesa Pilitzki, en cuya sonrisa se combinaban la coquetería y el recato, miró a los ojos a Jacob y parpadeó levemente. Jacob sintió un calor en la nuca.

—Un hombre tiene a su esposa.

—¿Qué? En primer lugar, en tiempo de guerra la esposa no cuenta. En segundo lugar, uno se cansa de una misma mujer. Mi modista me hace un vestido caro, pero cuando lo he llevado tres veces, me canso de él y lo regalo a una de las primas de mi esposo. A los hombres les ocurre igual. La mujer pierde su atractivo cuando él la tiene siempre a su disposición. Entonces él se va detrás de otra. Pero ¿por qué te digo a ti estas cosas? Tú también eres hombre. Alto y con ojos azules…

—Los judíos no hacen eso —dijo Jacob, sonrojándose.

La condesa Pilitzki agitó el abanico con gesto de impaciencia.

—Judío o tártaro, un hombre siempre es un hombre. Y vosotros teníais un montón de mujeres. Los grandes reyes y los profetas disponían de harenes.

—Ahora está prohibido.

—¿Quién lo ha prohibido?

—El rabino Gershon, Luz de la Diáspora. Él promulgó el edicto.

—Para los cristianos también está prohibido, pero ¿qué le importan los edictos a la naturaleza humana? Yo no condeno al hombre que siente el deseo. Y si consigue que una mujer acepte sus propuestas, tampoco la condeno a ella. En mi opinión, todo procede de Dios, hasta la concupiscencia. No todos somos santos, ni todos los santos lo fueron siempre. Y además, ¿en qué se ofende a Dios? Algunos dicen que un pecado secreto, si no hay sacrilegio, no hace daño a nadie. Mi marido ha vivido varios años en Italia. Allí las damas tienen marido y amante. Al amante lo llaman amico. Cuando una señora va al teatro, la acompañan sus dos caballeros.

Se produjo una pausa en la conversación. Finalmente, Jacob dijo:

—Eso no ocurre entre los judíos. Un hombre no puede ni mirar a otra mujer.

—Pero aun así la mira. El hombre que pretende que sólo le interesa su propia esposa es un hipócrita. ¿Me dejas que te haga una pregunta?

—Sí, excelencia.

—¿De dónde eres? ¿Cómo has venido a parar aquí? No te extrañe mi curiosidad; tengo mis razones. Me parece muy raro que te casaras con una muda. La mayoría de los judíos no son tan apuestos ni cultos como tú, ni hablan tan bien el polaco. Podrías haberte casado con la más hermosa.

Jacob sacudió la cabeza.

—Ella es mi segunda esposa.

—¿Qué fue de la primera?

—Los cosacos la mataron, y también a nuestros hijos.

—¿Dónde?

—Yo soy de Zamosc.

—Todo eso es muy triste. ¿Qué tienen contra las mujeres y los niños? ¿De dónde es tu actual esposa?

—De cerca de Zamosc.

—¿Por qué te casaste con ella? Debía de haber otras mujeres.

—Muy pocas. Los cosacos mataron a la mayoría.

—Seguro que la encontraste atractiva. No se puede negar que es bonita.

—Sí, la encontré atractiva.

La condesa apoyó el abanico en el pecho.

—Te hablaré con franqueza, Jacob. Tus enemigos judíos (no creas que no los tienes) andan diciendo por ahí que tu esposa no es tan muda como aparenta. Cuando mi marido lo oyó, montó en cólera y pensó en poner a prueba a tu Sara. Pero yo lo disuadí. Quería disparar una pistola detrás de ella, para ver cómo reaccionaba. Yo le dije que una mujer embarazada no se merece esas canalladas. Adam Pilitzki siempre hace lo que yo le digo. En ese aspecto es un marido ejemplar. Tú mismo comprenderás que de no ser por el milagro, los judíos de Pilitz sufrirían mucho. En esta parte del país, el clero, y en especial los jesuitas, deben cuidar de sus propios intereses. Pero quiero que sepas que en mí tienes a una buena aliada. No seas tímido ni reservado. Debajo de estas ropas, todos somos de la misma carne y la misma sangre. Quiero protegerte, Jacob, y me duele decirte que necesitas protección.

Jacob alzó lentamente la cabeza.

—¿Quién difunde esos rumores?

—La gente tiene lengua. Gershon es astuto y conspira hasta contra mi esposo. Acabará mal, pero antes dará mucha guerra.

3

Jacob experimentó un miedo parecido al que sintiera cuando Zagayek lo había mandado llamar. No sólo su vida corría peligro, sino también la de Sara. Los jesuitas debían cuidar sus intereses. ¡Iban a disparar pistolas cerca de Sara! «Estoy en una trampa —pensó Jacob—. Tengo que huir. Pero antes debe nacer el niño». Pronto llegaría el invierno; ¿adónde iría entonces? ¿Qué camino seguir? ¿Debía decir la verdad a la condesa Pilitzki? ¿Negar el rumor? Permaneció en silencio, indefenso, avergonzado de su cobardía. La condesa lo vigilaba atentamente con el rabillo del ojo, con una sonrisa estudiada.

—No temas, Jacob. Ya conoces el refrán: «Mucho viento y poca lluvia». No pasará nada malo.

—Eso espero. Gracias, excelencia. Nunca podré agradecéroslo bastante.

—Luego me darás las gracias. ¿Has visto el castillo?

—No; sólo esta sala.

—Ven, te lo enseñaré. Los invasores hicieron grandes destrozos, pero algo se conserva todavía. A veces pienso que tiene razón mi esposo: que todo se hunde. Los campesinos afirman haber visto en el cielo un cometa enorme cuya cola va de un extremo al otro del horizonte. Es como al final del primer milenio, o durante la peste negra.

—¿Un cometa? ¿Cuándo lo han visto? Yo no he visto nada.

—Tampoco yo. Pero mi marido sí. Es presagio de cataclismo: guerra, peste o inundación. Los turcos están afilando sus cimitarras. De pronto, los moscovitas se han convertido en una potencia. Los prusianos, ¿cómo no?, siempre están dispuestos al saqueo. «Come, bebe y diviértete, que mañana moriremos».

—La vida que se vive en constante temor pierde su encanto.

—Pues hay quien piensa todo lo contrario. Yo he vivido una guerra tras otra, pero sé conservar la serenidad cuando los otros tiemblan. Yo me río cuando la mayoría llora. «Corre las cortinas», digo a mi doncella; y a mí misma: «Teresa, sólo te queda una hora de vida». ¿Has bebido alguna vez en la cama?

—Sólo cuando estoy enfermo.

—No, me refiero a cuando estás bien. La habitación de mi esposo está al otro lado de la sala, de manera que me permite aislarme por completo. Me siento en la cama, recostada en un almohadón, y ordeno a la doncella que me traiga vino. Me gusta el aguamiel, por más que digan que es bebida de campesinos. En otros países lo llaman «néctar de los eslavos». Yo me siento feliz cuando estoy casi ebria, empieza a nublárseme la mente y nada me inquieta. Entonces pierdo la noción del deber y sólo hago lo que me gusta.

—Sí, excelencia.

—Ven conmigo.

Mientras seguía a la condesa Pilitzki por los salones y estancias, Jacob no sabía qué admirar más, si los muebles, las alfombras, los tapices o los cuadros. En todas partes había trofeos de caza: cabezas de ciervo y de jabalí que parecían mirarlo fijamente desde las paredes, y faisanes, pavos reales, perdices y gallos silvestres disecados que aún parecían vivos. En la sala de armas se exhibían espadas, lanzas, yelmos y armaduras. La condesa le señaló los retratos de los condes de Pilitz y sus respectivas familias. También estaban representados los reyes de Polonia: había Casimiros, Ladislaos, Jagellones, y el rey Esteban Bátory, junto con famosos gobernantes de las antiguas familias de los Czartoryiski y Zamoyski. Adondequiera que mirara, Jacob topaba con cruces, espadas, esculturas y cuadros que representaban batallas, torneos o cacerías. Hasta el aire del castillo estaba impregnado de violencia, idolatría y concupiscencia. La condesa Pilitzki abrió la puerta de una alcoba en cuyo centro había una gran cama con dosel.

Jacob se vio reflejado en un espejo, pero su imagen, que parecía estar en el fondo del océano, resultaba casi irreconocible. Se vio sin sombrero, con la cara colorada y el cabello y la barba en desorden, como uno de aquellos bárbaros que aparecían en los cuadros de la sala contigua.

—No es de buen tono enseñar los dormitorios —dijo la condesa Pilitzki—. Pero a vosotros, los judíos, os tienen sin cuidado las formas. En el castillo de mi padre había un judío al que todos queríamos. Era un hombre muy alegre, y cuando dábamos alguna fiesta se disfrazaba de oso. ¡Y bailaba exactamente igual que un oso! Pero no probaba el vino, y aunque participaba en la fiesta, se mantenía sobrio. Mi padre decía que sólo un judío era capaz de una cosa así.

—Tenía que hacerlo.

—Y sabía hablar en verso y en una mezcla de polaco, yiddish y el dialecto de los campesinos. Los judíos lo consideraban un hombre culto. Casó a su hija con el hijo de un rabino, y éste, que vivía a sus expensas, se pasaba el día leyendo libros de oraciones.

—¿Y qué ocurrió?

—¿Quieres saber qué fue del viejo? Unos bandidos lo mataron.

Era extraño; pero Jacob sabía que ella le respondería eso. Se le puso la carne de gallina. Cuando la condesa Pilitzki volvió a hablar, tuvo la impresión de que ella comprendía que sus últimas palabras le habían causado tristeza.

—Bueno, tuvo una vida muy intensa. Además, ¿qué importa el tiempo que vivas? Una cosa es cierta: todos hemos de morir. A veces me resulta imposible creer que cuando yo me haya ido el mundo seguirá, que brillará el sol, que los árboles florecerán, y que yo no estaré. Sí, es increíble. Pero también oyes hablar a los viejos de cosas que ocurrieron antes de que tú nacieras. En fin, mientras estás aquí, lo que te apetece es ser feliz, en especial por la noche. Muchas veces permanezco despierta en la oscuridad… Jacob, ¿has visto alguna vez a un hombre lobo?

—No, señora.

—Yo tampoco, pero existen. Hay noches en que me asalta el deseo, en medio de la penumbra, de echar a andar a cuatro patas y aullar.

—¿Por qué, excelencia?

—Por nada en particular. Tal vez te haga una visita una noche, Jacob; y entonces, ten mucho cuidado, porque soy peligrosa. —Le cogió la muñeca y añadió—: No soy tan vieja todavía. Bésame.

—No puedo, excelencia. Mi religión me lo prohíbe. Humildemente pido perdón a su excelencia.

—No te disculpes. Yo soy una estúpida, y tú, un judío. Por tus venas no corre sangre sino borscht.

—Yo temo a Dios, excelencia.

—Pues ve con Él.

4

Era una noche cálida del mes de Elul, que parecía de pleno verano. La recolección había terminado y los campos estaban pelados. Una bruma tibia se elevaba de los surcos vacíos. Jacob oía el croar de las ranas mientras caminaba con los ojos fijos en el cielo, donde brillaba una media luna acompañada por una estrella azul color zafiro que parpadeaba con luz extraña. Jacob casi podía ver aquel pequeño punto como el orbe inmenso que era en realidad. En la Tierra él se hallaba al borde de la destrucción por los peligros que lo amenazaban, pero representaba un consuelo ver que Dios y sus ángeles y serafines vivían en sus mansiones celestes. Jacob, que no quería exponerse a investigaciones y persecuciones, casi no se atrevía a abrir un libro en Pilitz. No le convenía que lo tuvieran por hombre culto, y menos aún, por cabalista. Pero en el castillo podía estudiar lo que quisiera en sus momentos libres. Llevó consigo el Libro de la Creación, el Ángel Raziel y el Zóhar, para usarlos como amuletos contra los demonios y ponerlos debajo de la almohada de Sara cuando llegara la hora del parto. Recurría a esos libros continuamente. Un hombre como él no podía aspirar a entender lo que estaba escrito en sus páginas, pero las mismas palabras tenían de por sí un aspecto sagrado. Bastaba mirar una para sentirse reconfortado. Aunque no fuera un pecador, constituía un privilegio existir rodeado de tantas esferas, carros, poderes y potestades. Jacob recordaba de sus lecturas de El árbol de la vida, que el mal, sinónimo del vacío absoluto, sólo existía porque Dios había contraído y escondido Su rostro. El arrepentimiento podía convertir los pecados en buenas obras; la justicia, en misericordia. A veces, era posible incluso que una transgresión condujera al bien. Él, Jacob, había pecado al desear a Wanda, pero Wanda se había convertido en Sara, la hija de Abraham, y al dar a luz a una criatura, iba a llevar un alma judía al Trono de la Gloria. Él había hecho bien al rechazar a la condesa Pilitzki; pero ¿le ayudaría su virtud a eludir las trampas que tendían a su alrededor?

Andaba por un terraplén, entre los campos, y a su paso huían los insectos y otros pequeños animales. Ellos también habían recibido su parte de sabiduría, pero el Creador había dejado sus cuerpos sin protección. Todo el que tenía pies los pisaba, y ellos se mataban y comían entre sí. Sin embargo, Jacob sólo hallaba motivo de tristeza dentro de su alma. La noche veraniega latía de alegría; la música llegaba de todas partes. La cálida brisa olía a grano, a fruta y a pino. La noche era un libro cabalístico lleno de nombres y símbolos sagrados —misterios y más misterios—. A lo lejos, donde el cielo y la tierra se fundían, se veía el resplandor de los relámpagos, pero no se oían truenos. Las estrellas semejaban letras del alfabeto, puntos de las vocales, notas musicales. Sobre los surcos desnudos brillaban chispas. El mundo era un pergamino escrito en verso y música. De vez en cuando, Jacob oía a su lado un leve murmullo, como si un ser invisible le susurrara al oído. Estaba rodeado de poderes, unos buenos y otros malos, unos crueles y otros bondadosos, cada uno con su carácter propio y su misión. Unas veces oía risas, y otras suspiros. Tropezó, pero algo impidió que cayese. La lucha se desarrollaba fuera y dentro de él. Temblaba al pensar en la ira de la condesa Pilitzki, pero continuamente daba gracias a Dios por no haberse enredado con ella. Deseaba reunirse con Sara, que quizá ya hubiera empezado a sentir dolores, y regresar cuanto antes a su casa. La criada estaba con Sara y de ser necesario podría avisar a la comadrona de las sirvientas; pero Jacob quería que quien ayudara a nacer a la criatura fuese una hija de Israel. No se quedarían en el castillo durante las Fiestas mayores. En cuanto terminara sus tareas más urgentes, regresaría a Pilitz. Esto es, si vivía.

«No te asustes», se dijo Jacob para animarse, y de pronto acudieron a su mente unas palabras que se referían al pasaje de la Biblia en que el patriarca Jacob bendice a su hijo Judá y le anuncia: «Judá, tus hermanos te bendecirán». Su maestro le había hecho esta glosa: Judá se había escondido de su padre en un rincón, temeroso de que aquél recordara su falta con Tamma. Pero Jacob le dijo, tranquilizándolo: «No temas ni tiembles. Tus hermanos te bendecirán, porque el rey David descenderá de ti».

Habían pasado muchos años desde que iba a la escuela, pero aún le parecía escuchar la voz de su maestro. El viejo había muerto mártir; Jacob recordaba perfectamente su cara apergaminada y sus manos nerviosas. También recordaba a los otros niños del jéder, con su fisonomía característica. ¿Dónde estarían Moishe’le, Kople, Jaim Berl? Muertos, seguramente, convertidos en moradores de mundos más elevados donde se les habrían revelado miles de misterios. Mientras Jacob caminaba, su sombra iba con él; era una sombra doble, compuesta de un halo claro y un núcleo oscuro. Llegó al borde de un pantano y, temiendo hundirse en el cieno, volvió sobre sus pasos y dio un gran rodeo. Ante él, la luz de la luna proyectaba una malla iridiscente; oyó el silbo de las serpientes que huían asustadas. Se respiraba una atmósfera de brujería. El castillo aparecía y desaparecía, unas veces delante de él, otras a su espalda. Jacob comprendió que se había extraviado. Vio luz en una de las ventanas, y creyó divisar a la condesa Pilitzki.

Cuando al fin llegó a casa, encontró a Sara preparando la cena en un trípode. A pesar de su estado, semejaba casi una niña. Gracias a Dios que ella se sentía bien. Las ramas de pino que ardían en el fogón despedían llamas y humo. Jacob olió a resina y a leche recién ordeñada. Antes de que atinase a hablar, Sara señaló hacia la parte de atrás. Fuera de la casa, sentados en un tronco, había tres mujeres y un hombre que, enterados del milagro de Sara, habían ido a que los bendijera.

Jacob se tapó la cara con las manos. Sus mentiras eran las responsables de aquel engaño abominable. Aquellas gentes abandonaban su hogar, gastaban el dinero y se fatigaban para visitar a Sara. Al salir, vio a un hombre de hombros anchos, barba desflecada, gruesas cejas y nariz cubierta de motas negras. Llevaba abierta la chaqueta, mostrando un pecho peludo y una larga prenda con fleco. A su lado, en el suelo, había una bolsa de mendigo. Al advertir la presencia de Jacob, el hombre se puso en pie. Las tres mujeres eran bajas y delgadas, y llevaban pañuelo y delantal. Una sostenía un fardo en el regazo, la segunda, un cesto, y la tercera mordisqueaba un pedazo de nabo. También ellas se levantaron cuando apareció Jacob.

—Buenas noches, forasteros. Benditos seáis.

—Buenas noches, rabino —dijo el hombre con voz ronca y profunda.

—Yo no soy rabino —repuso Jacob— sólo soy un humilde judío.

—Dios te ha dado una santa por esposa —intervino una de las mujeres—. Así pues, tú también debes de ser santo.

5

Jacob invitó a los visitantes a pasar la noche en la casa, y Sara les preparó algo de cenar. Al terminar la colación, bendijo a los viajeros poniendo las manos sobre la cabeza de las mujeres y dedicando al hombre una plegaria silenciosa. Después, y tras advertir que aquélla era una noche perdida, se retiró tristemente a la alcoba. Aquella noche no podría estudiar la Torá; había que ser hospitalario con los viajeros. Aunque prepararon sendos lechos para las mujeres en el dormitorio contiguo, y otro para el hombre en el cobertizo, los forasteros no parecían dispuestos a retirarse, y salieron a dar un paseo. Jacob los siguió, seguro de que esa noche no lograría dormir. El incidente con la condesa Pilitzki le había colocado en una situación insostenible. Esperaba que fueran a arrestarlo de un momento a otro.

Como siempre, la conversación giró en torno a la catástrofe. Con voz áspera, el hombre, que se llamaba Zeinvel Bear, les contó cómo había conseguido huir de los cosacos de Jmelnitski.

—Eché a correr. Bueno, mi cuerpo echó a correr. Estaba asustado. Yo quería quedarme con mi familia, pero mis pies dijeron «no».

Y ahora, mírame, soy un vagabundo. Antes, siempre estaba en el mismo sitio. No hacía más que clavar clavos en los zapatos. ¿Cómo iba a saber adonde ir un pobre zapatero como yo? Me habían hablado de dos aldeas, Lipci y Maidan. En Lipci vivía un hombre que habría puesto las manos en el fuego por mí. Era un simple campesino, pero trabajaba también de albañil y ebanista. El conde simpatizaba con él, e incluso dejaba que vistiese como un noble. Yo le hacía las botas. Ya no se hacen botas como aquéllas. Ni el rey las calza tan buenas. Pero Maidan tenía mala reputación. Los campesinos de Maidan eran hechiceros y bandidos, y ayudaban en secreto a los asesinos. Y allí estaba yo, en el cruce de caminos, queriendo ir a Lipci pero sin saber si debía coger a la derecha o a la izquierda. De pronto vi un perro delante de mí. ¿De dónde había salido? De la tierra. Movía la cola y me miraba fijamente. No podía hablar, pero parecía decirme: «Sígueme». Echó a andar por uno de los caminos, volviendo la cabeza continuamente para asegurarse de que lo seguía. ¿Y adónde me llevó? Directamente a Lipci. Cuando vi la ciudad, me acerqué al perro para acariciarlo y darle un pedazo de pan. Pero se desvaneció ante mis ojos. Entonces supe que no era un perro, sino un enviado del cielo.

—¿Y el gentil te escondió?

—Viví varias semanas en el granero, y él me llevaba todo lo que necesitaba.

—¿Qué fue de tu familia?

—No queda nadie.

La mujer del cesto asintió.

—El cielo quiso que te salvaras, y te salvaste —dijo—, pero ¿por qué vivo yo? Mi marido y mis pequeños fueron asesinados delante de mí. ¡Ay de la madre que deba sufrir algo semejante! Yo les imploraba que antes de hacerlo me matasen, pero ellos querían torturarme. Dos cosacos me sujetaban, mientras los otros realizaban el trabajo sucio. Hablaban de lo que harían conmigo. Uno tenía un conejo, y quería metérmelo en el estómago. De pronto, se oyó un grito y echaron a correr como locos. Todavía no sé quién gritó. Fue un alarido tan espeluznante que aún me estremezco al recordarlo.

—Debieron de creer que llegaban los soldados.

—¿Qué soldados?

La mujer que sostenía un pedazo de nabo en la mano, dio un mordisco y lo escupió.

—Lía, háblales de los cosacos —dijo dirigiéndose a la del fardo.

Lía no contestó.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás enfadada?

—¿Qué quieres que cuente?

—Fue la esposa de un cosaco durante tres años.

—Calla. ¿Por qué hablar de ello? Fue peor que cuando se destruyó el templo. Soy menos vieja de lo que parezco. El día de ayuno, el decimoséptimo de Tamuz, cumpliré treinta y seis años. Mi esposo era un hombre sabio, conocido en toda Polonia. Cuando los rabinos tropezaban con alguna dificultad, acudían a él, que abría un libro y encontraba la respuesta. Querían hacerlo ayudante del rabino, pero él se negaba.

«Cuando la ciudad te dé sustento, pronto querrás estar muerto». Él estudiaba y yo atendía nuestra mercería. Cuando se celebraba una feria, allá iba yo con nuestra mercancía, y Dios no me abandonaba. Mi única pena era no tener hijos. Diez años después de la boda, mi suegra (no se le tenga en cuenta) dijo que mi marido debía divorciarse de mí porque yo era estéril. Nos casamos jóvenes. Yo tenía once años, y él, que celebró el bar mitsvá en la casa de mi padre, doce. Mi suegra tenía la ley de su parte, pero mi marido respondió: «Lía es mía». Le gustaba hablar en verso. Habría sido un buen animador de bodas. Cuando llegaron los asesinos, todos corrimos a escondernos, pero él se puso el manto de orar y salió a su encuentro. Lo obligaron a cavar su propia tumba. Mientras lo hacía, rezaba. Yo permanecí varios días en el sótano, sin fuerzas para levantarme siquiera. Me desmayé de debilidad. Los demás salían por la noche para buscar comida. Yo estaba ya en el otro mundo, y veía a mi madre. Oía una música y, en vez de andar, flotaba en el aire igual que un pájaro. A mi lado volaba mi madre. Llegamos a dos montañas entre las que había un paso. El paso era rojo como una puesta de sol y olía a especias del Paraíso. Mi madre entró en él, pero cuando yo iba a seguirla, alguien me obligó a retroceder.

—¿Algún ángel? —preguntó el zapatero.

—No lo sé.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Yo grite: «Madre, ¿por qué me abandonas?». No entendí su respuesta. Sonó en mis oídos como un eco muy lejano. Abrí los ojos. Alguien me arrastraba. Estaba oscuro. Un cosaco me sacaba del sótano. Le pedí que me matara, pero los que quieren morir viven. Me ató a su caballo. Se llamaba Vasil.

—¿Era el cosaco con el que te casaste?

—Escarnio de casamiento.

—¿Adónde te llevó?

—¿Quién sabe? A algún lugar de la estepa. Cabalgamos de día y de noche durante una semana, o tal vez un mes. Yo ni sabía ya cuándo era sábado.

—¿Y qué más?

—Por favor, no sigáis preguntando.

—La tuvo con él tres años —dijo la mujer del cesto.

—Apuesto a que con él tuviste hijos, ¿eh? —preguntó Zeinvel Bear, pero no obtuvo respuesta.

Durante un rato guardaron silencio, mirando la luna. Por fin, Zeinvel Bear inquirió:

—¿Cómo es la estepa? ¿Se parece a esto?

—Es bella, muy bella. Allí hay aves extrañas que hablan como las personas. La hierba es alta, y hay que ir con cuidado con las serpientes. Los caballos son pequeños, pero más veloces que los nuestros. Los cosacos montan a pelo y se burlan del que usa silla. Las mujeres también montan. Los hombres llevan un solo pendiente y no se separan ni por un instante de su látigo. Cuando se enfadan, sueltan un zurriagazo a derecha y otro a izquierda. Son capaces de pegar hasta a su propia madre. Cuando un muchacho alcanza la mayoría de edad, tiene que luchar con su padre delante de todo el pueblo. Lo llaman stanitza. Si el hijo derriba al padre, todos se alegran, hasta la madre. Nosotros ordeñamos las vacas, pero ellos ordeñan las yeguas. Donde yo estaba vi a muchos tártaros. Los tártaros se afeitan el cráneo y sólo se dejan una cola en la coronilla. En las fiestas juegan con huevos duros. Nosotros lo hacemos todo dentro de casa, pero ellos lavan y guisan fuera. Encienden el fuego en un agujero, y si no hay leña usan estiércol de vaca. No tienen rey. Cuando hay que tomar una decisión los hombres se reúnen y discuten. Cada cosaco tiene su espada y su sable. Si un hombre sospecha que su esposa le es infiel, la mata, y nadie le dice nada. Allí todo el mundo canta, hasta las mujeres. Al anochecer se sientan en círculo, un viejo empieza a cantar, y los demás le hacen coro. También bailan y tocan instrumentos musicales.

”Cuando llegué, estaba más muerta que viva. Mi cosaco había cabalgado sin parar durante todo un día y parte de la noche. Durante todo el camino nos alimentamos a base de setas, bayas y lo que él encontraba en el bosque. Cuando se iba a buscar comida, ataba el caballo a un árbol, y a mí, al caballo. Una vez se puso a llover y a tronar y traté de soltarme. Pero cuando ellos te atan, es imposible librarte. El caballo también se asustó y empezó a patear y a relinchar. Él volvió con un jabalí que había cazado. Me negué a probar aquella carne. Él lo había asado, pero todavía estaba medio crudo. Comen una carne que es dura como una piedra, y llena de sangre. Empecé a vomitar, pero él me metía en la boca aquella porquería. Cuando un cosaco deja de pegar a su esposa, significa que ya no la ama. No le pega en privado, sino fuera, a la vista de todos, y mientras lo hace habla con los vecinos. Todos los hombres llevan barba, igual que los judíos.

”¿Dónde estaba? Ah, sí. Él me llevó a la stanitza. Yo no entendía ni una palabra de su lengua. Ya me había crecido el pelo, pero no tanto como a las mujeres de allí. Todos acudieron a ver cómo me desataba del caballo. Una vieja con calzones y fea como una bruja empezó a regañar y a escupir. Era su madre. Se arrojó sobre él y empezó a pegarle puñetazos, pero él la ahuyentó con el látigo. Luego, una joven, su mujer, se le acercó gritando y maldiciendo. Yo estaba harapienta, medio desnuda, descalza y demacrada como una muerta. No sabía qué hacer, y todos me señalaban como diciendo: «¿Para qué quieres a semejante esperpento?». Me miraban igual que a un bicho raro. Él ya me había ultrajado, pero empecé a hacer mi confesión. ¿Qué puede recordar una mujer? «Escucha, oh Israel», «En tus manos encomiendo mi espíritu», y unas cuantas bendiciones. Hablaba a Dios en yiddish, pues sabía que Él entiende todas las lenguas. «Padre celestial, llévame contigo. Es mejor la muerte que esta vida». Pero el que quiere morir no muere. Me llevaron a la casa y me pusieron a cuidar gansos. Al cosaco lo juzgaron por haber llevado al pueblo a una extranjera. Los jóvenes querían cortarle la cabeza, pero los viejos se pusieron de su parte.

”¿Qué? No; no he tenido hijos. Sólo me hubiera faltado eso. Él tenía hijos de la otra mujer. Me querían más que a su madre. Cuando él no estaba, ella se enfurecía conmigo y me pegaba hasta hacerme sangrar. Pero después se arrepentía y me llevaba un tazón de sopa. Al principio yo no quería probar la comida prohibida, pero después tuve que hacerlo. Devolvía más de lo que tragaba. No saben nada de los judíos. Viven como salvajes. ¿Sabéis cómo se bañan? Salen a la puerta de su casa, el marido vierte un cubo de agua sobre la esposa, y ella, otro sobre él. Y, mientras, los vecinos siguen charlando. Cuando matan un cerdo es un gran acontecimiento. En lugar de cortarle la cabeza, todos, hombres, mujeres y niños, le clavan lanzas. Las viejas acuden con ollas y recogen la sangre.

”Poco a poco llegaron a tomarme afecto. Hasta la vieja bruja. Yo aprendí un poco de cosaco, y ellos algunas palabras de yiddish. La vieja siempre estaba riñendo con su nuera, y empezó a hacer intentos de congraciarse conmigo. Yo entendía una palabra de cada diez, pero ella hablaba y hablaba hasta que me dolían los oídos. Casi no le daban de comer. Dormía sobre un montón de paja y los piojos se la comían viva. Le faltaban todos los dientes. Su hijo nunca se acordaba de ella. Yo le daba lo que podía. Cuando murió, me dejó sus pulseras. Las escondí bien. Si su nuera se hubiera enterado, me habría matado.

”Yo sólo pensaba en escapar, pero ¿adónde vas a ir en la estepa? Está poblada de animales salvajes, en verano hace tanto calor que la tierra te quema los pies, y en invierno la nieve se amontona hasta la altura de la cabeza. No tenía ropa ni dinero. De todos modos, aunque tengas dinero, no hay mucho que hacer con él. Una cosa, sin embargo, no se me olvidaba: yo era hija de Israel. Cuando abría los ojos por la mañana, decía: «Te doy gracias». Él me preguntaba: «¿Qué estás murmurando?». Y yo le respondía: «No te importa».

”De haber conocido su lengua, habría intentado convertirlos. Me decían claramente: «Queremos ser judíos». Si yo hubiese sido un hombre, habría podido hacer algo, pero ¿de qué sirve una mujer? Yo misma no distingo lo blanco de lo negro. Ellos saben algo de las fiestas cristianas, pero muy vagamente. Su sacerdote está casado. Si su esposa muere, él tiene que volver a casarse enseguida. Hasta que no lo haga, nadie le escuchará. En Cuaresma no toman leche, mantequilla, queso ni huevos. Sólo col y vodka. Tienen de todo, menos sal y vino, que son tan caros como el oro. El país sería magnífico si no hubiese tantas moscas y tantas langostas, que llegan como las plagas de Egipto.

—¿Cómo conseguiste escapar?

—¿Qué importa? Estoy aquí. Mi madre me visitó en sueños y me dijo que escapara. Pasó por allí un tártaro, le di las pulseras de la vieja a cambio de sus ropas (un bashmet y un par de zapatos, tshuviakis los llaman ellos), y emprendí la marcha, pidiendo a Dios y a los ángeles que me guiaran. Una llama pequeña que avanzaba delante de mí me enseñaba el camino. Si miento, que no vea otro Yom Kippur. Las bestias me perseguían. Un ave enorme se abatió sobre mí y trató de llevarme consigo. Di un grito, y se fue. Pero, amigos, si os lo contara todo, estaríamos aquí tres días y tres noches. Conseguí ayuda. Sí; recibí ayuda. Pero ¿hacia quién o hacia qué huía? No encontré ni una tumba. Estoy sola en este mundo de Dios, escarnecida y despreciada. Cada vez que recuerdo por lo que pasé, me escupo a mí misma.

—¿Y por qué has venido a recibir la bendición? —preguntó Zeinvel Bear.

—Voy vagando por el mundo. Para no quedarme en un mismo sitio. Tal vez en algún lugar encuentre consuelo. Cuando esa bendita mujer puso sus manos sobre mí, me sentí aligerada de un gran peso.

—¡Mirad, una estrella fugaz! —exclamó Zeinvel Bear, señalando el cielo.

6

Se abrió la puerta del dormitorio de la condesa Pilitzki. El resplandor de la luna se apreciaba a través de las cortinas.

—¿Eres tú, Adam? —susurró la condesa en tono confidencial.

—Sí, Teresa. ¿Te he despertado?

—No; sólo estaba traspuesta.

—No consigo dormir. ¿Qué puedo hacer con ese judío? ¿Y con el resto de los judíos? Dejé entrar a unos cuantos y de la noche a la mañana me encuentro con toda una ciudad. Savitski está furioso. Ya me ha mandado al infierno. Nuestros queridos vecinos también conspiran. Cada uno tiene su propio judío, pero cuando se trata de atacarme, todos se convierten en piadosos cristianos. Lo de la muda es una farsa. Hasta los judíos se burlan de mí. Es otra de sus malditas tretas.

—¿Por qué estás de pie? Siéntate o acuéstate.

—Bueno, me sentaré. Tengo calor. ¿Cómo es posible que haga tanto calor a medianoche? Será que se acerca el fin del mundo, o algo así. No quiero que esos judíos sigan aquí. Gershon es un bribón, y el tal Jacob un embaucador. ¿Por qué finge que es muda esa mujer? Francamente, no lo entiendo.

—Quizá no finja. Tal vez sea muda de verdad.

—Tú misma dijiste que él reconoció que no lo era.

—Yo no dije tal cosa. Lo que dije es que se calló, que no protestó. ¿Quién sabe lo que pasa entre esa gente? Son una tribu extraña. Es mejor no hacerles caso.

—¿Cómo quieres que no les haga caso? Intervienen en todo.

—Los administradores católicos no son mejores.

—¿Y dónde está la gente honrada? Toda Polonia se hunde. Acuérdate de lo que te digo: nos borrarán del mapa. Lo que no se coman los piojos judíos, lo devorarán los prusianos o los moscovitas. Y no esperes ver llorar a nuestra nobleza. No; para ellos cada derrota polaca representa una victoria personal. Estas cosas sólo ocurren en Polonia. Los demás países desean prosperar; nosotros nos estrangulamos mutuamente.

—No sé, Adam. Ya no sé nada.

—¿Por qué te metiste con ese judío? Fue como escupirme en la cara.

Teresa titubeó.

—¿No es lo que a ti te gusta?

—Pero no con un judío. No debiste hacerlo. Antes yo solía dormir por las noches. Ahora ya no puedo. Me despierto a cada momento. Empiezo a pensar que estoy poseído. Teresa, quiero poner fin a este asunto.

—¿Qué asunto? ¿Qué clase de fin?

—Reuniré a unos hombres, entraremos en Pilitz y cortaremos unas cuantas cabezas de judíos. Los demás liarán sus bártulos y se irán.

—¿Estás loco, Adam? ¿Las cabezas de quién? Estamos rodeados de enemigos. Hazlo y te verás envuelto en un proceso.

—¿Por unos cuantos judíos?

—Ya sabes que tus enemigos sólo esperan un pretexto. Odian a los judíos, sí, pero si les conviene, se pondrán de su parte.

—¡Tengo que hacer algo!

—No hagas nada, Adam. Vete a la cama. Quédate bien quieto, con los ojos cerrados, y ya verás cómo acude el sueño. Tenemos que esperar nuestro momento, Adam. ¿Qué es la vida si no? Esperar; los días pasan, llega la muerte, y todo termina.

—Yo no puedo quedarme quieto esperando la muerte. Las primas solteras me sacan de quicio. Me miran como si fuese su peor enemigo, y no paran de cuchichear. El castillo está lleno de chismosas. Cualquiera diría que son mis prisioneras. Si tan mal están, que se vayan. No puedo mantener a tanto pariente. No es culpa mía que mis tíos y tías no tuvieran más que solteronas.

—Hace años que digo lo mismo.

—Sí, tú me pusiste contra ellas. Eso es lo malo. Pero ahora que tu veneno ha surtido efecto, te conviertes en su protectora y ángel guardián.

-—Lo sabía. Tarde o temprano, todo acaba por ser culpa mía.

—Pues así es. Tú eres la causa de todos mis males. Me he peleado con todo el mundo por ti. Tú me has aislado. Pero quiero acabar con todo esto.

La voz de Pilitzki fue subiendo de tono hasta convertirse en grito.

—¿Por qué gritas? Despertarás a todo el mundo. Ya sabes cómo les gusta escuchar detrás de las puertas.

—Aquí nadie necesita escuchar detrás de las puertas. Todos estarán enterados de todo. Lo leo en sus rostros y lo oigo en sus risas. Teresa, esta vez has ido demasiado lejos.

—¿Yo? Tú me has empujado, Adam. Así lo mantendría, aunque ésta fuera la hora de mi muerte. Tú me has empujado. Cuando dé cuentas a Dios, no cambiaré mi testimonio. Eres el único responsable. Cuando te conocí, yo era una muchacha inocente, y tú…

—Me conozco esa historia de memoria. Tú eras pura como la nieve, inocente como una rosa blanca, etcétera. ¿Qué quieres que haga? ¿Devolverte el himen?

—No; lo único que quiero de ti es un poco de paz.

—Yo no puedo vivir así. ¿Qué te induce a creer que Jacob no hablará? No quiero que esos sucios judíos me señalen con el dedo.

—No dirá nada. Tiene sus propios problemas. Su mujer es un enigma. Desconozco la respuesta, pero ahí hay un misterio. Él está asustado. Quizá se haya escapado de la cárcel. Sólo Dios lo sabe. Al fin se conocerá la verdad.

—Y también mi vergüenza.

—Tú lo has querido así, Adam. Durante años me obligaste a ceder a todos tus caprichos. Sólo Dios sabe cuánto luché y cuánto tuve que sufrir.

—No menciones a Dios.

—¿Y a quién si no? No tengo a nadie más. Tú has sido la causa de la muerte de nuestros hijos. Es como si los hubieras matado con tus propias manos. De mí has hecho…, no me atrevo a decirlo para no cubrir de oprobio las almas de mis padres, que están en el cielo. Lo que has hecho no tiene remedio.

Marido y mujer guardaron silencio. Luego, Pilitzki dijo:

—He ordenado a Antonia que mate el cerdo mañana por la tarde.

—No, Adam; ya no me interesa. No quiero. Deja vivir al animal.

—Ya se lo he dicho a Antonia.

—No hablaba en serio cuando lo dije. No quiero verlo. No serviría de nada. Madre Santísima, ¿a qué extremo he llegado? Dios del cielo, envíame la muerte en este instante. No quiero ver el mañana. —Teresa gemía de dolor y de vergüenza. Se retorcía sobre la cama, como si sufriese espasmos—. Llévame, muerte.