1
Por las rendijas de la puerta se divisaba el rojizo sol de la mañana. Una saeta de luz púrpura caía sobre la cara de Wanda. Habían dormido, pero la pasión interrumpía su sueño y volvían a buscarse. Jacob nunca conoció un deseo tan ardiente como el de ella. Wanda le decía cosas que él nunca había oído; en su dialecto campesino lo llamaba su león, su lobo, su toro, y palabras todavía más extrañas. Poseerla no mitigaba su deseo. Ella resplandecía de éxtasis —¿era celestial o del infierno?—. «Más, más —le pedía en voz alta—, mi señor, mi esposo». Él se sentía dueño de unas fuerzas que no sabía que poseyese. ¿Se trataba de milagro o de brujería? Entonces, por primera vez en su vida, descubrió los misterios del cuerpo. ¿Cómo era posible tanto deseo? «Porque el amor es tan fuerte como la muerte», decía El Cantar de los Cantares. Ahora, al fin, lo comprendía. Cuando salió el sol, él trató de incorporarse. Wanda, aferrada a su cuello, volvió a besarlo con avidez.
—Mi esposo… Quiero morir por ti.
—¿Por qué morir? Aún eres joven.
—Llévame con tus judíos. Quiero ser tu mujer y darte un hijo.
—Para convertirte en hija de Israel debes creer en Dios.
—Ya creo en Él. Ya creo.
Gritaba tanto, que él le tapó la boca con la mano, no fueran a oírla los pastores. Ya no se avergonzaba ante Dios, pero temía al ridículo ante los hombres. Hasta las vacas volvían la cabeza y los miraban fijamente. Él se desasió, asombrado de que el nuevo día no lo indujera al arrepentimiento. Más bien al contrario. El cántaro se había volcado y no pudo lavarse las manos. Ni siquiera dijo: «Te doy las gracias», por miedo a pronunciar palabras sagradas después de lo sucedido. Su ropa estaba húmeda, pero de todos modos se vistió, y mientras Wanda se arreglaba, salió a la fresca y clara mañana de Elul, dejándola con las vacas. El rocío cubría la hierba y las gotas relucían al sol. Los pájaros cantaban y una vaca mugió a lo lejos produciendo un sonido parecido al de un cuerno de carnero. «Sí, me he perdido el otro mundo», musitó Jacob y de inmediato Satanás le susurró al oído: «¿Por qué no renuncias también a ser judío?». Jacob miró la roca en la que ya había grabado una tercera parte de los mandamientos y prohibiciones y le pareció una ruina desolada, lo único que le quedaba después de una guerra perdida. «Pero aún soy judío», dijo, citando el Talmud, en un intento de reconfortar su ánimo. Se lavó las manos en el arroyo y dijo: «Te doy las gracias». Después empezó la plegaria de introducción. Cuando llegó a la frase que dice: «No nos induzcas a la tentación», se detuvo. Ni el santo José había sido tentado como él. Decía el Midrash que cuando José iba a pecar se le apareció la imagen de su padre. De modo que el Cielo había intercedido por él.
Mientras murmuraba sus oraciones, buscaba dentro de sí algo que disculpase su acto. Según la letra de la ley, aquella mujer no era impura ni estaba casada. Hasta los ancianos habían tenido concubinas. Aún estaba a tiempo de convertirse en una piadosa matrona judía. «Un acto de egoísmo todavía puede resultar una buena obra». Sin embargo, mientras rezaba, comparaba a pesar suyo a Wanda con Zelda, que en paz descansara. Su esposa también era mujer, sí, pero frígida, remisa e intemperante. No paraba de lamentarse, de jaquecas, de dolores de muelas, de calambres de estómago, y siempre con el temor de infringir la ley. ¿Cómo iba a saber él que existían una pasión y un amor como los de Wanda? Volvió a oír la voz de ésta, las palabras que le susurraba, sus quejidos, su respiración jadeante, volvíó a sentir el contacto de su lengua y el filo de sus dientes. Le había dejado señales en el cuerpo. Estaba dispuesta a huir con él por las montañas, en mitad de la noche. Y le había hablado como hablara Rut: «Adonde tú vayas, yo iré. Tu pueblo será mi pueblo. Tu Dios será mi Dios». Su cuerpo irradiaba el calor del sol, las brisas del verano, la fragancia de bosque, campo, flor y hojas, del mismo modo que la leche olía a la hierba que comía el ganado. Bostezó mientras oraba. Recitó la Shemá y extendió los brazos. La noche anterior apenas había descansado, y se sentía sin fuerzas para ir a buscar hierba. Jacob inclinó la cabeza con expresión de cansancio. Durante los breves momentos dormidos había soñado, y aunque no recordaba claramente con qué, retenía algunas imágenes. Bajaba unas escaleras, hacia un baño ritual o una cueva, y cruzaba montañas, zanjas y tumbas. Encontraba a un hombre cuya barba tenía forma de raíces de plantas. ¿Quién podía ser? ¿Su padre? ¿Le había dicho algo el hombre? Wanda asomó la cabeza por la ventana del establo y le dirigió una sonrisa de esposa.
—¿Qué haces ahí de pie?
Él se llevó un dedo a los labios para darle a entender que no debía interrumpir su oración.
Un brillo de afecto surgió en los ojos de Wanda, que le hizo un guiño y asintió. Jacob cerró los ojos. ¿Estaba arrepentido? Más que eso le disgustaba el haber sido colocado en una situación propicia para pecar. Miró en su interior como si se asomara a un pozo profundo. Lo que allí vio le dio miedo. En el fondo, enroscada como una serpiente, estaba la pasión.
2
Según el calendario de Jacob, habían pasado Rosh Hashaná, Yom Kippur y Succot. El día en que él creía que debía de ser Simjat Tora, Jan Bzik subió a la montaña acompañado por Antek, Wanda y Basha. El aire olía a nieve; había llegado el tiempo de bajar el ganado al valle. Se trataba de una tarea tan difícil como la de subirlo. Las vacas no son cabras y no trepan con agilidad. Había que sujetarlas con cuerdas cortas y gruesas y frenarlas a cada paso. Si se empacaban, había que tirar de ellas mientras otro las azotaba. También se corría el riesgo de que se espantaran, echaran a correr y se rompieran una pata. Pero esa vez todo fue bien. Una hora después de que el ganado entrara en el establo de Jan Bzik, comenzó a nevar. Las montañas, envueltas en la bruma, quedaban inaccesibles. El pueblo, cubierto de blanco, parecía otro. En las casas de los campesinos no abundaba la comida, pero a nadie le faltaba leña; de todas las chimeneas salía humo. Las ventanas habían sido selladas con paja y cal. Las muchachas fabricaron unos muñecos de paja provistos de cuernos y una nariz muy larga, cuya misión consistía en hacer rabiar al invierno.
Aquel año, como todos los anteriores, los amos de Jacob propusieron a éste que se instalara en la cabaña con la familia, pero él prefirió irse al granero. Se hizo una cama de paja y Wanda le fabricó una almohada de heno; para taparse disponía de una manta de caballo. El granero no tenía ventanas, pero la luz se filtraba por las grietas de la pared. Jacob echaba de menos las montañas, donde estaba mucho mejor que allí abajo. Qué extraño y remoto le parecía de pronto su picacho, un gigante de barba blanca con un casquete de nubes y rizos de niebla. Jacob se sentía acongojado. Los judíos estarían celebrando Simjat Torá y recitarían la plegaria A Ti te ha sido revelado, mientras daban vueltas en torno al atril. Llamaban al Novio de la Torá, que terminaría la lectura del Pentateuco, y lo seguía el Novio del Génesis, quien volvería a empezar, por el de la Creación, los libros mosaicos. Hasta los niños eran llamados al atril, mientras los más pequeños desfilaban con banderas adornadas con velas y manzanas. Las muchachas también iban a la casa de estudio para besar los rollos y pedir larga vida y felicidad. Se bailaba y se bebía; la gente iba de casa en casa compartiendo el vino y el aguamiel, pastel de manzanas, tarta, col con pasas y crémor tártaro. Aquel año, si Jacob no se equivocaba, la fiesta de Simjat Torá había caído en viernes, y las mujeres, ataviadas con manteletas de terciopelo y vestidos de raso, estarían preparando el pastel del sábado.
Todo aquello le parecía un sueño. Era como si lo hubiesen arrancado de su hogar no hacía cuatro años, sino cuarenta. ¿Quedarían judíos en Josefov? ¿Había dejado alguno Jmelnitski? Y aun así, ¿podrían los supervivientes celebrar la Torá como antaño, ahora que todos lloraban a alguien? Jacob, de pie delante del granero, miraba caer la nieve. Algunos copos iban directamente al suelo, y otros giraban formando un torbellino, como si desearan volver a los almacenes del cielo. Los podridos tejados de las casas estaban blancos, y el montón de ruedas rotas, leños, postes y viruta aparecían adornados con flecos y polvillo de diamante. Los gallos cantaban con voz de invierno.
Jacob regresó al granero y se sentó. Acudieron a su memoria líneas de la liturgia de Simjat Torá, en las que no había pensado durante cuatro años:
Reuníos, ángeles
y dialogad entre vosotros.
¿Quién era, cómo se llamaba
el hombre que escaló las cumbres
y bajó la fuerza de la confianza?
Moisés ascendió a las cumbres
y bajó la fuerza de la confianza.
Jacob entonó esas estrofas con la melodía tradicional de Simjat Torá. Hasta el cantor solía estar un poco achispado al llegar a ese punto. Todos los años ocurría lo mismo, y el rabino tenía que advertir a los de ascendencia clerical que no bendijesen a la congregación cuando se hallaran bajo los efectos del vino. El suegro de Jacob fabricaba cerveza y vodka con el grano que cultivaba en los campos que arrendaba al señor de la ciudad. En esta época del año, cerca del depósito de agua de su casa siempre había una jarra con una caña y un cuarto de cordero ahumado. Todo el que visitaba la casa bebía un sorbo de vodka con la caña y cortaba una loncha de carne ahumada.
Jacob, sentado allí a oscuras, pensaba en esas cosas cuando la puerta se abrió lentamente y entró Wanda, que traía en las manos dos pedazos de corteza de roble, unos trapos y cordel.
—Te he hecho unos zapatos —le dijo.
Él se avergonzó de lo sucios que estaban sus pies, pero ella los puso en su regazo y, al tomarle la medida, los acarició con dedos cálidos. Se aseguró con minuciosidad de que los zapatos le quedaban bien, y cuando se dio por satisfecha pidió a Jacob que se levantara y diera unos pasos para comprobar si se sentía cómodo, igual que hacía Michael, el zapatero de Josefov.
—¿Te van bien?
—Sí, muy bien.
—¿Por qué estás tan triste, Jacob? Ahora que estás cerca de mí, podré cuidarte. Ya no tendré que subir a la montaña para verte.
—Sí.
—¿No te alegra? Y yo que esperaba este momento con tanta ilusión…
3
El día empezó como si ya terminase. El sol parpadeaba igual que una vela que estuviera a punto de apagarse. Zagayek y sus hombres se habían ido a los bosques a cazar osos, y Stefan, el hijo del administrador, se paseaba por el pueblo con botas altas, chaqueta de cuero bordada de rojo, gorro de piel de marta con orejeras y una fusta en la mano derecha. Los campesinos lo llamaban Zagayek II. Su carrera con las muchachas había empezado pronto, y ya tenía su prole de bastardos. Era un hombre bajo, de hombros anchos, cabeza cuadrada, nariz aplastada como un bulldog y mentón hendido. Tenía fama de buen jinete y se pasaba el tiempo adiestrando a los perros de su padre y poniendo trampas para pájaros y otros animales.
Cada vez que el conde se iba de caza, Stefan se convertía en el amo del pueblo. Iba de choza en choza, abriendo puertas y husmeando en el interior. Los campesinos tenían siempre algo que, de acuerdo con la ley, pertenecía al señor. Aquella mañana entró en la taberna y pidió vodka. Se lo sirvió su hermanastra, una de las hijas naturales de Zagayek, pero su parentesco no le impidió levantarle la falda. Después de vaciar el vaso, Stefan se fue a casa de Jan Bzik. Éste, que en otro tiempo había sido un hombre importante en el pueblo, estaba acabado y enfermo. Había sufrido un ataque al bajar el ganado de la montaña y en ese momento se hallaba postrado junto a la estufa, más débil cada día, refunfuñando, escupiendo y hablando consigo mismo. Bzik era un hombre bajo y flaco. Su cabello, largo y enmarañado, rodeaba una calva que le relucía en lo alto del cráneo. Tenía las mejillas hundidas, la cara colorada como carne cruda, los ojos saltones, enrojecidos y con bolsas, y la barba rala. Se había puesto tan enfermo que hasta le tomaron la medida para el ataúd, pero después mejoró un poco. Estaba tendido de cara a la habitación, con un ojo cerrado y el otro entreabierto. Su débil salud, sin embargo, no le impedía gobernar la casa y vigilar cada detalle.
—¡Así no! —gruñía a veces—. ¡Qué inútiles!
—Si no te gusta nuestra manera de hacer las cosas, levántate y hazlas tú —replicaba su mujer. Ésta era pequeña, morena, medio calva, con la cara cubierta de verrugas y ojos de tártara. El matrimonio no se llevaba bien; ella no se cansaba de repetir que su marido estaba acabado y que había llegado la hora de llevarlo al cementerio.
Basha se parecía a su madre. Rechoncha y morena, había heredado de ésta los pómulos altos y los ojos rasgados. Era una vaga. En aquel momento estaba sentada en el borde de la cama mirándose los dedos de los pies y buscándose de vez en cuando algún piojo por el escote. Wanda se encontraba en el fogón, sacando una hogaza con una pala. Mientras trabajaba en la cocina, se repetía la lección que Jacob le había enseñado: el Todopoderoso había creado el mundo. Abraham había sido el primero en reconocer a Dios. Jacob era el padre de los judíos. Ella nunca había recibido instrucción, y las palabras de Jacob caían en su cerebro como la lluvia en la tierra seca. Se aprendió de memoria los nombres de las Doce Tribus, y sabía que a José lo habían vendido sus hermanos a los egipcios. Stefan se quedó en la puerta, escuchándola recitar su lección.
—¿Qué estás murmurando? ¿Algún conjuro?
—Cierra la puerta, Pan —dijo ella por encima del hombro—. Hace frío.
—Ya estás bastante caliente para soportarlo. —Stefan entró en la casa—. ¿Dónde se ha metido el judío?
—Está en el granero.
—¿Por qué no se instala en la casa?
—Porque no quiere.
—Dicen que se acuesta contigo.
Basha soltó una risotada, mostrando las desdentadas encías. Cuando alguien insultaba a su orgullosa hermana, se relamía de gusto. La vieja dejó de hilar y Bzik agitó los pies.
—Habladurías.
—Y dicen también que vas a tener un hijo de él.
—Eso es mentira, Pan —intervino la vieja—. Wanda acaba de tener el período.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Has estado investigando?
—Había sangre en la nieve, delante de la casa —repuso la mujer.
Stefan golpeó las botas con la fusta.
—Los hombres del pueblo quieren liquidarlo —dijo tras una leve vacilación.
—El no molesta a nadie.
—Es un hechicero. Eso, como mínimo. ¿Cómo se explica, si no, que vuestras vacas den más leche que las de los demás?
—Eso es porque Jacob las alimenta mejor.
—Se dicen de él muchas cosas. Hay que eliminarlo. Mi padre lo llevará ante el tribunal.
—¿Por qué motivo?
—No te andes por las ramas, Wanda. Hay que deshacerse de él, y tú parirás un demonio.
Wanda no pudo seguir dominándose. Espetó a Stefan que los malos deseos no siempre se cumplían. Había en el cielo un Dios que vengaba a los que eran víctimas de la injusticia. Stefan apretó los labios.
—¿Dónde has oído eso? ¿Te lo dijo el judío?
—Dziobak también lo dice.
—Pero a ti te lo ha dicho el judío, ¡el judío! Si su Dios es tan poderoso, ¿por qué permite que él sea un esclavo? ¡Vamos, contéstame a eso!
Wanda no supo qué responder. Sentía un nudo en la garganta y le escocían los ojos; apenas podía contener las lágrimas. Deseaba correr a donde estaba Jacob para plantearle aquella pregunta tan difícil. Con dedos insensibles al calor, cogió otra hogaza y la roció de agua. La indignación había encendido aún más sus mejillas, rojas por el calor del horno. Stefan le miraba las piernas y las caderas con aires de entendido. Luego guiñó un ojo a la vieja y a Basha. Ésta respondió con una sonrisa coqueta de su despoblada boca. Por fin, él salió silbando y dando un portazo. Wanda se acercó a la ventana y lo vio alejarse en dirección a la montaña. Aquél era un hombre lleno de iniquidad, como Eció o el faraón. No sabía hablar más que de matar y de torturar. Stefan siempre ayudaba a su padre en la tarea de sacrificar y escaldar los cerdos. Él era el que empuñaba el látigo cada vez que Zagayek mandaba azotar a algún campesino. A Wanda le parecía que hasta las huellas que sus botas dejaban en la nieve constituían una señal de mal agüero. «Padre celestial —oró—, ¿por cuánto tiempo vas a permanecer en silencio? ¿Por qué no envías plagas como las que enviaste contra el faraón? Ahógalo en el mar».
—Ése te desea, Wanda —dijo su madre.
—Pues tendrá que aguantarse.
—No olvides que es el hijo de Zagayek, Wanda. Puede prender fuego a la casa. ¿Y qué haríamos entonces? ¿Dormir en el campo?
—Dios no lo permitirá.
Basha se echó a reír.
—¿De qué te ríes, Basha?
Ésta no contestó. Wanda sabía que su madre y su hermana estaban de parte de Stefan. Querían verla humillada. La vieja sonreía con una ceja enarcada, en un gesto que venía a significar: «¿Para qué luchar por semejante tontería? Stefan es poderoso. No hay nada que hacer».
El padre murmuró algo.
—¿Decías algo, papá?
—¿Qué quería ése?
Su mujer soltó una risita estridente.
—¿Qué va a querer el gato?
—Papá ya no se acuerda de esas cosas —dijo Basha con desdén.
—Has hecho muy bien, Wanda. —Bzik hablaba entrecortadamente con el acento del moribundo que dicta su última voluntad—. No consientas que te ponga un bastardo en el vientre. En cuanto quedes embarazada, se cansará de ti. Ese bandido tiene ya bastantes hijos.
Aquella voz parecía de ultratumba. Wanda recordó los Diez Mandamientos que Jacob le había enseñado; honrar al padre y a la madre.
—¿Quieres algo, papá?
Jan Bzik no contestó.
—¿Tienes hambre o sed?
—Quería orinar —respondió él con una voz que era mitad llanto y mitad bostezo.
—Pues ve fuera —masculló su mujer— esto no es un establo.
—Tengo frío.
—Aquí, papá. —Wanda le dio un cacharro.
El viejo trató de incorporarse, pero sólo lo consiguió a medias. Intentó orinar y no pudo. Basha se echó a reír. La vieja sacudió la cabeza con expresión despectiva. En el cacharro cayó una sola gota de líquido. El miembro dejan Bzik era como el de un niño.
—Es una calamidad —dijo la mujer.
—Mamá, es tu marido y nuestro padre —replicó Wanda ásperamente—. Debemos honrarlo.
Basha reía a carcajadas, y Wanda sintió deseos de gritar. Jacob afirmaba que Dios era justo, que premiaba a los buenos y castigaba a los malos, pero Stefan, perezoso, lascivo y asesino, estaba como un roble, mientras que Jan, su padre, que había trabajado durante toda la vida sin hacer daño a nadie, se desmoronaba por momentos. ¿Qué justicia era ésta? Miró hacia la ventana. La respuesta sólo podía dársela Jacob, que estaba en el granero.
4
En otros tiempos Jacob se habría sentido en ridículo si alguien le hubiese insinuado siquiera que llegaría un día en que discutiría con una campesina de temas como el libre albedrío, el significado de la existencia y el problema del mal. Sin embargo, nunca se sabe adonde nos llevarán los acontecimientos. Wanda le hacía preguntas y Jacob las contestaba lo mejor que sabía. Los dos estaban en el granero tapados con la misma manta, y mientras trataba de explicar en una lengua extraña las cosas que había aprendido en los libros sagrados Jacob se veía como el pecador que hace caso omiso de las restricciones del Talmud. Le dijo que Dios era eterno, que Sus poderes y naturaleza existían desde siempre, y que, aun así, antes de la Creación no se había realizado todo aquello que Él era capaz de hacer. Por ejemplo, ¿cómo podía ser Padre antes de que nacieran sus hijos? ¿Cómo podía mostrar misericordia si no tenía con quién ser misericordioso? ¿Cómo podía ser redentor y salvador antes de que hubiera criaturas a las que redimir y salvar? Dios tenía poder para crear no sólo este mundo nuestro, sino también una infinidad de mundos, y sin embargo la Creación habría sido imposible si Él hubiese llenado el vacío por completo. Para que el mundo pudiera aparecer, Él había tenido que apagar un poco su fulgor. De lo contrario, todo lo que hubiese creado se habría consumido en Su luz. La oscuridad y el vacío eran imprescindibles, sinónimos del dolor y del mal.
¿En que consistía el fin de la Creación? ¡El libre albedrío! El hombre debía elegir entre el bien y el mal. Por esa razón Dios había enviado al alma del hombre lejos del Trono de la Gloria. Un padre puede llevar en brazos a su hijo, pero quiere que éste aprenda a andar solo. Dios era nuestro Padre; nosotros, sus hijos, y Él nos amaba. Él nos bendecía con Su misericordia, y si de vez en cuando permitía que tropezáramos y cayésemos, lo hacía para que nos acostumbráramos a andar solos. Él seguía vigilándonos, y cuando corríamos el peligro de caer en alguna zanja o algún pozo, nos levantaba en Sus sagrados brazos.
Fuera, en todas partes, brillaba la escarcha, pero en el granero no hacía mucho frío. Wanda se apretaba contra Jacob y apoyaba su boca en la de él. Jacob seguía hablando, y ella preguntando. Al principio, él se sentía como un estúpido y un traidor a Israel. ¿Cómo iba a comprender cosas tan profundas el cerebro de una campesina? Cuanto más preguntaba Wanda, sin embargo, más claro quedaba que comprendía. Y hasta le planteaba problemas que él no sabía resolver. Si los animales no poseían libre albedrío, ¿por qué tenían que sufrir? Y si sólo eran hijos de Dios los judíos, ¿por qué habían sido creados los gentiles? Le abrazaba tan estrechamente, que él sentía latir su corazón. Estaba tan ávida de saber como de su cuerpo.
—¿Dónde está el alma? —le preguntó—. ¿En los ojos?
—Sí, en los ojos. Y también en el cerebro. El alma da vida a todo el cuerpo.
—¿Adónde va el alma cuando el hombre muere?
—Vuelve al cielo.
—¿Tiene alma una ternera?
—No; tiene espíritu.
—¿Qué pasa con el espíritu cuando la ternera es sacrificada?
—A veces entra en el cuerpo del que la come.
—¿También los cerdos tienen espíritu?
—Sí. No. Bueno, supongo. Algo han de tener.
—¿Por qué no pueden comer cerdo los judíos?
—Lo prohíbe la Ley de Dios. Es Su voluntad.
—Cuando yo sea judía, ¿seré también hija de Dios?
—Sí, si dejas que El entre en tu corazón.
—Sí dejaré que entre, Jacob.
—Pero no debes convertirte en uno de los nuestros porque me quieras, sino porque tienes fe en Dios.
—La tengo, Jacob, la tengo. Pero tú has de enseñarme. Sin ti estoy ciega.
Wanda estaba madurando un plan. Se escaparían los dos juntos. Ella conocía las montañas. Cierto que una cristiana no podía convertirse al judaísmo, pero ella se disfrazaría de judía. Se afeitaría el cráneo y no mezclaría la carne con la leche. Jacob le enseñaría el yiddish. Se empeñó en comenzar de inmediato. Ella decía una palabra en polaco, y él tenía que repetirla en yiddish. Jleb era el pan; wol, el buey; stol, la mesa, y lawka, el banco. Había palabras iguales en ambos idiomas. Wanda le preguntó si las dos lenguas eran realmente idénticas.
—Cuando vivían en la tierra de Israel los judíos hablaban la lengua sagrada —repuso Jacob—. La que hablan hoy es una mezcla de muchos idiomas.
—¿Por qué no siguen viviendo en su tierra los judíos?
—Porque pecaron.
—¿Qué hicieron?
—Adorar a los ídolos y robar a los pobres.
—¿Y ya no lo hacen?
—Ya no adoran a los ídolos.
—¿Ni roban a los pobres?
Jacob reflexionó antes de responder.
—A los pobres no se los trata con justicia.
—¿Y quién es justo con los pobres? Los campesinos trabajan mucho durante todo el año y, sin embargo, están desnudos. Zagayek nunca se mancharía las manos trabajando, pero se queda con el mejor grano y el mejor ganado.
—Todo el mundo tendrá que rendir cuentas.
—¿Cuándo, Jacob? Y ¿dónde?
—No en este mundo.
—Tengo que marcharme, Jacob. Ya es casi de día.
Lo abrazó y lo besó con fuerza. Volvía a arderle la cara, pero finalmente se apartó de él. Al abrir la puerta del granero murmuró unas palabras y sonrió con timidez. No había luna, pero la nieve se reflejaba en su cara. Jacob pensó en Lilit, la que por las noches busca a los hombres para corromperlos. Hacía ya varias semanas que él y Wanda vivían juntos y, sin embargo, cada vez que pensaba en su transgresión Jacob se estremecía. ¿Cómo había sucedido? Durante años había resistido la tentación y, de pronto, había caído. Desde que convivía con Wanda ya no era el mismo. A veces le costaba reconocerse; le parecía que su alma lo había abandonado y que lo mantenía con vida alguna otra cosa, como a los animales. Oraba, sí, pero no lograba concentrarse. Aunque todavía recitaba salmos y pasajes de la Mishná, su corazón no oía lo que murmuraban sus labios. Lo que estaba dentro de él, fuera lo que fuese, se había helado. Ya no cantaba las viejas melodías, y le daba vergüenza pensar en su esposa, en sus hijos y en los mártires que los cosacos habían asesinado. ¿Qué relación tenía él con aquellos santos? Ellos eran bienaventurados, y él, impuro. Ellos se sacrificaron por el Santo Nombre, en tanto que él había hecho un pacto con Satanás. Jacob ya no conseguía dominar su pensamiento. En su mente se deslizaban toda clase de absurdos e incongruencias. Se imaginaba comiendo pasteles, pollo asado, mazapán, y bebiendo vino, aguamiel y cerveza; o buscando entre las peñas y encontrando diamantes o monedas de oro. Se veía convertido en un hombre rico que iba en coche. Era tan intensa su pasión por Wanda, que en el instante mismo en que ella salía del granero, ya la echaba de menos.
Y si esto le ocurría a su alma, ¡qué no decir del cuerpo! Se volvió perezoso, y sólo le apetecía tumbarse en la paja. Nunca sufrió tanto el frío como ese año. Cuando partía leña, el hacha se quedaba clavada y no conseguía sacarla. Cuando limpiaba la nieve del corral, se cansaba enseguida y tenía que parar. ¡Qué extraño era aquello! Hasta las vacas que él había criado parecían advertir su desasosiego y se volvían maliciosas. Trataron de cocearlo y de herirlo con los cuernos varias veces mientras las ordeñaba. El perro le ladraba como si no lo conociese.
También sus sueños cambiaron. En ellos ya no se le aparecían sus padres. En cuanto se quedaba dormido, empezaba a soñar con Wanda. Juntos vagaban por los bosques, entraban en cuevas, caían en pozos, en precipicios, en abismos, se hundían en pantanos de podredumbre y basura. Ratas y animales de cola tiñosa, grandes ubres y bolsas en el vientre, lo perseguían chillando, y babeaban, escupían y vomitaban sobre él. Despertaba de esas pesadillas bañado en sudores fríos, pero al mismo tiempo ardiendo de pasión. En su interior, llamaba a Wanda constantemente, y hasta le resultaba penoso mantenerse alejado de ella los días en que, según la ley mosaica, estaba impura.
5
Brillaba la luna en un cielo limpio de nubes. La noche era tan clara que parecía de día. Desde la puerta del granero Jacob contemplaba kilómetros y más kilómetros de montañas. Los riscos que surgían de los bosques semejaban cadáveres envueltos en sudarios, fieras erguidas sobre las patas traseras, monstruos de otros mundos. Era tan intenso el silencio, que a Jacob le zumbaban los oídos como si cantaran miles de cigarras bajo la nieve. Aunque ésta había dejado de caer, todavía volaba algún que otro copo que lentamente iba a posarse en el suelo. Un gallo despertó de pronto y cantó una vez. En el granero y en los cobertizos de los alrededores, los ratones y las comadrejas escarbaban en sus madrigueras como si esperasen la súbita llegada de la primavera. Hasta el mismo Jacob esperaba un milagro. Tal vez aquel año el verano llegara antes de lo acostumbrado. Dios todo lo podía. Si quería, el Todopoderoso era capaz de quitar al sol su envoltura tal como había hecho en tiempos de Abraham. Pero ¿por quién haría el Señor semejante milagro? ¿Por Jacob el descastado, el pecador? Miró los árboles del corral. La nieve colgaba en grumos de sus ramas, igual que peras blancas, entre pétalos de hielo. Jacob aguzó el oído. ¿Por qué no venía Wanda? La cabaña, a oscuras, parecía un hongo que asomara entre témpanos de hielo. De pronto, Jacob creyó oír pasos y voces. Se abrió la puerta y entró Wanda, pero no iba descalza y envuelta en un mantón, sino que llevaba zapatos, un abrigo de piel de cordero y un bastón.
—Mi padre ha muerto —dijo, acercándose a Jacob.
Él se quedó de piedra.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Anoche se acostó como siempre, soltó un gemido y se acabó. Ha muerto tan quedamente como un pollito.
—¿Adónde vas?
—A buscar a Antek.
Guardaron silencio. Por fin, Wanda dijo:
—Han empezado malos tiempos para nosotros. Antek no te quiere. Está deseando matarte.
—¿Y qué puedo hacer?
—Ten cuidado.
Ella dio media vuelta. Jacob la vio alejarse, disminuir de tamaño hasta hacerse pequeña como un carámbano. No había llorado, pero él sabía que estaba afligida. Quería mucho a su padre. Algunas veces hasta llamaba «papá» a Jacob. Y ahora lo había perdido. Cualquiera que fuese la clase de alma que tenía un campesino, había abandonado el cuerpo del anciano. Pero ¿adónde se habría ido? ¿Estaría aún en la cabaña? ¿Habría empezado ya su ascensión? ¿Se habría ido como el humo que sube por la chimenea? La costumbre del pueblo exigía que Jacob visitara a la familia y pronunciase unas frases de consuelo. Pero él no acababa de decidirse. Sin Wanda, la cabaña constituía un nido de serpientes. Ni siquiera estaba seguro de que la ley judía permitiera esas visitas de pésame, pero al fin decidió hacerla. Abrió la puerta de la choza. La vieja y Basha estaban de pie en el centro de la habitación. En su vaso ardía una mecha. El cadáver yacía en la cama, la muerte ya había alterado su aspecto; tenía la cara del color de la arcilla, las orejas blancas y en lugar de boca sólo un agujero. ¡Qué difícil resultaba imaginar que minutos antes aquel cuerpo tenía vida! Sin embargo, en las arrugas de los párpados aún quedaba un pequeño rastro del Jan Bzik que él había conocido, la expresión del que ha encontrado algo a un tiempo cómico y propicio. La mujer sollozaba.
—Se ha ido; todo ha acabado ya.
—Que Dios te dé consuelo.
—A la hora de la cena estaba perfectamente. Se comió un plato lleno de gachas de cebada.
Sus palabras iban dirigidas a Jacob sólo a medias.
Empezaron a llegar los vecinos. Las mujeres, envueltas en mantones y con los zapatos rotos; los hombres, con chaquetas de piel de cordero y botas hechas de trapos. Una de las mujeres se retorció las manos, soltó unas lágrimas y se santiguó. La viuda repetía la misma frase una y otra vez:
—Cenó gachas de cebada, y con mucho apetito.
Con estas palabras acusaba a la muerte y pretendía demostrar que ella siempre había sido una esposa ejemplar. Todos los rostros estaban envueltos en sombras, impregnados del misterio de la noche. Pronto el aire se hizo fétido. Alguien fue en busca de Dziobak. Se presentó el enterrador y tomó las medidas del difunto. Jacob salió de la choza. Él era forastero, pero no totalmente extraño a aquella gente, pues Jan Bzik era prácticamente su suegro. La idea lo asustó. «Bueno, ¿acaso no descendemos todos de Tera y Labán?», se dijo. Tenía frío y le castañeteaban los dientes. Jan Bzik había sido bueno y justo; nunca se burlaba de él ni le ponía motes. Jacob se había acostumbrado al viejo. Entre ambos existía una especie de entendimiento secreto, como si Bzik intuyese que algún día Wanda sería para Jacob. «Es un misterio —se dijo Jacob—, un misterio profundo. Todos los hombres están hechos a imagen de Dios. Quizá Jan y los gentiles temerosos de El vayan al paraíso».
Volvía a desear a Wanda. ¿Qué le impedía regresar? Bueno, a partir de ese momento se habría acabado la paz. El perro ladraba. Llegaban más campesinos. Entró Zagayek, un hombre fornido, de baja estatura, con chaqueta de piel de zorro, botas de fieltro y un gorro de piel parecido al que los judíos llevaban un Sabbat. Un bigote lustroso como el de un gato brillaba bajo su gruesa nariz. Amanecía, y las estrellas empezaban a desvanecerse. El cielo palidecía y adquiría una tonalidad rosada. Por fin asomó el sol por las montañas y la nieve brilló con reflejos rojizos. Se oyeron las voces chillonas de los pájaros de invierno. Jacob entró en el establo y vio que Kwiatula, la vaca más joven, que hasta hacía poco era aún una ternera, estaba a punto de parir. Tenía el vientre hinchado y de su negro morro chorreaba saliva. Miraba fijamente a Jacob con ojos húmedos, como implorando su ayuda.
Él empezó a preparar el pienso. También había que ordeñar. Mezcló paja cortada, salvado y nabos. «Todos somos esclavos —murmuró Jacob dirigiéndose al ganado—, esclavos de Dios». Se abrió la puerta y entró Wanda. Lo abrazó y se echó a llorar antes de preparar la vela de la víspera de Yom Kippur.
—Ahora ya sólo me quedas tú —le dijo.