III

1

Después de la recolección, Jacob volvió al establo de la montaña. Sabía que no estaría allí mucho tiempo. Pronto llegaría el frío y el ganado no tendría qué comer. Los días ya eran más cortos, y cuando por la mañana salía a recoger hierba encontraba los campos cubiertos de escarcha. Las brumas del otoño envolvían las colinas, por lo que cada vez resultaba más difícil distinguir la niebla del humo de las hogueras. Los pájaros chillaban y graznaban con mayor estridencia, y el viento que soplaba procedente de las cumbres sabía a nieve. Aunque Jacob se pasaba todo el día buscando forraje, las vacas nunca tenían bastante. Hambrientas, mugían, pateaban la tierra y no se estaban quietas ni siquiera mientras las ordeñaba.

Jacob reanudó la tarea de grabar en la piedra las seiscientas trece leyes de la Torá, pero durante el día le faltaba tiempo, y por la noche estaba demasiado oscuro.

El séptimo día del mes de Elul —según los cálculos de Jacob— anocheció más pronto. El sol se ocultó tras unas nubes espesas que se extendían sobre el horizonte; pero ¿era realmente ese día? Existía la posibilidad de que se hubiese equivocado en sus cálculos, y cuando en todo el mundo resonara el cuerno del carnero y se cantaran las letanías de Rosh Hashaná, acaso él estuviese en el campo recogiendo hierba como todos los días. Sentado en el establo, pensó en su vida. Siempre lo habían considerado una persona afortunada. Su padre era un rico contratista que compraba madera a los nobles, supervisaba la tala y transportaba los troncos por el río Bug hasta el Vístula y desde allí a Danzig. Siempre que volvía de aquellos viajes llevaba regalos para Jacob y sus hermanas. Elka Sisel, la madre de Jacob, era hija de un rabino y oriunda de Prusia, donde había crecido en el seno de una familia de buena posición. Sussjen, que así la llamaban, sabía hablar el alemán y escribir el hebreo, y se conducía de forma distinta de las demás mujeres. El suelo de su casa estaba cubierto de alfombras y había picaportes de latón en las puertas. En su hogar se servía café todos los días, algo que incluso entre los ricos constituía una extravagancia. Era experta cocinera, modista y tejedora, enseñó a sus hijas a coser y las instruyó en las lecturas bíblicas. Las chicas se casaron jóvenes. El propio Jacob no tenía más que doce años cuando se prometió con Zelda Lía, que era dos años más joven que él e hija del decano de la comunidad. Jacob siempre fue buen estudiante. A los ocho años podía leer una página entera de la Guemará sin ayuda; en su fiesta de esponsales pronunció un discurso. Tenía una letra fina y elegante, buena voz para cantar, y se le daba bien dibujar y tallar la madera. En un lienzo de la pared oriental de la sinagoga pintó las doce constelaciones en rojo, verde, azul y púrpura orlando el nombre de Jehová, y en las esquinas puso cuatro animales: un ciervo, un león, un leopardo y un águila. En Pentecostés decoraba las ventanas de los ciudadanos más importantes, y en la fiesta de Succot adornaba el tabernáculo con farolillos y banderolas.

Jacob era alto y fuerte. Cuando cerraba el puño, seis chicos no podían abrírselo. Su padre le había enseñado a nadar. Zelda Lía, por el contrario, era pequeña y delgada —una niña vieja, decían las hermanas de Jacob— pero ¿qué interés podía tener para él esa criatura de diez años? Mucho más le interesaba la biblioteca de su suegro, llena de libros raros. Jacob recibió en dote cuatrocientos gulden y comida y alojamiento para toda la vida en casa de sus suegros.

La boda fue alegre y ruidosa. Josefov era una ciudad pequeña, pero tras contraer matrimonio Jacob se dedicó al estudio con tanto ahínco, que se olvidó del mundo exterior. Observó, sí, que su mujer tenía costumbres raras. Si su madre la reprendía, se quitaba los zapatos y las medias y volcaba el tazón de la sopa. Aunque estaba casada, todavía no menstruaba. Cuando por fin le llegó la regla, sangró como un becerro. Cada vez que Jacob se le acercaba, aullaba de dolor. Continuamente se quejaba de palpitaciones, jaquecas y dolor de espalda. Arrugaba la cara, lloraba y gemía. A Jacob se le dio a entender que todas las hijas únicas eran así. La madre procuraba que los esposos no estuviesen juntos, a pesar de lo cual Zelda Lía parió tres hijos, casi sin que su marido se enterara. Sus recriminaciones y sarcasmos sonaban a balbuceos de idiota o quejas de colegial; pertenecía a esa clase de niñas malcriadas cuyos caprichos nunca pueden ser satisfechos. Su madre, aseguraba, envidiaba su belleza; su padre la había olvidado; Jacob no la quería. Al parecer, nunca se le había ocurrido intentar hacerse querer. Sus ojos envejecieron prematuramente de tanto llorar, y la nariz se le puso roja. No se ocupaba de los niños, que pasaron a depender de la abuela.

Cuando murió el rabino, el suegro de Jacob quería que éste ocupara el cargo, pero Zaddock, el hijo del difunto, contaba con muchos partidarios. Sí, a Jacob le respaldaba el decano del pueblo, hombre rico e influyente, pero los ciudadanos de Josefov decidieron que por una vez no le harían caso. A pesar suyo, Jacob se vio envuelto en una lucha. Él no quería ser rabino y, más aún, iba a favor de Zaddock, motivo por el cual su suegro se disgustó con él. Ya que no quería ser rabino, por lo menos que diera clase a los jóvenes en la casa de estudio. Jacob hubiera preferido quedarse en la biblioteca estudiando la Guemará y sus comentarios y meditando sobre la filosofía y la Cábala, temas que prefería incluso al mismo Talmud. Desde niño buscaba el significado de la existencia y trataba de comprender los designios de Dios. Conocía el pensamiento de Platón, de Aristóteles y los epicúreos por las citas que había encontrado en La guía de los perplejos, el Juzari, Credos e ideas y obras similares. Conocía los sistemas cabalísticos del rabino Moisés de Córdoba y del venerable Isaac Luria. Sabía que el judaísmo no se basaba en el conocimiento sino en la fe, y, sin embargo, trataba de comprender todo lo posible. ¿Por qué había creado Dios el mundo? ¿Por qué había creído necesario que existieran el dolor, el pecado, el mal? A pesar de que todos los grandes sabios habían dado su respuesta, el misterio no se aclaraba. Un creador todopoderoso no necesitaba, para mantenerse, del sufrimiento de los niños pequeños ni del sacrificio de Su pueblo a manos de hordas de asesinos. Varios años antes del ataque a Josefov se hablaba de las atrocidades de los cosacos. El día que llegó la muerte, hacía mucho tiempo que el miedo helaba los corazones de todos.

Jacob tenía más de veinticinco años de edad cuando los cosacos cayeron sobre Josefov. De eso hacía cuatro. Así pues, había pasado la séptima parte de su vida en aquel lejano pueblo de las montañas, privado de familia y de comunidad, sin libros, como una de esas almas que vagan desnudas en el valle de Tofet. Y ya terminaba el verano, los días eran cortos y las noches frías. Si tendía la mano podía tocar las tinieblas de Egipto, el vacío, donde no estaba el rostro de Dios. Del abatimiento a la negación no hay más que un paso muy corto. Satanás se había puesto arrogante, le hablaba a Jacob con insolencia —«Dios no existe. No hay otro mundo después de éste»—, le pedía que se hiciera pagano entre los paganos y le ordenaba que se casara con Wanda o, por lo menos, se acostara con ella.

2

Los pastores también celebraban la llegada del otoño. Desde que Jacob había subido por primera vez a la montaña con el ganado de Jan Bzik, no pasaba año sin que, mediante promesas y amenazas, no trataran de obligarlo a acompañarlos. Sin embargo, él siempre conseguía eludirlos. Tenía prohibido probar su comida y escuchar sus canciones y sus chistes obscenos. Casi todos estaban lisiados, medio locos, con el pelo enmarañado y la piel cubierta de costras y granos. Desconocían la vergüenza, como si los hubiesen concebido antes de que se comiera el fruto prohibido. Jacob pensaba a menudo que aquella chusma aún no había desarrollado la facultad de elegir libremente. Le parecían supervivientes de los mundos que, según el Midrash, Dios había creado y destruido antes de dar por terminado este mundo. Cuando se acercaban a él, Jacob miraba hacia otro lado o se comportaba como si no existiesen. Si ellos buscaban hierba en las laderas bajas, él se iba a la cumbre. Huía de ellos como de la peste. Habitaban aquellos mismos parajes y, sin embargo, Jacob pasaba días o hasta semanas sin verlos. No se mantenía alejado sólo por repugnancia, sino porque eran peligrosos y, como los lobos, atacaban sin motivo. El dolor, el sufrimiento, la sangre, les divertían.

Aquel año estaban decididos a llevarlo con ellos por la fuerza, y una noche, cuando Wanda se hubo marchado, rodearon el establo, desplegándose como soldados que se dispusiesen a asaltar una fortaleza. En la quietud de la noche, en la que sólo se oía el canto de la cigarra, estalló de pronto un griterío ensordecedor y de todos lados empezaron a surgir hombres y mujeres. Los atacantes iban armados con palos, piedras y cuerdas. Jacob pensó que su intención era matarlo y, al igual que su homónimo de la Biblia, se dispuso a luchar o, de ser posible, a salvarse mediante súplicas y un «regalo» (la camisa que llevaba puesta). Cogió una gruesa estaca y la blandió, convencido de que sus asaltantes estaban tan débiles que tal vez lograra ahuyentarlos. Pronto se adelantó un emisario, un pastor un poco menos primitivo que sus compañeros, quien le aseguró que no era su intención hacerle daño. Sólo querían que fuese a beber y a bailar con ellos. El hombre baboseaba, tartamudeaba y pronunciaba mal. Sus camaradas estaban borrachos y reían y voceaban sin tino, sujetándose el estómago con las manos y revolcándose por el suelo. Jacob comprendió que esa vez no tenía modo de escapar.

—Está bien —dijo—. Iré con vosotros; pero no comeré nada.

—El judío, el judío. Vamos. Vamos. Cogedlo. Cogedlo.

Una docena de manos empezó a tirar de él, obligándolo a bajar por la pendiente corriendo y resbalando. Aquella gente hedía; su olor era una mezcla de sudor y orina con la pestilencia de algo innominado, como si sus cuerpos estuviesen pudriéndose en vida. Jacob tuvo que taparse la nariz, mientras las muchachas reían hasta que se les saltaban las lágrimas. Los hombres se apoyaban los unos contra los otros y emitían gritos semejantes a ladridos. Si alguno caía, sus compañeros no se detenían a ayudarlo a levantarse, sino que lo pisoteaban. Jacob estaba anonadado. ¿Cómo podían los hijos de Adán, creados a imagen de Dios, descender hasta semejante envilecimiento? Aquellos hombres y mujeres también habían tenido padre y madre, dentro de sí llevaban un corazón y un cerebro, y tenían ojos para ver las maravillas de Dios.

Llevaron a Jacob hasta un claro en que la hierba estaba pisoteada y manchada de vómitos. Cerca de una hoguera casi apagada había una jarra de vodka vacía en sus tres cuartas partes. Unos músicos borrachos tocaban tambores, flautas, un cuerno de carnero muy parecido al que se hace sonar en la fiesta de Rosh Hashaná y un laúd cuyas cuerdas estaban hechas con las vísceras de algún animal. Sin embargo, el auditorio estaba demasiado intoxicado para hacer otra cosa que revolcarse por el suelo, gruñir como cerdos, lamer la tierra y murmurar a las piedras. Muchos yacían como cadáveres. Había luna llena. Una muchacha lloraba amargamente abrazada al tronco de un árbol. Un pastor se acercó a arrojar unas ramas a la hoguera y casi se cayó encima del fuego. Enseguida, un compañero trató de apagar las llamas orinando en ellas. Las chicas aullaban, gritaban y maullaban igual que gatos. Jacob sintió que se ahogaba. Había oído muchas veces aquellos gritos, y siempre le daban miedo.

«Bueno —se dijo—. Ahora ya lo he visto. Éstas son las abominaciones que movieron a Dios a exigir el aniquilamiento de pueblos enteros».

En su infancia, ése era uno de los reproches que hacía al Señor. ¿Qué pecado habían cometido los niños de las naciones que Moisés había recibido la orden de destruir? Pero de pronto, al ver a aquella chusma, comprendió que existían formas de corrupción que sólo podían limpiarse con el fuego. En aquellos salvajes se manifestaban miles de años de idolatría. A sus ojos, dilatados y enrojecidos, se asomaban Baal, Astoret y Moloc. Uno de los juerguistas le ofreció un vaso de vodka. El líquido le quemó la garganta. El estómago le ardía como si lo hubiesen obligado a beber plomo derretido, como aquellos reos a los que en la antigüedad el Sanedrín condenaba a morir en la hoguera. Jacob se estremeció. ¿Acaso lo habían envenenado? ¿Era eso el fin?

Se retorció, con la cara convulsa.

El pastor que le había dado la bebida soltó un alarido.

—Dadle más. Que beba el judío. Llenadle el vaso.

—Que coma cerdo —gritó otro.

Un tipo picado de viruelas, con la cara como un raspador de nabos, trató de meter una salchicha en la boca de Jacob. Éste lo derribó de un empujón.

—¡Eh! Lo ha matado.

Jacob se acercó al caído con las rodillas temblorosas. ¿Era posible que el destino también le deparara eso? Gracias a Dios, el hombre vivía. Echaba espuma por la boca y maldecía, con la salchicha todavía entre los dedos. Sus camaradas juraban entre risas y proferían amenazas.

—¡Asesino de Dios! ¡Judío! ¡Tiñoso!

A pocos pasos de allí, un pastor saltó sobre una muchacha, pero estaba demasiado borracho para hacer nada. Ambos se retorcían y forcejeaban como perro y perra. Quienes los rodeaban se carcajeaban, escupían, se sonaban y azuzaban a la pareja. Una muchacha monstruosa, de cabeza cuadrada, con un bulto en el cuello y el pelo encrespado, estaba sentada en el tronco de un árbol repitiendo un nombre entre sollozos. Se retorcía las manos, que eran tan largas y anchas como las de un mono y tenían las uñas roídas. Sus pies, planos como los de un pato, estaban cubiertos de granos. Algunos vaqueros trataban de consolarla ofreciéndole vodka, pero ella torcía la boca enseñando su único diente y gritaba cada vez más fuerte.

—¡Padre! ¡Padre! ¡Padre!

Así pues, también ella llamaba a un padre celestial, pensó Jacob, y se apiadó de aquella criatura que había salido deforme, contrahecha e idiota del vientre de su madre. ¡Quién sabe lo que asustaría a su madre en el momento de la concepción, o qué alma pecadora habría sido encarcelada en el cuerpo de la niña! El suyo no era un llanto corriente, sino el gemido del que se ha asomado al abismo y ha visto un tormento del que es imposible escapar. Por algún milagro, ese animal se daba cuenta de su bestialidad y lloraba su desgracia.

Jacob deseaba consolarla, pero vio en aquellos ojos entornados una furia que no mitigaba el sufrimiento. Una mujer así podía saltar sobre él igual que una fiera. Se sentó y entonó el salmo tercero: «Yahvé, ¡cuán numerosos son mis adversarios, cuántos los que se alzan contra mí! ¡Cuántos los que de mi vida dicen: “No hay salvación para él en Dios.”!».

3

Esa noche se desató una tormenta. Un relámpago iluminó el interior del establo y, por un instante, se hicieron visibles las vacas, el estiércol y las ollas de barro. Retumbó el trueno. Jacob se lavó las manos y recitó El que hace la Obra de la Creación y Su poder y Su fuerza llenan la Tierra. Una ráfaga de viento abrió la puerta del establo. La lluvia batía el tejado con la fuerza del granizo. Cuando Jacob cerró la puerta, el agua le azotó la cara. Temía que aquello fuese el comienzo del mal tiempo y no un simple aguacero de verano. No se equivocaba, pues horas más tarde, aunque había dejado de llover, el cielo seguía encapotado. Un viento helado soplaba procedente de las montañas. Al amanecer, volvió a estallar la tormenta. Aunque ya había salido el sol, la mañana era tan gris como el crepúsculo. Jacob no podría ir a buscar hierba, por lo que tendría que alimentar al ganado con el forraje que había preparado para el sábado. Encendió un pequeño fuego a fin de alegrar un poco el lugar y se sentó a rezar. Luego se puso de pie, de cara al este, y recitó las dieciocho bendiciones. Una de las vacas volvió la cabeza y lo miró con ojos humildes e inexpresivos; sin embargo, en el gesto de su morro negro, brillante y salpicado de pelos ásperos, Jacob creyó advertir cierto aire de resentimiento. A veces le parecía que el ganado se quejaba: «Tú eres hombre y nosotras sólo vacas; ¿es eso justo?». Él las aplacaba acariciándoles el pescuezo, dándoles golpecitos en el lomo y ofreciéndoles algún bocado. «Padre —solía rezar—, Tú sabes por qué las creaste. Son obra de Tus manos. Al final de los tiempos, también ellas habrán de alcanzar la salvación».

Por la mañana su desayuno consistió en pan, leche y una manzana de la víspera. Si seguía lloviendo, Wanda no subiría y tendría que contentarse con leche agria, un alimento que su estómago ya no soportaba. Masticaba cada bocado de la manzana lentamente, saboreándolo. Cuando vivía en casa de su suegro, no sabía que se pudiera llegar a tener tanto apetito, ni que el pan con salvado fuese tan sabroso. Con cada bocado le parecía que la médula de sus huesos crecía. El viento había amainado, la puerta del establo estaba abierta y a través de ella Jacob miraba de vez en cuando el cielo. Quizás aún aclarase: ¿no era muy pronto para que empezasen las lluvias de otoño? Ya no se veía más allá de la aplastada cresta de la colina que rodeaba el establo. Cielo, montañas, valles y bosques se habían diluido y borrado. La niebla se arrastraba por el paisaje. De los pinares se elevaban nubes de bruma, como si los árboles estuviesen ardiendo. Allí, en el exilio, Jacob comprendió por fin lo que quería decir la Cábala cuando hablaba de la cara oculta de Dios y de la disminución de su luz. Todo lo que la víspera brillaba, ahora era gris. Las distancias se habían acortado, el cielo había caído como la lona de una tienda, lo tangible había perdido sustancia. Si tantas cosas desaparecían para los ojos físicos, ¿cuántas más no escapaban a los del espíritu? Cada uno comprendía según sus merecimientos. Mundos infinitos, ángeles, serafines, mansiones y carros sagrados rodeaban al hombre, pero éste, pequeño pecador entregado a las vanidades del cuerpo, no los veía.

Como siempre que llovía, gran variedad de criaturas se refugiaron en el establo: mariposas, saltamontes, mosquitos y escarabajos. Un insecto tenía dos pares de alas. Una mariposa blanca con pintas negras semejantes a letras se posó en una piedra próxima al fuego, como si quisiera secarse o calentarse. Jacob le acercó una miga de pan, pero la mariposa no se movió. La tocó y observó que estaba muerta. Eso le entristeció. Aquella criatura ya no volvería a mover las alas. Le hubiese gustado hacer el elogio de aquel hermoso ser que sólo había vivido un día, o acaso menos, sin conocer el pecado. Un polvillo cubría sus alas, más suaves que la seda. Descansaba sobre la piedra como un cadáver envuelto en un sudario.

Jacob no tenía más remedio que batallar con las moscas y los piojos que lo atacaban a él y a las vacas. Era necesario matar. Cuando iba de un lado a otro no podía evitar el pisar sapos y gusanos, y cuando recogía la hierba encontraba serpientes venenosas que, silbando, se lanzaban sobre él y a las que tenía que aplastar con el bastón o con alguna piedra. Pero cada vez que ocurría una cosa así, se sentía como un asesino. En el fondo, reprochaba al Creador que obligase a una criatura a aniquilar a otras. De todas las preguntas que se formulaba sobre el Universo, ésa era la que le parecía más difícil de responder.

Aquel día no podía hacer nada, por lo que se tumbó sobre la paja y se tapó con la sábana. No; Wanda no subiría. Le avergonzaba desear de ese modo a una gentil, pero cuanto más trataba de ahogar su deseo, más crecía éste. El deseo lo acompañaba cuando rezaba y cuando estudiaba, cuando dormía y cuando estaba despierto. Jacob conocía la amarga verdad: comparados con su pasión hacia Wanda, el dolor que sentía por la muerte de su esposa y de sus hijos, y su amor a Dios, resultaban débiles. Si quien inspiraba los deseos de la carne era Satanás, entonces sin duda había caído en las redes del diablo. «Pues he perdido ambos mundos», musitó mientras, con los ojos entornados, se mantenía vigilante. Los pétalos de una flor temblaron entre unos matorrales. En la espesura se escondían ratones, comadrejas, topos, mofetas y erizos, todos esperando con impaciencia que brillara el sol. Los pájaros, arracimados, hacían que se combaran las ramas de los árboles, y en el mismo instante en que amainaba la lluvia empezaba un concierto de trinos, gorjeos, silbidos y graznidos.

A lo lejos sonó débilmente un yodel. Un pastor cantaba entre el barro, y su voz suplicaba y exigía, lamentando la injusticia que se cometía con todos los seres del mundo: judíos, gentiles y animales, incluidos las moscas y mosquitos que se paseaban por los ijares del ganado.

4

Aunque la lluvia cesó antes del anochecer, era evidente que el respiro sería breve. Al oeste se amontonaban los nubarrones de tormenta, rojos y sulfurosos, cargados de relámpagos, y en el aire flotaba una bruma densa que en cualquier momento podía trocarse en lluvia. Los cuervos, graznando, volaban bajo. Con semejante tiempo no había esperanza de que Wanda subiera, pero Jacob se situó en su observatorio y de pronto la vio llegar con sus dos cántaros y la cesta de la comida. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Alguien pensaba en él. Rezó para que no descargase la tormenta antes de que ella llegase, y su ruego fue escuchado. Pero en cuanto ella entró en el establo, empezó a llover torrencialmente. Ni Jacob ni Wanda hablaron mucho esa tarde. Ella se sentó y se puso a ordeñar las vacas. Estaba cohibida, y Jacob también. De vez en cuando, un relámpago disipaba la penumbra del establo, y él la veía bañada en un resplandor celestial; entonces le parecía que la mujer que había conocido hasta entonces no era sino una sombra, una señal. ¿Acaso no había sido creada a imagen de Dios? ¿Acaso su forma no reflejaba esa encarnación por la cual el Eterno reflejaba Su belleza? ¿Acaso Eció no había brotado de la semilla de Abraham y de Isaac? Jacob sabía muy bien adonde conducían esas meditaciones, pero era incapaz de ahuyentarlas. Cenó, recitó la bendición y la plegaria de la noche, pero aquellos pensamientos no lo abandonaban. El tiempo no aclaraba. Wanda no podría volver a casa. Además, a esa hora el camino estaba lleno de peligros.

—Dormiré en el establo —dijo Wanda—. Sino me echas.

—¿Echarte? ¡Tú eres la dueña!

Se pusieron a charlar con la naturalidad de quienes se conocen bien. Wanda le habló de Zagayek y su esposa paralítica; de Stefan, su hijo, que no cesaba de perseguirla; de la hija de Zagayek, Zosia, que, como era bien sabido, hacía vida marital con su padre. Pero el administrador tenía, además, una docena de amantes y tantos hijos naturales que no podía recordar el nombre de todos. No se comportaba como un criado, sino como un señor feudal o como un rey. Exigía a las novias el derecho de pernada, una ley que ya no existía. Trataba a los campesinos igual que a esclavos, aun cuando tenían sus propias tierras y sólo debían trabajar para el conde dos días a la semana. Los azotaba con mimbres mojados; los obligaba ilegalmente a trabajar para él; creaba sus propios impuestos sobre el vodka; mandaba operar a los enfermos contra la voluntad de éstos; les arrancaba muelas con unas tenazas; les amputaba dedos con una cuchilla de carnicero o les abría el pecho con un cuchillo de cocina. Muchas veces hacía de comadrona y exigía un buen pago por sus servicios.

—No hay nada que él no desee —dijo Wanda—. Si pudiera, se tragaría al pueblo entero.

No fue fácil preparar la cama de Wanda. Jacob extendió una brazada de paja, y la muchacha se tendió sobre ella y se cubrió con su mantón. Él dormiría en un rincón del establo, y ella en otro. En medio de aquella quietud se oía rumiar a las vacas. Wanda salió a hacer sus necesidades, y entró empapada por la lluvia. «De manera que entre esa gente también existe el pudor», pensó Jacob. Estaban echados, sin hablarse. «He de procurar no roncar», se dijo Jacob. Temía no conciliar el sueño, pero éste finalmente lo venció. Abrió la boca y la oscuridad entró en su cerebro. Todas las noches caía deslomado. Gracias a Dios que había algo más fuerte que su deseo.

5

Jacob despertó temblando, abrió los ojos y descubrió a Wanda tendida a su lado sobre la paja. Aunque el aire del establo estaba frío, sentía el calor del cuerpo de ella. Wanda se apretó contra él y le rozó la mejilla con los labios. Jacob se sometió en silencio, asombrado no sólo por lo que estaba ocurriendo, sino por la fuerza de su propio deseo. Cuando trató de desasirse, ella lo abrazó con una fuerza increíble. Él fue a hablar, pero Wanda le tapó la boca con_sus labios. Jacob recordó la historia de Rut y Booz, y comprendió que su deseo era más fuerte que él. «Me estoy jugando la otra vida», se dijo. Oyó que Wanda le imploraba con voz ronca, jadeando como un animal.

Se sentía aturdido, incapaz de resistirse a ella ni a sí mismo, como si hubiera perdido la voluntad. De pronto, acudió a su mente un pasaje de la Guemará: si el hombre finalmente es vencido por el Mal, que se vista de oscuro, se cubra de negro y se doblegue a los deseos de su corazón. Este precepto parecía haber acechado en su memoria con el único propósito de derribar sus últimas defensas. Notaba las piernas pesadas y rígidas, y una fuerza irresistible tiraba de él.

—Wanda—dijo con voz temblorosa—, antes tienes que bañarte en el arroyo.

—Ya me he lavado y me he peinado.

—No; debes sumergirte en el agua.

—¿Ahora?

—Así lo exige la Ley de Dios.

Ella guardó silencio, desconcertada ante esa extraña petición, y por fin dijo:

—De acuerdo, también haré eso.

Se pusieron en pie y, abrazada todavía a él, Wanda abrió la puerta del establo. Había dejado de llover, pero la noche estaba húmeda y muy oscura. No había ni señal del cielo y el único indicio del arroyo era el murmullo de las aguas al descender por la ladera. Wanda apretaba la mano de Jacob mientras avanzaban a tientas, con el abandono de los que ya no temen por su cuerpo. Tropezaban con las piedras y los matorrales, y el agua que goteaba de los árboles los salpicaba. Buscaron el lugar donde el torrente era lo bastante profundo para cubrir a una persona. Al llegar a él, Wanda se negó a entrar sola, y Jacob, sin pensar en quitarse los pantalones de lino, la siguió. El contacto con el agua fría hizo que se le cortase la respiración. El arroyo estaba tan crecido a causa de la lluvia que casi perdieron pie. Se abrazaron como si estuviesen sufriendo el martirio: así se arrojaban al agua o al fuego los judíos en las grandes matanzas. Cuando encontró apoyo para sus pies, Jacob indicó a Wanda:

—Sumérgete.

Ella le soltó la mano y se hundió en el agua. Él la buscó a tientas, sin hallarla. Por fin reapareció, y Jacob, acostumbrado ya a la oscuridad, distinguió el pálido contorno de su rostro.

—Pronto, vamos —dijo.

—Lo he hecho por ti.

La cogió de la mano y echaron a correr hacia el establo. Él advirtió que el frío no había extinguido el fuego que inflamaba sus venas. En ambos ardía una antorcha recién encendida. Tembloroso y con la respiración entrecortada, secó con la sábana el desnudo cuerpo de Wanda, cuyos ojos brillaban en la oscuridad. La oyó decir otra vez:

—Lo he hecho por ti —repitió ella.

—No; por mí, no —dijo él—. Por Dios —añadió, y se asustó ante aquella blasfemia.

Ya nada podía detenerlo. La levantó en brazos y la llevó hasta la paja.